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Authors: Henning Mankell

Tea-Bag (18 page)

BOOK: Tea-Bag
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Al final llegué a la última frontera. Cuando me encontraba allí, en la playa, vi también la nieve por primera vez. Estaba empezando a caer, como un manto que se posaba lentamente sobre la dura arena. Primero pensé que era un defecto de mis ojos. Luego comprendí que era el agua helada que caía sobre mi cabeza, como flores blancas de un jardín helado que se hallaba en algún sitio lejano arriba entre las nubes. Permanecí inmóvil, viendo cómo mi anorak se ponía blanco...

Allí, en la playa al sur de Helsingör, a Jesper Humlin se le escapó de las manos el relato por segunda vez. Tea-Bag había estado hablando todo el tiempo con una especie de pasión contenida, pero a veces se sumía en momentos de silencio. Cuando llegó al pasaje de la playa danesa se echó hacia atrás cerrando los ojos, como si el relato le causara un esfuerzo demasiado grande. Jesper Humlin también cerró los ojos y, al abrirlos, el tren estaba parado en Hallsberg y el asiento de ella vacío.

El tren ya había dejado la estación cuando él empezó a preguntarse adonde habría ido ella. Como él se había quedado adormecido durante un momento, supuso que ella había ido al servicio. Pero ahora los letreros de ocupado estaban en verde, incluso en el vagón siguiente cuando fue para mirar. Continuó avanzando por todo el tren, esperando a la puerta de los servicios que estaban ocupados y controlando quién salía. Pero Tea-Bag había desaparecido. Mientras la estuvo esperando en la Estación Central pensando que no llegaría, le había asaltado un pesar repentino. Ahora que había desaparecido durante ese corto intervalo en Hallsberg, sólo sentía inquietud. Era como si hubiera empezado a leer un libro por segunda vez, el libro lo tuviera atrapado, y luego algún ser invisible se lo hubiera arrebatado de las manos. No entendía por qué se había marchado. No había percibido signo alguno de que algo no era como debía. «Pero tuvo que haberlo», pensó, «aunque no me diese cuenta de ello.»

Nada más llegar al norte de Herrljunga, el tren se quedó parado sobre las vías. Después de media hora, Jesper Humlin preguntó irritado al revisor qué había ocurrido.

—¿Por qué estamos parados?

—Caída de tensión.

—¿Por qué no se nos informa?

—Ahora mismo lo estoy haciendo. Estamos parados como consecuencia de una caída de tensión.

—¿Y cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?

—Dentro de un momento nos pondremos de nuevo en marcha.

Jesper Humlin trató de llamar a Pelle Törnblom con el teléfono móvil. Pero, como es natural, el tren se había quedado sin tensión en un sitio en el que la red de telefonía móvil no tenía cobertura.

El revisor volvió después de una hora.

—¿Creía que habías dicho que enseguida íbamos a ponernos otra vez en marcha?

—Dentro de un momento nos ponemos en marcha.

—¿Cuánto tiempo?

—Un par de minutos.

—Ya llevamos una hora de retraso.

—El maquinista cree que puede recuperar diez minutos.

—Aun así llevamos cincuenta minutos de retraso.

—Es lo que hay. Pero enseguida podremos seguir.

El tren permaneció parado sobre las vías durante tres horas. Luego llegó el aviso por los altavoces de que iban a continuar en autobús hasta Gotemburgo. A esas alturas, Jesper Humlin estaba a punto de venirse abajo, en parte por la preocupación de qué le habría ocurrido a Tea-Bag, en parte por el hecho de que no podría tener su encuentro en Stensgården esa tarde.

Cuando entró a presión en uno de los abarrotados autobuses, intentó llamar de nuevo a Pelle Tömblom. Buscó en su portafolios y en todos los bolsillos. Pero fue en vano. Había olvidado el teléfono en el tren.

Eran las once menos cuarto de la noche cuando el autobús paró en la Estación Central de Gotemburgo. Jesper Humlin buscó inútilmente el coche de Pelle Törnblom. Pero, naturalmente, nadie había ido a recogerlo.

Capítulo 10

Jesper Humlin respiró hondo.

Luego descartó cualquier pensamiento de continuar lo que había empezado con Leyla y sus dos amigas. Lo mejor que podía hacer era retirarse del proyecto del que ya había comenzado a perder el control.

Al salir de la estación, entre la nieve medio derretida lo vio todo claro y transparente. La idea carecía de sentido desde un principio. Se había entregado a la demencial suposición de que le esperaba una aventura literaria en un local de boxeo que se hallaba en un suburbio de Gotemburgo. Había un abismo entre la vida que él vivía y las personas de Stensgården. No podría construir ningún puente, aun cuando su voluntad era auténtica. Lo cual también era dudoso, para ser totalmente sincero. Pensó por un instante que los sueños de las muchachas de ser presentadoras de televisión no se alejaban mucho de sus propias ambiciones. Ser rico y conocido, que se hablara de él continuamente en los periódicos, y con éxito incluso en el escenario literario internacional.

Se metió en un taxi y pidió que lo llevara al hotel en el que solía alojarse durante la Feria del Libro. Pero en el preciso momento en que el coche giraba delante del hotel en lo alto de la avenida, se inclinó hacia delante y pidió al conductor que lo llevara a Stensgården en vez de allí.

—¿Pero no querías venir aquí?

—He cambiado de idea.

El conductor del taxi hablaba sueco con acento extranjero. Sin embargo, el dialecto de Gotemburgo era evidente.

—¿A qué parte de Stensgården?

—Al club de boxeo de Pelle Törnblom.

El taxi arrancó derrapando.

—Mi hermano boxea allí. Vivo en Stensgården.

Jesper Humlin se echó rápidamente hacia atrás todo lo que pudo para que su cara quedara a la sombra. El conductor lo llevó a una velocidad excesiva por las calles vacías.

—Te agradecería que disminuyeras la velocidad. Me gustaría llegar vivo.

El taxi redujo la velocidad. Después del primer semáforo en rojo la aumentó de nuevo. Jesper Humlin desistió de influir en el concepto que tenía el conductor de lo que era ir rápido o no.

—Mi prima estaba en el club esta tarde.

—¿Boxea también?

—Es una chica. Esta tarde iba allí un escritor.

Jesper se encogió en la oscuridad del asiento trasero.

—Suena interesante.

—Leyla va a ser escritora. Él le enseñará cómo se escribe para ganar un montón de dinero. Leyla ha calculado que puede escribir cuatro libros al año. Si se venden cien mil ejemplares de cada uno, se hará millonaria en unos años. Entonces abriremos un centro de adelgazamiento.

—¿Quiénes?

—Ella y yo y mi hermano y sus otros primos. Más dos tíos que viven todavía en Irán, pero están de camino. Aunque tal vez entren con pasaporte turco. No lo hemos decidido aún. Seremos once socios.

—¿Qué clase de centro? ¿Es realmente tan fácil conseguir permiso de residencia en Suecia? ¿No se controlan los pasaportes?

—Un sitio donde las personas gordas se vuelven delgadas. Es muy difícil obtener permiso de residencia en Suecia. Hay que saber cómo hacerlo. Entonces resulta fácil.

—Y tú lo sabes.

—Lo saben todos.

—¿Y cómo se hace?

—Se viaja hasta aquí. Te dejan entrar o eres expulsado. Si te dejan entrar, el asunto está concluido. Si te expulsan, también.

—¿Cómo?

—No hay que dejar que te expulsen.

—¿Es posible?

—Claro que sí. Se huye del campamento de refugiados. O bien te cambias el nombre por el de alguien. O, simplemente, te escondes bajo la tierra. También hay iglesias donde se puede buscar refugio.

Jesper Humlin protestó.

—Suena demasiado sencillo para ser cierto. Cada día leo en los periódicos acerca de personas desesperadas por quedarse aquí, que incluso intentan suicidarse para conseguirlo pero, aun así, son expulsadas.

—Es un problema que las autoridades suecas no hayan entendido las reglas del juego. Hemos tratado de enseñarles el modo de pensar de los refugiados. Pero no siempre quieren escuchar.

Jesper Humlin, como conservador que era, se sintió de repente indignado y vio ante sí una Suecia con las fronteras totalmente descuidadas, donde hordas de personas que mantenían alegres conversaciones entre sí recorrían el país.

—Suena interesante. Creía que eran nuestras autoridades las que ponían las reglas a la inmigración. No los refugiados.

—Sin embargo, sería una forma muy poco democrática de tratar una cuestión tan importante. Es obvio que los refugiados saben mucho más de su situación que algunas autoridades, ya que ningún funcionario público sabe lo que es viajar por Europa encerrado en un contenedor.

Jesper Humlin meditó en silencio la información recibida, no sólo el punto de vista del conductor del taxi sobre la inmigración a Suecia, sino también el motivo que tenía la muchacha que se llamaba Leyla para aprender a escribir. Pero le dio la impresión de que algo no cuadraba. ¿La impulsaban realmente sólo causas externas? ¿No tenía otros motivos para tratar de aprender el arte de dar forma con palabras a relatos personales? A Jesper Humlin le costaba creer que en realidad todo fuera cuestión de dinero y de un centro de adelgazamiento con una importante cantidad de familiares iraquíes inmigrantes como socios.

El taxi frenó delante de la entrada del club de boxeo, que estaba a oscuras.

—Se habrán ido a casa. Son las once y media.

Jesper Humlin se inclinó hacia delante para pagar. Todavía no sabía por qué había cambiado de idea y se había ido hasta allí. Tampoco disponía de ningún teléfono para poder pedir un taxi y marcharse. «Ya no sé por qué hago lo que hago», pensó resignado. «Es el punto de apoyo, ha desaparecido el punto de apoyo. Lo mejor que puedo hacer es volver al hotel. Sin embargo, me empeño en bajar aquí.»

—¿Estás seguro de que quieres que te deje aquí?

—Sí, lo estoy.

Jesper Humlin salió del vehículo y vio cómo desaparecía después de arrancar bruscamente y patinar en la nieve derretida. «¿Qué demonios hago yo aquí?», pensó. Empujó con furia la puerta, que naturalmente estaba cerrada. Luego se sobresaltó y se volvió. Una persona se dirigía hacia él entre las sombras. «Me va a asaltar», pensó. «Voy a ser asaltado y apuñalado y tal vez muera aquí en medio de la nieve derretida.» Luego vio que era Tanja la que estaba allí. Su largo cabello estaba empapado. Temblaba de frío. Pero por primera vez no dirigía la mirada hacia un punto indefinido en el horizonte. Ahora lo miraba directamente a los ojos. Y sonreía. Jesper Humlin comprendió de repente que había estado allí esperándolo. Cuando todos los demás habían abandonado la idea de que fuera, Tanja se había quedado, mojándose en la oscuridad.

—Siento haber llegado tan tarde. Pero el tren tuvo una avería. Además, Tea-Bag desapareció del tren. ¿Sabes dónde vive?

Ella no contestó. «¿Comprenderá lo que digo?», pensó. «Tiene que entender algo de sueco. ¿O es que no quiere hablar de Tea-Bag?»

—Está cerrado —dijo él—. No podemos entrar. Todos se han ido a casa. Puedo entenderlo, puesto que he llegado tan tarde.

Jesper Humlin se dio cuenta al momento de que ella entendía perfectamente lo que decía. Sacó un montón de llaves y ganzúas del bolsillo del anorak, se puso una pequeña linterna entre los dientes y empezó a manipular la cerradura de Pelle Törnblom. Al no lograr abrirla, sacó una palanca que llevaba en una bota, buscó a lo largo del marco de la puerta, metió la palanca y forzó la puerta. Antes de que Jesper Humlin tuviera tiempo de protestar, ya lo había conducido al oscuro vestíbulo y había cerrado la puerta rota.

—¿Esto no es un allanamiento de morada?

Tanja no contestó. Ya iba de camino a la habitación que tenía la ventana sellada con clavos. La luz de la linterna exageraba las imágenes de los carteles que había pegados a las paredes. Ojos amenazantes de boxeadores lo miraban. La siguió. Ella encendió la luz.

—¿No se verá la luz desde fuera?

—La luz no atraviesa las ventanas selladas ni siquiera en Suecia.

Hablaba despacio, buscando cada palabra, como un ciego busca un lugar seguro para apoyar sus pies. Oyó que el tono de su voz era como el de una campana, frágil y decidido a la vez.

—Puede habernos visto alguien.

—Nadie nos ha visto.

Jesper Humlin pensó en el gran manojo de llaves y en la palanca que se había sacado de la bota.

—¿Has forzado puertas anteriormente?

Él mismo pudo oír lo estúpida que sonaba su pregunta. Pero era demasiado tarde para retirarla. Tanja se hundió en la silla en la que se había sentado durante el primer encuentro que tuvieron. Se quitó el anorak y la mochila que él, por primera vez, se dio cuenta de que llevaba, se retiró el pelo mojado de la cara y puso ante sí su cuaderno y un bolígrafo. «Está preparada para empezar», pensó Jesper Humlin. «¿Qué hago yo ahora?»

Luego comprendió que acababa de vivir el inicio de lo que podía ser un relato. Tomó algunas notas mentalmente: «Oscuridad, taxi, club de boxeo, Tanja, robo, un local vacío con ventanas selladas. Aquí nace, una noche, un gran relato sobre la Suecia de nuestros días». Se quitó el abrigo y se sentó en su silla. Ella lo siguió atenta con la mirada.

—Dibujaste un corazón —comenzó diciendo él—. ¿El corazón de quién?

En vez de contestar, abrió la mochila y vació el contenido sobre la mesa. Jesper Humlin miró asombrado los objetos que salían. Allí había de todo, desde iconos en miniatura hasta pifias, entradas de cine rotas, chupetes, un abridor de latas, un trozo de cristal de una lámpara y dos sobres marrones. Tanja le puso los sobres delante. El no entendía qué quería que leyera. Cuando intentó abrir uno de los sobres, ella, enfadada, dio un golpe en la mesa. Entonces él cogió el otro sobre y sacó el papel que contenía. Era una resolución de la Comisión de Extranjería. «La Comisión de Extranjería, en asamblea ordinaria del día 12 de agosto de 1997, ha decidido denegar su apelación de solicitud de permiso de residencia permanente en Suecia.»

La carta iba dirigida a Inez Liepa y el motivo de tal denegación era que había facilitado datos falsos, tanto de su nombre y nacionalidad como de la razón de su solicitud de asilo en Suecia. En el margen alguien había garabateado unos corazones de los que goteaba sangre o lágrimas. Jesper Humlin supuso que no los había hecho el funcionario responsable.

Levantó el otro sobre marrón. Era de la Central de Policía de Västerås, y en él se comunicaba que la persona que manifestaba ser Inez Liepa y ser ciudadana rusa sería expulsada de Suecia el 14 de enero de 1998. Jesper Humlin dejó el papel a un lado. Ella lo miraba con atención. «No puedo estar seguro del nombre de ninguna de estas personas», pensó. «Primero Tea-Bag, que tal vez se llama Florence, y ahora Inez que se hace llamar Tanja.» No podía ocultar su indignación.

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