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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (17 page)

BOOK: Tea-Bag
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—Tea-Bag.

El hombre, que era alto y fuerte y cuyo cabello ya se había vuelto blanco, se inclinó hacia delante y me miró a los ojos.

—Si has estado sola tanto tiempo, ahora eres mi hija. Aunque sólo por un instante. Enseguida va a venir Monsieur le Patron y entonces no puedes estar aquí, pues ha dicho, con la extraña sensibilidad del hombre blanco, que sólo puede hacerse cargo de una persona negra cada vez.

Todavía no me atrevía a creer en él. A pesar de que me miraba a los ojos, abriendo los suyos como platos para que pudiera ver en su interior, me encontraba en zona prohibida, no lo olvidaba nunca.

—¿Y cómo te llamas tú? —le pregunté.

—Zacharias. Pero en tu idioma y en el mío me llamo Luningi.

¡El nombre de mi padre! Ahora era yo la que abría los ojos como platos esperando que él pudiera llegar a ver en ellos el pueblo donde mi padre había vivido toda su vida hasta el día en que se lo llevaron y nunca regresó.

—Mi padre se llamaba Luningi.

—Recibí el nombre de un tío que se marchó una vez al desierto después de haber soñado con una montaña que debía visitar. Nunca regresó. Pero creemos que encontró la montaña y que ésta era tan bonita que decidió quedarse. Tal vez cavó un hueco, una cueva en la superficie de la montaña, y siga todavía allí. ¿Qué sabré yo y qué sabrás tú y la demás gente? ¿Sabes al menos adónde vas?

—A Suecia.

Luningi reflexionó con el ceño fruncido.

—¿Es una ciudad? He oído el nombre.

—Es un país. Hacia el norte.

—¿Por qué quieres viajar hasta allí?

—Alguien me espera.

Luningi se quedó mirándome un buen rato, con los ojos muy abiertos. El silencio del que se rodeaba estaba lleno de pensamientos. El olor ácido de unos quesos que había sobre el mostrador de la tienda oscura me tranquilizó. El olor de los quesos y el hombre de piel oscura y pelo blanco eran completamente reales.

Pensé que yo apenas había hablado con una persona desde hacía más de tres meses. Mi lengua había estado muchos días hinchada y rígida por no utilizarla nunca.

—¿Quién te espera?

—El país. Las personas que viven allí saben quién soy.

Luningi asintió con la cabeza lentamente.

—Si tienes una meta, debes seguirla. Las personas que pierden sus metas se comportan con frecuencia de modo negligente. Sólo se tiene una meta en la vida. Yo tuve una meta una vez. Viajar a Europa y trabajar durante diez años. Nada más, sólo trabajar. Vivir con la mayor austeridad posible, ahorrar todo el dinero y luego volver a casa para hacer lo que siempre había soñado.

—¿Qué?

—Abrir una morgue.

Nunca había oído esa palabra. «Morgue.» ¿Era una tienda en la que se vendía queso? ¿O telas floreadas con las que se confeccionaban vestidos? ¿Tal vez era un restaurante donde se podía comer comida tan picante que al primer bocado empezabas a sudar? No lo sabía.

—Quizá no sepas lo que es una morgue. ¿O quizá no quieres saberlo porque tienes miedo a la muerte?

—Todos tenemos miedo a la muerte.

—Yo no. Una morgue es el sitio donde los muertos descansan antes de ser enterrados. Una habitación llena de hielo en la que el sol no puede llegar a los muertos, donde sus cuerpos pueden descansar al fresco después de la agonía, antes de ser enterrados.

—¿Por qué quieres tener una morgue?

—Cuando era joven viajé por nuestro país, el tuyo y el mío, junto con mi padre, que ayudaba a la gente a buscar agua. No era ningún zahorí, no iba con una varilla de madera delante. Encontraba el agua con sus poderes internos. Pero entonces vi, tanto en las grandes ciudades, tan populosas que las personas casi estaban pegadas unas a otras, como en las aldeas donde la soledad era tan fuerte que las personas enmudecían, cómo íbamos perdiendo lentamente nuestra capacidad de tener una muerte digna, lenta y sensata. Un africano que pierde la capacidad de morir con dignidad es una persona perdida. También pierde la capacidad de vivir. Exactamente igual que muchas personas en este país. Quiero construir una morgue en la que todavía haya dignidad. En ella, los muertos podrán descansar en paz antes de inclinarse por última vez hacia la tierra y desaparecer.

—Creo que entiendo.

—No. No entiendes. Tal vez un día lo hagas. Si el país que te está esperando no te absorbe. Los países pueden ser como depredadores hambrientos con mil bocas. Nos engullen cuando el hambre es demasiado grande y nos vomitan cuando ya no somos necesarios. A diario estoy en esta tienda vendiendo algunos quesos. Nunca he conseguido ahorrar dinero. Lo único que temo es que, cuando sienta que está llegando el momento, no tenga fuerzas ni dinero suficiente para volver a casa y morir donde un día nací. Se puede vivir con desarraigo. Pero no podemos morir sin saber dónde van a ser enterradas nuestras últimas y más valiosas raíces.

Luningi se dirigió hacia la puerta y entornó los ojos ante la luz de la calle. En el reloj de un campanario sonó una única campanada.

—Es mejor que te vayas ahora. Monsieur le Patrón volverá enseguida.

Luningi metió algunos quesos en una bolsa de plástico y me la dio. Observé que su espalda estaba encorvada, como por un peso que yo no podía ver. También arrastraba su pierna izquierda.

—El queso sacia.

Luego sacó unos billetes arrugados del bolsillo del pantalón. Yo no quería aceptarlos.

—Son para tu morgue.

—Tendrán que hacerla otros. Para mí es demasiado tarde.

—Necesitas el dinero para el viaje de regreso.

—No tanto como lo necesitas tú para viajar al norte.

Estábamos inmóviles en la oscuridad de la habitación. Luningi extendió una mano y me tocó la mejilla.

—Eres muy bonita, hija mía. Cuando retire la mano no podré protegerte más. Muchos hombres van a desearte, tal vez te causen dolor por tu belleza. La única que puede defenderse eres tú misma.

—No tengo miedo.

Luningi retiró la mano y de repente me miró disgustado.

—¿Por qué dices que no tienes miedo cuando ha sido lo primero que he visto en ti cuando has entrado aquí, donde estaba yo con todos estos malditos quesos? Yo también he sido fugitivo. Sé lo que es no sentirse bienvenido, andar siempre huyendo, en zonas prohibidas, rodeado de personas cuyas miradas son armas listas para disparar. No me digas ahora que no tienes miedo. Soy demasiado viejo para escuchar mentiras.

—Tengo miedo.

—Tienes miedo. Vete ya. Voy a intentar soñar contigo para ver si logras lo que has decidido hacer. Entrar. Y volver a ser visible, sin que te persigan. Sólo que no olvides que vives en un mundo por el que se desplazan oleadas de refugiados que proceden de zonas empobrecidas de la tierra y que no son bienvenidos. Y los que se encuentran al otro lado de las fronteras que nosotros queremos pasar van a hacer todo lo posible para impedir que entres. Ahora, vete.

—¿Por qué arrastras una pierna?

—Porque sólo tengo fuerzas suficientes para mantener la otra pierna. Vete ya.

Me dirigió hacia la puerta, pasó una vez más con torpeza las yemas de sus dedos por mi mejilla y luego me empujó para que saliera a la calle. Traté de conservar ese impulso durante el tiempo que me quedaba de ese largo viaje para sentir en cada momento la fuerza que había tratado de regalarme, además de los quesos y de los billetes arrugados. Durante el resto de la huida hablaba con él cada día a través del pensamiento. Podía pedirle consejos y él me los daba, pero el esfuerzo que hacía era tal que su pelo se volvía cada vez más blanco.

Cuando estaba cansada, la imagen de Luningi y de mi padre podían fundirse en una sola, formando un rostro totalmente nuevo e inesperado que nunca había visto antes pero que me parecía reconocer. A menudo, en sueños o antes de dormirme, era como si los dos hombres, Luningi y mi padre, hablaran entre sí en un idioma misterioso que yo no había oído antes. De vez en cuando me miraban y sonreían. Hablaban de mí, discutían lo que iban a aconsejarme, qué oraciones rezarían y a qué dioses, para librarme de todos los males. Pero a veces me ponía furiosa por la insuficiencia de ellos. Ni Luningi ni mi padre eran especialmente afortunados en su afán de protección. Estaba en apuros sin cesar y la única que al final podía ayudarme era yo misma.

Muchas semanas después de dejar atrás a Luningi y sus quesos, atravesé la frontera de Alemania durante una noche de tormenta horrible. Empezó a caer una incesante y desconsolada lluvia que provocaba que constantemente estuviera calada hasta los huesos, me causó resfriados y fiebres y me obligó a buscar refugio bajo los puentes y casas derruidas. En una ocasión me acerqué a hurgar entre la basura para buscar comida a un área de descanso que había junto a una de las grandes autovías que arrojaban coches todo el día, como un horno chispeante. Un camionero que estaba orinando pegado a la pared del edificio me vio. Estaba sucio y olía igual que un contenedor de basura y el vientre le colgaba como un saco por encima del cinturón. Me preguntó si quería viajar con él y, a pesar de que sabía a lo que me exponía, le dije que sí. Pero no antes de conseguir que me aclarara si realmente iba hacia el norte.

No sé por qué, pero recuerdo todavía que el nombre de la ciudad a la que se dirigía era Kassel. Me pareció el nombre de un insecto, uno de esos bichos que siempre me corrían por el cuerpo cuando jugaba de pequeña en la puerta de la cabaña. Un kassel, un insecto diminuto con miles de patas cautelosas que no picaba nunca, sólo avanzaba a tientas hasta mi cabeza con movimientos suaves, del mismo modo que yo me desplazaba por esa extensión de la tierra que se llamaba Europa.

Me subí al alto asiento y él se puso a conducir. Pensé que quizá debería estar asustada, pero el calor de la cabina hizo que me adormeciera. Cuando desperté, el vehículo estaba parado y él se había tumbado sobre mí, como un peso violento que amenazaba con aplastar mi corazón. Le arañé el cuello con las uñas y logré salir del vehículo. Lo último que oí de él fue su jadeo convertido en rugido. Luego puso el motor en marcha, se encendieron los potentes faros y lo vi desaparecer.

Pero, a pesar de lo que había ocurrido, o al menos casi había ocurrido, seguí buscando camioneros que parasen para orinar en las áreas de descanso alrededor de las grandes autovías, que parecían estar siempre llenas de coches que se perseguían unos a otros para llegar más rápido. Mi sonrisa seducía a los hombres para que me llevaran. Siempre tenía que deshacerme de ellos, excepto en una ocasión en la que el conductor me dejó en un área de descanso y dijo que iba a doblar hacia el oeste y no seguiría hacia el norte. Me invitó a desayunar sin preguntarme nada ni contar nada de sí mismo, sólo me cogió la mano cuando se terminó su café y luego desapareció con su camión.

Al final logré llegar al mar y a una playa. Soplaba un viento tan frío que me arañaba la piel, pero no pensaba rendirme. Continuaría. Me deslicé a bordo de un ferry y me escondí bajo los bancos de un comedor vacío. El casco se mecía y me zarandeaba, y vomité varias veces, pero entonces supe, después de ver un mapa que había en la pared, que pronto llegaría. Las piedras blancas de mi cabeza formaban una línea infinita. Pero el tiempo se quedaba atrás, cada mañana era como si cambiara mi piel, dejaba lo que había sido y me obligaba a mirar hacia delante.

Al amanecer salí a escondidas del comedor, busqué un lavabo y me lavé la cara. En el espejo vi a una persona a la que sólo reconocía parcialmente. Había adelgazado y me habían salido unas manchas raras en la cara. Pero lo que me diferenciaba sobre todo de cómo había sido antes eran las arrugas que formaban pliegues en mi frente. Allí vi todos los caminos, los ríos, los contenedores de basura, que eran como señales indicadoras durante todo mi largo viaje. El mapa se había grabado en mi cabeza de modo imperceptible y silencioso, jamás podría olvidarlo.

Cuando salí del lavabo y subí a cubierta en el frío amanecer, descubrí de repente a una persona que conocía. Estaba acurrucado al amparo de un bote de salvamento, tiritando de frío. Era uno de los muchachos que había hecho la escalera que había utilizado yo para cruzar la valla española, uno de los que desaparecieron en la oscuridad una hora antes de que pudiera irme. Se sobresaltó y me miró. Le sonreí, pero no me reconoció. El miedo brillaba en sus ojos. Me senté en cuclillas delante de él. El viento era helado.

—¿No me reconoces?

Sacudió la cabeza.

—Soy la que subió por la escalera cuando os marchasteis.

—¿Qué escalera?

Sonaba ronco y ausente, su rostro estaba cubierto de barba sucia. Cuando intenté tomarle la mano, la retiró.

—¿Dónde están los otros?

—¿Qué otros?

—Los que se marcharon contigo.

—Estoy solo. He estado solo todo el tiempo.

—¿Adónde vas?

—A mi casa.

—¿Dónde está tu casa?

Masculló algo que no pude entender. Intenté cogerle la mano de nuevo, tranquilizarlo, pero me rechazó, se levantó y se marchó tropezando al bajar por una escalera. Fui tras él, pero luego empecé a dudar y me detuve. Quería estar solo. Lo vi avanzar agachado y tambaleante como un borracho por la escurridiza e inestable cubierta y luego desaparecer tras una alta chimenea.

Se había hecho de día, el mar era gris con olas burbujeantes y a lo lejos se veía el oscuro contorno de la orilla. De repente no sabía qué hacer. Retiré la lona de uno de los botes salvavidas y me metí en él. Había visto que el muchacho tenía ojos de loco. El miedo lo había devorado. Los parásitos invisibles habían perforado su piel. Me acurruqué en el húmedo bote tratando de mantener el calor. Lloré. Llamé a mi padre, pero no contestó. Mi madre flotaba a lo lejos como un espíritu inquieto. La llamé, pero ella tampoco pudo oír mi voz. Había llegado al fondo de mi soledad, ya no podía ir más abajo. Se me habían acabado las fuerzas. El paso siguiente sería que la locura empezara a brillar también en mis ojos. Aunque aún no había llegado a ese país donde sabía que sería bienvenida. Estaba otra vez en un bote con rumbo a una playa desconocida.

No sé cuánto tiempo tardé en atravesar Dinamarca. Pero un día llegué a una playa de piedras grises, una playa que olía a algas podridas, y al otro lado del estrecho pude ver Suecia. Recorrí en bicicleta gran parte del país. Robaba las bicicletas por la noche cuando vagaba como un perro solitario por ciudades desiertas y zonas residenciales. Me había enseñado a montar en bicicleta el primo de mi madre, que se llamaba Baba y había estado mucho tiempo en las ciudades y había aprendido distintas artes. Cuando regresó a la aldea tenía una bicicleta vieja y me enseñó.

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