Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Sé que no eres Álex en realidad —dijo, mirando fijamente a los ojos de fuego del Nosferatu—. Sé que robaste su espíritu, que se lo arrebataste con engaños. Dime qué puedo darte para que lo liberes.
El monstruo rió. Su risa retumbó en la cabeza de Jana como si una avalancha de roca se hubiese abatido sobre ella.
—Las cosas no son tan sencillas como tú crees —dijo el Nosferatu. Hablaba sin mover los labios, transmitiéndole las palabras directamente a la mente a través de la mirada—. Ahora, Álex y yo estamos indisolublemente unidos. Formamos un único ser. Intenta destruirme a mí, y le destruirás a él al mismo tiempo.
—Yo no quiero destruiros, ni a ti ni a él. Solo quiero recuperarlo…
—Deseabas los secretos del libro. —El Nosferatu arañó suavemente el vidrio de la ventana—. Y yo los tengo. Creí que intentarías… leerme…
—El libro ya no me importa. No soy tu enemiga, te aseguro que no lo soy. Dime lo que tengo que hacer para liberar a Álex. Eso es lo único que me interesa.
—Deja de decir estupideces. Yo soy Álex. Mírame a los ojos y atrévete a negarlo. Si tanto te importo, demuéstralo… Abre la ventana.
Jana avanzó, temblando, hacia el oscuro cristal. Adelantó una mano y acarició delicadamente su lisa superficie. El frescor del vidrio la serenó un poco. Necesitaba aquel frío contra su piel para ordenar sus ideas. Sin ser consciente del todo de lo que hacía, pegó la mejilla izquierda a la ventana y cerró los ojos. Al instante, la invadió una agradable somnolencia.
—Vamos, Jana, ábreme. —La voz que oía en su interior se había transformado, de pronto, en la de Álex—. Soy yo, soy Álex, el de siempre…
Jana deslizó la mano sobre la superficie del cristal. Al otro lado, en el frío húmedo del muelle, el rostro del Nosferatu se estremeció ligeramente, como si hubiera sentido su caricia.
—Te amo, Jana —dijo la voz—. No sabes cuánto te necesito. Y tú también me necesitas a mí.
Jana sintió un escalofrío de dulzura en la espina dorsal. No podía resistir la familiaridad de aquella voz. No podía seguir diciéndole que no… El pecho comenzó a dolerle como si algo se le estuviese desgarrando por dentro.
—No insistas, Álex, por favor —consiguió decir—. Si te hago caso, no podré ayudarte…
—No me dejes aquí. —La voz se había vuelto débil y quejumbrosa—. Aquí estoy en peligro, Jana. Antes, ese espectro estuvo a punto de destruirme. Podría regresar en cualquier momento.
—Quizá… quizá te haría un favor. Podría… liberarte…
Las palabras de Jana sonaban incoherentes, deslavazadas. El cosquilleo de la espalda había avanzado por su piel, asaltando su cuello, sus brazos, sus mejillas. Como si una lluvia de caricias se hubiese abatido sobre ella.
—Te quiero, Álex —murmuró, abandonándose—. Te necesito.
Sintió unos brazos invisibles a su alrededor, estrechándola, mientras unos labios sedientos la besaban en la nuca, en el escote, detrás de las orejas…
—Basta —consiguió murmurar.
El abrazo, de pronto, le congeló la piel. Los músculos invisibles que la apretaban se tensaron alrededor de su cintura, amenazando con asfixiarla.
Al otro lado del cristal, inmóvil, seguía el Nosferatu. Sus ojos flotaban en la oscuridad como dos almendras de luz roja.
Jana hizo acopio de sus últimas fuerzas para separarse de la ventana y retroceder un par de pasos. La sensación de asfixia desapareció. Ya no notaba el contacto invisible y helado del monstruo.
—¿Por qué me haces esto? —murmuró. Notaba el húmedo calor de las lágrimas en sus ojos—. ¿Por qué me odias tanto?
La voz le llegó ahora lejana, distorsionada por una inmensa distancia en el tiempo y en el espacio.
—Deberías haberme obedecido —dijo, afilada y cristalina—. No puedes vencerme. No eres más que una sombra de lo que un día fuiste.
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿Quién eres? ¿Qué eres en realidad?
El mosaico que componía el rostro del Nosferatu ennegreció, adquiriendo la consistencia espesa y pegajosa del alquitrán.
—Eso deberías preguntárselo a tu hermano —contestó. Esta vez, sus labios sí llegaron a moverse, aunque sin sincronía alguna con los sonidos que llegaban a la mente de Jana—. Él parecía saber mucho sobre mí. Aunque el pobre no creo que pueda contestarte. Demasiado tarde para él…
Un terror instantáneo se apoderó de la muchacha.
—¿Qué le has hecho? —preguntó con un hilo de voz—. David…
El Nosferatu emitió una larga y estridente carcajada.
—Eso te enseñará a no intentar jugar conmigo —dijo, mezclando las palabras con los últimos ecos de aquella risa cortante como fragmentos de vidrio roto—. Adiós por ahora, Jana… No pienses que estos muros van a protegerte eternamente. Antes o después, te destruiré.
Tambaleándose, Jana salió de la alcoba y miró a derecha e izquierda, deslumbrada por las lámparas del corredor. Se había puesto los vaqueros tan deprisa que había olvidado abrocharse el último botón.
Necesitaba recordar la estructura de aquella planta del palacio… ¿Dónde estaba la habitación que Nieve le había asignado a David?
Después de un ligero titubeo, giró a la izquierda y comenzó a caminar en aquella dirección. David ocupaba el cuarto del fondo, el mismo en el que ella había dormido durante su anterior estancia en el palacio.
Su hermano le había asegurado que se quedaría allí toda la tarde. Los guardianes no querían que los acompañara a su expedición a la villa Dayedi, y le habían encargado que cuidase de Jana antes de partir. Heru debía de encontrarse en el piso inferior, vigilando la puerta de la habitación de Yadia para que no escapara. No se oía ningún ruido en el edificio, tan solo un goteo lento procedente de uno de los canalones de la fachada trasera, que martilleaba con su música cristalina sobre las baldosas del patio.
Jana se detuvo a tomar aliento ante la puerta cerrada del cuarto de David. Por un momento, sintió la tentación de regresar por donde había venido. Tenía miedo; las piernas apenas la sostenían. David se iba a alarmar cuando la viese en ese estado…
Si es que aún seguía allí.
Respirando hondo, Jana hizo descender el picaporte de bronce. La puerta se abrió en silencio, y Jana penetró en la penumbra del dormitorio, que olía ligeramente a perfume masculino y a tabaco.
—David —susurró—. David, ¿estás ahí?
Avanzó de puntillas sobre sus pies descalzos, procurando hacer el menor ruido posible. Ya no estaba tan seguro de querer despertar a su hermano como unos segundos antes. Solo quería comprobar que se encontraba bien… Después, regresaría a su cuarto y se prepararía para una larga noche de insomnio.
Sobre la cama de David había una ventana alta y estrecha, sin postigos. La noche en el exterior estaba teñida de un resplandor lunar gastado y amarillento. ¿Qué hora sería? Jana buscó el despertador de su hermano sobre la mesilla, un viejo artefacto cuadrado de agujas fluorescentes. Las tres y media, marcaba. Las tres y media de la mañana.
Jana se inclinó sobre la cama de David. El muchacho se giró hacia ella, emitiendo un leve gemido.
En un instante, la luz de la luna cayó de lleno sobre su rostro. Estaba cubierto de gotas de sudor, algunas tan redondas y gruesas como perlas.
Entonces percibió los detalles que hasta entonces se le había escapado: la respiración entrecortada, los párpados amoratados la expresión de intenso sufrimiento que distorsionaba las facciones de su hermano.
—¿Qué te pasa, David? —Su voz sonó como un grito ahogado—. David… ¡Contesta!
El muchacho abrió los ojos y la miró sin verla. Tenía los ojos vidriosos, y a sus labios afloró una sonrisa enloquecida.
Jana sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
Su mano rozó en una leve caricia la mejilla fría y húmeda de David.
—David… ¿Qué te ha hecho?
Bajo la colcha blanca, los brazos del muchacho formaban una uve invertida. Pero había algo extraño. El relieve del brazo derecho se hundía de un modo antinatural a la altura de la muñeca.
Era la mano enferma, la que había resultado herida en el combate de David contra Heru. Jana nunca había visto las cicatrices de la herida. David jamás permitía que nadie las viera, siempre las llevaba ocultas bajo un guante de raso negro.
Sin embargo, ahora… Jana volvió una vez más los ojos hacia la mesilla donde se encontraba el despertador. Junto al viejo reloj había un guante de raso. Le pareció raro que David se hubiese despojado de él para dormir. No era esa su costumbre.
Tal vez la herida hubiese empeorado. Tal vez le doliese la mano… eso explicaba que se hubiese quitado el guante.
Con las manos trémulas, Jana retiró hacia atrás la colcha y las sábanas.
David llevaba puesto un pijama negro. Una de sus manos, pálida como una flor invernal, descansaba plácidamente sobre su pecho. La otra…
La otra, sencillamente, no estaba.
Jana miró hacia la mano ausente con ojos desencajados. No era solo una ausencia lo que había allí, era algo más. Era… un vacío… un vacío aterrador y profundo como un agujero negro.
Parecía imposible que un vacío así pudiera existir. Jana había oído muchas veces en su infancia historias sobre los medus que sobrevivían a un contacto con uno de los inmortales. Las heridas que recibían respondían con exactitud a la descripción de lo que estaba viendo: eran grietas en la realidad por donde uno podía asomarse a la nada.
Lo que nadie le había dicho, lo que jamás había oído mencionar, era que aquellas grietas pudieran ejercer sobre la voluntad de quien las contemplaba un efecto magnético.
El pecho de David subía y bajaba rápidamente, al ritmo de su trabajosa respiración. Jana deslizó la mirada hacia su rostro: sus ojos eran como dos negros túneles en cuyo interior brillaba un resplandor mortecino y lejano. Como si allí dentro hubiese un océano de oscuridad y David estuviese atrapado en él, enviando señales luminosas de socorro con una linterna de juguete…
Jana se tapó la cara con las manos y trató de contener sus sollozos. Contra aquella oscuridad no podía luchar. Su magia no servía para enfrentarse a tanto sufrimiento.
No podía ayudar a David.
Dejó que el llanto convulsionara su cuerpo, que la sal de las lágrimas le quemase las mejillas. Los había perdido a los dos: a Álex y a su hermano. Y lo peor era que ni siquiera lo había visto venir: estaba demasiado ocupada haciendo planes, intentando torcer los acontecimientos a su favor, cambiar su futuro y el de su clan…
¿Para qué? ¿Qué le importaba el futuro ya, después de haber perdido a los dos únicos seres que le importaban en el mundo?
En medio de los sollozos, se permitió una cínica carcajada de amargura. Acababa de recordar el rostro burlón de Argo mientras le hablaba del Libro de la Creación. Él era el culpable de todo. Si lo que quería era vengarse de Álex y de ella, lo había conseguido.
Pero ella era más culpable aún que Argo por haber caído en su trampa. Sabía que no debía fiarse de él. Nunca había dudado de que sus intenciones fuesen retorcidas. Sencillamente, no le había importado… Había sobrevalorado su astucia, creyéndose más lista que el viejo guardián. Estaba convencida de que podía tenerlo todo: el libro, Álex…, incluso Erik, si llegaba a cumplirse la profecía…
Como siempre, su arrepentimiento llegaba demasiado tarde. Ahora ya no servía de nada lamentarse: la crueldad que había visto en los ojos del Nosferatu era infinita; la destrucción que estaba contemplando en el rostro de David parecía definitiva, eterna.
Esta vez, había. Y no habría revancha. Sintió un escalofrío al comprender que había librado su última batalla.
Ya no podía cambiar nada. Lo único que le reservaba el futuro era sufrimiento. Y ella no quería seguir sufriendo.
Sus ojos se clavaron nuevamente en la herida de vacío que se había tragado la mano de David.
Había un modo de dejar de sufrir.
Si las antiguas leyendas estaban en lo cierto, aquel hueco en la realidad que Heru había dejado grabado en el cuerpo de su hermano tenía una cualidad contagiosa. Si lo tocaba, si se acercaba lo suficiente a él, aquella nada la contaminaría. Perdería la memoria, el recuerdo de cada símbolo. Nada tendría ya ningún significado para ella.
Se dio cuenta de que eso era exactamente lo que quería.
Temblando, alargó ambas manos y asió el vacío en el extremo del brazo de David. Era un vacío sólido, tan sólido como una mano verdadera, pero una mano invisible, oculta en la más honda negrura.
Se llevó aquel hueco de sombra hacia su pecho y lo apoyó contra su corazón.
Estaba helado. El frío le entumeció primero los dedos de las manos, luego la piel del pecho, y después todo el costado izquierdo desde el cuello hasta la cintura. Era un frío agradable, un cosquilleo que terminaba disolviéndose en un extraño adormecimiento. Aquello, pensó, era lo que debían de sentir los alpinistas justo antes de morir congelados…
Insensiblemente, el frío se le fue metiendo dentro. Le heló los pensamientos, dejándole tan solo una vaga conciencia de que aún seguía viva. También era consciente de que el tiempo no se había detenido. Transcurría con infinita lentitud, pero esa lentitud ya no le producía ninguna angustia. No pensaba en el futuro, ese concepto ya no tenía ningún significado para ella. Ni tampoco el pasado.
En adelante, viviría así, sorprendiéndose de cada latido de su corazón como si fuera el primero, sin recordar que un segundo antes había sentido lo mismo.
En algún momento, la penumbra de la habitación se volvió violácea, y luego albaricoque. Jana sonrió maravillada ante el cambio de color de la luz. No entendía su origen, pero le gustaba.
Junto a ella, tendido sobre un rectángulo mullido y blanco, había un hombre joven con los ojos cerrados. Temblaba de pies a cabeza.
Jana se preguntó por qué temblaba; pero enseguida olvidó su propia pregunta. La luminosidad del exterior había comenzado a debilitarse. Se asomó a la ventana, perpleja. La atmósfera, de pronto, ya no era anaranjada, sino gris. Miró hacia arriba, hacia el cielo. No había nada en él, solo un reflejo de plomo que se volvía más oscuro a cada momento.
Sin saber por qué, Jana sintió un miedo irracional al contemplar aquel cielo sombrío. Y gritó.
Notaba los párpados terrosos, deshaciéndose en arena alrededor de sus pestañas. Abrió los ojos. La imagen tardó unos instantes en enfocarse.
Había un hombre sentado frente a ella. Su rostro la miraba con una tristeza que Jana no podía comprender. Había una expresión severa en sus ojos verdosos. Algo que no encajaba con su cuerpo juvenil ni con su agradable fisonomía.