Annika se retorció.
—No me parece adecuado molestarlos ahora —respondió ella.
—El pobre habló con elKonkurrenten—replicó Spiken—. ¿Qué te dijo cuando llamaste?
Annika se sonrojó.
—Él... yo... pensé que no era buena idea llamar justo después...
Spiken se levantó y se fue sin decir una palabra. Annika deseó llamarle, explicarle qué era lo que le parecía mal, que no se podían comportar de esa manera. Pero el grito se congeló, su boca abierta. Tenía que aceptarlo, ella no era quien mandaba. La enorme espalda de Spiken se alejó, luego su corpachón cayó pesadamente sobre la silla junto a la mesa de redacción. A pesar de la distancia, Annika oyó un fuerte crujido.
Introdujo rápidamente el cuaderno, el bolígrafo y la grabadora en el bolso y se dirigió a la mesa de los fotógrafos. No había ninguno disponible y, por lo tanto, ningún coche. Llamó a un taxi.
—A Vasastan, Dalagatan.
Deseaba saber de qué forma había vivido la fallecida.
La suave mano de su esposa sobre el hombro le despertó de una sacudida.
—Christer —murmuró—. Es el primer ministro.
Se incorporó con una extraña sensación de desorientación. La cama se balanceaba ligeramente, el cuerpo le dolía de cansancio. Se levantó con la respiración agitada y se encaminó a su despacho.
—Lo cogeré aquí.
La voz del primer ministro en el auricular era firme y clara. Llevaba despierto muchas horas.
—Bueno, Christer, ¿llegaste bien a casa?
El ministro de Comercio Exterior se hundió en la silla junto a su mesa y se pasó la mano por el pelo.
—Sí —contestó—. Pero fue una paliza conducir hasta aquí arriba. ¿Y tú, cómo estás?
—Bien. Estoy en Harpsund con la familia. ¿Cómo fue todo?
Christer Lundgren carraspeó.
—Como era de esperar. No son bailarines de ballet a la hora de negociar.
—El escenario no es nada operístico —dijo el primer ministro—. ¿Qué hacemos ahora?
El ministro de Comercio Exterior ordenó rápidamente los pensamientos en su turbio cerebro. Cuando habló fue lo suficientemente estructurado y claro. Mientras conducía hasta Luleå había tenido muchas horas para pensar.
Después permaneció sentado a la mesa, acodado sobre una carpeta. Representaba un mapamundi antes de la caída del telón de acero. Buscó con la mirada sobre las anónimas manchas amarillas de las repúblicas, sin ciudades ni fronteras.
Su esposa entreabrió la puerta con cuidado.
—¿Quieres un poco de café?
Volvió la cabeza y sonrió.
—Sí, gracias —respondió, la sonrisa creció—. Pero primero te quiero a ti.
Ella tomó su mano y lo condujo de vuelta al dormitorio.
Patricia se sobresaltó al oír el timbre de la puerta. La policía aún tardaría unas horas en llegar. Se le secó la boca. ¿Y si fueran los padres de Jossie?
Se dirigió rápidamente al recibidor y miró a través de la mirilla. Reconoció a la mujer de ahí fuera, era la de aquella mañana en el parque. Abrió sin más.
—Hola —dijo Patricia—. ¿Cómo me encontraste?
La periodista sonrió. Parecía cansada.
—Ordenadores —respondió—. Hoy en día hay registros para todo. ¿Puedo pasar?
Patricia dudó.
—Está un poco revuelto —anunció—. La policía estuvo aquí y lo puso todo patas arriba.
—Te prometo que no limpiaré —contestó Annika.
Patricia dudó durante unos segundos más.
—Okey—dijo y abrió la puerta de par en par—. Pero generalmente no suele estar así de desordenado. ¿Cómo te llamas?
—Annika. Annika Bengtzon.
Se dieron la mano.
—Pasa.
La periodista entró en el oscuro recibidor y se descalzó.
—¡Uf, qué calor hace! —exclamó Annika.
—Sí —respondió Patricia—. Apenas he podido dormir esta noche.
—¿A causa de Josefin?
Patricia asintió.
—Bonito vestido —dijo Annika y señaló con la cabeza.
Patricia se ruborizó, pasó la mano sobre la tela fucsia y brillante.
—Era de Josefin. Me lo han regalado —anunció.
—Te pareces a la princesa Diana —dijo Annika.
—Bah —replicó Patricia—. Yo soy demasiado morena. Me voy a cambiar. Espera...
Desapareció hacia su cuarto, cruzó el salón, y colgó el vestido de una percha. Buscó durante un rato un clavo del que sostenerla, no encontró ninguno y al final la enganchó en uno de los goznes de la puerta. Rápidamente se puso un short y una camiseta.
La periodista estaba en la cocina cuando regresó.
—En realidad es una guarrada que no recojan tras el registro —dijo Annika y señaló con la cabeza hacia la pila de platos del fregadero.
—Voy a tener que pasarme el día limpiando —anunció Patricia—. ¿Quieres un té?
—Sí, gracias —respondió Annika y se sentó en una silla.
Patricia encendió la cocina de gas, llenó de agua una cacerola de aluminio y volvió a colocar rápidamente lo que había dentro de ésta en su sitio habitual de la despensa.
—Jossie tenía los astros en su contra —señaló Patricia—. No se encontraba en un momento favorable. Tenía el sol en Saturno desde hacía más de un año, últimamente lo había pasado mal.
Calló, parpadeó entre lágrimas. La periodista la miró sorprendida.
—¿Crees en estas cosas? —preguntó.
—No es que crea, entiendo de esto —respondió Patricia—. Tengo Lipton y Earl Grey.
Annika eligió Lipton.
—He traído el periódico —dijo y colocó la primera edición del día delKvällspressensobre la mesa.
Patricia no lo tocó.
—No puedes escribir lo que yo diga —anunció.
—Okey—respondió Annika.
—No puedes escribir que estuviste aquí.
—Como quieras —replicó Annika.
Patricia observó a la periodista en silencio. Annika parecía joven, apenas mayor que ella. Mojó su bolsita unas cuantas veces, pasó la cuerda alrededor de la cucharilla y exprimió hasta la última gota del fuerte té.
—¿A qué has venido?
—Quiero entender —declaró Annika tranquila—. Quiero saber quién era Josefin, cómo vivía, qué pensaba y sentía. Todo lo que tú sabes. Luego podré hacer las preguntas más adecuadas a otras personas, sin revelar lo que tú me has contado. La constitución te protege si hablas conmigo. Ni siquiera las autoridades me pueden preguntar la identidad de las personas con las que me informo.
Patricia reflexionó un momento sobre esto mientras bebía su té.
—¿Qué quieres saber? —preguntó.
—Tú lo sabes mejor que nadie —contestó Annika—. ¿Cómo vivía?
Patricia suspiró.
—A veces era muy infantil. Me enfadaba mucho con ella. Se podía olvidar de que teníamos una cita en el centro. Me quedaba esperándola como una estúpida. Luego ni siquiera se disculpaba. «Me olvidé», decía simplemente.
Patricia guardó silencio.
—Pero la echo mucho de menos —añadió.
—¿Dónde trabajaba? —preguntó Annika.
Había sacado su cuaderno y su bolígrafo. Patricia lo vio y enderezó la espalda.
—No vas a escribir sobre esto, ¿verdad?
Annika sonrió.
—Mi cabeza puede ser tan mala como la de Josefin —insinuó—. Sólo lo anoto para acordarme.
Patricia se relajó.
—En un club que se llama Studio Sex. Está en Hantverkargatan.
—¿Sí? —contestó Annika sorprendida—. ¡Yo vivo ahí! ¿En qué parte de Hantverkargatan?
—En la cuesta. No tiene ningún letrero de neón ni nada por el estilo. Es un local bastante discreto, sólo hay un cuadrito en el escaparate.
Annika recapacitó.
—Pero ¿no hay un programa de radio que se llamaStudio sex?—preguntó insegura.
Patricia se echó a reír.
—Sí —contestó—. Joachim, el propietario del club, se enteró de que Sveriges Radio no había registrado el nombre y bautizó al club igual, porque le pareció divertido putear a los de la radio. Y además es un nombre muy bueno, indica la actividad. Aunque quizá, más adelante, haya un juicio.
—Joachim —repitió Annika—. ¿Era el novio de Josefin?
Patricia se puso seria.
—Eso que te conté en el parque no se lo puedes decir nunca a nadie —dijo.
—Pero tú se lo has contado a la policía, ¿o no?
Cerró los ojos.
—Es cierto —dijo aterrorizada—, lo hice.
—No te preocupes —repuso Annika—. Es importantísimo que la policía sepa estas cosas.
—¡Pero Joachim está tan triste! Estuvo aquí esta mañana y lloró.
Annika hojeó sus apuntes y decidió dejar el asunto de momento.
—¿En qué trabajaba Jossie?
—Servía y bailaba.
—¿Bailaba?
—En el escenario. No desnuda, eso está prohibido. Joachim cumple la ley. Usaba un tanga.
Patricia observó que la periodista estaba algo conmocionada.
—¿Era... bailarina destriptease?
—Sí, se puede decir que sí —respondió Patricia.
—Y tú, ¿también eres... bailarina?
Patricia rió.
—No, Joachim piensa que tengo unos pechos demasiado pequeños. Yo estoy en el bar e intento aprender a manejar la ruleta. No me va nada bien. No sumo lo suficiente rápido.
La risa cesó y se tornó en un sollozo. Annika esperó en silencio mientras Patricia se recomponía.
—¿Erais compañeras de clase, tú y Josefin? —inquirió.
Patricia se sonó en un trozo de papel de cocina y negó con la cabeza.
—No, en absoluto —contestó—. Nos conocimos en unworkout,en el Sports Club de Sankt Eriksgatan. Íbamos a la misma hora y siempre teníamos las taquillas juntas. Josefin comenzó a hablar conmigo, ella podía conversar con todo el mundo. Empezaba a salir con Joachim y estaba enamoradísima. Se pasaba las horas hablando de él. Lo guapo que era, de cuánto dinero tenía...
Calló, recordó.
—¿Cómo se conocieron? —preguntó Annika después de un rato. Patricia se encogió de hombros.
—Joachim también es de Täby. Yo conocí a Jossie las Navidades pasadas, hace un año y medio. Joachim acababa de abrir el club. Fue un éxito inmediato. Jossie comenzó a trabajar allí algún fin de semana que otro, después se encargó de que yo pudiera trabajar en el bar. He estudiado para camarera.
El teléfono sonó en el recibidor, Patricia se levantó a contestar inmediatamente.
—Vale, está bien —dijo—. Dentro de media hora.
Cuando regresó a la cocina Annika había puesto la taza en el fregadero y había guardado sus cosas en el gran bolso.
—La policía viene hacia aquí —anunció Patricia.
—No te molesto más —dijo Annika—. Gracias por dejarme entrar.
—Vuelve cuando quieras —respondió Patricia.
Annika salió al recibidor y se puso las sandalias.
—¿Durante cuánto tiempo vas a vivir aquí? —preguntó.
Patricia se mordió el labio.
—No lo sé —contestó—. El apartamento es de Jossie. Su madre lo compró en el mercado negro para que no tuviera que coger todos los días el tren a Täby cuando ingresara en la JMK.
—¿Iba a estudiar Josefin? ¿Sus notas eran lo suficientemente buenas para poder cursar periodismo?
Patricia miró a Annika de hito en hito.
—Jossie era inteligentísima —respondió—. Tenía sobresaliente en casi todas las asignaturas. El sueco era su asignatura favorita, escribía muy bien. Tú crees que era una estúpida sólo porque bailaba desnuda, ¿verdad?
Vio cómo enrojecía la periodista a pesar de la oscuridad.
—Hablé con su rector. Él no consideraba que sus calificaciones fueran buenas —se disculpó.
—Seguro que está lleno de prejuicios —replicó Patricia.
—¿Tenía muchas amigas?
—¿Te refieres en la escuela? Casi ninguna. Jossie se pasaba el día estudiando.
Se dieron la mano, Annika abrió la puerta. Se detuvo en el umbral.
—¿Por qué te mudaste aquí? —preguntó Annika.
Patricia bajó la mirada.
—Jossie me lo pidió —respondió.
—¿Por qué?
—Tenía miedo.
—¿De qué?
—No te lo puedo decir.
Patricia vio en los ojos de la periodista que, no obstante, lo comprendía.
Annika salió al sol de justicia de Dalagatan y entrecerró los ojos. Había sido una liberación salir del oscuro y sucio apartamento, con las cortinas negras. Era casi macabro. No le gustó lo que había descubierto. No le gustó el apartamento de Josefin. Se sentía muy escéptica respecto a la elección de trabajo. ¿Cómo coño podía alguien ser voluntariamente bailarina destriptease?
Si es que era voluntariamente, pensó luego.
La boca del metro se hallaba justo en la esquina, recorrió dos estaciones y se bajó en Fridhemsplan. Allí salió a Sankt Eriksgatan, pasó por delante del gimnasio donde Josefin y Patricia se habían conocido y torció a la derecha, dirigiéndose hacia el lugar del crimen. Había dos ramos de flores en la entrada, Annika presintió que pronto les seguirían muchos más. Permaneció parada un rato junto a la verja. Hacía por lo menos tanto calor como el día anterior, sintió sed. Justo cuando había decidido marcharse de allí aparecieron dos mujeres jóvenes, una rubia y otra morena, paseando lentamente por Drottningholmsvägen. Annika decidió quedarse. Vestían iguales minifaldas y los mismos zapatos de tacón de aguja, mascaban chicle y cada una sujetaba una Pepsi Max.
—Ayer murió aquí una chica —dijo la rubia al pasar junto a Annika, y señaló un lugar entre las tumbas.
—¿No me digas? —respondió la morena y abrió los ojos. La primera asintió solícita y adelantó una mano.—Estaba ahí tumbada, completamente destripada. Violada después de muerta.
—¡Qué horrible! —exclamó la morena, Annika vio cómo sus ojos se arrasaban en lágrimas.
Se detuvieron un par de metros más allá, miraron espiritualmente las sombras de un verde profundo. Después de unos minutos ambas lloraban.
—Tenemos que dejar una nota —dijo la rubia.
Encontraron un recibo en un bolso, y un bolígrafo en el otro. La rubia escribió un saludo ayudándose con la espalda de la amiga. A continuación se secaron las lágrimas y bajaron hacia el metro.
Cuando doblaron la esquina, Annika se acercó y leyó la nota.
«Te echamos de menos», decía.
Al mismo tiempo vio al equipo de reporteros delKonkurrentenbajarse de un coche en Kronobergsgatan, a lo lejos junto al «parque infantil». Se dio media vuelta y bajó apresuradamente hacia Sankt Göransgatan; no deseaba, en absoluto, charlar con Arne Påhlson.
Al dirigirse hacia la parada del 56 pasó el portal de Daniella Hermansson, la mamá animada que siempre dormía con la ventana abierta. Pescó el cuaderno,yes,tenía el código del portero automático apuntado junto a la dirección de Daniella. Sin pensarlo tecleó la clave y entró en la portería.