Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Según Corvino, esa no fue la razón de que Argo nos metiera en esta historia. Por lo visto, lo único que quería era destruirnos…
—Corvino no sabe nada —la interrumpió David—. Solo sabe lo que le contó Arawn, y lo más probable es que Arawn no estuviera interesado en que los otros guardianes supiesen toda la verdad sobre lo que le ocurrió con el Libro de la Creación. Él creía que era muy peligroso; su único empeño consistía en impedir que alguien pudiese leerlo.
—Supongo que sería por algo —murmuró Jana—. Él leyó una parte, lo suficiente como para apartarse, horrorizado…
—Justamente por eso se equivocaba; porque solo vio una parte. —A David le brillaban los ojos—. Antes, Yadia nos contó que Argo había insistido en que os llevase, a Álex y a ti, a dos sitios diferentes. Insinuó que cada uno de vosotros debía leer una parte del libro.
—Sí, pero ya oíste a Corvino. No era más que una burda trampa.
—¿Y si Corvino se equivoca? ¿Y si, realmente, Argo estaba convencido de que os necesitaba a los dos? «La búsqueda del libro es su creación». Y los dos sabíais cómo buscarlo… Habíais tenido visiones espontáneas sobre el libro antes incluso de que Argo y Yadia entrasen en escena.
—No entiendo adonde quieres ir a parar. —Jana parecía ligeramente exasperada—. Ya te he dicho que la mitad del libro que supuestamente debía leer yo no estaba en la cámara del Gólem. Allí no había nada interesante.
—Claro que no. El libro no estaba allí porque tú no lo habías creado todavía. La búsqueda del libro es su creación, te lo repito. Yo creo que ahí está la clave de todo el asunto.
—Entonces, ¿el libro tendría dos partes? Pero eso no tiene nada que ver con lo que nos contó Argo, ni tampoco con lo que creen los guardianes. Ya los oíste antes: ellos ordenaron que Argo custodiase al Nosferatu. Están convencidos de que el Nosferatu contiene el libro completo.
—Pues se equivocan —dijo David, frotándose pensativamente la mano enguantada—. Hay otra leyenda medu sobre viejos libros. Di con ella por casualidad en la biblioteca de Pértinax, mientras estaba buscando datos sobre Dayedi. Aparentemente no tiene ninguna relación con el Libro de la Creación, pero…
—¿Qué decía la leyenda?
—Hablaba de dos libros secretos de los kuriles: el Libro de la Muerte y el Libro de la Vida. Según el viejo texto que leí, solo quien había leído ambos libros podía entender su sentido. Pero el Libro de la Muerte debía leerlo un hombre, y el Libro de la Vida debía leerlo una mujer. Si ese hombre y esa mujer compartían su sabiduría, ambos conocerían el secreto del mundo…
—¡El Libro de la Creación!
Los dos hermanos se miraron. A los labios de Jana había aflorado una tenue sonrisa.
—Podría tener sentido —murmuró—. Para crear el libro, no basta con leerlo. Hay que compartir lo que se lee. Hay que descubrir la otra mitad a través de otra persona.
—Por eso Argo os eligió a Álex y a ti. Los dos habéis demostrado sobradamente lo extraordinarios que sois como videntes, y los dos os queréis…
La sonrisa se borró lentamente de los labios de Jana.
—Pero eso no nos ayuda a salvar a Álex —dijo—. Si el Nosferatu es el Libro de la Muerte, la cosa no pinta muy bien para él. Esa cosa tiene voluntad propia, y no lo dejará escapar con facilidad.
—Ya. Pero estaba pensando…
David se interrumpió, inseguro de si debía continuar o no.
—Di lo que sea —le apremió Jana—. No soy ninguna cobarde, ya lo sabes.
—Está bien. —David tragó saliva—. En la leyenda que leí, se decía que el Libro de la Muerte odia al Libro de la Vida. Estaba pensando que si el Nosferatu tiene voluntad propia, como tú dices, querrá evitar por todos los medios que la otra mitad del libro aparezca. Si las dos mitades se funden, él dejaría de existir… No sé si me sigues.
—Te sigo. El Nosferatu odia el Libro de la Vida. Eso significa que esa cosa que se ha apoderado de Álex… me odia.
—Representas una amenaza para él. Por eso fue a buscarte. Por eso intentó destruirte.
—Pero… pero Álex lo habría impedido. Es decir, si siguiese siendo Álex.
—Está prisionero, Jana. —Con su mano sana, David retiró un mechón de pelo de la frente de su hermana—. No puede elegir. Pero quizá podamos ayudarle. En ninguna parte está escrito que el Libro de la Muerte deba vencer al Libro de la Vida.
—Que tú no lo hayas leído no quiere decir que no esté escrito —bromeó Jana con tristeza—. Además, ¿qué es el Libro de la Vida, David? ¿Dónde está? ¿Se supone que lo tengo yo?
David meditó unos segundos antes de contestar.
—Lo reconoceremos cuando lo encontremos —dijo por fin, en un tono que pretendía sonar animoso—. Puede que no llegue a existir hasta que no tenga que enfrentarse al… al otro…
—Quizá —murmuró Jana—. En ese caso, tendría que enfrentarme otra vez al Nosferatu. Si, como tú dices, quiere destruirme, puede que no tenga que esperar mucho. Me estará buscando.
—Este es un lugar protegido, Jana. Los guardianes siguen siendo poderosos. Mientras sigas aquí, no creo que pueda encontrarte.
—Pero yo quiero que me encuentre —replicó Jana, angustiada—. Ahora más incluso que antes… ¿Qué puedo hacer para que me encuentre, David?
El joven la contempló unos instantes con sus enigmáticos ojos verdes.
—No lo sé. Y, aunque lo supiera, creo que no te lo diría. Pero sí voy a pedirte una cosa: pase lo que pase, no salgas a buscarlo. Espéralo aquí. Aquí estarás protegida… Te lo pido por favor, Jana. No puedes arriesgarte sin tenerme en cuenta. Yo te necesito… ¿Me prometes que no saldrás del palacio?
Jana asintió, más seria y pálida que nunca.
—Te prometo que esperaré veinticuatro horas —dijo con voz ronca—. Si dentro de veinticuatro horas el monstruo no ha venido a buscarme, seré yo quien lo encuentre a él.
Después de que David se fuera a su cuarto, Jana encendió el ordenador portátil y lo colocó sobre el tocador, como si se tratase de un escritorio. El espejo situado encima del valioso mueble rococó la molestaba con sus reflejos, pero era el único lugar de la habitación relativamente cómodo para escribir.
Necesitaba aclarar sus ideas, apuntar todo lo que Corvino, Yadia y David le habían contado en las últimas horas sobre el Libro de la Creación para tratar de sacar algo en claro. Anotó cuidadosamente la hipótesis de Corvino acerca de que el libro lo creaban sus buscadores, el relato de Yadia sobre las instrucciones que Argo le había dado, la leyenda que le había narrado David acerca de los dos libros gemelos, el de la Vida y el de la Muerte…
Había algo en todo aquello que no terminaba de encajar, pero no conseguía ver qué era. El pulcro esquema en el que había resumido todos los datos sobre el libro la desafiaba desde la pantalla. Allí todo estaba ordenado y clasificado… Todo, excepto Álex y ella. Las dos incógnitas de aquella ecuación extraída de viejas leyendas y profecías… Dos signos de interrogación que no sabía dónde colocar.
Desanimada, Jana apagó el ordenador y lo guardó en su mochila protectora. La noche había caído a plomo sobre la ciudad, pero ella, enfrascada en el monitor de su portátil, no se había dado cuenta hasta ese momento. Se levantó del taburete del tocador y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Luego, regresó arrastrando los pies a su asiento.
Al apoyar los codos sobre el mueble veneciano, sus ojos tropezaron con el tirador del cajón superior. Allí era donde había guardado la piedra de Sarasvati.
Con gesto inseguro, abrió el cajón y sacó el zafiro mágico que había pertenecido a su madre. Se giró rápidamente sobre su asiento, alzó la piedra y la miró al trasluz.
Tan azul como siempre, en apariencia… Parecía imposible que allí dentro, durante varios meses, hubiesen permanecido atrapadas las tres hijas de Pértinax.
No debería haberlas liberado. ¿Adónde habrían ido? Como enemigas, Urd y sus hermanas podían resultar temibles, y Jana sabía que intentarían vengarse de ella a cualquier precio por lo que les había hecho. Además, ellas se encontraban protegidas en la prisión mágica de la piedra cuando la magia de los medu se dispersó por el mundo, de modo que sus poderes debían de mantenerse intactos. Lo que significaba que, probablemente, se habrían convertido en los seres con mayor dominio de la magia sobre la Tierra… ¿En qué estaba pensando cuando las liberó?
Jana meneó la cabeza, furiosa consigo misma. Se había comportado como una irresponsable.
Sus ojos volvieron a clavarse en el resplandor azul del zafiro. Aquella piedra servía para leer viejos libros kuriles, entre otras cosas. Y, según la teoría de David, ella tenía un libro muy valioso, el Libro de la Vida del que hablaban las leyendas. Que podría ser, al mismo tiempo, la mitad del Libro de la Creación. Pero, si realmente lo tenía ella, ¿dónde estaba? ¿Por qué no era consciente de su presencia? Y, sobre todo, ¿qué se suponía que debía hacer para encontrarlo y leerlo?
Demasiadas preguntas sin respuesta.
De todas formas, no perdía nada con intentarlo, de modo que dedicó la siguiente media hora a vagar por su habitación con el zafiro en la mano, mirando a través de él sus diferentes pertenencias. Incluso llegó a observar su propio reflejo en el antiguo espejo del tocador a través del resplandor azulado de la piedra. Pero no vio nada; ni siquiera logró invocar la más tenue visión. Quizá había agotado sus últimas reservas de poder durante los acontecimientos de las últimas horas.
O quizá, sencillamente, no había nada que ver allí dentro.
Un fracaso más. Jana dejó la piedra de Sarasvati sobre el tocador y alzó los ojos para contemplarse en la penumbra del espejo. El reflejo azul de la piedra refulgía atrapado en el liso cristal, eclipsando su propia imagen.
Alargó la mano para coger el móvil de la mesilla y mirar la hora. Las once y veinticinco de la noche. Hacía más de tres horas que los guardianes habían partido hacia la villa de Vicenza, donde esperaban encontrar el cuerpo abandonado de Álex, y no los había oído regresar. A pesar de lo cansada que estaba, sabía que no conseguiría dormir sin haber hablado antes con Nieve o con Corvino. No es que albergase grandes esperanzas sobre el resultado de aquella expedición; pero, de todas formas, necesitaba oír lo que había ocurrido. Los guardianes poseían facultades que ningún ser humano corriente compartía. Quizá ellos lograsen detectar en la antigua biblioteca secreta de Dayedi alguna clave acerca de lo que le había pasado a Álex.
Esperó en silencio durante más de media hora, jugueteando de cuando en cuando con el zafiro de Sarasvati y mirando cada pocos segundos la pantalla apagada de su teléfono. Cuando el reloj de una iglesia cercana dio las doce, comprendió que era inútil seguir esperando. Lo mejor que podía hacer era acostarse. Estaba rendida, tanto que apenas conseguía hilar un par de ideas con claridad. Necesitaba descansar. Si surgía alguna novedad, Nieve la avisaría…
Sentada en la cama, comenzó a desnudarse. Al quitarse el pantalón vaquero, sus ojos tropezaron con el brazalete de plata que rodeaba su tobillo.
Ya lo había utilizado en otras ocasiones para rastrear el paradero de Álex. Si reunía el valor suficiente para concentrarse en la imagen del Nosferatu, tal vez consiguiera hacerlo de nuevo; tal vez consiguiera atraerlo hasta ella.
Jana se agachó y, con dedos temblorosos, recorrió la fina cadena de plata. Sentía el frío contacto del metal sobre su piel. Cerró los ojos y evocó la silueta hecha de copos de ceniza que había visto en la Fundación Loredan, aquellos ojos de fuego en los que se inscribían dos ibis negros como la noche.
De pronto sintió una quemazón insoportable en la espalda. Dos agujas de hierro al rojo vivo taladrándola…
Se volvió, aterrorizada.
El monstruo estaba al otro lado de la ventana, mirándola, atravesándola con sus ojos inhumanos.
Jana notó que se le debilitaban las piernas. No se sentía capaz de enfrentarse otra vez con aquello. Se volvió lentamente, dándole la espalda a la ventana y centrando su mirada en el espejo. Allí estaban también los dos ojos incandescentes como rubíes, mirándola con fijeza. Y lo peor era que ella no podía rehuir aquella mirada. Era como si sus ojos no le respondiesen, hipnotizados por el fulgor rojizo que emanaba del monstruo.
Las manos de Jana buscaron a tientas el zafiro de Sarasvati sobre el tocador, pero no lo encontraron.
—Ven —oyó que le susurraba una voz en su interior—. Necesito que me abras la ventana; si no, no podré entrar. Soy yo, Álex…
Jana se levantó y, muy despacio, caminó hacia la ventana. La bombilla de la lámpara emitió un largo crujido, parpadeó tres veces y se apagó definitivamente. Ahora, la única luz de la habitación era la que procedía del exterior. Un charco de luz fría y pálida, procedente de un farol del muelle, bañaba los sillones y el mirador.
Jana sintió frío. Se dio cuenta de que aún tenía las piernas desnudas.
El monstruo la miró desde el otro lado del cristal. Tenía el rostro de Álex: un Álex fabricado de brasas y papeles quemados, casi irreconocible.
—No queda mucho tiempo —dijo la voz en la mente de Jana—. Tienes que abrirme enseguida. Estás muy guapa, Jana. Te deseo… Te deseo tanto como siempre.
Jana dio un paso hacia atrás. Por un instante, creyó ver los auténticos ojos de Álex, claros y limpios, en la cara del monstruo. Pero la sensación duró apenas una fracción de segundo. Enseguida, aquellos iris azules que conocía tan bien se volvieron de nuevo rojos y espesos como la sangre.
—No voy a abrirte —consiguió decir Jana. Su voz le sonó más grave de lo habitual, como si brotase de un pozo interior hasta entonces desconocido—. Sé que quieres hacerme daño, y no voy a ponértelo fácil.
Era muy doloroso tener que decirle que no a Álex, sobre todo después de haberse pasado varias horas temiendo por él; pero ¿qué otra cosa podía hacer? Álex no era dueño de sus actos; se había convertido en un prisionero de la voluntad del Nosferatu, y no debía hacerse ilusiones diciéndose que podría influir en esa voluntad a través de los sentimientos de Álex hacia ella.
Sin embargo, tampoco perdía nada con intentarlo.
Necesitaba ganar tiempo, mantener al monstruo al otro lado de la ventana tanto rato como le fuera posible, estudiándolo, vigilando cada uno de sus movimientos. Tenía que averiguar cómo destruirlo sin destruir a Álex con él. Pero, para eso, debía mantenerse a salvo. Si abría la ventana, perdería la protección que le brindaban las paredes del palacio de los guardianes. No debía renunciar a aquella ventaja a menos que fuese absolutamente necesario.