Tatuaje II. Profecía (24 page)

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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Tatuaje II. Profecía
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Hasta que, de pronto, el Dayedi del fresco comenzó a toser. Su pecho subía y bajaba, sacudido por violentos estertores. De su boca salió, como en una explosión, un remolino de plumas pardas, verdes y azules. Los presentes abrieron mucho la boca, murmuraron entre ellos… En un momento, las caras de susto se relajaron y empezaron a sonreír. Varias damas aplaudieron.

Pero antes de que el rey pudiera reaccionar, el joven Dayedi hizo algo inesperado. Dejó caer de golpe, sobre la mesa, los restos del ave que aún tenía en la mano, pero antes de que la carcasa de huesos rozara el mantel, el animal remontó el vuelo, para aterrizar un poco más allá sobre una fuente de fruta, agitando las carcomidas alas de un modo enloquecido. El cuello asado del animal se movía frenéticamente a derecha e izquierda, y la chamuscada cabeza comenzó a husmear en los platos de las damas, que chillaban histéricas.

Se volcaron varias copas; una joven cayó al suelo desmayada. Algunos caballeros desenvainaron sus espadas para amenazar al mago, pero el rey alzó una mano para detenerlos.

Después, una pátina oscura veló la escena…

David y Álex se volvieron hacia Armand, boquiabiertos. El mago sonrió satisfecho, como si la prodigiosa sucesión de movimientos dentro del fresco fuese obra suya.

—Así fue como Renato Dayedi consiguió atraer la atención de Eo. A partir de esa noche, según parece, el monarca no daba ni un solo paso sin consultar a Dayedi, el mago de la corte… Ocupó ese puesto durante más de diez años. De vez en cuando salía a cazar con el hijo del rey. Pero luego, las cosas se torcieron. Mirad…

En la primera escena de la parte intermedia del fresco, a la izquierda de la ventana, Dayedi aparecía algo más maduro que en las escenas anteriores. Se había dejado barba, y consultaba una carta celeste ante la mirada atenta de Eo y de su esposa.

—La reina Mara también confiaba mucho en el consejero de su marido. Quizá demasiado —explicó Armand—. Fijaos en la siguiente imagen: Mara, su hermano Arkán y Dayedi se encuentran reunidos en una cripta. No era un secreto para nadie que Arkán odiaba a su cuñado y que llevaba años intentando convencer a la reina para que le apoyara. Dayedi se unió a la conspiración. Lo que no sabía era que Arkán jugaba un doble juego, y que en el último segundo le vendería.

Armand señaló la escena de la esquina inferior izquierda del fresco, donde se veía a Dayedi en la veneciana plaza de San Marcos, rodeado de guardias que portaban largas lanzas.

—Nadie sabe exactamente cómo murió —prosiguió el ilusionista—. Se dijo que lo habían torturado, que había perecido de sed después de ser sometido a la crueldad del torno durante varios días… En cualquier caso, el fresco no reproduce su muerte, sino el momento del entierro —añadió, señalando la última escena de la pintura, a la derecha del ventanal—. Esos dos ancianos desconsolados son sus padres, y la joven que se oculta el rostro entre las manos, su sobrina. El joven que arroja un puñado de tierra sobre el ataúd es su hermano menor.

Aturdido de asombro, Álex observó los leves movimientos en los rostros destrozados por el dolor de los padres de Dayedi mientras la tierra caía en una suave lluvia oscura dentro de la tumba abierta.

De pronto, una llamarada de luz ascendió de aquel agujero, cegando a la vez a las figuras del cuadro y a los jóvenes que lo contemplaban desde fuera.

—¿Qué diablos ha sido eso? —preguntó David, protegiéndose los ojos con una mano.

Armand esperó a que el resplandor se diluyera en sombras para contestar.

—La maldición —musitó en voz baja—. Dicen que Dayedi pronunció una maldición desde el interior de su tumba, en presencia de todos los asistentes al duelo. Ahí podéis leerla. —Su dedo apuntó a una lápida de piedra que ocupaba la parte derecha de la última escena del fresco—. Está escrita en el antiguo alfabeto mágico de los clanes. La traduciré para vosotros, si queréis… Me la sé de memoria. Dice así: «Con el último puñado de tierra que arrojéis a este pozo, sellaréis también el Libro de la Creación, y vuestros ojos no volverán a posarse en sus sombras. La casa de Kuril se extinguirá y con ella el arte de cabalgar en el viento. De rodillas, la orgullosa raza mágica se humillará ante los hombres; sus ciudades serán arrasadas, la magia perseguida, los tatuajes olvidados. El crepúsculo de los clanes se prolongará hasta la llegada de la quinta dinastía, el último linaje de los reyes medu. El primer monarca de esta estirpe devolverá a los clanes la gloria perdida. Y, solo entonces, el libro se abrirá de nuevo».

Las últimas palabras pronunciadas por Armand continuaron resonando unos instantes en la mente de Álex después de que el mago se callara. Por un momento, llegó a perder la noción del tiempo. Notó, eso sí, que la luz que se filtraba a través de la cristalera de la ventana se volvía de pronto más débil y rosada, como si comenzase a atardecer.

—Como ya sabéis, la profecía de Dayedi no tardó en cumplirse —oyó decir a Armand con una voz que parecía venir de muy lejos—. Pocos años después de su muerte, la casa kuril desapareció, y con ella la monarquía de los medu…

—Pero la segunda parte de la profecía es una estupidez —dijo David—. Eso de que el libro se abrirá de nuevo con la llegada de la quinta dinastía… Todo el mundo sabe que solo ha habido cuatro dinastías reinantes entre los medu. Desde la muerte de Eo, el trono de los clanes permanece vacío.

—Te equivocas. La profecía sí se ha cumplido —repuso Armand mirándolo sombríamente—. De no ser así, yo no habría podido leer el libro. Piénsalo un poco, David: ¿quién lleva ahora la corona de los medu? ¿Quién tuvo el valor de ceñirse la Esencia de Poder, aun sabiendo lo caro que podía costarle?

Álex sintió un escalofrío.

—Erik —murmuró en tono sombrío.

Sus ojos se encontraron con los de David, que parecía tan impresionado como él.

—Con su sacrificio, Erik, el hijo de Ober, fundó la quinta dinastía, cumpliendo la profecía de Dayedi —confirmó Armand.

—Pero Erik está muerto… —objetó David.

—Digamos que está… ausente. —Armand miró a Álex directamente a los ojos mientras en sus labios se dibujaba una desafiante sonrisa—. Pero esa ausencia no durará para siempre. Algún día regresará.

Una oleada de intenso calor inundó el rostro de Álex, provocándole una penosa sensación de vértigo que le obligó a buscar apoyo en una mesa cercana.

—Mis palabras no parecen alegrarte mucho —añadió Armand sin dejar de mirarle—. Qué curioso; tenía entendido que era tu mejor amigo…

—Por eso precisamente, no me gusta que se bromee a su costa —musitó Álex con un temblor perceptible en la voz—. Erik está muerto, y nadie puede cambiar eso.

—Yo no estoy de acuerdo. Alguien podría cambiarlo. Alguien que tuviese en su poder la copia del Libro de la Creación. Y yo la tengo.

—Si hubieras podido leer el libro, no nos habrías traído aquí con engaños y trucos —murmuró Álex, controlando a duras penas la rabia que empezaba a dominarle—. Estás jugando con nosotros; llevas haciéndolo desde que llegamos. ¿Crees que no sé que todo lo que nos has contado es mentira? Tú no eres Armand Montvalier. El verdadero Armand murió, yo mismo vi su cadáver medio calcinado en el depósito. Vamos, deja de fingir. ¿Quién eres en realidad?

La sonrisa del mago se disolvió lentamente.

—¿Quién soy? —repitió, titubeante—. A veces, yo mismo tengo que hacerme esa pregunta…

Por unos instantes, Álex tuvo la sensación de que la máscara despreocupada de Armand empezaba a resquebrajarse. Incluso creyó atisbar, a través de las grietas, la expresión grave y desamparada del rostro que se ocultaba debajo: un rostro joven, con una mirada vagamente familiar en sus ojos claros.

Sin embargo, la sensación de sinceridad solo duró un momento. Antes de que Álex tuviese tiempo de sondear aquel rostro semioculto, de indagar en los misterios que escondía, la máscara de Armand volvió a cubrirlo, más rígida e impenetrable que nunca.

—Los magos, a veces, tenemos problemas de identidad —añadió, volviéndose bruscamente hacia el fresco de Dayedi—. Sobre todo cuando nos arriesgamos a movernos en el filo entre la vida y la muerte, como he tenido que hacer yo. Cuando veáis el libro, lo entenderéis. Era la única forma de penetrar en sus misterios.

—Pero el cadáver que vi…

—Cuando veáis el libro, lo entenderéis —repitió Armand en tono cansado—. Y creo que el momento ha llegado. Venid conmigo: y no os sorprendáis si lo que os muestro no se parece en nada a lo que hayáis podido imaginar.

Capítulo 3

Alex observó a Armand mientras este empujaba hacia atrás uno de los libros situados en la estantería de caoba próxima a la chimenea, y vio cómo esta giraba silenciosamente sobre sus goznes, convertida en una puerta.

—Pasad —dijo Armand—. No tengáis miedo…

Al otro lado reinaba una penumbra grisácea y húmeda. Álex inclinó la cabeza para no golpearse con la parte superior de la estantería, que no se había movido. La cámara secreta tenía el suelo cubierto por un mosaico de aspecto tan antiguo y deteriorado que bien podría haber sido romano. En la débil luz del crepúsculo que se filtraba desde la biblioteca, resultaba imposible distinguir con claridad la escena que representaba.

Por lo demás, la estancia estaba prácticamente vacía…, o al menos eso le pareció a Álex en un primer momento.

Fue al mirar hacia la izquierda cuando vio el alto espejo rectangular apoyado contra la pared. Una telaraña atravesaba su turbia superficie, extendiéndose como una gasa gris sobre uno de los vértices superiores del marco dorado. El espejo no reflejaba más que sombras; mejor dicho, una sombra única, profunda y amenazadora como la que emanaba del cuerpo de Álex en sus últimas visiones.

El muchacho sintió que el corazón se le encogía al enfrentarse con aquel reflejo oscuro e informe. Aquella negrura procedía de algo, o de alguien, situado en el lado opuesto de la estancia. Lentamente, Álex giró la cabeza en aquella dirección.

Entonces lo vio. Era un hombre, o al menos lo parecía. Se mantenía en pie, con la espalda ligeramente encorvada y el rostro vuelto hacia el espejo, inmóvil como una estatua. Pero no era una estatua. Su piel, completamente cubierta de tatuajes desde los pies al cuero cabelludo, tenía el aspecto de la piel humana. Parecía, más bien, un hombre disecado… Aunque Álex supo de inmediato que no se trataba de eso.

—¿Qué es? —preguntó con un hilo de voz.

La respuesta tardó unos segundos en llegar, y no se la proporcionó Armand, sino David.

—Es… es un nosferatu —repuso el hermano de Jana en un susurro.

Álex se volvió hacia él. Apenas podía distinguir la expresión de sus ojos en la penumbra.

—No entiendo —dijo—. ¿Qué es un nosferatu?

—Un nosferatu es un «No Muerto» —musitó David, mirando fijamente a la inquietante criatura—. Un cadáver que habita en la frontera entre la vida y la muerte.

—En realidad, no creo que debamos hablar de «un nosferatu», sino de «El Nosferatu» —precisó Armand, que se había quedado cerca de la entrada—. Este ejemplar es el único que existe.

—Pero sigo sin entender —murmuró Álex—. ¿Qué tiene que ver con el libro?

—¿No lo entiendes? —Las pupilas de David parecían estrellas oscuras en med io de la penumbra gris—. Esa «cosa» es el libro.

Una idea genial… Jamás se me habría ocurrido; y, sin embargo, ahora entiendo que no podía ser de otra manera.

—David, déjate de acertijos. No sé qué es lo que intentas decir. ¿El Libro de la Creación es… un cadáver?

David se aclaró la garganta antes de contestar.

—En la época de Dayedi, los filósofos creían que el hombre era un «microcosmos», una especie de representación del universo en miniatura. Y se supone que el Libro de la Creación, a su manera, contenía una descripción exacta del universo… ¿Qué mejor lugar para copiarlo que un hombre? Una copia del mundo escrita sobre otra copia. Ambas poderosas, inabarcables, infinitas. Es… es sencillamente perfecto.

Armand aplaudió sonoramente.

—Excelente —dijo, con los ojos brillantes—. Has comprendido enseguida, David… Pero te olvidas de una cosa. Para que un hombre sea un microcosmos, para que pueda albergar la representación completa del mundo, no basta con su cuerpo… Necesita un alma inmortal.

Álex clavó la mirada en la inmóvil figura humana y sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Tenía la sensación de que la criatura se había girado unos centímetros para seguirle con la vista… Aunque en su rostro cadavérico, completamente cubierto de tatuajes, los ojos quedaban ocultos en las profundidades de sus oscuras cuencas.

—Tienes razón —dijo David, con la voz quebrada de excitación—. Tienes razón, el cuerpo tatuado no es el verdadero libro; es solo… ¿Cómo decirlo? La cubierta, ¿no es así, Armand?

—Así es, David. Es solo la cubierta. Interesante, pero incompleta.

—Lo que significa que, para leer el libro, hay que reanimar al Nosferatu. Hay que insuflarle un espíritu… Pero ¿cómo se hace eso?

El escepticismo había desaparecido completamente de la expresión del hermano de Jana. En ese instante, miraba al ilusionista como si estuviese contemplando una especie de oráculo.

Álex desvió los ojos, incómodo. Seguía sin fiarse de Armand. Además, por más que se esforzaba en concentrarse en el cuerpo erguido y apergaminado del «No Muerto», había otra cosa en la habitación que atraía poderosamente su atención y le impedía pensar en nada más. Era el espejo; o, mejor dicho, la sombra que acechaba en su interior. Una sombra tan densa e impenetrable como la de las visiones relacionadas con el libro que había tenido en las últimas semanas. Solo que, en las visiones, la sombra no brotaba de un espejo, sino de él mismo; de su propio cuerpo, o quizá de un lugar más delicado e inalcanzable: de su alma…

Los pasos decididos de Armand a través del suelo de mosaico lo devolvieron a la realidad.

El mago se había situado ante la puerta de la cámara secreta y, desde allí, observaba a sus dos invitados con aire divertido.

—Vamos, Armand, tú tienes que saberlo —insistió David en tono casi suplicante—. Tú has leído el libro; así es como has conseguido todo lo que tienes. Eso quiere decir que has encontrado la forma de reanimar al Nosferatu, de dotarlo de un alma… ¿Cómo se hace?

—No es fácil, muchacho. Es duro, y doloroso, tremendamente doloroso. Me llevó bastante tiempo comprender el secreto de la copia realizada por Dayedi. Para leerla, para despertar al alma dormida de esta desgraciada criatura, hay que realizar un enorme sacrificio. La pregunta es si vosotros estáis dispuestos a realizarlo…

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