Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—La última frontera, damas y caballeros, es la muerte —dijo.
Después, acarició el tallo marchito con la mano que contenía los pétalos. Guando la retiró, la rosa estaba intacta, y volvía a tener todos los pétalos que poco antes había perdido. Armand arrojó la rosa a una mujer de la primera fila, que la atrapó y la olió con fruición. El público aplaudió entusiasmado.
Guando los aplausos se acallaron, Armand carraspeó afectadamente y volvió a hablar.
—Existe otra frontera, además de la muerte. Otra frontera que el hombre común raramente se aventura a explorar… Me refiero a la Verdad, damas y caballeros. Y yo, para concluir el espectáculo de esta noche, los invito a explorarla conmigo.
Sus ojos se entrecerraron ligeramente mientras recorría las mudas filas de espectadores, evaluando el efecto de sus palabras.
—Antes de comenzar, debo advertirles de algo que seguramente ya saben. La verdad puede resultar muy peligrosa… Ténganlo muy presente. A continuación, voy a responder a las tres primeras preguntas que ustedes quieran formularme, y voy a responder LA VERDAD. Pero existen algunas reglas: primera, no más de una pregunta por persona. Segunda, formulen preguntas cuya respuesta realmente sea de una importancia vital para ustedes. Esta condición es muy importante, y si no la tienen en cuenta se arriesgan a enfrentarse con una desagradable sorpresa. No intenten averiguar verdades que solo pueden hacerles daño… Por último, una tercera condición: mediten bien lo que van a preguntar. Y si no están seguros de querer saber la respuesta, no pregunten; porque el gran Armand conoce todas las verdades, y no vacila en revelarlas si se le desafía a hacerlo.
Un silencio helado acogió las últimas advertencias del mago. Era evidente que sus palabras hablan conseguido impresionar a los espectadores.
De pronto, al otro lado del pasillo y un par de filas por delante de la que ocupaban Álex y Jana, se puso en pie el hombre que poco antes había insultado al joven voluntario del hacha. Con los brazos en jarras y en tono burlón, formuló su pregunta:
—A ver, hombre. Si tanto sabes, ¿por qué no me dices qué número va a resultar premiado en la lotería?
Su mujer emitió una risilla de deleite, y entre el público se oyeron algunos murmullos.
Por primera vez desde el comienzo de la velada, Armand palideció. En su frente aparecieron dos profundas arrugas verticales, y la sonrisa desapareció de su rostro.
—Ha hecho usted una elección deplorable, caballero —dijo con voz ronca—. Les advertí de que tuvieran cuidado con lo que preguntaban. Debía ser algo absolutamente vital para ustedes…
—¿Y quién te dice a ti que no es vital para mí ganar a la lotería? —replicó el tipo agresivo con una risotada.
Armand tardó unos segundos en contestar.
—Está bien —suspiró—. Si eso es lo que realmente desea, contestaré a su pregunta. El número que resultará premiado en la lotería es el del billete que ahora mismo tiene usted celosamente guardado en su cartera. Pero eso no es lo que debería haber preguntado. Ahora, su vida corre peligro. Y la pregunta que podría salvarle es…: «¿Quién de los presentes intentará matarme esta noche para robarme el décimo premiado?».
El tipo miró a Armand petrificado. Todo su aplomo parecía haberle abandonado de golpe. Todavía de pie, se volvió hacia su mujer, colérico.
—Tú tienes la culpa —dijo—. Tú te empeñaste en que le preguntara… Yo ya no puedo hacer más preguntas, hazla tú por mí. Si alguien quiere matarme, quiero saberlo.
La mujer lo miró con infinito desprecio y no dijo ni una palabra.
El individuo se dejó caer en su asiento, aturdido. Algunas personas, apiadándose de él, formularon al mismo tiempo la pregunta que le atormentaba, pero Armand los acalló con un gesto.
—Lo siento, señoras y señores. Me preguntan quién va a intentar matar a este caballero, pero no puedo responderles… porque esa pregunta no es de vital importancia para quienes la han formulado. Solo podría contestar en caso de que la formulara la víctima (que ya ha desperdiciado su oportunidad) o el asesino (y no creo que él quiera que yo revele su identidad en voz alta).
—Está tomándonos el pelo —dijo el tipo con voz insegura desde su asiento—. Una broma de muy mal gusto. Le denunciaré; le llevaré a los tribunales…
—¿Desde cuándo el mal gusto es un delito? —preguntó Armand, alzando exageradamente las cejas—. Si lo fuera, mi querido señor, usted y su mujer llevarían mucho tiempo en la cárcel.
El público estalló en carcajadas, y la tensión del momento se diluyó hasta desaparecer en aquel coro de risas. Los ánimos tardaron algunos minutos en serenarse… El individuo del billete de lotería permaneció sentado en su asiento con los ojos bajos, rojo de ira, pero sin decir palabra. Por lo visto, la idea de provocar a Armand ya no le divertía tanto como antes.
—Ya han visto, señoras y señores, que la verdad puede llegar a incomodar, o incluso a amenazar —dijo Armand, poniéndose repentinamente serio—. Por eso, les ruego que se lo piensen muy bien antes de alzar la mano y formular su siguiente pregunta. Háganme caso, es un buen consejo.
Un silencio de piedra cayó sobre el patio de butacas. Después de la inquietante respuesta que había recibido el primer voluntario, nadie parecía dispuesto a seguirle el juego al mago.
De pronto, para sorpresa de Jana, Álex se puso en pie.
—Yo tengo una pregunta —dijo con voz firme—. ¿Dónde está Armand en este momento?
Se oyeron murmullos de sorpresa, mezclados con algunas exclamaciones escandalizadas. Después de la demoledora respuesta que el mago le había dado al hombre de la lotería, no parecía prudente provocarlo con una broma.
Sin embargo, Armand no parecía escandalizado. Con perfecta calma, paseó la mirada sobre las butacas hasta detenerla en el rostro de Álex y le dedicó una inocente sonrisa.
—¿Podría explicarse mejor, señor? —solicitó educadamente—. Creo que no le he entendido bien…
—Usted no es el verdadero Armand —contestó Álex en tono retador—. Armand Montvalier era un ilusionista de tercera que malvivía viajando de pueblo en pueblo con su triste espectáculo. Hasta que algo sucedió… Algo que lo quitó de en medio. Sus restos calcinados se encuentran todavía en el depósito de cadáveres de Vicenza, en espera de que alguien los reclame. Yo mismo contemplé su cadáver hace tres noches; la policía no alberga ninguna duda acerca de su identidad.
De nuevo se oyeron susurros, conversaciones ahogadas, exclamaciones de asombro de algunos espectadores; pero esta vez Jana apenas les prestó atención. El corazón le latía a mil por hora, y sentía de pronto un ardor insoportable en las sienes.
Intentaba procesar lo que Álex acababa de decir. Había estado viendo un cadáver en Vicenza, a escasos kilómetros de Venecia, tres días atrás, cuando ella le creía a miles de kilómetros de distancia. Lo que significaba que llevaba en Italia bastante más tiempo de lo que ella suponía, evitándola…, sin tan siquiera contestar a sus llamadas. ¿Por qué? ¿Qué explicación tenía aquello? ¿Desde cuándo estaba siguiendo Álex la pista de Armand, y por qué no había compartido con ella lo que sabía? ¿Qué era exactamente lo que le estaba ocultando?
Necesitaba con tal urgencia una respuesta a aquellas preguntas que incluso se olvidó de Armand (o del falso Armand) por un momento. Solo cuando el mago se aclaró la garganta para responder a las acusaciones de Álex, volvió a prestarle atención.
—Le recuerdo, señor Torres —dijo Armand con una cínica sonrisa—; le recuerdo perfectamente, aunque en el momento de nuestro encuentro yo no era más que un espíritu incorpóreo, un alma vagabunda arrastrada hacia la extinción por el viento del destino y que luchaba con todas sus fuerzas por no separarse de su encarnadura mortal. Es cierto, yo era un mago lamentable, lo admito. Pero uno tiene derecho a querer superarse, a progresar en la vida, ¿no lo creen así? Todos queremos ser mejores; lo que ocurre es que la mayoría de las veces no estamos dispuestos a pagar el precio necesario. Porque el precio es la muerte, señoras y señores —añadió deslizando la mirada sobre las filas de espectadores con teatral solemnidad—. Para cambiar hay que morir, es la única manera. Y eso exige valor… Yo lo tengo, ¿y usted? —Su mirada regresó a Álex, y la sonrisa se borró bruscamente de su rostro—. ¿Está usted dispuesto a morir por lo que desea, señor Torres? O, para ir aún más lejos…, ¿está usted dispuesto a matar?
Álex miró fijamente al mago, tan pálido como si acabase de encajar un terrible golpe. Por un momento, Jana creyó que iba a responderle, pero en lugar de hacerlo se dejó caer en el asiento y bajó la mirada, mientras el mago sonreía satisfecho. Desde las butacas de alrededor, varias personas miraban a Álex con descaro.
—Es el asesino —dijo alguien, apuntándole con el dedo—. El que va a matar al de la lotería para quedarse con su número. Eso es lo que ha querido decir…
Varias personas apoyaron sus palabras, pero Álex no parecía prestarles ninguna atención. Se hallaba aislado en una especie de burbuja invisible, abstraído en unos pensamientos que, a juzgar por la expresión tensa y apenada de su rostro, debían de ser extraordinariamente sombríos.
—Creen que vas a matar a ese hombre —le susurró Jana, zarandeándole el brazo para obligarle a que le prestara atención—. Tienes que defenderte; una multitud asustada puede ser peligrosa…
Álex la miró como si no la viera. En ese instante, Armand dejó escapar una cristalina carcajada, como si todo aquello no hubiera sido más que un chiste.
—La tercera pregunta —dijo cuando consiguió dominar su ataque de hilaridad—. Solo una, por favor; tendrán que conformarse con eso. Les ruego que sean comprensivos.
La advertencia era innecesaria, ya que nadie parecía ansioso por preguntar nada. Algunas personas se estaban poniendo sus abrigos, enfadadas. La segunda parte del espectáculo estaba siendo un fiasco, una absurda y monumental tomadura de pelo.
Fue entonces cuando los centenares de bombillas de la lámpara de cristal del techo chisporrotearon todas a la vez y se apagaron. Al mismo tiempo, los dos focos que iluminaban el escenario estallaron con violencia. El teatro quedó sumido en la más completa oscuridad.
Alguien gritó, y comenzaron a oírse voces nerviosas, gente que intentaba salir, y otros que intentaban tranquilizarlos. Desde el escenario, Armand pidió calma.
—No se preocupen, damas y caballeros. Manténganse sentados en sus butacas, se lo ruego. El equipo de electricidad está intentando arreglar la avería. Reanudaremos el espectáculo lo antes posible…
Algunos espectadores encendieron sus teléfonos móviles, y se vieron un par de linternas oscilando por los pasillos, acompañadas de un ruido apresurado de pasos. Jana estaba rebuscando en su bolso para sacar su propio teléfono, cuando oyó una vez más la voz de Armand, aunque ahora sonaba ronca y perentoria, sorprendentemente transformada.
—Antes de que esto acabe, quiero contestar a tu pregunta —dijo; y Jana comprendió instantáneamente que se dirigía a ella, y que nadie más que ella podía oír sus palabras—. No intentes negarlo, te he oído formularla tan claramente como si hubieses hablado en voz alta. Lo sé, lo sé; no digas nada…
Jana miró de reojo a Álex, que permanecía completamente inmóvil en su butaca, un bulto negro recortándose contra la oscuridad algo menor del teatro. Se preguntó si él también habría oído la voz. Pero no; estaba segura de que no la había oído. Nadie más podía oírla, solo ella. Se relajó y esperó pacientemente a que la voz regresase. Sabía que Armand no le exigiría respuestas para seguir hablando, solo que abriese su mente y le escuchara.
—Cómo encontrar el libro —dijo el mago casi en un susurro, aunque Jana lo oyó con dolorosa claridad—. Eso es lo que quieres saber, ¿verdad, muchacha? Cómo encontrar el Libro de la Creación… Está bien, te daré una respuesta. Si quieres encontrarlo, tendrás que seguir la pista que te indique tu hermano David. Es una buena pista, una pista importante… Pero hay una condición. Para encontrar el libro, deberás separarte de tu amigo. Si seguís juntos, si regresáis juntos a casa, jamás lo encontraréis ninguno de los dos.
La última frase aún resonaba en los oídos de Jana cuando dos hileras de bombillitas doradas se encendieron de pronto, iluminando los márgenes del pasillo central.
—Señoras y señores, debemos pedirles que abandonen ordenadamente el teatro —anunció una voz femenina por megafonía—. La avería del sistema eléctrico no podrá solucionarse en un plazo breve de tiempo, por lo que el espectáculo queda suspendido. Rogamos disculpen las molestias…
La gente empezó a protestar, a levantarse, a exigir que le devolviesen el dinero. Todas las miradas se volvieron hacia el escenario, débilmente iluminado ahora por un equipo de luces de emergencia. Pero allí no quedaba nadie que pudiera escucharlos… El escenario se hallaba desierto.
Armand Montvalier había desaparecido.
—Vamos ahora mismo a los camerinos —dijo Álex mientras se subía la cremallera de su chaqueta de cuero. Ambos se hallaban todavía sentados en la penumbra del teatro. A su alrededor, los espectadores hacían cola para salir al pasillo central o a uno de los pasillos laterales—. Todavía no he terminado con ese tipo. Sus trucos no le servirán conmigo; quiero respuestas…
—Armand no está en el teatro, Álex. Se ha ido. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. Noto su ausencia. Es como… como si hubiese dejado un vacío.
Álex la miró con curiosidad.
—También a ti parece haberte impresionado —dijo, poniéndose en pie—. Como a todos… Es un buen comediante, eso hay que reconocerlo. En fin, si ya no está no tiene sentido seguir esperando.
—Creo que sí lo tiene —observó Jana, echando una ojeada nerviosa a su alrededor—. La gente te mira, ¿no te das cuenta? Muchos están convencidos de que eres un asesino… Será mejor esperar a que esto se despeje para salir.
Álex suspiró y volvió a sentarse, malhumorado. Las luces doradas del pasillo apenas permitían a Jana distinguir los rasgos crispados de su amigo.
—No me contaste nada sobre ese cadáver —murmuró—. ¿Por qué?
La respuesta de Álex tardó unos segundos en llegar.
—Supongo que estaba confuso —dijo finalmente—. Necesitaba aclarar mis ideas…
—Debiste decírmelo.
El tono de reproche de Jana era en sí mismo toda una acusación.
—Tampoco te lo he ocultado. Si hubiera querido ocultártelo, no habría hablado de ello delante de ti —se defendió Álex.