Telón (21 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Telón
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Franklin agregó:

—He aquí una cosa que nos separa. Yo no pienso igual...

Le observé, extrañado. Él inclinó la cabeza, sonriendo levemente.

—Es cierto —insistió—. Puesto que la muerte ha de llegar de todos modos, ¿qué más da que sea antes que después?

—Y pensando así, ¿por qué diablos se hizo usted médico? —le pregunté, algo irritado.

—Mi querido amigo: la labor del médico no consiste en aplazar lo más posible el final. Su misión es más elevada: consiste en mejorar la vida. Cuando un hombre lleno de salud muere, la cosa carece de importancia realmente. Cuando muere un imbécil, o un cretino, la humanidad no pierde nada... Ahora, si mediante un tratamiento acertado de ciertas glándulas usted puede convertir a un cretino en un hombre saludable y normal, corrigiendo definitivamente su deficiente tiroides, habrá originado un hecho de la máxima importancia, en mi opinión.

Escruté el rostro de mi interlocutor con más curiosidad que antes. Desde luego, pensaba que de haberme encontrado en cama con la gripe no me hubiera decidido a llamar al doctor Franklin, pero tenía que rendir tributo a su ruda sinceridad. Estaba poseído por una clara energía. Yo había advertido cierto cambio en él, tras la muerte de su esposa. Había prescindido, por supuesto, de todos los signos exteriores reveladores de la pérdida sufrida. Lo veía más vivo, menos distraído, saturado de nuevos impulsos, fortalecido.

De pronto, me dijo, interrumpiendo mis reflexiones:

—Usted y Judith no se parecen, ¿en?

—No, supongo que no.

—¿Es ella más bien como era su madre? Reflexioné una vez más. Luego, contesté que no con un lento movimiento de cabeza.

—Mi esposa era una criatura alegre, que reía a todas horas. No solía tomar las cosas en serio... Intentó que yo la imitara, sin mucho éxito, me temo.

Franklin sonrió débilmente.

—Usted es más bien el clásico padre duro, ¿no? Así se expresa Judith. Judith no suele reír mucho... Es una joven bastante seria. Supongo que trabaja demasiado. Creo que de esto tengo yo la culpa.

El hombre se quedó de pronto absorto en sus pensamientos.

—Su trabajo debe de ser muy interesante —dije por decir algo.

—¿Cómo?

—He dicho que su trabajo debe de ser muy interesante.

—Sólo para media docena de personas. Para los demás resulta condenadamente aburrido... Probablemente estén en lo cierto estos últimos. De tocios modos... —Franklin echó la cabeza hacia atrás, cuadrando los hombros. De repente, me pareció lo que era en realidad: un hombre fuerte, varonil—. ¡Se me ha ofrecido la oportunidad de mi vida! ¡Dios mío! Puedo proclamarla en voz alta. La gente del Minister Institute me lo hizo saber hoy. El puesto estaba aún por cubrir y es mío. Dentro de diez días puedo empezar a trabajar.

—¿En África?

—Sí. Es algo grande, ¿eh?

—¿Tan pronto?

Yo estaba impresionado.

Franklin escrutó mi cara.

—¿Qué quiere usted decir con eso de tan pronto? ¡Ah! —Su rostro se iluminó al comprender—. Usted estaba pensando en la muerte de Bárbara... ¿Por qué había de dejar pasar más tiempo? ¿Debo fingir pensando en el qué dirán que su muerte no ha sido el mayor de los alivios para mí?

Parecía sentirse divertido al observar la expresión asustada de mi rostro.

—Lo siento. No dispongo de tiempo para perderlo adoptando actitudes convencionales. Me enamoré de Bárbara en su día... Era una chica preciosa. Nos casamos y al año todo lo del principio se había esfumado. Ni siquiera creo que durara un año... Desde luego, yo le produje una gran desilusión. Ella se figuró que podía influir en mí. Se llevó un chasco. Yo soy, por naturaleza, egoísta, obstinado, y acabo por hacer siempre lo que me propongo.

—Pero usted rechazó ese puesto de África por ella —le recordé.

—Sí. Se trataba, sin embargo, de una cuestión esencialmente económica. Me propuse que Bárbara llevara la vida que había llevado siempre. De haberme marchado, sus recursos financieros habrían quedado muy disminuidos. Pero ahora... —Franklin sonrió. Su gesto era sincero, franco, infantil—, ahora la suerte ha empezado a sonreírme.

Yo me sentía indignado. Ya sé que hay muchos hombres que encajan la pérdida de la esposa sin experimentar el menor dolor, pero al menos no hacen gala de ello, normalmente. Lo que estaba viendo en Franklin resultaba escandaloso.

Adivinó lo que estaba pensando, pero no por eso abdicó de su actitud.

—La verdad es raras veces apreciada. No obstante, evita lamentables pérdidas de tiempo y muchas palabras inútiles.

Inquirí, con aspereza:

—¿Y no le disgusta a usted saber que su esposa se suicidó?

Él replicó, caviloso:

—Yo no creo que ella se suicidara. Es muy improbable...

—¿Pues qué cree usted que pasó entonces?

—No lo sé. Creo que... no quiero saberlo. ¿Me entiende?

La expresión de sus ojos era ahora fría y dura.

—No quiero saberlo —repitió—. No me interesa. ¿Me comprende?

No le comprendía. Ni me gustaba en absoluto aquello.

3

No sé en qué momento me di cuenta de que a Stephen Norton le preocupaba algo. Se había mostrado muy silencioso tras la encuesta. Después del funeral, le vi caminar como sin rumbo y con los ojos fijos en el suelo, frunciendo el ceño. Tenía la costumbre de pasarse los dedos por entre los cabellos, grisáceos y cortos, dejando sus puntas erizadas. Se trataba de un movimiento inconsciente y cómico, que revelaba cierta perplejidad. Si se le hablaba en estas circunstancias, daba unas respuestas distraídas. Finalmente, llegué a la conclusión de que algo le traía caviloso. Le pregunté a modo de sondeo si había recibido alguna mala noticia de un tipo u otro, contestándome con una negativa inmediatamente.

Pero más adelante me dio la impresión de que intentaba conocer mi opinión sobre el asunto en que había estado pensando. Le vi entonces torpe, tendiendo a dar muchos rodeos.

Tartamudeando un poco, cosa que le pasaba siempre que abordaba con seriedad un tema de conversación, se recreó en una complicada historia centrada en una cuestión de ética.

—Usted sabe, Hastings, que debiera resultarnos a todos muy sencillo decir cuando una cosa es acertada o errónea... Sin embargo, cuando llega el caso, eso no es sencillo. Verá... Uno puede llegar a conocer algo... algo que está destinado a otra persona... Ha sido un hecho accidental... Uno no puede aprovecharse, pero es que puede ser de la máxima importancia... ¿Usted me comprende?

—No muy bien, a decir verdad —confesé. Norton frunció el ceño de nuevo. Se pasó los dedos por los cabellos, erizándolos por las puntas, como en tantas otras ocasiones.

—Resulta difícil de explicar. Vamos a ver... Supongamos que usted ha leído algo en una carta privada una carta que ha sido abierta por error... una carta destinada a otra persona... Usted ha comenzado a leer-la porque creía que estaba dirigida a su nombre. Por tal causa, lee algo que no hubiera debido saber. Esto sucede antes de que comprenda lo que ha pasado... Es una cosa que puede ocurrir, ¿verdad?

—¡Oh, sí! ¡Claro que puede ocurrir!

—Bueno, y en este caso, ¿qué es lo que debe uno hacer?

Estudié el problema durante unos momentos.

—Supongo que lo lógico es ir a la persona interesada y decirle: «Lo siento, pero abrí esta carta por error».

Norton suspiró, alegando que la cuestión no era tan simple como yo creía.

—Sucede, Hastings, que uno ha leído algo... bastante delicado...

—Cuya divulgación sentará mal a la otra persona, ¿quiere usted decir? En ese caso, habría que fingir que en el error no se había llegado a determinada parte, que uno se dio cuenta de la equivocación oportunamente.

—Sí... —contestó Norton al cabo de unos segundos.

No parecía pensar que hubiéramos desembocado en una solución satisfactoria del problema. Añadió, más caviloso que nunca:

—¡Cómo me gustaría saber qué es lo que debo hacer! Manifesté que no acertaba a descubrir otra salida.

Norton declaró, con el ceño más fruncido que nunca:

—Hay algo más, Hastings... Supongamos que lo que uno leyó fuese... fuese de bastante importancia para alguien más.

Perdí la paciencia.

—La verdad, Norton: no le entiendo. ¿Cómo va a poder ir de un lado para otro leyendo las cartas ajenas?

—No, no, desde luego que no. No me refería a eso. Además, no fue una carta... Hablé de ella para intentar explicarme. Naturalmente, una cosa vista, oída o leída accidentalmente debemos reservárnosla, a menos que...

—¿A menos que... ?

Norton respondió lentamente:

—A menos que se trate de algo acerca de lo cual estemos obligados a hablar.

Miré con atención a mi interlocutor repentinamente interesado.

Él continuó diciendo:

—Vamos a ver... Digámoslo así: supongamos que uno ha visto algo mirando por... el ojo de una cerradura...

¡Esta última frase me hizo pensar en Poirot! Norton continuó hablando:

—Lo que yo quiero decir es... Puede existir una razón válida, una razón que justifique el hecho de mirar por el ojo de la cerradura. Por ejemplo: la llave pudo quedarse en ella y con el deseo de comprobar si fue o no así... Claro, caben otras cosas... Y entonces uno sorprende lo que nunca había esperado ver...

Por un momento, me desentendí de sus vacilantes frases. Se me había venido algo a la memoria. Me acordé de cierto día, cuando hallándonos fuera de la casa Norton se llevara los prismáticos a los ojos para observar los movimientos de un pájaro carpintero. Le había visto de pronto nervioso, embarazado, tratando por todos los medios de impedir que yo mirara por los gemelos. En aquellos instantes, yo había llegado a la conclusión de que él acababa de ver algo que estaba relacionado conmigo... Pensaba en Allerton y Judith. Pero, ¿y si no había sido eso? ¿Y si él había visto otra cosa? Yo había supuesto que se trataba de Allerton y Judith porque su amistad constituía para mí una obsesión. No podía apartar mi imaginación de aquel problema.

Bruscamente, inquirí:

—¿Fue algo que usted vio a través de sus prismáticos?

Norton se sintió sobresaltado y aliviado a la vez.

—¿Cómo lo adivinó, Hastings?

—Fue aquel día en que usted, Elizabeth Cole y yo coincidimos en un punto cercano a la casa, ¿no?

—Sí, sí.

—Y usted no quiso que yo viera aquello, ¿eh?

—Es que... Era algo que no hubiéramos debido ver ninguno de nosotros.

—¿De qué se trataba?

Norton frunció el ceño de nuevo.

—Espere... ¿Debía decirlo, realmente? Era... era como espiar. Yo vi algo que no hubiera debido ver. No era aquello lo que buscaba... Estuve observando, ciertamente, un pájaro carpintero, una avecilla encantadora. Y luego... luego vi la otra cosa.

Norton guardó silencio. Yo sentía curiosidad, mucha curiosidad, pero decidí respetar sus escrúpulos.

Inquirí:

—¿Se trataba de algo... de importancia?

Mi interlocutor repuso, vacilante:

—Podía ser importante, no sé...

Pregunté a continuación:

—¿Es algo que está relacionado con la muerte de la señora Franklin?

Norton se sobresaltó.

—Es raro que haya dicho usted eso.

—¿Tiene o no tiene nada que ver con la muerte de la señora Franklin?

—No, no... Es decir, directamente. Pero pudiera haber una relación —añadió, pensativo—: Proyectaría una nueva luz sobre determinadas cosas. Significaría que... ¡Oh! ¡Diablos! ¡No sé qué hacer!

Me encontraba en un dilema. Me consumía la curiosidad, pero observaba que Norton se resistía a contar lo que había visto. Comprendía su actitud. A mí, en su caso, me hubiera ocurrido lo mismo. Siempre resulta desagradable hacerse con una información llegada a nuestro poder por un medio que cualquier persona ajena al asunto no vacilaría en calificar de dudoso.

Finalmente se me ocurrió una idea.

—¿Por qué no consulta el caso con Poirot?

—¿Con Poirot?

Norton se mostró vacilante una vez más.

—Sí. Pídale consejo.

—Bien. Es una salida. Sólo que... desde luego, él es un extranjero...

El hombre calló, poseído por cierta desazón.

Sabía lo que estaba pensando. Me eran demasiado familiares determinadas observaciones de Poirot sobre el tema de la «participación en el juego». Me pregunté por qué mi amigo no había pensado también en dedicarse a estudiar los pájaros valiéndose de unos prismáticos. Lo habría hecho, de haber pensado en aquello.

—Sabrá respetar sus confidencias —apremié—. Y si no le gustan sus consejos no tiene por qué seguirlos.

—Es verdad —consideró Norton, menos preocupado, evidentemente—. Sí, Hastings. Eso es lo que voy a hacer.

4

Me quedé atónito al comprobar la reacción de Poirot al escuchar mis palabras.

—¿Qué es lo que está usted diciendo, Hastings?

Dejó la fina tostada que había estado mordisqueando, adelantando la cabeza hacia mí.

—Explíquese, explíquese de nuevo, rápidamente.

Volví a contarle la historia.

—Aquel día él vio algo a través de sus prismáticos —repitió Poirot, pensativo—. Algo que no ha querido decirle —su mano salió disparada, oprimiendo mi brazo—. No habrá referido a nadie nada de esto, ¿eh?

—No creo... Bueno, estoy seguro de que no.

—Tenga mucho cuidado, Hastings. Es muy importante que no hable con nadie... Ni siquiera una insinuación es permisible. Lo contrario podría ser peligroso.

—¿Peligroso?

—Muy peligroso.

Poirot estaba muy serio.

—Hable con él,
mon ami
. Que venga a verme esta tarde. Una visita amistosa, simplemente, ¿comprende? Nadie debe sospechar que me visita por un motivo especial. Y sea prudente, Hastings. Tenga mucho, mucho cuidado. ¿Cuál es la otra persona que dijo usted que les acompañaba cuando lo de los prismáticos?

—Elizabeth Cole.

—¿Observó ella algo raro en las maneras de Norton?

Me esforcé por recordar...

—No lo sé. Es posible. ¿Le pregunto si... ?

—Usted no va a preguntar nada, Hastings, absolutamente nada.

Capítulo XVI
1

Pasé a Norton el mensaje de Poirot.

—Subiré a verle, ciertamente, con mucho gusto. Ahora, lamento haber hablado de esto, Hastings. Ni siquiera debí mencionarlo ante usted...

—A propósito —contesté—. No habrá formulado ningún comentario sobre ese particular en otra parte, hallándose con otras personas, ¿eh?

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