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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (33 page)

BOOK: Starters
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Tinnenbaum acercó la boca a un panel invisible en la pared.

—La tenemos aquí, señor —comunicó. La puerta corredera se abrió desapareciendo en la pared. El interior estaba oscuro casi por completo, pero una pequeña luz en el techo se encendió encima de nosotros mientras permanecimos en la entrada.

—Adelante —dijo la voz. Reconocí la voz metálica, sintetizada, del Viejo.

—¿Señor? —dijo Tinnenbaum.

—Suéltala. —El guardia me dejó ir.

—Estaremos justo ahí fuera —declaró Tinnenbaum.

La puerta se cerró, oscureciéndolo todo aún más. Oí pasos. Sonaban a lo lejos.

Esta sala tenía que ser más grande, más espaciosa, que ningún otro despacho o sala de reuniones. Vi un rayo de luz antes que ninguna otra cosa, un inquietante faro al otro lado de la habitación. Mientras se acercaba, vi que era la máscara electrónica del Viejo. La cara que mostraba no era humana. Era la cabeza de una serpiente.

Con relucientes escamas y grandes ojos oscuros. Sacaba una lengua bífida, negra y roja.

Mi corazón latía tan rápido que llegó a dolerme. Metí la mano en el bolsillo y pulsé la silenciosa alarma para hacer saber a los otros que había hecho salir al Viejo.

Ahora todo lo que tenía que hacer era distraerlo.

—¿Por qué vienes ahora? —preguntó—. Podrías haber venido el otro día, en el transporte, con los otros chicos y chicas.

—Quiero hacer un trato.

—¿Un trato? ¿Qué clase de trato? —La serpiente abrió sus fauces mostrando los colmillos. Las imágenes estaban escogidas para asustarme. Me esforcé por mantener mi voz firme.

—Mi vida por la de mi hermano.

—¿Tyler?

—Sí. —Esperaba a ver su reacción para confirmar mi sospecha de que Tyler estaba allí, en alguna parte.

—No sé si es tan buena idea. ¿Cómo sé que no te escaparás?

—Estoy segura de que encontrarás un modo de retenerme.

La cara cambió súbitamente a la de una mujer en extrema agonía. Tuve que sofocar un grito. Se rió.

—¿Quién es? —pregunté. La mujer estaba llorando, gritando.

—Sólo una mujer muy triste. Creo que alguien mató a sus hijos —dijo—. Tal vez a su marido.

—Es horrible —susurré.

—Pero no estamos hablando de ella, estamos hablando de Tyler. —Me estremecí sólo con oír su voz metálica pronunciando el nombre de mi hermano de nuevo.

—Si me lo traes y puedo verlo, cambiaré mi vida por la suya.

—¿Tu cuerpo por el suyo?

—Sí.

—No parece muy justo. Él es más joven.

—Pero él está enfermo.

—Buen argumento. —La cara cambió a la de una mujer que había ido a prisión por envenenar a su familia.

—¿Puedes parar esto? —pregunté.

—Me gustan tus agallas, Callie. Acepto tu oferta.

—¿De verdad?

—Sí. Pero no te lo voy a traer. Tendrás que aceptar mi palabra sobre este punto.

Había llegado mi momento.

—No parece justo.

—No creo que «justo» sea un término que haya entrado en la conversación.

—Sí, lo ha hecho —repliqué—. Tú lo has mencionado en primer lugar.

—Eres lista. Admiro eso.

—Tienes que hacer algo antes.

—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué crees que es justo?

—Quítate la máscara —dije tranquilamente.

Guardó silencio durante un momento. El rostro de la mujer se quedó helado.

—¿Quitármela?

—Sí —afirmé en voz alta—. Déjame ver tu verdadero rostro.

—Aquí está. —Cambió la cara a la de un famoso mimo completamente maquillado.

—No me lo creo.

—Esto es lo máximo que vas a conseguir.

—Entonces no hay trato.

Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más segura.

—No tengo que hacer ningún trato contigo.

—La diferencia es que yo sí cumplo mi palabra. Así que si llegamos a un acuerdo, me tendrás aquí por mi propia voluntad. Para siempre. A mí por un hermano al que no puedo ver, por una mirada a tu rostro. Eso es todo.

—Aún no ves que estás en desventaja aquí, en mi centro, con mi gente. —Hizo una pausa y miró hacia abajo—. ¿Harías esto porque lo quieres mucho? —preguntó.

—Soy todo lo que tiene.

Todas las caras que había visto antes pasaron fugazmente, en una rápida sucesión, de izquierda a derecha; después, de arriba abajo. Entonces todos los fragmentos se mezclaron, de modo que las caras pasaron como un rayo: un criminal de guerra, un asesino en masa, una víctima de quemaduras y una mujer sollozando a causa de un implacable dolor.

Se rompió en cuatro partes que finalmente se arremolinaron hasta convertirse en una terrible y miserable mezcla, tanto más horrible al recortarse contra el silencioso vacío de la sala. Mi trabajosa respiración fue lo único que oí.

—¿Esto es lo que quieres, Callie? ¿Quieres ver mi verdadero yo?

—Tu verdadero yo, no un
collage
electrónico.

—Mi verdadero yo. —Su voz era tranquila. Resignada.

—Sí. —Apenas logré pronunciar la palabra.

—Está bien. —Su rostro electrónico se fue atenuando hasta que murió en las tinieblas con un clic metálico.

Aguardé en la oscuridad.

Capítulo 28

Oí los pasos del Viejo cada vez más cerca, pero no decía nada. ¿Estaba a mi lado?

No se oía ninguna respiración. Entonces me di cuenta. El sonido de sus pisadas no era real. Eran sonidos electrónicos, sintetizados, como su voz. Se trataba de un hombre que jugaba con las ilusiones; no estaba andando hacia mí.

Se había ido.

Sólo estábamos yo y el mortal silencio, en la oscuridad. Retrocedí hasta un sensor de luz que había divisado antes y lo apreté con la mano. Las luces se encendieron de golpe probando que, en efecto, estaba sola en aquella gran sala vacía.

Me di la vuelta y vi un monitor empotrado en lo alto de la pared. Mostraba el caos que había en el vestíbulo. Una patrulla de policía estaba haciendo detenciones y esposando a los empleados del banco de cuerpos.

Fase dos. Volví a pulsar mi alarma de bolsillo.

—¡Se ha ido! —grité.

Los dos policías de apoyo, que habían estado siguiéndome a distancia, irrumpieron en la sala.

—¿Por dónde se ha ido? —preguntó el más alto.

—No lo sé. No lo he podido ver.

La habitación tenía tres salidas sin contar la que estaba detrás de mí. El Viejo podía haberse escapado por cualquiera de las tres. El policía más alto tomó la primera puerta, el otro la segunda y yo abrí la tercera. Vi un corto pasillo que conducía a un rellano con dos ascensores. El zumbido me dijo que ambos estaban funcionando, pero no había ninguna luz que me indicara si estaban subiendo o bajando. Pulsé el panel y me metí en el primero que llegó. Lo hice bajar por debajo del primer piso, al garaje.

Salí apresuradamente al garaje apenas iluminado en busca del Viejo. Un montón de coches de gama alta estaban estacionados cerca del ascensor, mientras que los coches de los empleados estaban en las plazas más alejadas. Me agaché para buscar sus pies por debajo de los coches, pero no vi a nadie. Quería encontrarlo y arrancarle la máscara de la cara, mostrarlo al desnudo.

Me quedé quieta y escuché. Quizá se había escondido. Tuve que acallar mi propia respiración por un momento. Un sonido, el rumor de unos pasos. Me di la vuelta y vi a alguien entre las sombras, contra la pared, escondiéndose detrás del frontal de un todoterreno.

Corrí hacia allí. La zona estaba oscura. La figura se alejó de mí a toda velocidad, pero estaba acorralado. Cuando llegó a la pared del fondo, se tiró al suelo, hecho un ovillo.

Era Terry, el enfermero que llevaba perfilador de ojos. Estaba llorando.

—Gatita, no dejes que me arresten —suplicó—. No podría soportar la cárcel.

—Ayúdame y veremos qué podemos hacer. —Lo cogí por el codo e hice que se pusiera de pie—. ¿Dónde se escondería el Viejo?

—No se escondería. Sencillamente, huiría.

—¿Cuál es su coche?

—En coche no. —Alzó sus ojos maquillados—. El heli.

Terry y yo corrimos escaleras arriba hacia el tejado. Estaba furiosa conmigo misma por no haber pensado en el helitransporte como primera opción.

—Yo ya sabía que este día iba a llegar. —El maquillaje negro se le había corrido por las mejillas.

—Pues en ese caso, tal vez tendrías que haberlo dejado.

Nos precipitamos por la última puerta, que conducía a la azotea, y salimos al frío.

El fuerte sonido de las aspas al girar y la ráfaga de aire golpeó nuestras caras como una bofetada, y vimos el heli, como un insecto negro, en la zona de aterrizaje, a unos veinte metros de distancia. Aún no había despegado.

A través de la ventana curvada pude ver al Viejo sentado detrás del piloto, mirando al horizonte. Corrí al heli, agachándome para evitar las aspas. El piloto le hizo un gesto al Viejo y éste se volvió hacia mí. Su cara era la de una momia, de un holo de terror.

Me subí al patín, agarré la maneta de la puerta y la abrí de un tirón. El Viejo alargó el brazo para volver a cerrarla y se lo agarré. Me sujeté al marco de la puerta mientras tiraba de la manga de su abrigo. Tras él, desplomado en el asiento de al lado, había alguien metido en una bolsa. No podía decir quién era, ni siquiera si estaba vivo. Terry estaba detrás de mí, pero era incapaz de acercarse. Sólo estaba yo luchando contra el Viejo.

Tiré de él y logré sacar la mitad de su cuerpo del heli. Alcancé el borde de su máscara.

—¡¿Qué escondes?! —grité, por encima del rugido de las aspas.

Se sujetó al bastidor del heli y trató de empujarme con su otra mano.

—¡¿Dónde está mi hermano?! —grité, y le hundí los dedos en uno de los lados de la cara.

Me puso el pie en el estómago y empujó. Resistí.

El piloto sacó una arma y me apuntó con ella. No podía hacer nada. Estaba muerta.

Pero el Viejo le apartó el brazo. No supe por qué. Esta interrupción me dejó helada. El Viejo le gritó algo al piloto. Éste accionó los controles para que el heli se elevara, conmigo de pie en el patín. De reojo, vi que Terry me hacía gestos para que saltara.

Nos estábamos elevando del suelo. Si me quedaba allí, tendría que meterme dentro. Di a la máscara un último tirón antes de saltar. Se desgarró por un lado, pero siguió en su sitio. Mientras caía de espaldas, vi al Viejo sujetándose la máscara a la cara mientras cerraba la puerta.

Caí de espaldas al suelo. Terry corrió hacia mí para ayudarme. Le hice un gesto para que se apartara. Mientras contemplaba cómo el heli del Viejo se escapaba, me atormentaba una única pregunta:

¿Estaba Tyler en la bolsa?

Todos nos reunimos en el caos que estaba teniendo lugar en el primer nivel del edificio. Los otros policías habían rodeado a los empleados y les habían hecho formar una fila contra la pared. Tinnenbaum, Doris y Rodney discutían sus respectivos casos, protestando y pidiendo que les devolvieran sus teléfonos para poder llamar a sus abogados. Los guardias, la recepcionista y unos pocos trabajadores más se tiraron al suelo, resignados. Algunos de ellos lloraban. Trax, el técnico, estaba sentado con la cabeza entre las manos. Una enfermera estaba de pie y le gritaba a un policía. En medio de todo esto, el senador Bohn hablaba directamente a una cámara mientras un pequeño equipo de dos personas lo grababa.

—¿Dónde está mi hermano? —le pregunté a Tinnenbaum.

Negó con la cabeza. Me abalancé sobre él, pero el abogado me contuvo.

—Ya sabes lo reservado que es el Viejo —dijo Doris—. Te lo diríamos si lo supiéramos.

Un policía intervino. Antes de que pudiera presionarlos más, los ojos de todo el mundo se volvieron hacia la puerta principal. Varios adolescentes con cuerpos asombrosos entraron en el edificio. Las expresiones de perplejidad desfiguraban sus rostros, por otra parte impresionantes.

Fase tres.

—¿Qué está pasando? —preguntó una rubia alta—. Nos han dicho que viniéramos.

—¿Quién os lo ha dicho? —El senador le plantó el micrófono delante de la cara.

—Él. —Un chico de pelo oscuro señaló a Tinnenbaum.

—No he hecho tal cosa —protestó éste.

El arrendatario senior que habitaba el cuerpo del chico asintió.

—Oh, sí, lo ha hecho usted, señor mío. Una transmisión privada se ha emitido en nuestro canal Plenitud y ha dicho que teníamos que volver al banco de cuerpos, que había un problema con nuestros chips.

—No pagué todo este dineral para que mi aventura de juventud se interrumpa tan pronto —dijo la rubia—. Pero si hay algún modo de recuperarlo, acabemos con esto, ¿no?

Miré a Lauren. Sonrió. Nuestra falsa transmisión privada había funcionado. Más arrendatarios empezaron a abarrotar el vestíbulo, todos con la misma expresión confusa en sus caras. El nivel de ruido estaba empezando a ser insoportable a medida que los arrendatarios legales enders que estaban dentro de los cuerpos adolescentes iban haciendo preguntas.

Serpenteando entre ellos había un rostro familiar: Madison. Sus largos pendientes se balanceaban bajo la media melena rubia mientras se abría camino hasta nosotros, en el centro del vestíbulo. Le rodeé los hombros con el brazo y la encaré al senador Bohn.

—Ésta es Madison —dije al senador—. Ella produjo el anuncio.

El senador le estrechó la mano.

—¿Dónde está Trax? —preguntó Madison.

El alto técnico ender, con su mata de rebelde pelo blanco, se puso en pie. Tenía las manos esposadas.

—Vamos, guapo, devuélveme a mi cuerpo —dijo Madison.

Un policía le quitó las esposas a Trax pero lo cogió por el brazo. Siguió al técnico como una sombra mientras conducía a un grupo por los corredores, hasta las entrañas del banco de cuerpos. Éramos yo, Madison, Lauren y su abogado, y el senador Bohn, con el equipo de filmación grabando todo el rato. Detrás de nosotros venía la mayoría de los abuelos y un enorme y ruidoso grupo de arrendatarios en sus cuerpos adolescentes.

Finalmente llegamos a una sala que no había visto nunca. Trax la llamó la sala de espera. Era un espacio considerable que se parecía a una UVI, con un puesto de enfermeras circular en el centro. Desde allí, en forma de abanico, como los pétalos de una flor, se extendían unos sillones abatibles, en cada uno de los cuales había un arrendatario anciano. Debía de haber más de un centenar de arrendatarios, todos con los ojos cerrados y tubos insertos en la parte posterior de sus cabezas que los conectaban con un ordenador.

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