Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
De pronto, Jana notó una horrible quemazón en la mano que sostenía la pluma. Su cálamo se había vuelto de un color rojo brillante, como si estuviese hecho de hierro fundido. Resultaba casi imposible seguir sosteniéndolo.
Jana apretó los dientes. Argo había notado los lazos invisibles que lo mantenían unido a ella, y estaba intentando romperlos. Si soltaba la pluma, perdería el vínculo mágico que la ligaba al guardián. Y eso significaba perder su rastro. No podía permitirlo…
Pero la quemazón en su mano era cada vez más insoportable, y su piel no iba a resistir mucho tiempo más. Antes o después, tendría que rendirse.
Sin embargo, cuando ya estaba a punto de dejar caer la pluma, esta se enfrió de golpe.
Jana sintió una oleada de miedo. Enseguida comprendió que aquel terror que la invadía no procedía de su conciencia, sino de la del guardián, que se lo había transmitido mediante el sortilegio que los unía. Dejó, por tanto, que aquel miedo se apoderase de ella, y una vez más vio la ciudad a través de los ojos de Argo.
Su atención estaba concentrada en una góndola inmóvil sobre el Gran Canal. Un individuo alto y desgarbado, cubierto con un impermeable verde, seguía desde aquella embarcación el vuelo del fugitivo. El hombre se encontraba demasiado lejos como para que Jana pudiese distinguir su rostro, pero sí vio con toda claridad el carcaj que colgaba de su hombro y el arco que apuntaba hacia arriba…
En el mismo instante que Argo, comprendió que se trataba de Heru.
Abrió los ojos, sobresaltada, y miró al cielo. Las alas de Argo formaban una uve oscura sobrevolando el canal, a escasa distancia de la cúpula de la iglesia de La Salute. La góndola de Heru flotaba debajo, tan inmóvil como si se encontrase anclada en aquel lugar.
Una flecha de luz roja partió del arco y, describiendo una curva larga y precisa, fue a clavarse en el costado izquierdo de Argo. Jana sintió que era su propia carne la que se desgarraba, y un aullido inhumano brotó de su garganta. No podía soportar tanto dolor. Era como si todos sus órganos se hubiesen incendiados…
Soltó la pluma. Sus ojos siguieron horrorizados la caída de Argo, envuelto en llamas. Parecía que iba a precipitarse ardiendo sobre el canal, pero justo antes de rozar el agua, su cuerpo se deshizo en una explosión de cenizas negras.
Todo había terminado. El fuego sagrado de la flecha de Heru había destruido para siempre al más orgullosos de los guardianes. Argo, que tanto había luchado por recuperar la inmortalidad, había muerto a manos de uno de los suyos… Y con él habían muerto todos sus secretos.
Las cenizas del cuerpo calcinado se dispersaron rápidamente en la atmósfera, oscureciendo la ciudad como si el crepúsculo se hubiese adelantado.
—Pobre Argo —murmuró Nieve con su voz de siempre, la voz joven y agradable de una mujer normal—. Y pobre Heru. Sabía que no podía haberse ido muy lejos. Él siempre ha cuidado de todos nosotros… —Un sollozo ronco brotó de su pecho, y se cubrió el rostro con las manos. Álex dio un paso hacia ella, pero Jana lo detuvo.
—Déjala —susurró, atrayéndolo suavemente para sí—. No la interrumpas… Creo que en estos momentos lo que necesita es llorar.
Frente a la cama de Jana, tres altas ventanas rectangulares filtraban la luz esmeralda del jardín del hotel. Álex le había dejado la habitación principal de la suite, reservándose para él el cuarto más pequeño. Se había dormido con la esperanza de que él apareciera en cualquier momento ofreciendo alguna excusa ridícula para meterse en su cama, como hacía a menudo. Pero esta vez no había sucedido… Se habían separado enfadados, y Álex no parecía dispuesto a dar el primer paso hacia la reconciliación.
Usando el mando a distancia, Jana encendió un momento el televisor para comprobar qué hora era. Las diez y cuarto… Volvió a apagarlo y se desperezó, frustrada. Se les había pasado la hora del desayuno; ahora tendrían que vestirse y buscar alguna cafetería cercana donde, seguramente, no tendrían croissants frescos.
Estaba a punto de meterse en la ducha cuando oyó los dos tímidos golpes en la puerta.
—Servicio de habitaciones —dijo la voz de Álex imitando el acento veneciano—. ¿Puedo pasar, signorina?
Con una sonrisa, Jana abrió la puerta. Álex estaba al otro lado con un carrito repleto de fruta, dulces y pan tostado, además de un par de tazas de porcelana, una jarra de leche y una cafetera.
—Llegó hace un rato, pero me asomé y vi que todavía estabas dormida —explicó, estampándole un beso en la mejilla—. Se habrá quedado frío; tendría que haberte despertado…
—Pensé que nos vendría bien reponer fuerzas, después de lo de ayer.
La sonrisa se borró del rostro de Jana.
—Nunca había visto a Nieve tan furiosa —murmuró, apartándose para dejar pasar a Álex con el carrito—. Y Heru… No me miró ni una sola vez a la cara.
—Lo sé. A mí tampoco. Creo que estaba más enfadado conmigo que contigo.
Se sentaron en los sillones que había a la derecha de los ventanales. En silencio, Álex sirvió café, añadiendo a la taza de Jana la cantidad exacta de leche que a ella le gustaba.
—Ha sido un error —dijo ella—. No quiero volver a discutir, sé que hacías lo correcto… Pero han dejado de confiar en nosotros, y eso pone en peligro la tregua entre guardianes y los clanes medu.
Ella misma se echó dos terrones de azúcar moreno en el café, mientras Álex removía su taza con aire pensativo.
—Argo habría muerto de todas formas al cabo de pocas semanas —dijo—. Estaba muy mal. Quizá haya sido mejor así…
—¿Mejor? ¿Mejor para quién? Para los agmar no, desde luego. Si Nieve y Corvino se enfadan, el resto de los clanes me culparán a mí. Glauco debe estar frotándose las manos…
—¿Solo piensas en tu clan? —Álex había fruncido levemente el ceño—. No creo que sea lo más importante ahora, Jana; de verdad.
—Nunca entenderás lo que significa estar al frente de un clan —suspiró Jana—. Tengo deberes, responsabilidades. Hay mucha gente que depende de mí…
—Vives en el pasado, Jana. Los clanes ya no e xisten, al menos no como existieron durante siglos. Ya no hay guerra, ni secretos que proteger, ni enemigos a los que engañar. Esos tiempos se acabaron.
Durante unos minutos, ambos masticaron sus respectivas tostadas en silencio. A Jana le habría gustado r eplicarle a Álex que se equivocaba, que todavía quedaban muchos secretos que custodiar en los distintos clanes, y que cada día corrían mayor peligro. Pero eso él ya debía de saberlo… aunque fingiera lo contrario.
—Me gustaría telefonear a Nieve —murmuró finalmente la muchacha—. Quizá necesite algo; ayer, cuando nos despedimos, parecía enferma…
—Corvino la cuidará —replicó Álex con una sonrisa—. Créeme para él no será ningún sacrificio.
Jana buscó su mirada.
—¿Tú también lo has notado? —preguntó—. Está loco por ella. Qué absurdo, después de siglos y siglos conviviendo como si fueran hermanos…
—Ellos son probablemente los que más han cambiado desde la muerte de Erik —murmuró Álex, y se interrumpió para tomarse un par de sorbos de café—. Corvino, por ejemplo… Ya no parece interesado en dominar sus sentidos y en no dejarse esclavizar por ellos. Es como si, de repente, todo eso ya no significara nada para él.
—Estaban acostumbrados a creer que tenían todo el tiempo del mundo. Pero ahora son mortales… Supongo que eso les hace ver la vida de otra manera.
Álex asintió había comenzado a pelar una naranja, y parecía completamente concentrado en su tarea.
—De todas formas, ayer Nieve me sorprendió —confesó sin alzar la vista—. No creí que conservase sus antiguos poderes… Tengo la impresión de que incluso han aumentado.
Jana lo observó con curiosidad.
—Ya. Y los tuyos también —dijo, estudiando su reacción—. Es raro, ¿no? ¿Tú cómo lo explicas?
Álex tendió la mitad de la naranja.
—No lo sé —admitió—. La forma en que la magia de la Caverna se ha repartido por el mundo nunca deja de asombrarme. Algunos seres humanos parecen haber adquirido poderes increíbles, mientras que otros siguen exactamente igual que antes. Me pregunto qué hicimos mal para que el reparto sea tan injusto…
—Pues sería mejor que dejaras de preguntártelo. La magia no puede comprenderse mediante mecanismos racionales, como la psicología o la ciencia. Es más bien cuestión de intuición… Y de sentimientos.
Álex puso cara de escepticismo. Algo molesta, Jana evitó su mirada y se concentró en masticar la pulpa jugosa y dulce de la naranja.
—¿Qué vamos hacer ahora? —preguntó—. Será difícil encontrar el libro, ahora que Argo ya no está…
—Quizá sería mejor que nos olvidásemos de esa historia —murmuró Álex—. Después de todo, Yadia probablemente tenía razón. Argo intentaba jugar con nosotros. Lo más seguro es que ese libro ni siquiera exista.
—Solo hay una forma de saberlo: podríamos contárselo todo a Nieve… Se supone que ella y Corvino deben saber si la copia de Dayedi todavía existe.
—¿Y crees qué, si saben algo, van a decírtelo? —Álex sonrió—. ¿Después de lo que pasó ayer?
—Justamente por eso, deberíamos contárselo. Así se darán cuenta de que confiamos en ellos…
—Y nos perdonarán. No sé, Jana, no lo veo tan claro.
En ese momento sonó el teléfono de la habitación. Jana y Álex se miraron, desconcertados. Nadie sabía que se alojaban allí; ni siquiera David, ni la madre de Álex… Además, ellos les habrían llamados a sus respectivos móviles, y no al teléfono del hotel.
—Será de recepción —dijo Álex, levantándose a descolgar—. Ayer se me olvido recoger el pasaporte que les entregué al llegar.
Jana lo observó mientras se llevaba el auricular a la oreja y contestaba a la persona que había al otro lado de la línea con media docena de monosílabos.
Después de colgar el aparato, Álex se volvió hacia Jana.
—Era de recepción. Han dejado un mensaje urgente… Un botones va a subirlo.
Cinco minutos después se presentó en la puerta de la suite un joven italiano vestido con una librea de aspecto antiguo. En cuanto Álex le abrió, le tendió una bandeja de plata ovalada con un sobre blanco, y esperó impávido la propina. No se retiró hasta que Jana le entregó la única moneda de euro que encontró rebuscando en su monedero.
Mientras ella cerraba la puerta, Álex ya estaba abriendo el sobre.
—No puedo creerlo —dijo, leyendo con gesto sombrío la nota que contenía—. Es de Yadia… ¿Quieres saber lo que dice?
—¿A ti qué te parece? —contestó Jana en tono de impaciencia.
Álex se aclaró la garganta y leyó en voz alta.
—«Siento que mi pequeña travesura de ayer terminase de modo tan trágico. Si me hubieseis escuchado, las cosas podrían haber sido distintas. En fin, ya no tiene remedio… Y yo no quiero perder a dos buenos amigos por un pequeño desencuentro. Hagamos las paces; va en serio. Para demostrártelo, me he permitido compraros un pequeño regalo».
—El descaro de ese tipo es asombroso —dijo Jana, mirando el sobre con curiosidad. ¿El regalo es eso?
Álex extrajo del sobre el aplastado paquete floreado que contenía. Su tamaño era poco mayor que el de una tarjeta de visita. Con dedos ágiles, el muchacho desgarró el envoltorio y extrajo su contenido: dos entradas numeradas de color verde, acompañadas de una octavilla de propaganda.
—«Esta noche, gran espectáculo de magia a cargo del célebre ilusionista Armand Montvalier. A las nueve y media, en el teatro Fiori, Fondamenta dei Nicolotti». —Álex alzó los ojos hacia Jana—. Nos invita a un espectáculo del tal Armand…
—Es del mago del que te hablé —dijo Jana en voz baja—. Ya sabes, el del vídeo. Me gustaría ir a verlo…
—¿Estás de broma? —el rostro de Álex se había oscurecido—. No vamos a ir. Yadia es un intrigante, y ya nos ha traído suficientes problemas. No sé qué trae entre manos esta vez, pero apostaría a que no es nada bueno.
Jana sondeó los fríos ojos azules del muchacho.
—¿Qué pasa Álex? ¿Tienes miedo?
No le gustó el sonido irónico de su propia voz, pero ya era demasiado tarde para retirar las palabras. Sabía perfectamente que Álex no se asustaba fácilmente; había dicho aquello solo para provocarle. Y, a juzgar por el destello de ira que brillaba en sus pupilas, era evidente que lo había conseguido.
—No tienes límite, ¿verdad Jana? —preguntó, apretando el puño alrededor del cuchillo de untar la mantequilla hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Cualquier cosa con tal de conseguir lo que quieres…
—Lo siento —dijo ella, consciente de que desafiar a Álex no había sido buena idea—. Quiero ver ese espectáculo, eso es todo.
—Muy bien. Pues lo veremos —decidió Álex, levantándose con brusquedad de su asiento y yendo hacia la ventana. Desde allí, se volvió a mirarla con una sonrisa desafiante—. Pero si las cosas se complican esta noche, Jana, recuerda este momento. Recuerda que yo quise dejarlo cuando todavía estábamos a tiempo y que tú me llamaste «cobarde»… Recuérdalo cuando empiecen los problemas. Desearás haberme escuchado, créeme.
La chica de la linterna alargó la mano para coger las entradas que Álex le tendía y observó un momento sus números antes de ponerse en marcha. Era una rubia explosiva enfundada en un vestido negro que se ajustaba como un guante a sus impresionantes curvas. Como acomodadora, a Jana le pareció un tanto sospechosa, y sus ruidosos tacones no eran demasiado apropiados para pasar inadvertida en sus idas y venidas por los silenciosos pasillos del teatro.
Álex debía de estar pensando lo mismo, porque miraba con mucho interés a su joven guía. ¿Era por eso, o era porque no podía apartar los ojos de sus caderas en movimiento? Jana no estaba segura de querer conocer la respuesta.
Curiosamente, el patio de butacas estaba lleno, a pesar de que aún faltaban cinco minutos para el comienzo de la representación. Una penumbra amarillenta bañaba las apretadas filas de espectadores, muchos de los cuales susurraban entre sí en distintas lenguas. Había al menos tres grupos diferentes de turistas, cada uno de ellos pastoreado por un guía. La guía del grupo suizo era una mujer que, de cuando en cuando, levantaba un enorme paraguas de colores en su butaca para amansar a su rebaño con su tranquilizadora presencia. El guía japonés se había embarcado en una retahíla interminable de explicaciones atropelladas, como si tuviera muchas advertencias que hacerles a sus seguidores antes de que se alzase el telón. En cuanto a la francesa, se comportaba de un modo más discreto, aunque constantemente iba de un lado a otro, inclinándose ante las distintas butacas para intercambiar unas palabras con los miembros de su grupo.