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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (35 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—¿Crees que no estuve allí? —estaba enfadado.

—¿Estabas con Odda
el Joven
? —le pregunté, y él asintió—. ¿Estabas con él —supuse—, porque su padre te había dicho que lo protegieras? —Volvió a asentir—. Y Odda
el Joven
se alejó del peligro, ¿no es cierto?

No respondió, pero su silencio me indicó que tenía razón. Decidió que no tenía nada más que decirme y se dio la vuelta para entrar otra vez en el molino, pero yo lo cogí de un brazo para detenerlo. Se sorprendió. Steapa era tan grande, fuerte y temido que no estaba acostumbrado a que los hombres usaran la fuerza con él, y noté que lo consumía una lenta ira. La alimenté.

—Eras la niñera de Odda —me burlé—. El gran Steapa
Snotor
de niñera. Otros hombres se enfrentaron y lucharon contra los daneses, y tú le cogías la manita a Odda. —Se me quedó mirando. Su rostro, de piel tan tensa y sin expresión, era como la mirada de un animal, no había en él otra cosa que hambre, ira y violencia. Quería matarme, especialmente después de usar su apodo, pero comprendí algo más de Steapa
Snotor:
era realmente estúpido. Me mataría si se lo ordenaban, pero sin nadie para indicárselo, no sabía qué hacer, así que le entregué el cacharro de agua—. Lleva eso dentro —le dije. Vaciló—. ¡No te quedes ahí como un buey sordo! —espeté—. ¡Llévalo! Y no lo derrames. —Cogió el cacharro—. Hay que ponerlo en el fuego —le dije—, y la próxima vez que luchemos contra los daneses, estarás conmigo.

—¿Contigo?

—Ambos somos guerreros —le contesté—, y nuestro trabajo es matar a nuestros enemigos, no hacer de niñeras de enclenques.

Recogí leña, y cuando regresé dentro me encontré a Alfredo mirando a la nada y a Steapa sentado junto a Hild, que parecía que estaba consolando en lugar de ser consolada. Eché pedazos de tortas de avena y pescado seco en el agua y removí el potingue con un palo. Era un engrudo lamentable, y sabía horrendo, pero estaba caliente.

Esa noche dejó de nevar y, a la mañana siguiente, regresamos a casa.

* * *

No había ninguna necesidad de que Alfredo fuera a Cippanhamm. Todo lo que descubrió, lo habría averiguado igualmente enviando espías, pero había insistido en ir él mismo y había regresado más preocupado que antes. Se había enterado de algunas cosas interesantes, que Guthrum no poseía suficientes hombres para subyugar todo Wessex, y por eso esperaba los refuerzos, pero también que intentaba hacer cambiar de bando a la nobleza de Wessex. Wulfhere había prestado juramento a los daneses. ¿Quién más?

—¿Luchará el
fyrd
de Wiltunscir por Wulfhere? —nos preguntó.

Por supuesto que lucharían por Wulfhere. La mayoría de los hombres de Wiltunscir eran leales a su señor, y si su señor les ordenaba que siguieran su estandarte a la guerra, marcharían. Los hombres que se encontraran en las partes de la comarca no ocupadas por los daneses podrían estar con Alfredo, pero el resto haría lo que siempre hacían, seguir a su señor. Los demás señores, al ver que Wulfhere no había perdido sus posesiones, pensarían que su propio futuro, y la seguridad de su familia, estaban con los daneses. Los daneses siempre funcionaban así. Sus ejércitos eran demasiado pequeños y desorganizados para derrotar un gran reino, así que reclutaban señores del reino, los adulaban, incluso los convertían en reyes, y sólo cuando se sentían seguros, se volvían contra esos sajones y los mataban.

Así que de vuelta en Æthelingaeg, Alfredo hizo lo que mejor sabía hacer. Escribir cartas. Escribió cartas a toda su nobleza, y envió mensajeros a todos los rincones de Wessex para que encontraran a todo
ealdormen
,
thane
y obispo que estuviera en el reino, y les entregaran las cartas. Estoy vivo, decían los pedazos de pergamino, y después de Pascua recuperaré Wessex de las manos paganas, y vos me ayudaréis. Esperamos las respuestas.

—Tienes que enseñarme a leer —me dijo Iseult cuando le hablé de las cartas.

—¿Por qué?

—Es magia —repuso.

—¿Qué magia? ¿La de leer salmos?

—Las palabras son como el aliento —contestó—. Las dices y ya no están. Pero si las escribes, las atrapas. Se pueden escribir historias, poemas.

—Que te enseñe Hild —le dije; y eso hizo la monja, dibujando las letras en el barro. A veces las observaba y pensaba que podrían haber sido tomadas por hermanas, aunque una tenía el pelo tan negro como las alas de un cuervo y la otra color oro pálido.

Así que Iseult aprendió a leer y yo practiqué con los hombres, con sus armas y escudos hasta que estaban tan cansados que no les quedaban ganas de maldecirme. También construirnos una nueva fortaleza. Restauramos uno de los
beamwegs
que conducía hacia el sur, hasta las colinas al borde del pantano, y en el punto en que aquella senda de troncos sumergidos llegaba a tierra firme, construimos un recio fuerte de tierra y madera, al estilo de los primeros romanos. Ninguno de los hombres de Guthrum intentaron detener el trabajo, aunque vimos daneses observándonos desde las colinas más altas. Para cuando Guthrum comprendiera qué estábamos haciendo, el fuerte estaría ya terminado. A finales de febrero, se presentaron un centenar de daneses para atacarlo, pero vieron la empalizada de espinos protegiendo el foso, la contundencia del muro de troncos tras él, la densidad de nuestras lanzas contra el cielo, y se marcharon por donde habían venido.

Al día siguiente, llevé sesenta hombres a la granja donde habíamos visto los caballos daneses. Se habían marchado y habían quemado la granja. Nos adentramos aún más en tierra firme, pero no vimos ningún enemigo. Encontramos corderos recién nacidos masacrados por los zorros, pero ningún danés, y desde aquel día en adelante nos fuimos adentrando cada vez más en Wessex, con el mensaje de que el rey vivía y luchaba. De vez en cuando nos encontrábamos bandas de daneses, pero sólo luchábamos si los superábamos en número, pues no podíamos permitirnos perder hombres.

Ælswith dio a luz una niña que ella y Alfredo llamaron Tithelgifu. Ælswith quería abandonar el pantano. Sabía que Huppa de Thornsaeta conservaba Dornwaraceaster, pues el
ealdorman
había respondido a la carta de Alfredo diciendo que la ciudad estaba segura y que, en cuanto Alfredo lo pidiera, el
fyrd
de Thornsaeta marcharía en su ayuda. Dornwaraceaster no era tan grande como Cippanhamm, pero poseía murallas romanas y Ælswith estaba cansada de vivir en los pantanos, cansada de tanta humedad, de las nieblas heladas, y dijo que su hija recién nacida moriría de frío y que la enfermedad de Eduardo regresaría, y el obispo Alewold la apoyó. Tuvo una visión de una gran casa en Dornwaraceaster, con cálidas hogueras y comodidades dignas de un cura, pero Alfredo se negó. Si se trasladaba a Dornwaraceaster, los daneses abandonarían inmediatamente Cippanhamm y sitiarían a Alfredo, y la amenaza de hambre pronto acabaría con la guarnición; en el pantano había comida. En Dornwaraceaster, Alfredo sería prisionero de los daneses, pero en el pantano era libre. Escribió más cartas, contándole a Wessex que estaba vivo, que cada vez se hacía más fuerte, y que, después de Pascua pero antes de Pentecostés, atacaría a los paganos.

Llovió al final del invierno. Lluvia y más lluvia. Recuerdo montar guardia en la muralla del nuevo y fangoso fuerte observando la lluvia caer y caer. Se oxidaron las cotas de malla, se pudrieron los tejidos, y la comida cogió hongos. Se nos destrozaron las botas y no había nadie que pudiera hacernos calzado nuevo. Patinábamos y chapoteábamos en barro grasiento, la ropa no se secaba, y seguían cayendo cortinas de lluvia desde el oeste. La paja de los tejados goteaba, las cabañas se inundaban, el mundo era gris. Comíamos bastante bien, aunque a medida que fueron llegando hombres a Æthelingaeg, la comida comenzó a escasear, pero nadie pasó hambre y tampoco nadie se quejaba, aparte del obispo Alewold, que hacía muecas frente a cada nuevo estofado de pescado. Ya no quedaban venados en el pantano —todos atrapados y comidos—, pero al menos teníamos pescado, anguilas y aves salvajes, mientras que fuera del pantano, en aquellas zonas que los daneses habían saqueado, la gente se moría de hambre. Practicábamos con las armas, nos enzarzábamos en batallas simuladas con varas de madera, observábamos las colinas y recibíamos a los mensajeros que traían noticias. Burgweard, el comandante de la flota, escribió desde Hamtun para contarnos que la ciudad estaba guardada por sajones, pero que se habían avistado barcos daneses en la costa.

—No creo que se esté enfrentando a ellos —señaló Leofric con tristeza cuando oyó las noticias.

—No lo dice —le contesté.

—No quiere que se le ensucien sus bonitos barcos —supuso Leofric.

—Al menos los conserva.

Llegó una carta de un cura desde el lejano Kent, en la que decía que los vikingos de Lundene habían ocupado Contwaraburg y otros se habían asentado en la isla de Sceapig, y que el
ealdorman
había firmado la paz con los invasores. Llegaron más noticias de ataques daneses desde Suth Seaxa, pero también la confirmación de Arnulf,
ealdorman
de Suth Seaxa, de que su
fyrd
se reuniría en primavera. Le envió a Alfredo un evangelio como prueba de lealtad, y durante días Alfredo llevó encima el libro hasta que la lluvia empapó las páginas y corrió la tinta. Wiglaf,
ealdorman
de Sumorsaete, apareció a principios de marzo y trajo setenta hombres. Aseguró que había estado oculto en las colinas al sur de Baóum, y Alfredo ignoró los rumores que decían que Wiglaf había estado negociando con Guthrum. Lo único que importaba era que el
ealdorman
había venido a Æthelingaeg, y Alfredo le dio el mando de las tropas que continuamente patrullaban tierra firme para seguir de cerca a los daneses y tender emboscadas a sus partidas de abastecimiento. No todas las noticias eran tan buenas. Wilfrith de Hamptonscir había huido al reino franco, como una veintena más de
ealdormen
y
thane
.

Pero Odda
el Joven
,
ealdorman
de Defnascir, seguía en Wessex. Envió a un cura con una carta que informaba de que el
ealdorman
defendía Exanceaster. «Alabado sea Dios —decía la carta—, pero no hay paganos en la ciudad.»

—¿Y dónde están? —preguntó Alfredo al cura. Sabíamos que Svein, a pesar de perder sus barcos, no se había unido a Guthrum, lo que sugería que seguía oculto en Defnascir.

El cura, un joven que parecía aterrorizado ante la presencia del rey, se encogió de hombros, vaciló, y después tartamudeó que Svein estaba cerca de Exanceaster.

—¿Cerca? —preguntó el rey.

—Por allí —logró contestar el cura.

—¿Sitian la ciudad? —preguntó Alfredo.

—No, señor.

Alfredo leyó la carta una segunda vez. Siempre había tenido mucha fe en la palabra escrita, e intentaba averiguar la verdad que se le había escapado en la primera lectura.

—No están en Exanceaster —concluyó—, pero la carta no dice dónde están. Ni cuántos son. Ni qué hacen.

—Están por allí, señor —respondió el cura sin saber qué decir—. Hacia el oeste, creo.

—¿El oeste?

—Creo que están hacia el oeste.

—¿Qué hay hacia el oeste? —me preguntó Alfredo.

—El páramo —respondí.

Alfredo tiró la carta disgustado.

—A lo mejor tendrías que acercarte a Defnascir —me dijo—, y averiguar qué están haciendo los paganos.

—Sí, señor.

—Será una buena oportunidad para encontrar a tu esposa y a tu hijo —repuso Alfredo.

La frase venía con aguijón. Con las lluvias invernales los curas envenenaban los oídos de Alfredo, y él estaba dispuesto a escuchar su mensaje, que era que los sajones sólo derrotarían a los daneses si Dios así lo quería. Y Dios, decían los curas, quería que fuéramos virtuosos. E Iseult era pagana, como yo, y no estábamos casados, ya que yo tenía esposa, así que la acusación de que Iseult se interponía entre Alfredo y la victoria empezó a extenderse por el pantano. Nadie lo decía abiertamente, no entonces, pero Iseult lo presentía. Hild la protegía en aquellos días, porque Hild era monja, cristiana y víctima de los daneses, pero muchos pensaban que Iseult estaba corrompiendo a Hild. Yo fingí hacer oídos sordos a las murmuraciones hasta que la hija de Alfredo me las contó.

Æthelflaed tenía casi siete años y era la favorita de su padre. Ælswith mostraba más cariño por Eduardo, y en aquellos húmedos días de invierno se preocupaba por la salud de su hijo y de su niña recién nacida, lo que le dio a Æthelflaed bastante libertad. Se quedaba con su padre la mayoría del tiempo, pero también paseaba por Æthelingaeg, donde la mimaban tanto soldados como aldeanos. Era un rayo de sol radiante en aquellos días de inundaciones. Tenía el pelo dorado, un rostro dulce, ojos azules y ningún miedo. Un día me la encontré en el fuerte al sur, observando a una docena de daneses que habían venido a vigilarnos. Le dije que volviera a Æthelingaeg, y ella hizo como que me obedecía, pero una hora más tarde, cuando los daneses se habían marchado, la encontré escondida en uno de los refugios con techo de tierra junto a la muralla.

—Esperaba que vinieran los daneses —me dijo.

—¿Para que se te lleven?

—Para ver cómo los matas.

Era uno de aquellos raros días en que no llovía. Brillaba el sol en las colinas verdes, me senté en el muro, saqué a
Hálito-de-Serpiente
de su vaina recubierta de piel de cordero y empecé a afilarla con una piedra. Æthelflaed insistió en probar la piedra, así que se puso la enorme espada en el regazo y arrugó la expresión concentrada mientras pasaba la piedra por la espada.

—¿Cuántos daneses has matado? —preguntó. —Suficientes.

—Mamá dice que no amas a Jesús.

—Todos amamos a Jesús —contesté evasivamente.

—Si amaras a Jesús —me dijo toda seria—, podrías matar más daneses. ¿Qué es esto? —Había encontrado una profunda mella en uno de los filos de
Hálito-de-Serpiente.

—Es el lugar donde chocó contra otra espada —le contesté. Había ocurrido en Cippanhamm, durante mi pelea con Steapa. Su enorme espada le había dado un buen bocado a
Hálito-de-Serpiente
.

—La voy a arreglar —dijo, y trabajó obsesivamente con la piedra, intentando suavizar los bordes de la mella—. Mamá dice que Iseult es una
aglcecwif
. —Le costó decir la palabra, pero sonrió triunfal por haberlo conseguido. Yo no dije nada. Un
aglcecwif
era un enemigo, un monstruo—. El obispo también lo dice —me contó Æthelflaed con toda sinceridad—. No me gusta el obispo.

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