Read Tatuaje II. Profecía Online
Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Cinco minutos después, al atravesar el vestíbulo alfombrado del hotel, su mirada tropezó con la sonrisa agradable e ingenua del recepcionista de noche. Se le ocurrió que tal vez él podría facilitarle otra tarjeta, así que se fue directa al mostrador y le explicó lo que quería.
El recepcionista ensanchó su sonrisa tras escuchar la petición y le contestó en un italiano con fuerte acento veneciano que esperase unos minutos. Jana lo observó desaparecer tras una puertecilla en forma de arco que comunicaba con las oficinas, y se preparó mentalmente para una larga espera. El joven recepcionista tenía aspecto de buen tipo, pero se movía de un modo tan parsimonioso que no parecía posible que hiciese las cosas con rapidez. Lo más probable era que perdiese una buena parte de la mañana allí esperando…
Para su sorpresa, sin embargo, el individuo regresó casi de inmediato y le tendió un tarjetero de cartulina blanca estampada con el emblema del Cimarosa.
—Aquí tiene su tarjeta, signorina —le dijo—. Para desayunar, tendrá que esperar todavía media hora a que abran el comedor…
—No importa —contestó Jana sonriendo—. Voy a salir a dar una vuelta.
En el exterior, el agua del canal tenía un color verde alga sobre el cual las sombras de las fachadas se proyectaban como dientes oscuros. La parada del vaporetto se encontraba dos calles más abajo, al otro lado de un puente de piedra con un león roto en cada extremo de las barandillas. Jana llegó al puente justo en el momento en que el vaporetto número 5 maniobraba para acercarse al muelle. Apretó el paso, ya que solo había otra persona esperando, por lo que supuso que el barco reemprendería su camino enseguida.
Después de deslizar su billete válido para una semana a través de la perforadora automática, se sentó en la cubierta de popa y cerró los ojos, disfrutando de la caricia del aire salobre de la Laguna sobre sus mejillas. La vibración del barco parecía un eco del desagradable zumbido del motor, y le producía un leve cosquilleo en la espalda. Los otros pasajeros, media docena de jóvenes venecianos que se dirigían a sus puestos de trabajo, iban leyendo el periódico o contemplando las orillas con ojos somnolientos, por lo que resultaba fácil ignorar su presencia. El bamboleo de la embarcación recordaba el rítmico balanceo de una cuna, o de un columpio, y terminaba aturdiendo los sentidos. Embotada, Jana tuvo que hacer un gran esfuerzo para despegar los párpados cuando notó que el vaporetto enfilaba un canal de aguas más hondas y tumultuosas. El Gran Canal… Cuando el barco se detuvo en la siguiente parada, junto al puente de Rialto, comprendió que había llegado a su destino.
Saltó al muelle, y mientras recorría las tablas de madera que comunicaban la acera con el embarcadero, seguía teniendo la sensación de que el suelo se movía bajo sus pies. Estaba un poco mareada, y comprendió que no podía seguir caminando con el estómago vacío.
A unos cincuenta metros brillaba el toldo rayado de una cafetería. El camarero estaba colocando las mesas y las sillas de la terraza. Como una flecha, Jana se dirigió hacia allí y, en cuanto llegó, se dejó caer pesadamente sobre una de las sillas de madera, asintiendo con la cabeza al gesto obsequioso del propietario del establecimiento, que le mostraba un menú abierto desde la puerta.
Pocos minutos más tarde, le habían servido un humeante capuccino y un par de miottini recién traídos de la confitería. Jana mordisqueó con deleite uno de aquellos dulces. Cerró los ojos para paladear mejor su sabor a almendras y a maíz, y durante unos minutos se dedicó a disfrutar de su temprano desayuno sin pensar en nada más.
Pero de pronto, mientras hacía girar la cucharilla plateada en la taza del capuccino, le vino a la mente la imagen de Nieve mirándola furiosa y desencajada, tal y como la había visto la última vez, después de lo de Argo. Se dio cuenta de que, desde el momento en que había salido del hotel Cimarosa, una parte de ella sabía que se dirigía al palacio de los guardianes, aunque otra parte de su persona (la parte consciente) hubiese preferido ignorarlo.
Se mordió el labio inferior, turbada. La casa de Nieve y Corvino se encontraba en aquella misma orilla del Gran Canal, a escasos cien metros de la cafetería que había elegido para desayunar. Ni siquiera se molestó en engañarse a sí misma diciéndose que aquella coincidencia era casual. Sabía que no lo era.
Todavía tardó un cuarto de hora en abandonar la cafetería, pero mentalmente ya no estaba allí. Cuando el camarero le trajo la cuenta, su mirada cayó sobre el plato de miottini, donde Jana había dejado intacto el segundo de los dulces, y luego se alzó hacia la muchacha con gesto de incomprensión. En otras circunstancias, Jana le habría tranquilizado con una sonrisa y un comentario acerca de la calidad de los pequeños bollos, pero esta vez ni siquiera prestó atención a la reacción del buen hombre.
Cuando abandonó la terraza, sus pasos la llevaron directamente hacia el palacio de los guardianes. Se detuvo justo debajo, y por un momento le asaltó el temor de que la puerta se abriese en cualquier instante y se viese obligada a enfrentarse cara a cara con Nieve. Incluso pensó en esconderse en un portal cercano y espiar desde allí, pero enseguida desechó la idea.
En realidad, no sabía muy bien qué era lo que estaba buscando. Sus ojos vagaron sobre la elegante fachada de piedra, deteniéndose sucesivamente en cada una de las ventanas. Casi todas tenían los postigos cerrados, pero un par de ellas en el piso inferior (las que correspondían a la biblioteca principal) estaban abiertas. La brisa abombaba las cortinas de muselina blanca y agitaba las delicadas puntillas de sus bordes…
De pronto, Jana vio pasar una silueta de mujer por detrás de aquellas cortinas. Contuvo el aliento. Era Nieve, estaba segura… De repente, sintió el impulso de llamar a la puerta del palacio, de correr escaleras arriba y contárselo todo. Ella conocía la existencia del libro, al igual que el resto de los guardianes. Seguramente sabría algo acerca del paradero de la copia realizada por los kuriles, si es que tal copia realmente existía.
Cuanto más lo pensaba, más le agradaba la idea de confesárselo todo a Nieve. Le hablaría de Armand; le contaría lo del vídeo en el que el supuesto mago renacía de sus propias cenizas, y lo que Álex le había dicho acerca de aquel cadáver calcinado de Vicenza. Quizá Nieve pudiese encontrar una explicación lógica para todo aquel embrollo. Quizá ella fuese capaz de encajar las piezas del puzle que a Jana tanto se le estaba resistiendo…
Dio un par de pasos indecisos hacia la puerta del palacio; después se paró y dejó escapar un hondo suspiro.
Si hablaba con Nieve acerca del libro, Álex se pondría furioso. No podía tomar aquella decisión sin consultarla con él. Por lo menos, tendría que escuchar sus consejos, aunque luego no los siguiera.
Lentamente, se dio media vuelta y comenzó a rehacer el camino hacia el hotel Cimarosa. Iba tan distraída que terminó equivocándose de dirección, y fue a parar a un rincón desierto de la ciudad cuya existencia, hasta entonces, ni siquiera sospechaba. Un rincón donde las losas se agrietaban debido el empuje de las raíces vegetales que crecían debajo, donde el verdín color esmeralda se mezclaba con la pátina oxidada de los líquenes sobre las viejas piedras de los edificios. Una plaza ruinosa y triste, delimitada por un círculo de palacios oscuros, corroídos por la humedad, decrépitos y conmovedores como ancianos a punto de morir.
Sintiendo una extraña opresión en el pecho, Jana se dio la vuelta y corrió sin mirar a derecha ni izquierda sobre el empedrado irregular de las calles, hasta volver a la estrecha calle comercial donde había errado el camino.
Desde allí, caminó como en un sueño hacia el hotel Cimarosa. Los gritos y las risas de los turistas le llegaban amortiguados, como a través de un grueso cristal aislante. Un zumbido enloquecedor se había instalado en su cabeza, fundiéndose con los ruidos de la ciudad. Se sentía mareada, como si el capuccino que acababa de tomarse le hubiese sentado mal; como si acabase de bajar de una noria o de una montaña rusa.
Al llegar al hotel, se fijó en que el recepcionista de noche había sido sustituido por una joven rubia de rostro inexpresivo que la siguió con la mirada, frunciendo levemente las cejas, mientras ella se dirigía al ascensor.
Guando la puerta se abrió en el tercer piso, la sensación de náusea se había vuelto tan insoportable que Jana temió empezar a vomitar directamente sobre la moqueta, antes de llegar a la habitación. Avanzó como pudo por el pasillo débilmente iluminado, guiñando un poco los ojos para comprobar la numeración de las habitaciones. Ante el número 12, se detuvo. Era la suya.
Mientras buscaba la tarjeta en el bolso, creyó oír el ruido de la ducha. Eso significaba que Álex ya se había levantado, lo cual le produjo, sin saber por qué, un extraño alivio. Dentro de unos minutos estarían juntos, y su desencuentro de la noche pasada quedaría olvidado, desdibujado como una absurda pesadilla.
Introdujo la tarjeta en la ranura de la puerta y empujó el picaporte, pero la puerta no cedió. Sacó el pequeño rectángulo de plástico y lo contempló con impaciencia. Seguramente lo habría metido al revés. Volvió a intentarlo, esta vez con el emblema del hotel hacia la izquierda…
Un pequeño piloto rojo sobre la manilla de la puerta le indicó que tampoco en esta ocasión lo había conseguido. Meneó la cabeza, contrariada. El recepcionista nocturno debía de haberse equivocado al activar la tarjeta. Tendría que volver a bajar a recepción para que solucionasen el problema. Álex no la oiría llamar con los nudillos si se estaba duchando; y, aunque la urgencia de vomitar había remitido, sabía que podía volver a aparecer en cualquier momento.
Sacó el tarjetero de cartulina que le habían dado abajo para guardar la tarjeta. Al abrirlo, le llamó la atención el número anotado con bolígrafo azul en la parte de la derecha. Era un 13. Jana miró aturdida hacia las dos cifras doradas que brillaban en la puerta que tenía enfrente. Habría jurado que la suite que compartía con Álex era la número 12…
Caminó indecisa hasta la puerta siguiente. Exhibía, en efecto, el número 13, aunque la segunda cifra había sido colocada al revés, por lo que, en lugar de parecer un tres, tenía el aspecto de una épsilon griega.
Con gesto inseguro, Jana introdujo su tarjeta en la ranura del picaporte. El piloto verde se encendió de inmediato, y la puerta se abrió con un breve chasquido metálico.
Caminó de puntillas por el pasillo en penumbra. Al llegar a la altura de la habitación de Álex, se detuvo. La puerta seguía cerrada, y dentro se oía un zumbido apagado procedente del sistema de climatización.
Conteniendo el aliento, Jana empujó el picaporte con suavidad y entró en el dormitorio. A través de una rendija entre las contraventanas se filtraba un haz de luz pálida que atravesaba la cama en diagonal, trazando sobre la espalda desnuda de Álex una fina línea blanca.
A pesar del sigilo con que se movía, los pasos de Jana parecieron sobresaltar a Álex, que se dio la vuelta con brusquedad, al tiempo que se incorporaba. Sus ojos sobresaltados se posaron en Jana, y al instante afloró a los labios del muchacho una amplia sonrisa.
—Estás de vuelta —dijo—. Te estaba esperando…
Jana recorrió el espacio que aún la separaba de la cama y se sentó en el borde, indecisa. Álex la observó un instante sin dejar de sonreír. Luego, consciente de que ella seguía mirándole, se inclinó sobre la mesilla de noche, abrió el cajón superior y rebuscó un momento en su interior. Finalmente, con gesto teatral, sacó una caja de terciopelo rojo adornada con un enorme lazo plateado.
—Toma, para hacer las paces —dijo, tendiéndosela a la muchacha—. Son tus preferidos.
Jana observó perpleja la caja. Álex no solía ser muy detallista; no estaba acostumbrada a que le hiciese regalos…
—¿No vas a abrirla? —le apremió Álex, empujándola cariñosamente con el hombro.
Jana deshizo el lazo de plata y alzó la tapa de la cajita. Estaba llena de bombones en forma de rombo. Los reconoció de inmediato: eran los bombones con sabor a violeta de su chocolatería favorita. Los más caros de la tienda. Normalmente no los hacían más que por encargo, o en lechas especiales como las Navidades y San Valentín.
—¿Por qué no me los diste ayer? —preguntó, alzando los ojos hacia Álex.
Él se encogió de hombros.
—Te gustan, ¿no? Venga, vamos a probarlos —dijo, sacando uno de la caja.
Jana imitó su gesto y se llevó el bombón a la boca.
Cerró los ojos para saborearlo mejor. Estaba delicioso. Aunque tenía un sabor un poco diferente al que ella recordaba.
Cuando abrió los párpados de nuevo, se encontró con la mirada de Álex, que la observaba expectante. La ansiedad que reflejaba su rostro hizo sonreír a Jana.
—Tan buenos como siempre —dijo, y a continuación le estampó un beso en la mejilla—. Gracias, mi amor…
Un profundo suspiro conmovió el pecho de Álex en el instante en que los dos se abrazaron. Jana se apretó aún más contra él, mientras los brazos musculosos y tiernos del muchacho la envolvían.
Con su mejilla apoyada en el hombro tatuado de Álex, Jana cerró una vez más los ojos y se abandonó a sus sensaciones. Sentía en sus sienes el latido de sus propias arterias, cálido y acelerado.
Y entonces, de repente, Jana volvió a ver mentalmente la sonrisa despreocupada y vacía que Álex había desplegado al verla. Una sonrisa sin sombras, demasiado luminosa…
Una sonrisa que, sin que ella misma pudiese comprender por qué, le había helado el corazón.
Las doce y veinticinco minutos. Álex contempló las cifras parpadeantes en su teléfono móvil con un rictus de preocupación que ahondaba las sombras en las comisuras de sus labios.
Llevaba casi tres horas esperando a que Jana regresara. No se había inquietado excesivamente al despertarse y comprobar que no estaba, porque sabía lo mucho que le gustaba pasear sola, especialmente cuando necesitaba aclarar sus ideas. Además, Venecia era una ciudad que imitaba a callejear hasta perder la noción del tiempo. Pero, aun así, tres horas eran demasiadas…
Hacia las diez y media, cuando estaba en la ducha, había creído oír un chasquido en la puerta, como si alguien hubiese introducido la tarjeta en la ranura del picaporte. Incluso cerró el grifo para escuchar mejor. A pesar de la pérdida de poder del tatuaje después del episodio de la Caverna Sagrada, todavía a veces le parecía notar que sus sentidos se agudizaban en presencia de Jana. Solo eso explicaba que un ruido tan débil como el de la tarjeta en la puerta hubiese llegado a sus oídos a pesar del estruendo del agua de la ducha.