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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (19 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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Conforme Tarzán descendía la escalera, el humo del incienso era cada vez más molesto. De no ser por ello, habría podido investigar rápidamente por el olor, pero ahora se veía obligado a aguzar el oído para captar cualquier sonido, y en muchos casos escudriñar en las cámaras que se abrían al corredor central entrando en ellas. Cuando las puertas estaban cerradas, se tumbaba en el suelo y escuchaba cerca de la abertura de la base. En varias ocasiones se atrevió a llamar a La por su nombre, pero en ningún caso recibió respuesta.

Había registrado cuatro rellanos y descendía al quinto cuando vio, de pie en uno de los umbrales, a un negro evidentemente muy nervioso y posiblemente aterrorizado. Sus proporciones eran gigantescas e iba desarmado. Se quedó mirando al hombre-mono con los ojos muy abiertos mientras éste saltaba con agilidad desde la escalera y permanecía frente a él al mismo nivel.

—¿Qué quieres? —preguntó por fin el negro—. ¿Buscas a la hembra blanca, tu compañera, a la que los bolgani cogieron?

—Sí —respondió Tarzán—. ¿Qué sabes de ella?

—Sé dónde está escondida —contestó el negro—, y si me sigues te llevaré hasta ella.

—¿Por qué te ofreces a hacer esto por mí? —preguntó Tarzán, recelando al instante—. ¿Por qué no vas enseguida a tus amos y les adviertes que estoy aquí para que envíen hombres a capturarme?

—No conozco la razón por la que me han enviado a decirte esto —respondió el negro—. Los bolgani me han enviado. Yo no quería venir porque tenía miedo.

—¿Adónde te han dicho que me condujeras? —pregunto Tarzán.

—Tengo que llevarte a una cámara, cuya puerta cerrarán con cerrojo inmediatamente. Entonces serás prisionero.

—¿Y tú? —preguntó Tarzán.

—Yo también seré prisionero contigo. A los bolgani no les importa lo que me pase. Quizá me matarás, pero a ellos no les importa.

—Si me llevas a una trampa, te mataré —replicó Tarzán—. Pero si me llevas hasta la mujer, quizás escapemos todos. ¿Te gustaría escapar?

—Me gustaría, pero no puedo.

—¿Lo has intentado alguna vez?

—No. ¿Por qué iba a intentar hacer algo que no se puede hacer?

—Si me llevas a la trampa, seguro que te mataré. Si me llevas hasta la mujer, al menos tendrás las mismas oportunidades de vivir que yo. ¿Lo harás?

El negro se rascó la cabeza, pensativo; poco a poco la idea penetró en su estúpida mente. Al fin habló.

—Eres muy sabio —dijo—. Te llevaré a donde está la mujer.

—Vamos, entonces —urgió Tarzán—; yo te seguiré.

El negro ascendió al siguiente nivel y abrió la puerta para entrar en un largo y recto corredor. Mientras el hombre-mono lo seguía, reflexionó sobre cómo los bolgani se habían enterado de su presencia en la torre, y la única conclusión a la que pudo llegar fue que el anciano le había traicionado, ya que hasta el momento, que Tarzán supiera, aquél era el único que conocía su presencia el palacio. El corredor por el que el negro le conducía estaba muy oscuro, pues recibía una iluminación débil e inadecuada de un corredor apenas iluminado que acababan de dejar, cuya puerta quedó abierta detrás de ellos. Entonces el negro se detuvo ante una puerta.

—La mujer está aquí dentro —dijo el negro, señalando la puerta.

—¿Está sola? —preguntó Tarzán.

—No —respondió el negro—. Mira —y abrió la puerta, dejando al descubierto una gruesa colgadura que apartó con cuidado para que Tarzán viera el interior de la cámara.

Tarzán cogió al negro por la muñeca, para que no pudiera escapar, dio un paso al frente y puso los ojos en la abertura. Ante él vio una gran cámara, en uno de cuyos extremos había un estrado, cuya base era de madera oscura muy labrada. Ocupaban el estrado una figura central, un enorme león con melena negra, el mismo que Tarzán había visto escoltado en los jardines de palacio. Sus cadenas de oro estaban atadas a unas anillas que había en el suelo, mientras los cuatro negros permanecían rígidos como estatuas, dos a cada lado de la bestia. Detrás del león se sentaban, en sendos tronos de oro, tres bolgani con adornos magníficos. Al pie de la escalera que conducía al estrado, se encontraba La, entre dos guardias gomangani. A ambos lados del pasillo central, unos bancos tallados situados frente al estrado y ocupados por unos cincuenta bolgani, entre los que Tarzán casi de inmediato distinguió al anciano que había conocido en la torre, lo que convenció al instante al hombre-mono de cuál había sido la fuente de su traición.

La cámara estaba iluminada por un centenar de fanales, que quemaban una sustancia que producía luz y el fuerte olor a incienso que había asaltado el olfato de Tarzán nada más adentrarse en los dominios de los bolgani. Las alargadas ventanas que había a un lado del aposento estaban abiertas de par en par y dejaban entrar el suave aire de la noche estival de la jungla. Por ellas Tarzán vio los jardines de palacio y comprobó que aquella cámara se hallaba al mismo nivel que la terraza en la que se alzaba el palacio. Más allá de aquellas ventanas había una puerta abierta a la jungla y la libertad, pero entre él y las ventanas se interponían cincuenta hombres gorila. Quizá la estrategia sería mejor arma que la fuerza para conseguir la libertad junto a La. Sin embargo, en su mente estaba la creencia de que era probable que al final tuviera que confiar en la fuerza y no en la estrategia. Se volvió al negro que estaba a su lado.

—¿Los gomangani que protegen al león querrían escapar de los bolgani? —preguntó.

—Todos los gomangani escaparían si pudieran —respondió el negro.

—Entonces, es preciso que entre en la habitación —dijo Tarzán al negro—. ¿Me acompañarás y dirás a los otros gomangani que si pelean por mí los sacaré del valle?

—Se lo diré, pero no lo creerán —replicó el negro.

—Entonces diles lo que les haré si no me ayudan —dijo Tarzán.

—Así lo haré.

Cuando Tarzán volvió a prestar atención a la cámara que tenía delante, vio que el bolgani que ocupaba el trono dorado central estaba hablando.

—Nobles de Numa, rey de las Bestias, emperador de Todas las Cosas Creadas —dijo en tono profundo y resonante—, Numa ha oído las palabras que esta hembra ha pronunciado, y es la voluntad de Numa que ella muera. El Gran Emperador está hambriento. Él mismo la devorará aquí, en presencia de sus nobles y del Consejo Imperial de los Tres. Ésta es la voluntad de Numa.

Se oyó un gruñido de aprobación entre el público mientras el gran león enseñaba sus horribles colmillos y rugía hasta conseguir que todo retumbara, y sus perversos ojos amarillo-verdosos se fijaban en la mujer que tenía delante, lo que demostraba que estas ceremonias se celebraban con frecuencia y que el león se había acostumbrado a un final supuestamente lógico en ellas.

—Pasado mañana —prosiguió el que hablaba—, el compañero de esta criatura, que en estos momentos se encuentra prisionero en la Torre de los Emperadores, comparecerá ante Numa para ser juzgado. Esclavos —gritó de pronto, poniéndose de pie y mirando con furia a los guardias que sujetaban a La—, acercad la mujer a vuestro emperador.

Al instante, el león se puso frenético, moviendo la cola y tensando las robustas cadenas, rugiendo y roncando mientras se erguía sobre las patas traseras e intentaba saltar sobre La, a quien obligaban a subir las escaleras del estrado hacia el caníbal enjoyado que con tanta impaciencia la esperaba.

Ella no gritaba, pero forcejeaba para liberarse de las manos de los fuertes gomangani que la sujetaban, aunque en vano.

Habían llegado al último escalón y estaban a punto de empujar a La a las garras del león cuando un fuerte grito procedente de un costado de la cámara les detuvo, grito que detuvo a los gomangani e hizo poner en pie a los bolgani allí reunidos, estupefactos y airados, pues lo que vieron sus ojos podía provocar la ira que albergaban. De un salto, y blandiendo la lanza, entró un hombre blanco semidesnudo del que habían oído hablar y al que ninguno de ellos había visto todavía. Y tan rápido fue que en el mismo instante en que entró, incluso antes de que se pusieran en pie, ya había arrojado su lanza.

Un hombre blanco, calvo, viejo y arrugado.

CAPÍTULO XIV

LA CÁMARA DE LOS HORRORES

U
N LEÓN de melena negra avanzaba en la noche de la jungla. Con majestuosa indiferencia hacia el resto de la creación se abría paso en la selva primitiva. No cazaba, pues no hacía esfuerzos por ser sigiloso, y tampoco, por otra parte, emitía ningún sonido vocal. Se movía velozmente, aunque a veces se detenía y alzaba el hocico para oler y escuchar. Y así, al final, llegó a un muro elevado, cuya superficie olisqueó hasta llegar a una puerta entreabierta que quebraba el muro y por ella entró en el recinto.

Ante él se elevaba un gran edificio, y mientras lo observaba y escuchaba, oyó el retumbante rugido de un león enfurecido procedente del interior.

El de negra melena ladeó la cabeza y avanzó con cautela.

En el mismo instante en que La iba a ser arrojada a las garras de Numa, Tarzán de los Monos entró de un salto en el aposento y emitió un fuerte grito que paralizó a los gomangani que la arrastraban hacia su sino, y en aquel breve instante de respiro, que el hombre-mono sabía que seguiría a su interrupción, lanzó su veloz lanza. Para ira y consternación de los bolgani, ésta se clavó en el corazón de su emperador, el gran león de melena negra.

Junto a Tarzán se hallaban los gomangani aterrorizados, y cuando Tarzán se precipitó hacia La, el negro le acompañó, gritando a sus compañeros que si ayudaban a aquel extranjero podrían ser libres y escapar de los bolgani para siempre.

—Habéis permitido que mataran al gran emperador —gritó a los pobres gomangani que protegían a Numa—. Los bolgani os matarán por ello. Ayudad a salvar al tarmangani extranjero y a su compañera y al menos tendréis la oportunidad de vivir y ser libres. Y a vosotros —añadió, dirigiéndose a los dos que habían vigilado a La—, os harán responsables también; vuestra única esperanza somos nosotros.

Tarzán había llegado junto a La y la arrastraba por los escalones del estrado, donde esperaba poder resistir momentáneamente a los cincuenta bolgani que ahora se abalanzaban sobre él.

—Matad a los tres que están sentados en el estrado —gritó Tarzán a los gomangani, que a todas luces vacilaban en cuanto a qué partido tomar—. ¡Matadles si queréis ser libres! ¡Matadles si queréis vivir!

El tono autoritario de su voz, el atractivo magnético de su personalidad y su capacidad de liderazgo innata, se ganaron el breve instante que era necesario para volverles contra la odiada autoridad que los tres bolgani sentados en el estrado representaban y, al hundir sus lanzas en los peludos cuerpos negros de sus amos, se convirtieron, desde entonces y para siempre, en las criaturas de Tarzán de los Monos, pues no podía haber futuro para ellos en la tierra de los bolgani.

El hombre-mono rodeó la cintura de La con un brazo, la llevó al estrado, donde arrancó su lanza del león muerto, luego se volvió y, encarándose a los bolgani que avanzaban, puso un pie sobre el cadáver del animal y alzó la voz lanzando el terrible grito de victoria de los simios de Kerchak.

Los bolgani se detuvieron ante él; los gomangani, que estaban detrás de él, se encogieron de terror.

—¡Deteneos! —gritó Tarzán, levantando la mano abierta hacia los bolgani. Soy Tarzán de los Monos. No quiero pelear con vuestro pueblo, sólo busco una manera de salir de vuestra región para ir a la mía. Dejadme seguir mi camino en paz con esta mujer y llevarme a estos gomangani.

Por toda respuesta, se alzó un coro de gruñidos salvajes de los bolgani mientras avanzaban hacia el estrado. De pronto, de sus filas salió el anciano de la torre oriental, que corrió veloz hacia Tarzán.

Ah, traidor —gritó el hombre-mono—, tú serás el primero en probar la ira de Tarzán. —Habló en inglés y el anciano respondió en la misma lengua.

—¿Traidor? —exclamó sorprendido.

—Sí, traidor —atronó Tarzán—. ¿No te has precipitado a informar a los bolgani que me encontraba en palacio y que me enviaran al gomangani para llevarme a una trampa?

—No he hecho nada de eso —replicó el otro—. He venido aquí a situarme cerca de la mujer blanca, con la idea de que tal vez le sería útil a ella o a ti, si era necesario. Ahora, inglés, vengo para ponerme a tu lado y a morir a tu lado, porque morirás, tan seguro estoy como de que hay un dios en el cielo. Nada puede salvarte en estos momentos de la ira de los bolgani a cuyo emperador has matado.

—Ven, pues —gritó Tarzán—, y demuestra tu lealtad. Sería mejor morir ahora que vivir en la esclavitud toda la vida.

Los seis gomangani se habían alineado, tres a cada lado de Tarzán y La, mientras el séptimo, que había entrado en la cámara con Tarzán, desarmado, cogía las armas del cadáver de uno de los tres bolgani muertos en el estrado.

Ante esta reunión de fuerza tan insólita para ellos, los bolgani se detuvieron al pie de la tarima, pero sólo un momento, pues eran nueve contra cincuenta, y cuando se precipitaron hacia ellos, Tarzán y sus gomangani los recibieron con hachas de guerra, lanzas y cachiporras. Por un momento pudieron contenerlos, pero eran demasiado numerosos y cuando una vez más una ola que ascendía los escalones del estrado parecía que iba a barrerlos, llegó a oídos de los contendientes un terrible rugido que, procedente de allí mismo, provocó un súbito y momentáneo cese de la batalla.

Se volvieron y vieron a un enorme león de negra melena de pie en el aposento, junto a una de las ventanas. Por un instante permaneció inmóvil como una estatua de bronce dorado, y una vez más el edificio tembló con las reverberaciones de su poderoso rugido.

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