Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Jana asintió. Sus ojos se desviaron un instante hacia la ventana, distraída por el chillido largo y quejumbroso de una gaviota.
Volvió a centrarse en la pantalla cuando oyó carraspear a su hermano David.
—Escucha —dijo este—. No tienes por qué tirar el ojo de Argo, si no quieres. Solo te pido que esperes un poco antes de tomar una decisión sobre él. Voy a intentar informarme sobre ese libro. Tú sabes que tengo mis contactos… Si Argo no se ha inventado esa historia, lo averiguaré. Alguien tiene que haber oído hablar del Libro de la Creación, si realmente ha existido.
Jana asintió, pensativa.
—Está bien, esperaré —dijo—. ¿Cuánto crees que tardarás en encontrar algo? Argo está muy mal, podría morir en cualquier momento…
—Dos o tres días. Menos, si tengo suerte. Vamos, no es tan terrible —añadió David al ver la cara de angustia que ponía Jana—. Me imagino que convivir con Nieve y Corvino unos días más no debe de ser especialmente excitante, pero tampoco es para tanto.
—No es por ellos. Al menos, no solo por ellos… Es que me estoy consumiendo aquí encerrada, sin hacer nada. Si ese libro existe, lo quiero, ¿me oyes? Y no puedo esperar a tenerlo entre mis manos.
Sus ojos se encontraron con los de David.
—¿Por qué? —dijo este—. ¿Por qué es tan importante? El mundo ha cambiado, Jana; ni siquiera el Libro de la Creación, suponiendo que exista, hará que vuelva a ser como era…
—Con más motivo, entonces. Es este mundo de ahora, no puedo confiar en nadie. Por eso no puedo dejar que ese libro caiga en otras manos que no sean las mías… Lo hago por todo nosotros. Por el clan, por el legado de nuestros antepasados… Y también por ti, David.
La tarde trajo una brisa desapacible y una masa de nubes plomizas que, al reflejarse en los canales, bañaban toda la ciudad en una suave claridad plateada. Jana se pasó horas sentada frente a la ventana, observando las idas y venidas de las góndolas por el Gran Canal mientras, en su interior, el mal humor crecía e intentaba encontrar una vía de escape, como el vapor dentro de una olla a presión.
Había pensado en salir a visitar algunos de los museos de la ciudad, pero al final había abandonado su plan. Sabía que no podría concentrarse en nada de lo que viera. Su mirada se dejaba atrapar una y otra vez por el móvil, abandonado sobre la cama. Álex seguía sin llamar. Le había dejado un par de mensajes de texto; breves, torpes…, seguro que patéticos. En realidad, ni siquiera le importaba ya demostrar lo mucho que le estaba afectando su silencio. Solo quería que llamara, que se acordase de ella de una maldita vez y descolgase el teléfono…
Pero las horas pasaban y el aparato seguía mudo, tan silencioso como si sus mecanismos internos se hubiesen roto, como si ya no pudiese cumplir su función, convertido en un objeto absurdo e inservible.
Le sorprendió la rapidez con que llegó la noche. La oscuridad se abatió de golpe sobre la ciudad, como si en el cielo alguien hubiese hecho caer un telón, dejando la luz al otro lado.
Casi al mismo tiempo, oyó un par de golpes tímidos en la puerta.
—Jana, la cena ya está —dijo Nieve, alzando la voz para que la oyera—. ¿Vienes?
—No tengo hambre —contestó Jana acercándose a la puerta para que Nieve pudiera oírla a su vez—. Cenad vosotros.
Puso la mano en el picaporte, indecisa. Sentía que, al menos, debía mirar un instante a Nieve a la cara, para que no se fuera intranquila. Sin embargo, no se sentía con ánimos… Después de unos segundos, dejó caer la mano. Nieve aún seguía esperando al otro lado; pero no por mucho tiempo. Enseguida oyó sus pasos alejándose por el suelo embaldosado del pasillo, en dirección a las escaleras.
Con un suspiro, regresó a su asiento junto a la ventana. Era cierto que no tenía apetito. Había pesado un rato buscando leyendas medu en Internet, sin demasiado éxito. Los clanes seguían mostrándose bastante cautos a la hora de compartir sus antiguos saberes por medio de las nuevas tecnologías. No había blogs ni redes sociales medu. Nadie las había prohibido, pero tampoco parecía haber nadie interesado en crearlas. Desde que se habían visto privados de su dominio exclusivo de la magia para compartirla con los seres humanos, los medu se mostraban particularmente celosos de sus tradiciones. Eso, al menos, era suyo, nadie podía obligarlos a compartirlo. Los humanos lo ignoraban todo acerca de sus rituales, sus hechizos, sus antiguas y conmovedoras leyendas… Y era mejor que siguieran ignorándolo.
Por eso, no le extrañó que el buscador de la Red no le ofreciese ningún resultado cuando intentó encontrar algo relacionado con el Libro de la Creación. Incluso se sintió aliviada… Si su búsqueda hubiese dado fruto, habría empezado a desconfiar.
Sobre el canal, las góndolas no eran ya más que largas siluetas oscuras, aunque algunas llevaban un farol colgado en la popa, iluminando el rostro del gondolero. Los vaporetti, por su parte, habían encendido sus fríos neones blancos. Al otro lado del canal, los recuadros de luz de las ventanas animaban las fachadas de los hoteles.
Jana optó por no encender ninguna de sus lámparas. En cierto modo, agradecía la oscuridad. Antes de que su mundo se viniera abajo, cuando se dedicaba a hacer tatuajes mágicos con su hermano David en la vieja casa de sus padres, la parte más importante de su vida transcurría de noche. Echaba de menos aquella época…
Una corriente de aire gélido penetró a través del marco mal ajustado de la ventaja. Jana se levantó a por una chaqueta. En la oscuridad, palpó las diferentes prendas colgadas en su armario hasta encontrar la vieja prenda de lana que buscaba. Mientras se la abrochaba, sus ojos volvieron, una vez más al teléfono. Antes de que pudiera controlar su impulso, ya estaba marcando el número de Álex.
Esta vez no saltó el contestador. Comunicaba.
Un nudo de impotencia empezó a ascender lentamente desde su pecho hasta su garganta. Un nudo hecho de frustración, de dudas, de ganas de llorar reprimidas durante demasiado tiempo… Cuando llegó arriba, el nudo estalló en un sollozo inarticulado, salvaje como el gemido de un animal. Notó las lágrimas quemándole los ojos, las mejillas. Fluían sin control, como no lo habían hecho quizá desde que era pequeña. Parecían venir de muy lejos, de muy abajo. «De un pozo oscuro como la noche. De un pozo reventado», pensó, asombrada de que pudiera caberle dentro tanta tristeza.
Pero en aquella tristeza se mezclaba algo más: un sentimiento de rabia profunda, una furia que, en lugar de aplacarse, se volvía más negra cuanto más lloraba… Estaba enfadada, enfadada con Álex, con Nieve y Corvino, incluso con David; y, por supuesto, consigo misma. Estaba tan enfadada que habría querido empezar a romper los muebles, estrellar los delicados jarrones contra la pared, abrir de par en par la ventana y gritar a pleno pulmón algún insulto a la cara del mundo.
Sin embargo, incluso mientras lo pensaba sabía que no podría hacerlo. Una princesa agmar nunca se dejaba llevar por sus sentimientos. Si algo le había enseñado su madre, había sido eso: a controlarse… Al fin y al cabo, ¿de qué podía servirle dar rienda suelta a su rabia? Solo conseguiría alarmar a Corvino y a Nieve; y quizá también debilitar su posición ante Argo, si este llegase a enterarse.
No era justo. Ni siquiera podía permitirse una vía de escape, como hacían la mayor parte de los seres humanos. «Una princesa agmar no debe dar muestras de debilidad bajo ninguna circunstancia…». Estaba harta de toda aquella basura, pero era como si formase parte de un programa de comportamiento grabado a fuego en su subconsciente. No podía rebelarse. Aunque quisiera, no podía dejarse llevar…
¿O sí podía?
Encendió la lámpara de la mesilla, y casi instantáneamente sus ojos se posaron sobre la bufanda negra y verde que había dejado junto a ella, cuidadosamente doblada. Era lo que buscaba. Con gestos decididos, deshizo los pliegues uno a uno, hasta que sus dedos tropezaron con la pequeña esfera cartilaginosa.
Abrió el cajón de la mesilla y extrajo un paquete de pañuelos de papel. Sacando uno, lo pasó con cuidado sobre el ojo, frotándolo delicadamente… Poco a poco, el hollín fue desapareciendo. El ojo cada vez se parecía más a un ojo: blanco, con un brillo lechoso, y un disco dorado semitransparente alrededor de un punto negro que, cuando ella se acercó a observarlo, comenzó a dilatarse…
No lo pensó más. Sabía que, si lo pensaba, se arrepentiría de lo que estaba a punto de hacer y no quería arrepentirse. De modo que cerró los ojos, despegó los labios y se introdujo la repulsiva esfera en la boca.
El ojo sabía a piedra, a piedra seca y recalentada por el sol. Antes de que Jana tuviese tiempo de tragarlo se deshizo en su boca, que de pronto parecía llena de arena. Jana cerró los ojos, tensa; pero nada ocurrió… En su lengua seguía notando la misma sensación harinosa de un momento atrás, un polvillo juguetón que, cuando se reclinó en la cama, se le atravesó en la garganta, obligándola a incorporarse y a toser.
Con la primera tos, la muchacha exhaló una nube de fina ceniza gris que, por un momento, danzó ante sus ojos, convertida en una mariposa de polvo. Jana siguió con la mirada el vuelo ligero y extraño del insecto. Se sentía, de pronto, embriagada por una curiosa excitación. Lentamente, alzó un dedo y lo desplazó en el aire hasta rozar la forma inmaterial de la mariposa, que al instante se deshizo en una explosión de finas partículas grises. Aquel torbellino ceniciento la envolvió durante unos segundos, para recomponerse en una cinta oscura, viva, de polvo denso y consistente.
Parecía una serpiente, formando una hélice ascendente alrededor de su cuerpo, aunque sin llegar a tocarla… Jana podía oír los chasquidos metálicos de sus escamas al deslizarse. En cualquier momento vería la cabeza del reptil, siseando a la altura de su propia cabeza…
Sin embargo, no fue lo que ocurrió. Lentamente, la cinta de polvo comenzó a deshacerse, y sus cascabeleos se volvieron más y más remotos. Jana se dejó caer sobre la cama, exhausta. La tensión que se había adueñado de ella al sentirse atrapada por la serpiente la había abandonado de golpe, aflojando sus miembros. El sueño fue invadiendo su agotado cerebro, engullendo en sus brumas, uno a uno, todos sus miedos y esperanzas. Los chasquidos de escamas se habían fundido en un lejano rumor, de aguas poderosas y lentas.
Un río.
Jana abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos para protegerse de la luz dorada y cegadora que la envolvía. Podía oír el chapoteo cercano del agua, y comprendió que estaba deslizándose sobre ella, cómodamente instalada en una barca. Volvió a despegar los párpados, esta vez con más cuidado. Delante de ella, en pie, Argo mantenía el equilibrio sobre la cubierta de su vieja embarcación, con los ojos clavados en la distancia y las carbonizadas alas despeinadas por la briza.
—¿Qué lugar es este? ¿A dónde me llevas? —preguntó Jana, aunque no estaba segura de haber llegado a oír su propia voz.
La mirada del guardián abandonó el horizonte para clavarse en su rostro.
—Este es el río Coptos. Nos dirigimos al antiguo templo de Thot, donde se encuentra el Libro de la Creación. Querías verlo… y yo voy a mostrártelo.
Durante un rato continuaron navegando en silencio sobre las aguas teñidas de reflejos dorados. Jana se dejó invadir por la mágica calma del lugar. Las orillas del río eran cintas de verdor salpicadas de palmeras, apacibles e inmóviles. Probablemente no habían cambiado nada a lo largo de los siglos. O tal vez Argo la había conducido a algún lugar más allá del tiempo y del espacio, donde cualquier cosa era posible…
El templo surgió sobre la orilla izquierda, impresionante. Una amplia explanada, una escalinata y un altar flanqueado por largas hileras de columnas altísimas.
Detrás del altar se alzaba un recinto cuyos muros, más altos aún que las columnas que los rodeaban, se hallaban completamente cubiertos de jeroglíficos.
La barca fue aproximándose a la orilla con suavidad, hasta encallar en un banco de arena. Argo saltó a tierra y la invitó a hacer lo mismo.
Cuando volvió a mirar el templo, Jana se fijó en el fuego blanco que ardía, formando un anillo, sobre un ara circular de roca gris. Los latidos de su corazón aceleraron.
Argo miraba fijamente la corona de llamas. No parecía haberla oído.
Entonces, Jana siguió la mirada del guardián y descubrió que había alguien ante el fuego del altar. Era un hombre de mediana edad, con una barba encanecida y nos ojos claros fríos como el acero.
—Es Arawn —explicó Argo—. El primero de los guardianes. Lo estás viendo en el momento más difícil de su vida. Se ha pasado años buscando ese libro, y ahora, por fin, lo ha encontrado.
Jana lo miró sin comprender.
—¿Lo ha encontrado? —repitió—. ¿Dónde está?
Argo alzó majestuosamente la mano derecha y señaló el anillo de fuego, o quizá la pared que se hallaba detrás.
—Ahí, ¿no lo ves? —contestó con aspereza.
Jana asintió con la cabeza, aunque lo único que veía detrás de la corona de llamas era la sombra agrandada de Arawn proyectada sobre el muro del templo. Una sombra que, según las leyes de la física, no debería haber estado allí… ¿Qué significaba? Cuando más la miraba, más extraña e incongruente le parecía. Hasta que, de pronto la sobra se fragmentó en mil pequeñas sombras erráticas como pájaros, que por un momento compusieron un enigmático texto de símbolos sobre la pared dorada.
Jana comprendió entonces que aquello era el libro, y que Arawn lo estaba leyendo.
—En efecto, tienes ante ti el Libro de la Creación —dijo Argo, como si hubiese oído sus pensamientos—. Arawn lo ha traído hasta aquí para destruirlo. Sabe que ese libro lo contiene todo, y que está en el origen de la plaga que asola al mundo, la plaga contra la que lleva combatiendo toda su vida. Me refiero a los espejismos de la palabra, al poder terrible de los símbolos… Si el libro se destruye, ese poder se destruirá también, y con él desaparecerán los clanes medu, sus más antiguos enemigos.
—Pero no puede hacer eso —dijo Jana, avanzando un paso hacia el templo—. Sabemos que nunca lo hizo; si lo hubiese hecho, yo no estaría hoy aquí…
—Alto. No des un paso más o te enfrentarás a un dolor tan insoportable que ni siquiera existen palabras para describirlo. Arawn te haría pedazos si descubriera tu presencia. Quédate a mi lado y no te muevas.
Jana retrocedió, impresionada. Sobre el muro dorado del templo, las sombras aleteantes de los signos habían vuelto a recomponer la silueta majestuosa de Arawn, exacta como un reflejo.