Authors: Natsume Soseki
Bajé de la galería decidido a usar la primera conífera que me encontrase para usarla como rascador, pero en ese momento ocurrió que peor podía ser el remedio que la enfermedad. La razón: los pinos tienen una resina con una fuerza adhesiva extraordinaria, y una vez impregnados los pelos con esa sustancia no había nada en este mundo capaz de quitársela de encima. Si sucedía que se pegaban sólo cinco pelos a una gotita, era irremediable que se pegaran después otros cinco, y luego cinco más, y así sucesivamente.
Yo soy un gato muy especial, y amigo de las cosas sencillas. Y, además, odio esa sustancia pegajosa, horrible y tenaz. Rechazaría a cualquier gata por muy guapa que fuera, si estuviera manchada de resina. De ninguna manera quiero que mi piel se embadurne con esas viscosas lágrimas de pino. Además, me recordaban a las legañas que le salen a Kuro, el gato del carretero, cuando sopla el viento del norte.
Tenía que pensar bien en cómo quitarme el picor de encima sin que ello me supusiera un problema mayor. No enfrentarme a una cuestión tan simple podía afectar a mi reputación, así como a mi brillante pelaje. La única solución era armarme de paciencia, pero no era cosa sencilla. Pensar que no podía rascarme de ninguna manera era desesperante. Si no encontraba pronto una solución corría el riesgo de caer enfermo como consecuencia de la irritación causada por los parásitos y por el sudor.
Me senté a reflexionar, seriamente preocupado. De pronto tuve una idea: el maestro salía a veces de casa, haciendo gala de su habitual desidia, con una toalla y una pastilla de jabón en la mano, y se dirigía a no sé qué lugar misterioso. Al cabo de unos treinta minutos volvía a casa, y su cara, por lo general bastante pálida y enfermiza, brillaba entonces como rejuvenecida. Si un hombre tan feo como el maestro podía experimentar un cambio tan sorprendente como aquél, qué no haría con alguien como yo, un prodigio de belleza. Mi elegancia natural y mi porte harían la tarea mucho más sencilla. No es que yo lo necesitara por una mera cuestión de físico, pero si no encontraba pronto un remedio para mis desazones dermatológicas, el día menos pensado me iría a la tumba. Y eso, tratándose de alguien como yo, que no tenía más que año y medio, habría sido imperdonable.
En una ocasión pillé una conversación al vuelo en la que hablaban de algo llamado «
onsen
», una especie de baños públicos de aguas termales. Al parecer, se trataba de un invento humano creado con la única finalidad de darse solaz y pasar el rato, sin apenas hacer nada y sin dar un palo al agua. Si en verdad se trataba de un invento de aquellos bípedos tan acostumbrados a la molicie, seguro que no era muy conveniente para nosotros, los gatos, pero sospeché que era mi única oportunidad de curarme de mis picores. Así que me dije que al menos debía intentarlo. Si no daba resultado, con retirarme sería suficiente. M i mayor preocupación residía en si aquellos baños termales serían aptos también para los gatos. El maestro tenía entrada libre en el establecimiento donde se ofertaban, y, por tanto, era probable que a mí también se me permitiese entrar, pues yo era propiedad suya. Pero debía ser cuidadoso: cualquier imprevisto podía poner en riesgo mi buena estrella. Así que antes de dar el paso, decidí acercarme por allí para explorar un poco el territorio. Si el lugar parecía seguro, entraría aunque fuese con la toalla colgada de los dientes.
Puse rumbo al
onsen
y, al doblar el primer callejón a la izquierda, vi algo parecido a un tubo de bambú que expulsaba un espeso humo blanquecino. Opté por entrar con sigilo por la puerta de atrás del establecimiento. Ya sé que hay quien dice que entrar por la puerta trasera es de cobardes y de débiles, pero a mí me parece la eterna lamentación de los envidiosos, incapaces de atreverse a entrar en un sitio si no es por la puerta principal. En la antigüedad hubo hombres inteligentes que usaron esta táctica para derrotar a sus enemigos. Así consta en un libro titulado
Reglas de educación para caballeros
(volumen
ii
, capítulo
i
, páginas 5 y 6), en el que se llega a decir incluso que «un caballero debe dejar escrito en su testamento que la puerta trasera es el camino ideal para conseguir la virtud». Soy un gato del siglo
xx
y esas cosas son moneda corriente para mí, así que nadie puede permitirse el lujo de menospreciarme.
Entré en el
onsen
a hurtadillas, y observé. A mi izquierda había una montaña de astillas de madera de pino y, al lado, un montículo de carbón mineral. ¿Por qué las astillas de pino se amontonaban en forma de montaña y el carbón en forma de montículo? En realidad la distinción no tenía ningún sentido, sólo que en un momento dado pensé que, como los humanos comen arroz, aves, pescado, cuadrúpedos y cosas por el estilo, igual les había dado también por comer astillas de madera de pino y pedazos de carbón. Continué con mi exploración y me metí por un pasillo que desembocaba en una puerta entreabierta. Reinaba un silencio maravilloso, pero, en cambio, en el lado opuesto del pasillo se oía una cháchara bastante desagradable. Ése debía de ser el famoso
onsen
del que tanto hablaban los humanos. Así que me aventuré por el valle que se abría entre la montaña y el montículo, y giré a la izquierda. A mano derecha había una ventana de la que colgaban unos cubos de madera que conformaban una especie de pirámide. De un poco más allá sobresalía una tabla de madera de varios metros de largo, cuya única finalidad parecía ser la de servirme de trampolín para entrar en el recinto. Estaba más o menos a un metro de altura, y brincar hasta allí no me supuso ninguna dificultad. Me encaramé a la tabla y bajo mis ojos apareció un inmenso tanque lleno de agua. No hay cosa más excitante en el mundo que comer lo que nunca se ha comido, o ver lo que nunca se ha visto. Para los que iban a los baños públicos como el maestro, tres o cuatro veces por semana, aquella vista no tendría nada de especial, pero cuando yo vi aquello, casi me muero de la emoción. Sentí unas ganas tremendas de contemplar aquella maravilla más de cerca. Ni aunque mis padres hubieran estado agonizando en su lecho de muerte habría yo dejado pasar aquella oportunidad. El mundo es inconmensurable, pero a mí jamás se me habría pasado por la imaginación que existiese un lugar como aquél. ¿Qué espectáculo fascinante era ése? Era tan imponente que apenas se me ocurren palabras que puedan describirlo. Todo lo más que puedo decir es que en el interior de aquel inmenso tanque o alberca había muchos hombres parloteando animadamente, y todos ellos estaban desnudos como los aborígenes de la isla de Formosa; o para ser más gráfico, como adanes del siglo xx.
La historia del vestido es larga y procelosa, y yo no soy ni mucho menos el doctor Herr Diogenes Teufelsdrökh,
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ni ésta su monumental obra
Die Kleider, Werden und Wizken
. Pero, en síntesis, una de las características de los seres humanos es que siempre se han considerado dignos de respeto, no por cómo van vestidos, sino por el hecho mismo de llevar algo encima. En el siglo
xviii
, Beau Nash
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redactó una estricta regulación para los que iban a bañarse a la localidad inglesa de Bath: tanto hombres como mujeres tenían que entrar al baño cubiertos con largos vestidos que les cubrían desde los hombros hasta los pies. Hace unos sesenta años a alguien se le ocurrió construir una escuela de arte en otra ciudad inglesa, cuyo nombre no recuerdo ahora. Cuando se terminó el edificio, se colocaron en su interior todo tipo de estatuas y cuadros representando desnudos. Nada extraño en una escuela de arte, donde una de las asignaturas principales era, precisamente, el estudio del cuerpo humano en sus poses más naturales. Pero, llegado el día de la inauguración, los responsables de la escuela se vieron en un aprieto, pues debían invitar a la damas más respetables de la ciudad. En aquella época se pensaba que el hombre era un animal vestido y, por supuesto, que no era descendiente del mono. Un hombre desnudo era algo extraño, e incluso ridículo. Un sinsentido, como lo puede ser un elefante sin trompa, una escuela sin alumnos o un militar carente de arrojo. La ropa era algo consustancial al hombre, casi parte integrante de su esencia. Sin ella, el hombre ya no era un hombre, sino una bestia. Aunque se trataba de una escuela de arte, y era previsible que entre sus paredes se encontrasen buenos ejemplos de desnudos artísticos, las refinadas damas de la ciudad consideraron que asistir a semejante espectáculo de bestias desnudas resultaría indigno e insultante, y se negaron a acudir a la inauguración. No había forma de hacerles cambiar de opinión. Ni siquiera argumentando que no solamente de cuerpos masculinos se nutrían los artistas, sino que la mujer era uno de los principales motivos artísticos elegidos, algo que no sólo pasaba en occidente sino también en oriente. Las mujeres, por aquel entonces, no acostumbraban a desempeñar trabajos pesados, ni a engrosar las filas de los ejércitos. En realidad, servían para bien poco según la mentalidad de la época. Pero si de lo que se trataba era de inauguraciones, fiestas o actos sociales, entonces su presencia era imprescindible, aunque sólo fuera por puros motivos decorativos. Así que a los responsables de la escuela no les quedó más remedio que buscar una solución. Finalmente, decidieron encargar treinta y seis rollos de tela negra con la que cubrieron los fríos cuerpos de las estatuas y los cuadros ofensivos, a fin de que nadie se sintiera molesto. La solución satisfizo a las señoras, y la inauguración pudo celebrarse sin mayores contratiempos.
Anécdotas como ésta muestran bien a las claras cuán esencial es la vestimenta en la sociedad humana. En nuestros tiempos modernos hay numerosos maestros de pintura que insisten una y otra vez en lo fascinante del cuerpo humano desnudo. Pero yo creo que incurren en un tremendo error. Yo, por ejemplo, desde que nací nunca me he quitado de encima mi peludo abrigo, y no por ello resulto menos atractivo e interesante. Esos maestros tan a la vanguardia se equivocan de cabo a rabo. La moda y el gusto por el desnudo artístico empezaron a popularizarse en la época del Renacimiento gracias a los artistas italianos que tomaban como modelo los cánones de belleza de las antiguas Grecia y Roma. Aquellos griegos y romanos, habitantes de países con un clima del todo benéfico, estaban acostumbrados a ir por ahí desnudos, y no relacionaban de ninguna manera su desnudez con nada que tuviera que ver con la moral pública. Sin embargo, en el norte de Europa hace muchísimo frío. Lo mismo pasa en Japón, donde incluso tenemos un refrán muy famoso que dice: «No se puede viajar desnudo». En países como Alemania o Inglaterra, un hombre desnudo se convertía pronto en un hombre muerto, y si todos y cada uno de los humanos cubrían su cuerpo con ropa, se convertían entonces en animales vestidos y, por tanto, un hombre desnudo dejaba de considerarse como tal para entrar en la categoría de las bestias salvajes. Consecuentemente, las pinturas y desnudos de los europeos, especialmente de los europeos que vivieron más al norte, pueden considerarse sencillamente bestiales. En otras palabras, europeos y japoneses tienen el buen sentido de considerar el desnudo humano como una forma de vida inferior a la de los propios gatos. ¿Es que acaso existe un cuerpo desnudo que a la vez sea bello? Las bestias, aunque sean hermosas, no dejan de ser bestias. Quizás a alguien se le ocurra preguntarme si he visto en alguna ocasión los vestidos de noche con que se adornan las mujeres europeas. No he tenido la oportunidad, pero, según parece, se trata de una vestimenta que muestra a los demás los brazos y la espalda, y que además les realza el pecho. Algo, como entenderán, de lo más chabacano y desagradable. Antes del Renacimiento, las mujeres no osaban vestirse con semejantes prendas ni mostrar un solo centímetro de piel. En aquella época se vestía de un modo más natural. Entonces, ¿cuál es la razón que ha impulsado a los hombres a cambiar de vestimenta como lo han hecho, hasta acabar convirtiéndose en poco menos que titiriteros? Sería muy largo explicar con detalle la historia de esta decadencia. Quien conozca las razones, lo entenderá, y quien no las conozca, no tendrá necesidad de que me extienda, pues salta a la vista. Eso debería bastar. En cualquier caso, y sean cuales sean las razones históricas, el hecho es que las mujeres modernas siguen vistiéndose a medias cada noche con evidente satisfacción, a pesar de que al final su aspecto suele ser lamentable. Sin embargo, parece que tras su apariencia de animales sin civilizar siguen conservando un cierto rastro de recato humano, pues tan pronto como sale un rayo de sol esas mismas mujeres se cubren inmediatamente brazos, pecho y espalda, e incluso se avergüenzan de mostrar a los demás el inocente dedo de un pie. Sin duda, esta actitud da a entender que todas las normas acerca de la forma de vestir en sociedad son sólo el resultado de las elucubraciones de una mente enferma. Si no están de acuerdo con las opiniones que expreso, ¿por qué razón no andan también a plena luz del día con parte de su cuerpo descubierto, como hacen por la noche? Lo mismo les digo a los partidarios del desnudo porque sí. Si tan bueno es, ¿por qué no mandan a sus hijas desnudas a la calle? ¿Por qué no dejan su ropa en casa y se van a pasear con la familia por el parque Ueno como Dios les trajo al mundo? «Eso no se puede hacer», dirán. Pero yo les responderé: por supuesto que se puede. La única razón por la que uno no sale desnudo a la calle a pasear, es porque los europeos tampoco lo hacen. Para apoyar mis razonamientos no hay más que fijarse en las mujeres japonesas que acuden cada noche embutidas en absurdos vestidos de estilo occidental al Hotel Imperial. Si lo hacen es por pura imitación de los modos y modas de las mujeres occidentales y no por alguna razón que tenga que ver ni por asomo con nuestra identidad nacional. En éste y otros ámbitos, los europeos son poderosos, y siempre habrá alguien dispuesto a hacer el estúpido y a copiar sus maneras, se lo pueda permitir o no. Se rendirá ante los poderosos, se humillará ante los ricos y se dejará aplastar por los que marcan las tendencias desde el extranjero. Si estas actitudes tan lamentables se debieran a algún tipo de necedad o de estupidez congénita, al menos quedaría un margen para la compasión. Pero entonces que no argumenten que Japón es una gran nación. Y sucede tres cuartos de lo mismo en el campo de los estudios académicos. Sin embargo, como no se trata de entrar aquí en temas espinosos, dejémoslo como está.
El vestido es fundamental en la vida humana. De hecho, es tan trascendental que me pregunto qué fue antes, si el hombre o su atuendo. En ocasiones se tiene la impresión de que la historia de la humanidad no es la de su carne, la de sus huesos o la de su sangre, sino la de su indumentaria. Por esa razón, cuando uno se planta delante de alguien desnudo, la impresión es la de estar ante un monstruo y no ante un ser humano. Si de mutuo acuerdo todos llegaran al consenso de que los que andan por ahí en cueros son monstruos, evidentemente ninguno vería nada monstruoso en los demás, y todos tan felices. Cuando los hombres aparecieron sobre la faz de la tierra, todos venían construidos según las mismas normas y especificaciones, y todos, luciendo una desnudez igualitaria, se lanzaron en igualdad de condiciones a la aventura de la vida. El ser humano fue hecho para contentarse con sus atributos uniformes, pero lo que yo no alcanzo a entender es cómo no se conformó con lo que tenía, y afrontó por tanto su condición de ser humano sin necesidad de adornarla con ropajes de lo más variopinto. Quizás a alguno se le ocurrió pensar que, si tan idénticos eran, no valía la pena esforzarse, pues no les reportaría ninguna distinción. Por eso, seguramente, decidió inventar algo, una prenda que pusiera una nota de color y que hiciera evidente a ojos de los demás que se trataba de un ser distinto a los otros. Estoy convencido de que, al primero que se lanzó a cubrirse el cuerpo con telas de colores, esa idea le debió de rondar la cabeza al menos durante un periodo de diez años, hasta que, finalmente, descubrió la utilidad de los calzoncillos. Se los puso y se paseó delante de sus compañeros con aires de superioridad. De estos pioneros descienden, con total seguridad, nuestros actuales carreteros que tiran de esos carritos con dos grandes ruedas, y que solemos ver vestidos con un pantalón pesquero bien arremangado. Es extraño que fuese necesario que transcurriese un periodo tan largo para concebir una cosa tan simple como son los calzoncillos, pero esa extrañeza puede que sea sólo una especie de ilusión óptica generada por la inmensa perspectiva del tiempo. En la época de la prehistoria humana, alcanzar un hito como ése no era baladí. Si no, consideremos la década de esfuerzos intelectuales que le costó a Descartes llegar a su famosa conclusión: «Pienso, luego existo», algo que un niño de tres años es capaz de comprender sin necesidad de tener mucho raciocinio. Si tenemos en cuenta los esfuerzos desplegados para inventar los calzoncillos, es justo reconocer que aquel proto-carretero probablemente estaría dotado de una gran inteligencia, y debía de ser una de las personas más influyentes de su entorno, a pesar de que al resto de sus congéneres no les agradase mucho el hecho de que fuera el único que se paseaba por ahí pomposamente con un trapo cubriéndole las nalgas.