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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Starters (30 page)

BOOK: Starters
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Quizá lo tenía.

Quería gritarles a estos chicos que corrieran tan rápido como pudieran, que se escondieran en un armario, bajo sus camas, donde fuera. No tenían ni idea de lo que aquello significaba realmente, que estaban cerca del fin de sus vidas. Que nunca experimentarían la vida adulta.

Y entonces me di cuenta. ¿Por qué no había hecho caso de mi propio consejo?

¿Por qué estaba esperando, allí plantada, a que se me llevaran?

Me di la vuelta y me dirigí al fondo del gimnasio, hacia la salida de incendios. Oí como el guardia de la puerta principal me llamaba.

—¡Eh! ¡Menor! ¡Espera!

—¡Sólo voy al baño! —grité por encima del hombro.

—¡No uses esa puerta! —atronó. Lo oí correr por el gimnasio.

—Es una emergencia —Corrí hacia la salida.

—Alto o te disparo. —Sus pisadas dejaron de sonar de golpe.

Sabía que me estaba apuntando con el zip taser. Me paré pero no me volví.

—¿Y dañarás esta preciosa mercancía? —Puse mis brazos en alto—. Te meterás en un buen lío por eso. —Empujé con los pies contra el suelo y salí disparada hacia la puerta, golpeándola tan fuerte que chocó contra la pared. Mientras corría por el pasillo vacío, pude oírlo gritar por el comunicador pidiendo refuerzos, ya que no podía abandonar su puesto.

Al final del corredor, abrí de un empujón la puerta que conducía a la escalera.

Mientras me dirigía hacia allí, oí que se acercaban pasos del segundo piso. Quizá eran los refuerzos que acudían en ayuda del guardia. Cuando llegué al final, estaba en el sótano.

Había tuberías que discurrían a lo largo de las desnudas paredes de ladrillo. Una única bombilla sin pantalla iluminaba el final del pasillo, y corrí hacia ella. Cuando llegué, doblé la esquina y vi tres opciones; las tres eran corredores oscuros. Escogí el más próximo a la pared exterior y me apresuré a llegar al final. Miré a la derecha, y allí estaba la puerta de emergencia que Sara había mencionado. Esperaba que fuera la correcta y no una que hiciera saltar la alarma.

La abrí y me colé en el interior. No sonó la alarma. El pasillo seguía. Al final había una puerta con un ventanuco. Pude descifrar lo que quedaba de las letras que habían sido pintadas hacía mucho tiempo y vi una L.

Me asomé por la pequeña abertura que había en la puerta. Era la lavandería, y parecía estar vacía. Me deslicé en su interior.

La sala estaba llena de uniformes en todas las etapas del proceso. A la izquierda, había carritos que contenían montones de colada sucia. A la derecha, aguardaban cestos con la colada limpia. Había pilas en mesas plegables, y de un sistema de poleas suspendido del altísimo techo colgaban una serie de camisas. La sala de lavado estaba a la izquierda, con la puerta cerrada para amortiguar el sonido. Me volví a la derecha, donde una habitación atestada contenía varios cestos de ropa sucia. Antes de que pudiera colarme en su interior, oí toser a alguien.

Me volví a la izquierda y vi a una chica de espaldas a mí colocando la ropa sobre la mesa. Era corpulenta, e imaginé que por eso nadie se había molestado en llamarla para ser considerada por el banco de cuerpos.

—¡¿Eres mi sustituta?! —gritó.

—Sí —dije, manteniendo la cabeza gacha.

—Llegas a tiempo. —Se limpió la frente con la manga y se fue.

Me asomé por la ventanilla de la puerta a la habitación adyacente y sólo vi oscuridad. Me colé a hurtadillas, cerrando la puerta detrás de mí. Encendí la luz sólo lo justo para ver en qué cesto me iba a esconder. Me abrí camino hasta el que estaba más alejado de la puerta y me metí en su interior, enterrándome entre la ropa limpia. No tenía ningún plan; sólo esperaba poder quedarme escondida lo bastante como para llegar al punto en que el Viejo llevara tanto retraso que no le quedara otro remedio que irse.

Me enrosqué en posición fetal. Si mi corazón no hubiera estado latiendo tan fuerte, podría haberme dormido. Intenté visualizar a los chicos que estaban esperando a que se los llevaran al banco de cuerpos. ¿Ya estaban en el transporte mientras los guardias buscaban en el complejo? ¿Cuánto tiempo estarían buscando antes de llegar a los cuartos de servicio como éste?

No tardé mucho en oír una puerta que se abría. Alguien estaba entrando en la lavandería. Pasos. Quizá era el trabajador que entraba en este turno. Oí cómo se abría mi puerta. Se encendió la luz. A través de la tela del cesto donde me escondía pude ver la silueta de una chica.

Contuve la respiración. Se acercó. Se acercó más. Estaba justo al lado de la cesta.

Entonces se detuvo. Alargó las manos hacia la colada, buscándome. Me cogió de los brazos y tiró de mí.

Sus manos eran pequeñas.

Podría haber luchado, pero me levanté, dejando que la ropa cayera al suelo.

Conocía a esta chica.

—Sara —susurré. Se aferró a mis brazos, con la cara a pocos centímetros de la mía. Era difícil leer su expresión porque la mejilla izquierda se le había inflamado tanto que le había cerrado el ojo.

Para mí, tenía un aspecto genial.

—Callie. —Me ofreció una media sonrisa desfigurada—. Menudo escondite. Te podía ver del todo, ahí enroscada.

—Shhh —la hice callar.

—No me digas que me calle. —Me sujetó más fuerte—. Pensaba que eras mi amiga.

—Soy tu amiga.

—Mentirosa. Echaste a perder la oportunidad de mi vida. Nunca te perdonaré.

—Por favor. —Levanté las manos—. Alguien te va a oír.

—Van a oírme porque voy a delatarte. —Su voz chillona se había vuelto desafiante.

Podría haberme librado fácilmente de ella. Yo era mayor, más alta, más fuerte.

Pero tenía miedo de que empezara a gritar.

—He oído que te escogieron, Callie. Lo anunciaron por megafonía. El que te encuentre obtendrá una recompensa. —Abrió mucho su único ojo sano—. Quizá incluso me den tu plaza en Destinos de Plenitud.

—Eres demasiado joven. No han escogido a nadie de menos de quince.

—Estás mintiendo. —Frunció el ceño.

—Oíste los nombres de los elegidos. ¿Alguno de ellos era más joven?

—No. —Su labio inferior empezó a temblar.

—Por favor, Sara, no me delates. Sé que estás enfadada, pero lo hice por tu propio bien. Te pegué para que no te escogieran.

—Entonces ¿por qué te escogieron a ti? Mírate. —Puso una cara como si oliera huevos podridos.

—No lo sé. ¿Quizá porque saben que ya he sido una de sus donantes? No importa.

Lo que importa es que si vuelvo me matarán, como hicieron con mi arrendataria. Y mi hermano no tendrá ninguna oportunidad.

—¿Cómo? —Torció el gesto, confusa.

Apenas estaba haciéndose a la idea de que no iban a escogerla en mi lugar, y ahí estaba yo, diciéndole que sería mi asesina si me delataba.

—No estoy segura de lo que estás diciendo, pero sé que no tienes miedo a nada —dijo—. ¿Y tienes miedo de Plenitud?

—Porque descubrí que están matando gente. Starters. Es difícil de explicar, pero es como si separaran tu cuerpo de tu cerebro y después desconectaran tu cerebro para siempre.

Se quedó helada, como si intentara encontrar el sentido a todo aquello. Noté que contenía la respiración, miraba a la puerta, calculaba la distancia hasta ella, cuánto me llevaría saltar del cesto y lo que tardarían sus gritos en atraer a los demás.

—Eso no es bueno —dijo, y lentamente me soltó los brazos.

Respiré aliviada.

Sara me ayudó a confeccionar un disfraz con el que reemplazar mi uniforme carcelario. Me explicó que sólo los trabajadores de las instalaciones, además de los propios menores, eran los responsables de la jardinería. Estos enders mantenían el entorno que circundaba la entrada y el edificio de administración de cara a la galería. Para distinguirse de los menores, especialmente a cierta distancia, llevaban camisetas y pantalones negros y un gran sombrero para protegerse del sol. Fue este conjunto el que Sara reunió para mí de la ropa de la lavandería. Incluso se las arregló para que estuviera limpio.

Me recogió el pelo para que nadie pudiera verlo escapar del sombrero.

—Quizá deberíamos dibujar unas pocas arrugas —dijo, mientras me examinaba.

—Creo que, sencillamente, tendríamos que salir de aquí.

—No puedes irte sin zapatos. —Señaló mis pies. Mis zapatillas grises reglamentarias me delatarían. Les di una patada escondiéndolas bajo un montón de ropa mientras Sara buscaba un par de zapatillas de tela negra que hubieran sido lavadas.

—Son el único par —anunció con una zapatilla en cada mano.

Me calcé una, luego la otra. Eran al menos dos números más grandes.

—Perfecto —dije—. Vamos.

Encontré algunas bandas elásticas y las usé para sujetarme las zapatillas.

Habíamos trazado un plan para sacarme de la institución. Nos preocupaba que el Viejo pusiera el complejo patas arriba hasta encontrarme, por lo que esconderme no era una opción. Me perseguiría para salvaguardar su reputación, para mostrar que ningún starter podía desafiar sus órdenes.

Sara dijo que había oído decir que un starter se había escapado el último año colgándose a los bajos de un camión de reparto. Por esa razón, formaba parte de la rutina de los guardias hacer un examen rápido a los camiones antes de que salieran por las puertas. Pero nunca registraban los vehículos de los visitantes importantes.

Nos imaginamos que el Viejo, con su helitransporte, era tan poderoso que la institución no se arriesgaría a molestarlo haciéndole pasar unos controles, por muy rutinarios que fueran. La cooperación de la institución con él sugería que el dinero había cambiado de manos.

A pesar de todo, era arriesgado.

—¿Estás segura de que el starter se escapó? —pregunté—. ¿Y que no acabó herido?

—Yo no he dicho eso —respondió Sara—. Sólo oí que se escapó.

—No lo sabes seguro porque no has vuelto a oír hablar de él.

—Escucha, hay algo más. Ese guardia gordo al que todo el mundo llama Box. No se puede doblar para inspeccionar debajo los camiones.

—¿Y qué?

—Que trabaja hoy —afirmó.

Aquello me convenció. No sólo sería poco probable que los guardias retrasaran el transporte de Plenitud, sino que además tenía la ventaja de la falta de flexibilidad de Box.

Yo era fuerte y ligera. Sólo tenía que colgarme el tiempo suficiente como para cruzar las puertas. Después podría soltarme y el transporte seguiría adelante, sin saber que había estado pegada a su vientre como una sanguijuela. Ése era nuestro plan. Sería mucho más duro que cuando, sencillamente, me había escabullido de allí el primer día que visité la institución, pero era una oportunidad. Y estaba decidida a aprovecharla, porque una vez que se marchara el transporte de Plenitud, los guardias reemprenderían sus habituales registros de vehículos.

Salimos a la luz del día; yo disfrazada de jardinero y Sara como mi menor aprendiz. También llevaba un sombrero para esconder su cara magullada y cargaba una bolsa de basura y un cubo con herramientas. Mientras avanzábamos por los senderos que conducían al edificio de administración, me encorvé ligeramente y aminoré el paso para tener un aspecto más ender, aunque lo que en realidad quería hacer era correr como una loca. Aunque no hubiera podido hacerlo con unas zapatillas que me iban grandes.

Vimos que dos starters venían hacia nosotras. Sara me hizo un gesto con la mano, y las dos bajamos la cabeza para que los sombreros cubrieran nuestras caras hasta que pasaran de largo.

Cuando llegamos al patio principal, frente al edificio de administración, vimos el helitransporte negro del Viejo en el extremo más alejado del césped. El piloto esperaba de pie junto a él, pero no había nadie dentro. El vehículo de transporte que suponíamos se llevaría a los elegidos estaba más cerca de nosotras, aparcado en la pequeña calzada que se encontraba entre el edificio de administración y la puerta custodiada que llevaba a la libertad.

—Ahí tienes tu vehículo —susurró Sara.

—También podría ser el tuyo. —La miré.

Negó con la cabeza.

—Tienes que ir a buscar a tu hermano. Yo tengo mucho tiempo.

—Tú sólo quieres que sea un conejillo de indias. —Aquello la hizo sonreír.

—Te echaré de menos —afirmó. Yo también la echaría de menos a ella.

—Volveremos a vernos. En algún lugar más alegre. —No lo creía, pero sabía que eso la haría sentir mejor.

—Claro que sí. Somos amigas. —Su carita sincera me sonrió. Parecía que estaba a punto de abrazarme para despedirme, algo que no resultaba seguro, cuando vimos movimiento en la entrada del edificio.

Un guardia conducía a diez chicos y a dieciséis chicas al transporte.

—Ya están subiéndolos —dijo Sara—. Hemos llegado tarde.

Habíamos esperado llegar antes que los otros.

—Cógeme del codo. Guíame a través de ellos.

Tuvimos que cruzar la fila de elegidos para llegar al otro lado del transporte y quedar fuera del campo de visión de los guardias de la puerta. Pero si alguien vislumbraba nuestras caras magulladas, nuestra tapadera se iría al garete.

Mantuvimos la cabeza gacha.

Los chicos de la fila estaban tan excitados por haber sido elegidos, por subir a un transporte y por dejar la institución para siempre, que ni nos miraron cuando pasamos.

Nos dirigimos a la derecha del transporte, donde quedábamos fuera de la vista de los guardias de la puerta. Al otro lado del césped, el piloto del helicóptero estaba de espaldas. Me tiré al suelo y me deslicé bajo el transporte. Sara se inclinó y cogió mi sombrero.

—Buena suerte —susurró.

Le di las gracias en silencio. Deslicé mi cuerpo por la gravilla para situarme directamente en el centro del transporte. Vi una barra donde podía colocar los pies.

Pero antes de que pudiera moverme, se arrodilló.

—Callie —susurró. En su cara había una expresión de miedo—. No está.

—¿Quién?

—Box, el guardia.

Se me cayó el alma a los pies. Habíamos contado con él.

—Vuelve. —Me tendió la mano.

Le hice un gesto para que se fuera. Frunció el ceño. Alcé la vista hacia los bajos del vehículo y se fue. Estiré el brazo hasta una barra que había por encima de mi pecho y la probé. Caliente y grasienta. Saqué los guantes de jardinería de mi bolsillo y me los puse. Agarré la barra y, al mismo tiempo, doblé los brazos hasta que pude unir las manos para sujetarme a su alrededor. Sentí el calor de la barra a través de la camisa. Estaba colgada de cara a los bajos del transporte.

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