Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Al llegar la hora fijada para el comienzo de la representación, las luces empezaron a declinar hasta extinguirse por completo. En la oscuridad, Jana suspiró, aliviada. Oía la respiración tensa y superficial de Álex a su lado, pero no se atrevió a cogerle una mano, ni a susurrarle algún comentario irónico sobre la situación. Había estado distante todo el día, y Jana no entendía el motivo. A fin de cuentas, ella no le había obligado a acompañarla al teatro… Si estaba allí, había sido por decisión propia.
En el escenario, un círculo de luz dorada iluminó las pesadas cortinas de terciopelo. Un instante después, las cortinas se abrieron en silencio, descubriendo un estrado completamente forrado de negro, y amueblado tan solo por dos sillas blancas. Una voz grabada sobre un fondo de tambores y platillos anunció al incomparable Armand Montvalier. El público aplaudió sin mucho entusiasmo, mientras por la izquierda hacía su entrada el mago de la grabación que había visto Jana, vestido con un esmoquin azul y una pajarita del mismo color sobre su camisa blanca.
Armand se inclinó exageradamente a un lado y a otro para agradecer los tibios aplausos de los espectadores. Tras él había aparecido un fornido ayudante calvo, con grandes bigotes castaños y un aro de metal en la nariz. El tipo llevaba puestas unas mallas rojas con rayos amarillos en la parte exterior de ambas perneras, lo que le daba el aspecto de un superhéroe de pacotilla.
—Damas y caballeros, es un honor presentarme ante ustedes para ofrecerles mi nuevo espectáculo —dijo Armand. Debía de llevar un micrófono prendido a la ropa, porque su voz sonaba fuerte y algo metálica, aunque agradable—. Los números que van a contemplar hoy aquí les dejarán con la boca abierta, y cuando regresen a sus casas intentarán convencerse a sí mismos de que solo eran trucos, y de que no han visto nada que no tenga explicación. Pero se equivocarán: porque la magia que hoy vamos a ofrecerles no es magia de circo, sino magia real, de esa que poco a poco va empezando a formar parte de sus vidas. Yo les voy a mostrar lo que se puede hacer con esa magia… Pero les daré un consejo: no intenten imitarme. Si sufrieran un accidente por mi culpa, nunca me lo perdonaría.
Un conato de aplauso saludó el final de las explicaciones. Armand volvió a ejecutar una elegante reverencia y se retiró al fondo del escenario junto con su ayudante, mientras del techo, iluminado por dos focos azules, descendía un pesado acuario repleto de agua.
—Voy a realizar ante ustedes el célebre número de la caja de tortura china, inmortalizado por el gran Houdini —dijo Armand, acercándose de nuevo al patio de butacas y señalando con un gesto majestuoso la gigantesca pecera de cristal—. En homenaje a él, introduciremos algunas variantes que esperamos consigan sorprenderles y deleitarles.
Una voz en off repitió las explicaciones de Armand en varias lenguas mientras él se quitaba la chaqueta y su ayudante desaparecía entre bastidores para regresar al cabo de un momento portando un hacha roja de enormes proporciones. Algunas personas se echaron a reír ante la grotesca imagen, pero Armand, frunciendo el ceño, los acalló con un gesto. A pesar de su imborrable sonrisa, era evidente que se tomaba el espectáculo muy en serio.
De nuevo se oyó un redoble de tambores, y del techo cayó una pesada cadena que chocó contra las tablas del escenario exactamente a los pies de Armand. El ayudante se acercó, recogió el extremo de la cadena del suelo, y parecía a punto de pasarla alrededor de la cintura del mago cuando este levantó un dedo admonitorio y lo miró con gesto severo.
—¡Alto, Fiorino! Te olvidas de una cosa —dijo, volviéndose sonriente hacia el público—. Necesitamos un voluntario… Por favor, esas manos: ¿alguien se ofrece voluntario para ayudar a Fiorino en este peligroso número?
Varios brazos se alzaron entre los espectadores, pero Armand señaló a un muchacho pálido, de cabello castaño, que se encontraba sentado a la izquierda de Álex y no había levantado la mano.
—¿Usted, señor? Magnífico, muchas gracias. Adelante, se lo ruego: suba al escenario.
El joven, que no parecía tener más de veinte años, miró confuso al mago y, después de una leve vacilación, obedeció sus instrucciones.
—Qué raro; ¿por qué a él? —susurró Jana acercando su cabeza a la de Álex—. Ni siquiera se había ofrecido… Solo lo ha elegido porque está sentado a nuestro lado.
Álex se volvió a mirarla en la penumbra.
—¿Crees que nos ha visto? —preguntó en voz baja—. Hay mucha gente…
—Seguro que se ha puesto de acuerdo con Yadia y que nos tienen vigilados —repuso Jana—. Si nos han hecho venir, es que algo pretenden…
Armand carraspeó, y Jana tuvo la sensación de que lo había hecho para reclamar su atención y obligarlos a callarse.
En cuanto el joven pálido subió al escenario, Fiorino se acercó a él y, con una graciosa reverencia, le entregó solemnemente el hacha roja. Al cogerla, el muchacho se tambaleó, debido a lo pesada que era. Se oyeron algunas risas disimuladas en la platea.
—Mi querido amigo —dijo Armand—. Te llamas…
—Paolo —logró contestar el joven— Paolo Testa…
—Paolo; magnífico, Paolo. Tengo que pedirte que te sitúes a la izquierda de esta urna mortal y que permanezcas cerca con el hacha preparada, por si acaso el truco falla. Permaneceré sumergido en estas aguas gélidas durante tres minutos exactos. Si al cabo de tres minutos y medio no he salido, debo pedirte que rompas el cristal de la urna con el hacha para librarme de la muerte. No es más que una medida de precaución —añadió, con una tranquilizadora sonrisa dirigida al público—. No se preocupen, Paolo no tendrá que liberarme.
Dejando al perplejo Paolo estacionado junto a la enorme pecera, Armand pasó por delante de ella y se detuvo junto a la cadena. Fiorino procedió entonces a arrollarla varias veces alrededor de su cuerpo, ascendiendo desde los tobillos hacia el pecho. Después de asegurar los cierres de seguridad y de cerciorarse de que el mago estaba perfectamente sujeto, hizo un gesto al vacío, y la cadena comenzó a ascender, enganchada simultáneamente a los tobillos y a la parte superior del torso de Armand. Cuando este se encontraba ya encima del tanque, el enganche del torso se soltó, dejando al mago únicamente sujeto por los pies.
Lentamente, la cadena empezó a descender. Diez segundos más tarde, Armand estaba sumergido boca abajo en el agua del acuario. Algunos murmullos nerviosos recorrieron el teatro. Las luces se apagaron por completo, dejando un único foco azul sobre la urna y una proyección de un reloj digital sobre el fondo negro del escenario, un falso reloj que, con su ruidoso tictac, iba desgranando angustiosamente los segundos.
Como el resto de los espectadores, Jana contuvo el aliento mientras observaba cómo, a medida que transcurrían los minutos, el rostro de Armand se volvía rojo, luego púrpura y, finalmente, azulado. Grandes trozos de hielo flotaban en la superficie del tanque, para demostrar la bajísima temperatura del agua. Los segundos pasaban: dos minutos cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve…
—¡Basta! ¡Sáquenlo ya! —chilló una voz fuera de sí.
Álex y Jana miraron sobresaltados a su izquierda. El grito procedía de la butaca que, poco antes, el voluntario forzoso reclutado por Armand había dejado vacía.
Un foco amarillo recorrió las hileras de butacas hasta detenerse en la del espectador histérico, que seguía chillando sin control. Cuando el charco de luz bañó su rostro, toda la sala estalló en exclamaciones de sorpresa. El tipo que chillaba sin parar, mientras se aferraba convulsamente a un hacha roja de grandes dimensiones, era ni más ni menos que el mismísimo Armand.
Cegado por la brillante luz del foco, el ilusionista dejó de gritar y cerró los ojos. Su expresión, en ese instante, era de absoluto desconcierto. La gente empezó a ponerse de pie para espiar su reacción, pero, antes de que esta llegara a producirse, el foco amarillo giró bruscamente hacia el escenario.
Y allí, delante del tanque de cristal, completamente empapado y envuelto en una alegre toalla playera, se encontraba de nuevo Armand. Exhibía en sus labios todavía amoratados por el frío la misma sonrisa obsequiosa y vacía de un momento antes, y gruesas gotas de agua caían de su pelo, chorreando sobre sus rubias pestañas y sus pálidas mejillas.
El público estalló en aplausos; se oyeron ovaciones nerviosas desde distintos puntos del teatro. Algunas provenían de los palcos… Diez segundos más tarde se encendió la gigantesca lámpara de cristal de Murano que pendía sobre el patio de butacas. Todas las miradas se volvieron al unísono hacia el asiento que, un instante antes, ocupaba Armand. Allí sentado, con expresión confusa y un brillo asustado en las pupilas, se encontraba el joven voluntario llamado Paolo. Aún sostenía el hacha entre las manos, y parecía ignorar completamente la milagrosa transformación que acababa de protagonizar.
Fiorino saltó ágilmente del escenario y, recorriendo el pasillo central, se detuvo junto a la fila que ocupaban, entre otros espectadores, Paolo, Álex y Jana.
—¿Me la devuelve, por favor? —dijo, apuntando al hacha roja que sostenía el joven.
Este lo miró con gesto de desamparo. No parecía muy seguro de que Fiorino se estuviese dirigiendo a él.
—El hacha —le susurró Álex al oído—. Tienes que devolvérsela…
Mientras el joven le tendía el hacha al imperturbable ayudante, los aplausos del público redoblaron su intensidad.
—Diez minutos de descanso —anunció Fiorino, regresando pesadamente al escenario—. El gran Armand necesita recuperarse de esta incomparable hazaña.
El telón cayó despacio, ocultando al mago y a su asistente, pero los aplausos tardaron un buen rato en apagarse.
Poco a poco, la gente comenzó a levantarse de sus butacas y a desfilar hacia el vestíbulo del teatro. Al pasar junto al asiento de Paolo, un hombre de rostro embrutecido y triste se le encaró, colocando su prominente barriga justo enfrente de la cara del muchacho. Su mujer, cuya fealdad era de esas que brotan directamente de un alma retorcida, se detuvo a su lado, sus labios finos apretados en una caricatura de sonrisa.
—¿Cuánto te han pagado por esta pantomima? —preguntó el tipo en tono desagradable—. No creo que mucho…
El joven frunció el ceño, y, por un momento, Jana tuvo la impresión de que estaba considerando seriamente la posibilidad de darle un puñetazo al tosco individuo en plena cara. Sin embargo, finalmente se contuvo, y lo único que hizo fue ponerse en pie, apartar al tipo de un manotazo y abandonar su butaca en dirección a la salida.
El hombre lo siguió con la mirada, obviamente defraudado por no haber conseguido humillar al chico.
—¡Como actor no vales nada! —le gritó, enrojeciendo de frustración—. ¡Eres muy malo!
La mujer soltó una vulgar risotada, y ambos se alejaron cogidos del brazo. Jana los observó con una mueca de desagrado. Cuando desaparecieron tras la cortina negra de la salida central, sus ojos se encontraron con los de Álex.
—Qué pareja tan horrible —dijo—. Hay que estar muy enfermo para reaccionar así…
Álex asintió, pero su mente parecía estar en otra parte.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó—. Impresionante, ¿no?
—Más que eso; extraño. No sé, Álex, a mí no me ha parecido que hubiese truco…
—A mí tampoco —coincidió el muchacho.
Se quedaron callados un instante, mientras el grupo de espectadores suizos desfilaba junto a ellos por el pasillo.
—¿Salimos nosotros también? —preguntó Jana cuando terminaron de pasar—. Me estoy asfixiando aquí dentro, necesito respirar.
Álex asintió, mirándola con preocupación. Ambos recorrieron el pasillo con las manos entrelazadas, apoyándose levemente el uno en el otro.
En el vestíbulo, alguien había puesto en marcha una pianola que desgranaba una vieja y monótona melodía de cabaret. El grupo de turistas japoneses formaba un círculo delante de la taquilla, y su guía comenzó a repartir triángulos de cartón con porciones de pizza que iba sacando de una enorme cesta de picnic. Mientras los japoneses daban cuenta con eficaz rapidez de su cena, el resto de los espectadores formaban animados corrillos donde se comentaba el espectacular truco de la primera parte del espectáculo. Todo el mundo hablaba en murmullos, como si existiese cierto temor a levantar la voz…
Álex se acercó al bar a por un par de botellas de agua, pero había mucha gente en la barra y tuvo que esperar turno durante varios minutos. Cuando regresó al lado de Jana, el timbre que señalaba la reanudación del espectáculo acababa de sonar. La pianola, para entonces, ya había enmudecido… Ante las puertas del patio de butacas se habían formado largas colas; ellos fueron de los últimos en regresar a sus asientos.
Antes de que las luces se apagaran, Jana se fijó en que la butaca contigua a la de Álex continuaba vacía.
—Parece que al «voluntario» no le han quedado ganas de ver la segunda parte —observó en voz baja.
—No me extraña —repuso Álex en el mismo tono—. A ver con qué nos salen ahora…
Mientras el telón subía, se oyó de nuevo un atronador redoble de tambores, que de inmediato desencadenó un nervioso aplauso entre las filas de espectadores. Armand salió al escenario, saludando a diestro y siniestro con su sombrero de copa forrado de lentejuelas verdes. Se había cambiado de ropa; ahora llevaba un esmoquin de color verde brillante, a juego con el sombrero. El pintoresco Fiorino no le acompañaba.
Algunos miembros del grupo de turistas suizos, que ocupaban las primeras filas, se pusieron en pie y comenzaron a lanzar rosas al escenario. Algunos lanzaban sus flores con tal violencia, que, más que homenajear al mago, daba la impresión de que quisieran golpearle.
Armand cogió al vuelo una de las rosas, tan marchita que casi todos sus pétalos cayeron al suelo cuando el mago intentó mostrársela al público. Con gesto apenado, Armand se agachó a recoger aquellos pétalos mustios uno a uno.
—Los magos siempre nos movemos en la frontera entre lo posible y lo imposible —reflexionó en voz alta, concentrado en su tarea—. Todos ustedes saben que esa frontera ha cambiado mucho en los últimos tiempos. El don de la magia se ha extendido por el mundo. No sabemos por qué, pero lo recibimos con gratitud. Ahora bien, ¿dónde queda ahora el papel de los magos? Debemos ir más allá que nunca, explorar los límites que, hasta ahora, la magia nunca había alcanzado…
Con los pétalos en la mano, se puso en pie y mostró solemnemente el tallo mustio de la rosa a su auditorio.