Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (148 page)

BOOK: Taiko
9.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿No queda ahí un solo soldado enemigo?

Hideyoshi no desmontó, sino que se limitó a mirar los estandartes de sus soldados, ahora visibles en la montaña cercana.

—Ni uno solo —replicó Hikoemon, el cual había coordinado todos los informes sobre las condiciones de la batalla procedentes de los diversos cuerpos y juzgado la situación general, sobre la que ahora estaba informando a Hideyoshi—. El cuerpo de Matsuda ha perdido a su comandante en el mismo comienzo del ataque. Varios de sus hombres huyeron hacia las estribaciones del norte, mientras que otros se unieron a sus aliados en la vecindad de Tomooka.

—Me intriga por qué motivo un hombre como Mitsuhide abandonaría con tanta rapidez este terreno elevado.

—Probablemente no pensó que llegaríamos tan pronto. Se ha equivocado al calcular el tiempo.

—¿Qué me dices de su fuerza principal?

—Parecen haber acampado en la zona desde el río Yodo a Shimoueno, con Shoryuji detrás y el río Enmyoji delante de ellos.

En aquel momento se oyeron gritos de guerra y disparos en la dirección del río Enmyoji. Era la hora del mono.

El río Enmyoji, al este del pueblo de Yamazaki, era un afluente del Yodo. La zona donde se encontraban los dos ríos era un pantano cubierto de juncos y cañas, donde normalmente se oía el canto de las currucas, pero aquel día no se oía ningún canto de aves.

Durante la mañana los ejércitos enemigos, el ala izquierda del ejército de Mitsuhide y el ala derecha de Hideyoshi, se habían alineado en ambas orillas. De vez en cuando el viento agitaba las cañas. Sólo los extremos de los estandartes eran visibles, y desde cada orilla no se distinguían los hombres y caballos de la otra. Sin embargo, en la orilla norte, los cinco mil hombres al mando de Saito Toshimitsu, Abe Sadaaki y Akechi Shigetomo estaban preparados para avanzar. En la orilla sur, ocho mil quinientos hombres a las órdenes de Takayama Ukon, Nakagawa Sebei e Ikeda Shonyu estaban dispuestos en una hilera tras otra. Sudorosos en aquel lugar cálido y húmedo, aguardaban el momento de atacar.

Esperaban a que llegara Hideyoshi y les diera órdenes.

—¿Qué está haciendo el ejército principal?

Maldijeron al ejército de Hideyoshi por haber llegado tarde, pero lo único que podían hacer era apretar los dientes.

Akechi Mitsuhide, que se encontraba aún en su campamento principal de Onbozuka, se había enterado pronto de la muerte de Matsuda Tarozaemon en Tennozan y la completa derrota de sus tropas, y se culpó por haber juzgado mal el momento adecuado para dar su orden. Sabía muy bien que, desde el punto de vista estratégico, había una gran diferencia entre luchar con Tennozan bajo el control de sus propios hombres y hacer frente a una batalla decisiva tras haber abandonado el terreno elevado al enemigo.

Sin embargo, antes de avanzar hacia Tennozan, tres cosas habían aturdido a Mitsuhide: la traición de Tsutsui Junkei, su orden de reforzar el castillo de Yodo, juzgando mal la rapidez del ataque de Mitsuhide, y un defecto de su carácter, la indecisión. ¿Debía tomar la ofensiva o ponerse a la defensiva? No había decidido que iba hacer hasta su avance sobre Onbozuka.

El combate comenzó casi por accidente. Ambos ejércitos se habían pasado la mañana entre los juncos y las cañas, martirizados por los mosquitos. Durante todo ese tiempo estuvieron enfrentados y a la espera de las órdenes de sus generales. Pero en un momento determinado, un caballo con una hermosa silla de montar saltó de repente del lado de Hideyoshi hacia la orilla del río Enmyoji, posiblemente para apagar su sed.

Cuatro o cinco soldados, probablemente servidores del propietario del caballo, persiguieron al animal. Bruscamente dispararon desde la orilla opuesta, y a los primeros disparos siguieron una andanada tras otra.

Las tropas de Hideyoshi respondieron disparando a su vez hacia la orilla norte para ayudar a los soldados, que se habían puesto a cubierto entre las cañas. Ya no había tiempo de aguardar órdenes.

—¡Al ataque!

La orden de asalto general dada por Hideyoshi llegó realmente después del intercambio de disparos. Las tropas de Akechi reaccionaron naturalmente al movimiento del enemigo y también ellas empezaron a vadear el río.

El lugar donde el río Enmyoji se juntaba con el Yodo era muy ancho, pero no lejos de la convergencia el Enmyoji era poco más que un arroyo.

Sin embargo, la corriente era intensa después de varios días de lluvia. Mientras los fusileros del cuerpo de Akechi aparecían entre las cañas en la orilla norte y disparaban contra las fuerzas de Hideyoshi que estaban en la orilla sur, los cuerpos de hombres armados —los soldados del cuerpo de lanceros, las tropas selectas de Akechi— alzaban rociadas de agua mientras avanzaban al otro lado.

—¡Enviad al cuerpo de lanceros! —gritó un oficial del cuerpo de Takayama al tiempo que saltaba a la orilla.

Como el río era tan estrecho, la eficacia de los fusileros era limitada. Cuando las filas de atrás avanzaran para dejar que las delanteras recargaran, existía la posibilidad de que el enemigo invadiera de repente la orilla y saltara entre los fusileros.

—¡Fusileros, haceos a un lado! ¡No obstruyáis el paso a los hombres de las filas delanteras!

Los lanceros de Nakagawa tenían ya las puntas de sus lanzas alineadas y dispuestas. Ahora la mayoría las blandían y saltaban desde la orilla al agua.

Naturalmente, su objetivo era el enemigo, pero en vez de echar las lanzas atrás y embestir, era más rápido sostenerlas en alto y golpear, esforzándose así por impedir incluso que el enemigo avanzara desde la orilla. El tremendo choque se produjo en medio del río, donde se trabaron las lanzas y las espadas largas. Unos ensartaban a otros y eran atravesados a su vez. Los soldados gritaban y luchaban a brazo partido, algunos caían muertos al agua y alzaban una rociada. La fangosa corriente se arremolinaba a su alrededor. Sangre y entrañas flotaban en la superficie del agua y eran arrastradas por la corriente.

Por entonces el primer cuerpo a las órdenes de Nakagawa Sebei habían sido sustituidos en la lucha río abajo por los soldados de Takayama Ukon. Como las hileras de jóvenes que transportan a hombros un palanquín sagrado durante un festival, gritando al unísono, se abrieron paso hasta el frente de la batalla.

Pasaron rápidamente pisoteando las cañas de la orilla oriental del río y se abalanzaron furiosos en medio del enemigo. El sol empezaba a ponerse. Las nubes rojas que indicaban la proximidad de la noche reflejaban sus colores en los negros grupos de hombres que gritaban bajo el cielo desolado.

La violenta batalla prosiguió durante otra hora. La tenacidad del cuerpo de Saito era sorprendente. Cuando parecía que podían desmoronarse, se rehacían una vez más. Se hicieron fuertes en una ciénaga y resistieron un ataque tras otro. Y no fueron los únicos, pues la inmensa mayoría de los hombres de Akechi lucharon con una resignación extraordinaria y la voz desesperada del ejército derrotado resonó con una amargura que cada hombre podía imaginar en el pecho de Mitsuhide.

—¡Retiraos antes de que nos rodeen! ¡Atrás! ¡Atrás!

Las tropas coreaban estas palabras patéticas en rápida sucesión, y la triste noticia se extendió como el viento a los otros dos cuerpos de Akechi.

En el corazón del ejército central, que actuaba como un cuerpo de reserva, estaban los cinco mil hombres bajo las órdenes directas de Mitsuhide en Onbozuka. A su derecha estaban los otros cuatro mil, incluidos dos mil al mando de Fujita Dengo.

Dengo hizo que sonara el gran tambor y los hombres se desplegaron en línea de batalla. Los miembros del cuerpo de arqueros soltaron al unísono su mortífera lluvia de flechas, y el enemigo respondió de inmediato a su acción con una granizada de balas.

A una orden de Dengo, los arqueros se dispersaron y los fusileros ocuparon su lugar. Sin aguardar un instante a que se aclarase la nube de humo de pólvora, los guerreros armados con lanzas de hierro aparecieron ante el enemigo y empezaron a abrirse paso. Dengo y sus tropas selectas derrotaron al cuerpo de Hachiya.

Ocupando el lugar de ese cuerpo, los soldados al mando de Nobutaka reanudaron el ataque y atacaron a las fuerzas de Akechi, pero Dengo también los derrotó y obligó a retroceder. Por el momento, parecía como si las tropas de Dengo no tuvieran ningún adversario a su altura.

Resonó el tambor de los Fujita, que parecía expresar el orgullo del clan por no tener rival y amenazaba a los samurais montados que habían formado un anillo protector alrededor de Nobutaka, haciéndoles pulular confusos de un lado a otro.

En aquel momento, un cuerpo de quinientos soldados atacó el flanco del cuerpo de Fujita, lanzando gritos de guerra como si fuesen un gran ejército.

Las nubes eran todavía vagamente rojizas, pero la oscuridad ya se había instalado en el suelo. Dengo pensó que había ido demasiado lejos y cambió sus instrucciones.

—¡Variación a la derecha! —ordenó—. ¡Girad! ¡Girad todo lo que podáis a la derecha!

Su intención consistía en que toda la fuerza trazara un círculo para reunirse con el ejército central y entonces seguir luchando con firmeza.

Pero de repente una unidad al mando de Hori Kyutaro atacó fieramente por la izquierda. Para Dengo fue como si los soldados enemigos hubieran surgido súbitamente de la tierra.

Dengo comprendió en seguida que no había posibilidad de retirada, pero tampoco tenía tiempo para corregir su formación. Los guerreros de Hori se abalanzaron sobre sus hombres con la velocidad del viento y empezaron a rodearlos.

El estandarte de Nobutaka parecía ondear cada vez más cerca de Dengo.

Precisamente en aquel momento, un grupo de quinientos hombres, entre ellos el hijo de Dengo y su hermano menor, se apresuraron a montar a caballo y, como una gran nube negra, galoparon sin temor hacia el enemigo. La oscuridad de la noche se había intensificado. El viento acarreaba los gritos de las luchas a muerte y llenaba el cielo con el olor de la sangre.

El cuerpo de Nobutaka era respetado por ser el más fuerte entre las divisiones del ejército de Hideyoshi, y ahora estaba reforzado por los tres mil hombres al mando de Niwa Nagahide. Por valientes y animosos que fuesen Dengo y sus hombres, no podían atravesar la línea enemiga.

Dengo recibió seis heridas. Finalmente, tras luchar y montar su caballo durante tanto tiempo, empezó a perder la conciencia. De repente le llegó una voz desde la oscuridad a sus espaldas.

Creyendo que era la voz de su hijo, alzó la cabeza que había apoyado en el cuello de su montura. En aquel momento algo le golpeó por encima del ojo derecho. Tuvo la sensación de que era una estrella caída del cielo que le había alcanzado en la frente.

—¡Sigue en la silla! ¡Aférrate fuerte a la silla! Una flecha te ha rozado y tienes una ligera herida en la frente.

—¿Quién es? ¿Quién me sujeta?

—Soy yo, Tozo.

—Ah, hermano. ¿Qué le ha pasado a Ise Yosaburo?

—Ya ha caído en combate.

—¿Y Suwa?

—Suwa también ha muerto.

—¿Y Denbei?

—Aún está rodeado por el enemigo. Ahora déjame que te acompañe. Apóyate en el aro delantero de la silla.

Sin hablar más sobre la suerte de Denbei, Tozo cogió el hocico del caballo de su hermano y huyó a toda velocidad a través del caos.

Los dos portales

El viento que soplaba entre los pinos alrededor del campamento de Mitsuhide, en Onbozuka, producía un sonido triste e hinchaba la cortina del recinto hasta tal punto que parecía una gran criatura blanca y viva. Aleteaba sin cesar, entonando una fantástica e inquietante canción fúnebre.

—¡Yoji, Yoji! —gritó Mitsuhide.

—¡Sí, mi señor!

—¿Era ese hombre un mensajero?

—Sí, mi señor.

—¿Por qué no se ha presentado directamente ante mí?

—El informe aún no ha sido confirmado.

—¿Existe una regla sobre lo que puede o no puede llegar a mis oídos? —inquirió Mitsuhide, irritado.

—Lo siento, mi señor.

—¡Ten valor! ¿Acaso los malos augurios te hacen perder la serenidad?

—No, mi señor, pero estoy seguro de que voy a morir.

—¿De veras?

De súbito Mitsuhide se dio cuenta de la agudeza de su tono y bajó la voz. Entonces consideró que tal vez él mismo debería escuchar las palabras con las que acababa de reprender a Yojiro. El sonido del viento era mucho más triste que durante el día. Más allá de la suave cuesta se extendían huertas y campos. Al este se encontraba Kuga Nawate, al norte las montañas, y al oeste el río Enmyoji. Pero en la oscuridad, sólo se veía el pálido centelleo de las estrellas sobre el campo de batalla.

Sólo habían pasado tres horas desde la hora del mono y la segunda mitad de la hora del gallo. Los estandartes de Mitsuhide habían abandonado el campo. ¿Dónde estaban ahora? Todos habían sido derribados. Y Mitsuhide había escuchado los nombres de los muertos hasta que ya no fue capaz de llevar la cuenta.

Sólo habían sido necesarias tres horas. No había duda de que Yojiro acababa de recibir otra mala noticia y no tenía valor para decírsela a Mitsuhide. Reprendido por su señor, Yojiro bajó de nuevo la colina. Miró a su alrededor, se apoyó contra el tronco de un pino y contempló las estrellas.

Un jinete cabalgó hacia Yojiro y se detuvo ante él.

—¡Amigo o enemigo! —gritó Yojiro, desafiando al desconocido con la lanza que había usado a modo de bastón.

—Amigo —respondió el jinete mientras desmontaba.

A juzgar por su manera de arrastrar los pies, Yojiro comprendió que estaba gravemente herido. Se acercó a él y le ofreció su brazo.

—¡Gyobu! —exclamó al reconocer a su camarada—. Agárrate bien. Apóyate en mí.

—¿Eres Yojiro? ¿Dónde está el señor Mitsuhide?

—En lo alto de la colina.

—¿Sigue ahí? Ahora es un lugar peligroso para él. Debe marcharse en seguida.

Gyobu fue al encuentro de Mitsuhide y se postró ante él, casi cayendo de bruces.

—Todo el ejército ha sido derrotado. Los moribundos yacen encima de los muertos. Son tantos los que han tenido una muerte gloriosa en combate que no puedo recordar sus nombres.

Alzó la vista y sólo pudo ver el rostro blanco de Mitsuhide, que parecía aflorar bajo las oscuras formas de los pinos. No decía nada, como si no le hubiera escuchado.

Gyobu siguió hablando.

—En un momento determinado nos acercamos al centro de las fuerzas de Hideyoshi, pero al anochecer nos bloquearon la retirada y ya no pudimos encontrar al señor Dengo. La división del general Sanzaemon fue rodeada por el enemigo y se produjo una lucha enconada en extremo. Pudo escapar con sólo doscientos hombres. Sus últimas palabras fueron: «Ve de inmediato a Onbozuka y dile a Su Señoría que se retire al castillo de Shoryuji tan rápido como pueda, y que se prepare para defender el castillo o se retire hacia Omi durante la noche. Yo actuaré hasta entonces como su retaguardia. Después de recibir noticias de la retirada de Su Señoría, galoparemos directamente al campamento de Hideyoshi y lucharemos hasta morir».

BOOK: Taiko
9.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Cloud of Unknowing by Mimi Lipson
Mercy for the Damned by Lisa Olsen
Storms (Sharani Series Book 2) by Nielsen, Kevin L.