Tatuaje II. Profecía (27 page)

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Tatuaje II. Profecía
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Perdió la noción del tiempo. Una de las ventajas de verse separado de su cuerpo era que ya no tenía que preocuparse por el hambre, la sed o cualquier otra necesidad fisiológica. Eso le permitía concentrar todas sus fuerzas en percibir lo que ocurría a su alrededor y en reflexionar sobre ello. Además, una vez que se acostumbró a dejarse llevar por la extraña carcasa de piel mágica que lo aprisionaba, comprobó que la fatiga desaparecía. Mientras no se rebelase contra el Nosferatu, no tendría que preocuparse por sufrir un nuevo episodio de agotamiento. Incluso la sensación de estar cubierto de quemaduras había desaparecido.

Una campana resonó en el cielo acuoso de la ciudad, desatando un huracán de palomas histéricas que huían de la torre de una iglesia para refugiarse en los tejados cercanos. Álex alzó la vista hacia el campanario. Había un reloj que señalaba las siete en punto. Tenían que ser, forzosamente, las siete de la tarde.

El sol empezaba a declinar. Álex habría deseado detenerse un momento frente a aquella iglesia apacible, sentarse sobre el empedrado y echarse a llorar. Pero el Nosferatu no se lo permitió… Contra su voluntad, se vio obligado a continuar la marcha.

Habían dado tantas vueltas por la laberíntica ciudad de los canales que ya no sabía muy bien dónde se encontraba, aunque tenía la impresión de que uno de los puentes que acababa de atravesar conducía al barrio de Cannaregio. Si estaba en lo cierto, eso significaba que no se hallaba muy lejos del palacio de Nieve.

Sin embargo, para entonces ya había perdido las esperanzas de poder recurrir a la ayuda de los guardianes. Sabía que el Nosferatu no se lo permitiría. La monstruosa criatura que lo recubría había logrado infiltrarse misteriosamente en su conciencia, leyéndole cada uno de sus pensamientos en el mismo instante en que cobraba forma. Y haría lo que fuera para impedir que su prisionero recuperara la libertad, porque eso significaría para ella volver al estado inanimado, perder aquella vida robada que le había permitido, después de varios siglos de inmovilidad, salir de su escondite en busca de sus propios objetivos.

Pero ¿qué objetivos? Por más que se esforzaba, Álex no conseguía imaginar cuáles podían ser los propósitos del monstruo. Era posible que el Nosferatu no actuase por su propia voluntad, sino que alguien, en la distancia, lo estuviese manejando. Pero, en tal caso, ¿quién podía ser ese alguien? ¿Armand? Sí, tenía que ser Armand; o, mejor dicho, el impostor que había adoptado la apariencia del difunto mago para hacerse pasar por él.

De repente, Álex sintió un violento golpe en el hombro derecho. Se detuvo, sobresaltado. Aún no había conseguido acostumbrarse a tener que padecer los sufrimientos de un cuerpo que, en realidad, no le pertenecía. Se frotó con su mano transparente el hombro dolorido mientras sus ojos se fijaban en el hombre contra el cual se había golpeado.

Era un norteamericano de mediana edad. Un tipo alto y fornido, con un sombrero tejano y camisa de cuadros sobre unos desgastados pantalones vaqueros. Miraba a derecha e izquierda, conmocionado por el golpe, y evidentemente malhumorado por no haberlo visto venir. Intentaba descubrir quién había sido el bromista que tan hábilmente se había escabullido después de lanzarse contra él, pero a su alrededor no había más que jubilados y parejas jóvenes de su mismo grupo, un rebaño de turistas incapaces de atacarlo, y menos aún de disimular en una situación como aquella. El tipo parecía tener claro que el golpe no podía proceder de sus compañeros, pero por más que buscaba al intruso responsable, no lo encontraba. Era evidente que no podía ver a Álex, y que ni siquiera notaba su presencia.

Después de varios intentos desesperados por llamar la atención de aquel tipo (gritos y súplicas que ni siquiera el propio Álex llegó a oír), el muchacho se dio la vuelta y comenzó a alejarse del grupo de turistas, completamente derrotado. Esta vez, la piel del Nosferatu no se opuso a sus movimientos. Al contrario, era como si le diese alas, como si le permitiese deslizarse sobre el pavimento con tanta ligereza como si flotara, conduciéndolo a través de una ancha plaza de edificios casi simétricos que Álex identificó como el centro del ghetto judío, hasta una callejuela lateral donde, de buenas a primeras, detuvo bruscamente su avance.

Álex miró desorientado a su alrededor. En la calle no había más que una pareja de jóvenes a punto de entrar en una casa viejísima.

El muchacho ahogó un grito al reconocer a la muchacha. Era Jana…

Pero cuando desvió los ojos hacia el chico que la acompañaba, su sorpresa se transformó en terror.

No podía creer lo que estaba viendo; o, mejor dicho, no deseaba creerlo.

Era imposible. Era un error, un monumental error de la naturaleza. O, peor aún, un terrible engaño, un maleficio de la peor especie…

Porque el muchacho que tenía delante, el joven que apoyaba distraídamente una mano en el hombro de Jana mientras con la otra tanteaba el dintel de piedra de la puerta, no era otro que él mismo. O, al menos, tenía el mismo aspecto que él. Que Álex. O, mejor dicho, que el antiguo Álex, el Álex que iba y venía por donde quería, que era libre para hacer lo que quisiera…

El Álex que no estaba atrapado en un cuerpo siniestro, en la oscuridad de una prisión con forma humana, a medio camino entre los muertos y los vivos.

LIBRO TERCERO
El Libro de La Muerte
Capítulo 1

Una caricia en el pelo despertó a Jana del pesado sueño en el que había caído poco después de regresar al hotel. En realidad, ni siquiera recordaba muy bien cuándo se había dormido. Poco después de llegar a la habitación había comenzado a marcharse. Álex la había dejado tenderse en la cama deshecha y le había refrescado las sienes con agua, sin que eso le hiciera sentirse mejor. Poco a poco, mientras Álex susurraba palabras tranquilizadoras, había ido amodorrándose.

Debía de haber dormido muchas horas, a juzgar por el entumecimiento de sus brazos y piernas…

Al abrir los ojos vio a Álex sentado al borde de la cama, observándola con una extraña concentración. Se le veía fresco y descansado, y en sus ojos había un brillo raro, ligeramente burlón.

—Ya era hora, dormilona —dijo, sonriendo—. Me has hecho esperar una eternidad…

—¿Qué hora es? —Jana se incorporó y miró los dígitos fluorescentes del reloj incorporado al televisor, frente a la cama—. Las seis y cuarto… ¡De la tarde! ¿Me has dejado dormir todo el día?

Álex se encogió de hombro.

—Te mareaste, ¿recuerdas? —dijo, acariciando su pelo una vez más—. Necesitas descansar. Pero la verdad es que estaba deseando que te despertases. Tengo que contarte una cosa, una cosa importante. Yo también me quedé dormido aquí a tu lado hace un rato, y he tenido un sueño especial. No te lo vas a creer, Jana… Me parece que ya sé dónde podemos encontrar el libro.

Jana desvió la mirada hacia el rectángulo de cielo azul plomizo enmarcado por la ventana.

—¿Has tenido una visión? —preguntó.

—Sí, eso es; una visión. He visto una casa, una casa antiquísima, aquí en Venecia. No sé el nombre de la calle, pero era una de las que desembocan en el Camto di Ghetto Nuovo. La encontraré sin ninguna dificultad.

—Si es que existe…

Álex arrugó la frente.

—¿No te fías de mis visiones? La casa existe, es una especie de museo. Ya la verás. Tenemos que ir ahora mismo, Jana. Cierran a las siete y media, aún tenemos tiempo… Estoy seguro de que el Libro de la Creación se encuentra allí; lo he visto con toda claridad.

Jana sacudió lentamente la cabeza. Luego, alzó los ojos hacia Álex.

—Prefiero no ir, Álex —dijo en voz baja—. No quiero volver a empezar con todo esto.

Una profunda decepción contrajo los rasgos del muchacho.

—Tienes que estar de broma —murmuró—. Tú quieres encontrar el libro, nadie desea encontrarlo tanto como tú…

—No sé; estoy empezando a cambiar de opinión. Desde que Argo sacó a relucir la historia del libro, tú y yo no hemos hecho más que discutir. Y yo no soporto estar así… Además, creo que ayer tenías razón cuando me advertiste sobre el riesgo de encontrar el libro. No quiero desatar otra guerra. No, al menos, sin conocer el mejor terreno que pisamos.

—Pero eso es un disparate. —Álex intentaba dominarse, pero el leve temblor de sus labios delataba su nerviosismo—. Ayer no sabíamos dónde buscar el libro; hoy sí lo sabemos. Todo lo que tenemos que hacer es ir a esa casa y cogerlo.

Jana arqueó las cejas.

—¿Así de fácil?

Álex sonrió de medio lado.

—Habrá que convencer al personal del museo, pero creo que al final lo conseguiremos hazme caso, Jana, por favor. Recuerda lo que puede significar tener ese libro en nuestro poder. Podrías reconstruir los clanes…

—Ayer mismo, esa idea te repugnaba —replicó Jana mirándole con curiosidad.

—Es cierto, no me hace mucha gracia —admitió el muchacho—. Pero también comprendo que es injusto tratar de impedirlo. Ya os hice daño una vez, no quiero volver a interponerme en el destino de los medu.

—Vaya, que considerado.

Jaja había dicho aquello casi en tono de burla. El cambio de opinión de Álex le parecía tan inexplicable que no lograba tomarse sus palabras en serio.

Sin embargo, si Álex captó la ironía de su observación, no lo demostró.

—Lo creas o no, me importas más que nada —dijo simplemente—. Quiero que seas feliz, ya sé que eso nunca sucederá mientras te sigas echando la culpa por la caída de los clanes. Además, ahora las cosas serán diferentes, estoy seguro. Nieve y Corvino no desean una nueva guerra. Y cuando vuelva Erik…

—¿De verdad crees que va a volver?

Álex le dirigió una penetrante mirada.

—Claro que volverá. Nosotros haremos que vuelva —afirmó—. Tú y yo. Por eso necesitamos el libro.

Había hablado despacio, vocalizando cuidadosamente cada palabra, como si quisiera asegurarse de que ella le comprendía, de que se daba cuenta de que iba en serio.

Jana se mordió el labio inferior, desorientada. ¿Dónde habían quedado las dudas de la víspera, los celos de Álex después de compartir la visión en la que ella y Erik se besaban?

—Ni siquiera sabemos si Erik querría volver —musitó—. Él se sacrificó voluntariamente para que la guerra entre los medu y los guardianes terminara. No le gustaría que todo volviera a empezar… Entonces, no volverá a empezar —replicó Álex con impaciencia—. Él se ha ceñido la corona real de los medu, la Esencia de Poder, y la corona no lo ha destruido. Eso significa que, cuando regrese, será el rey de todos los clanes. Si desea la paz, sabrá cómo imponerla.

Sus ojos se encontraron con los de la muchacha.

—Además, él no se sacrificó por los clanes —añadió. En su voz se leía, de pronto, una profunda amargura, y en su expresión un extraño rencor—. Se sacrificó por ti. Creo que no deberías olvidarlo.

¿Se trataba de un reproche? Jana sonrió, incrédula. Aquello era de locos…

—¿De verdad es eso lo que quieres? —preguntó. ¿Qué no olvide lo que Erik hizo por mí? Perdona, pero me cuesta creer que estés siendo sincero.

—Mírame a los ojos. ¿Te parece que estoy fingiendo?

Jana le sostuvo la mirada. Los iris claros de Álex reflejaban un dolor auténtico, de eso no cabía duda.

La muchacha se sintió avergonzada por haber dudado de sus sentimientos. Después de todo, él y Erik habían sido grandes amigos. Los mejores amigos… hasta que ella apareció para estropearlo todo.

—De acuerdo, lo siento —se disculpó con una torpe sonrisa—. Te he juzgado mal. Sé que querías a Erik… Está bien, entonces. Si tú no tienes miedo de lo que pueda pasar con ese libro, yo tampoco.

Un suspiro de alivio afloró a los labios de Álex.

—Genial —dijo, sonriendo—. Vamos entonces, antes de que cierren el museo. Me imagina que estarás hambrienta, podemos comprarnos un par de porciones de pizza por el camino. He visto que hay puestos de pizza por todas partes…

Hablaba con cierta precipitación, como si temiese que un nuevo silencio pudiese hacer flaquear la resolución de Jana. Al mismo tiempo, parecía extrañamente animado. Como si de repente se hubiera quitado un gran peso de encima…

Muy a su pesar, Jana sintió renacer en su interior una oleada de desconfianza. Había algo raro en la sonrisa turbia de su amigo. Algo aviso, torcido… Una duplicidad que nunca antes había visto en él.

La casa ante la cual se habían detenido era un antiguo edificio de ladrillo con la arquitectura típica del ghetto veneciano. En la planta baja, cinco soportales invitaban a sus altos arcos a refugiarse en sus sombras. Un par de ventanas del segundo piso estaban protegidas por toldos blancos. Entre las ventanas había columnas de arenisca que interrumpían la monótona superficie de ladrillos anaranjados.

Álex parecía saber perfectamente adónde se dirigía. Jana lo vio introducirse en uno de los soportales y detenerse ante una puerta baja, que le llegaba apenas a la altura de los hombros.

Antes de seguirlo, Jana se detuvo un instante y echó una ojeada aprensiva a su alrededor. Desde hacía algunos minutos, tenía la sensación de que el cielo se había oscurecido, como si el atardecer se hubiese acelerado bruscamente. En el cielo habían aparecido grandes nubes de un color gris amoratado, probablemente cargadas de lluvia. Las sombras se habían vuelto inexplicablemente espesas…

Un grupo de turistas norteamericanos irrumpió en la calle en ese momento, invadiendo las dos aceras y buena parte de la calzada central. Al parecer, su guía italiana acababa de contarles algún chiste local, porque la mayoría de los ancianos del grupo estaban riendo. Sin embardo, había un hombre alto, con camisa de cuadros escoceses y sombrero tejano, que no reía. Al contrario… Parecía confuso y malhumorado, y miraba a su alrededor como si estuviese buscando a alguien.

Jana suspiró. Se estaba dejando llevar por su imaginación, tenía que admitirlo. En realidad, en aquella calle no pasaba nada… Era más sombría que la amplia plaza de la venían, y estaba llena de turistas ruidosos. Eso era todo. Nada fuera de lo común. Una calle estrecha y oscura, como tantas otras. Algo totalmente normal en una antigua ciudad como Venecia.

Se reunió con Álex ante la extraña puerta que daba acceso al Museo de la Fundación Leonardo Loredan.

—¿Tenemos que entrar por aquí? —preguntó—. ¿No hay otra entrada?

—Creo que sí, pero en el sueño entrábamos por aquí —contestó Álex—. Vamos, Jana, no es tan terrible… Solo tienes que inclinar un poco la cabeza.

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