Temerario II - El Trono de Jade (24 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario II - El Trono de Jade
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Laurence se quedó atónito ante una apelación tan directa y supuso que Hammond había demostrado tener razón: la única explicación posible para tal cambio de actitud era que Yongxing estuviera cada vez más convencido de que era imposible engañar a Temerario para que se apartara de él. Pero, aunque en otras circunstancias se habría alegrado al ver que Yongxing renunciaba a sus intentos de separarlos, Laurence se sintió aún más inquieto. Era obvio que entre ellos no existía ningún interés común, y no comprendía qué motivos podía tener Yongxing para buscar alguno.

—Señor —dijo después de un momento—, debo cuestionar sus acusaciones de malos tratos. En cuanto a los peligros de la guerra, son un riesgo común para aquellos que se dedican a servir a su país. Su Alteza no puede esperar de mí que considere inaceptable tal opción cuando él la ha elegido voluntariamente. Yo mismo la he escogido de esa manera, y considero un honor afrontar ese tipo de riesgos.

—Sin embargo, es usted un hombre de origen mediocre, y como militar su rango no es demasiado alto. Debe de haber decenas de miles de hombres como usted en Inglaterra —dijo Yongxing—. No puede compararse a sí mismo con un Celestial. Tenga en cuenta la felicidad del dragón y escuche mi petición. Ayúdenos a devolverlo a su legítimo lugar, y después despídase de él con alegría, hágale creer que no siente pesar por irse para que él pueda olvidarle con más facilidad y encontrar un compañero apropiado a su categoría. Seguramente, su deber no consiste en rebajarlo al nivel de usted, sino en comprobar que disfruta de todas las ventajas a las que tiene derecho.

Yongxing no recurrió a un tono ofensivo para estos comentarios, sino que los hizo con seriedad, como quien afirma hechos escuetos.

—Señor, yo no creo en ese tipo de amabilidad que consiste en mentir a un ser querido y en engañarle por su propio bien —replicó Laurence, que aún no estaba muy seguro de si debía sentirse ofendido o interpretar aquello como un intento de apelar a sus mejores instintos. Pero sus dudas se disiparon de repente cuando Yongxing insistió:

—Sé que lo que le pido es un gran sacrificio. Tal vez las esperanzas de su familia se vean defraudadas, y además se le entregó una gran recompensa por llevarlo a su país y ahora es posible que se la confisquen. Nosotros no deseamos que se enfrente a la ruina. Haga lo que le pido y recibirá diez mil
taels
de plata junto con el agradecimiento del emperador.

Laurence se le quedó mirando de hito en hito y después enrojeció de vergüenza. Por fin, cuando consiguió dominarse lo suficiente para hablar, le dijo con amargo resentimiento:

—Es una suma magnífica, sin duda, pero no hay plata suficiente en China para comprarme, señor.

Su intención era marcharse en el acto; pero al escuchar su negativa Yongxing se quitó la careta de paciencia que había llevado puesta durante toda la entrevista y dijo, ya fuera de quicio:

—Es usted un estúpido. No
podemos
permitir que siga siendo compañero de Lung Tien Xiang, y al final le enviaremos de vuelta a su país. ¿Por qué no acepta mi oferta?

—No dudo que usted pueda separarnos por la fuerza en su propio país —aceptó Laurence—, pero será usted quien lo haga, no yo. Y él sabrá hasta el final que yo soy tan leal como lo es él mismo —quería marcharse. No podía retar a Yongxing ni golpearle, y lo único que podía satisfacer en parte la profunda y violenta sensación de haber sido injuriado era salir de allí, pero la magnífica invitación que le brindaba el príncipe para discutir ofrecía al menos un escape a su ira. Laurence añadió con todo el desprecio que pudo imprimir en sus palabras—: No se moleste en intentar embaucarme más. Puede estar seguro de que todos sus sobornos y maquinaciones van a fracasar como ahora, y tengo demasiada fe en Temerario como para imaginar que consigan convencerlo de que prefiera una nación donde una discusión como ésta se considera el modo
civilizado
de hacer las cosas.

—Habla usted con ignorante desprecio de la nación más importante del mundo —dijo Yongxing, que también estaba cada vez más enfadado—. Es igual que todos sus compatriotas, que no muestran ningún respeto por quienes son superiores y nos insultan al menospreciar nuestras costumbres.

—Motivo por el cual podría considerar que le debo una disculpa, señor, si usted no me hubiera insultado a mí mismo y a mi país numerosas veces, o si hubiera mostrado alguna vez respeto por otras costumbres distintas de las suyas propias —repuso Laurence.

—Nosotros no codiciamos nada que les pertenezca, ni queremos obligarles a que adopten nuestras costumbres —replicó Yongxing—. Desde su pequeña isla han venido a nuestro país, y gracias a nuestra amabilidad les hemos permitido comprar el té, la seda y la porcelana que con tanta pasión desean, pero aun así no están satisfechos y reclaman siempre más y más, mientras sus misioneros tratan de propagar su religión extranjera y sus mercaderes trafican con opio desafiando a la ley. Nosotros no necesitamos sus baratijas ni sus relojes ni sus lámparas ni sus cañones. Nuestro país es autosuficiente. Estando en una posición tan desigual, deberían mostrar el triple de agradecimiento y sumisión al emperador, pero en vez de eso acumulan los insultos uno tras otro. Ya hemos tolerado esta falta de respeto demasiado tiempo.

Yongxing enumeró con vehemencia y pasión esta lista de agravios tan alejados del tema que discutían. Era lo más sincero e improvisado que Laurence le había oído decir hasta el momento, y no pudo esconder la sorpresa en su rostro. Al darse cuenta, Yongxing recordó cuál era la situación y refrenó su torrente verbal. Durante un rato permanecieron en silencio. Laurence estaba indignado y era tan incapaz de formular una respuesta como si Yongxing le hubiera hablado en su lengua nativa. Aquella descripción de las relaciones entre sus países, que mezclaba a misioneros cristianos con contrabandistas y que se negaba absurdamente a reconocer los beneficios del libre comercio para ambos bandos, le había dejado desconcertado.

—Señor, como no soy un político no puedo discutir con usted asuntos de relaciones exteriores —dijo al fin—, pero defenderé hasta mi último aliento el honor y la dignidad de mi país y de mis compatriotas. Ningún argumento le valdrá para conseguir que yo actúe de una forma deshonrosa, y con Temerario aún menos.

Yongxing había recobrado la compostura, aunque todavía parecía muy contrariado. Meneó la cabeza, frunció el ceño y dijo:

—Si no se deja persuadir en consideración a Lung Tien Xiang o a usted mismo, ¿por qué no sirve al menos a los intereses de su nación? —con enorme y evidente renuencia, añadió—: El que les abramos otros puertos además de Cantón es innegociable, pero permitiremos que su embajador permanezca en Pekín, ya que tanto lo desean, y aceptaremos no hacer la guerra contra ustedes ni sus aliados siempre que mantengan la obediencia debida al emperador. Eso es todo lo que les podemos garantizar si usted facilita el regreso de Lung Tien Xiang.

Terminó y aguardó una respuesta. Laurence se quedó inmóvil, pálido y sin aliento. Después, dijo de forma casi inaudible:

—No.

Y sin esperar a oír más palabras, se dio la vuelta y salió de la estancia, apartando las cortinas al pasar.

Subió a la cubierta casi a ciegas y encontró a Temerario apaciblemente dormido, con la cola enroscada alrededor del cuerpo. Sin tocarlo Laurence se sentó en un arcón que había al borde de la cubierta, agachó la cabeza para no toparse con ninguna mirada y se agarró las manos para que nadie las viera temblar.

—Se habrá negado usted, supongo… —dijo Hammond de forma inesperada. Laurence, que estaba preparado para afrontar sus furiosos reproches con gesto impasible, se quedó mirándole—. ¡Gracias a Dios! No se me había ocurrido que podía intentar un acercamiento tan directo, ni mucho menos tan pronto. Debo pedirle, capitán, que se asegure de no comprometernos con ninguna de sus propuestas sin consultarme antes en privado, por muy atractivas que puedan parecerle. Ni aquí en el barco ni después de que lleguemos a China —añadió como si se le acabara de ocurrir—. Ahora, por favor, vuelva a explicármelo. ¿Es cierto que le ofreció una promesa de neutralidad y una embajada permanente en Pekín?

Sus ojos brillaron un instante como los de un depredador, y Laurence tuvo que rastrear los pormenores de la conversación en su memoria para responder a sus numerosas preguntas.

—Estoy seguro de que lo recuerdo bien. Ha dicho muy tajante que nunca abrirán otros puertos —protestó Laurence cuando Hammond desplegó sus mapas de China y empezó a especular en voz alta sobre cuál sería el puerto más ventajoso y preguntó a Laurence qué lugares le parecían más apropiados para el transporte marítimo.

—Sí, sí —dijo Hammond, desechando sus objeciones con un gesto de la mano—, pero si ha llegado hasta el punto de admitir la posibilidad de una embajada permanente, ¿cuántas concesiones más podemos esperar de él? Ha de saber que el propio Yongxing es enemigo acérrimo de cualquier intercambio con Occidente.

—Me consta —dijo Laurence. Estaba aún más sorprendido de que Hammond lo supiera, dados sus esfuerzos continuos por establecer buenas relaciones.

—Nuestras posibilidades de ganarnos al propio príncipe Yongxing son muy pequeñas, aunque espero que hagamos algún avance —dijo Hammond—, pero es muy alentador descubrir que en esta fase ya está tan ansioso por obtener su colaboración. Es evidente que desea llegar a China con hechos consumados, y la única razón debe de ser que sospecha que es posible convencer al emperador para que nos conceda unos términos aún menos satisfactorios para él.

»Él no es el heredero del trono —añadió Hammond, viendo que Laurence tenía dudas—. El emperador tiene tres hijos, y el mayor, Mianning, ya es adulto y supuestamente es el príncipe heredero. Eso no quiere decir que el príncipe Yongxing no tenga influencias; de lo contrario, no le habrían dado tanta autonomía como para enviarle a Inglaterra. Pero este intento por su parte me hace pensar que puede haber más esperanzas de las que creíamos. Si al menos… —aquí se desanimó de repente y se dejó caer en la silla sin hacer caso a los mapas—… si al menos los franceses no hubieran ganado influencia ya entre las mentes más liberales de la corte… —terminó en voz baja—. Pero me temo que eso explicaría muchas cosas; en particular por qué les dieron aquel huevo. Me juego el cuello.

»Sospecho que ellos se las han arreglado para insinuarse ante los chinos. Entretanto, nosotros, desde que expulsaron a Lord Macartney, hemos estado sentados felicitándonos por nuestra preciosa dignidad y sin efectuar ningún intento real de restablecer las relaciones con ellos.

Laurence se sintió casi tan culpable y disgustado como antes. Era bien consciente de que su negativa no había obedecido a argumentos tan racionales y admirables, sino que había sido un acto completamente reflejo. Desde luego, nunca accedería a mentirle a Temerario ni a abandonarlo en una situación desagradable o cruel, pero Hammond podía presentarle otras demandas más difíciles de rechazar. Si les ordenaban separarse para asegurar un tratado realmente ventajoso, el deber de Laurence le exigiría no sólo hacerlo, sino además convencer a Temerario para que obedeciera, aunque fuese contra su voluntad. Hasta el momento se había consolado con la creencia de que los chinos no iban a ofrecerles unas condiciones satisfactorias, pero ahora le habían despojado de esta reconfortante ilusión, y el dolor de su separación se cernía cada vez más cercano con cada milla de mar que avanzaban.

Dos días después salieron de Costa del Cabo, para alivio de Laurence. La misma mañana de su partida habían traído de tierra adentro una partida de esclavos a los que habían encerrado en unos calabozos provisionales a la vista de la nave. Después tuvieron que presenciar una escena aún más espantosa, ya que los esclavos todavía no estaban agotados por un largo confinamiento ni se habían resignado a su destino, y cuando las puertas del sótano se abrieron para recibirlos como la boca de una tumba, algunos de los hombres más jóvenes se rebelaron.

Evidentemente, durante el camino hasta allí habían encontrado algún modo de soltarse. Dos de los guardias cayeron al momento, golpeados por las propias cadenas con las que habían aherrojado a los esclavos, y los demás empezaron a retroceder y a disparar indiscriminadamente, llevados por el pánico. Un pelotón de guardias acudió corriendo desde sus puestos y se añadió a la reyerta.

Fue un intento desesperado, aunque valiente, y la mayor parte de los hombres que se habían soltado de las cadenas huyó buscando la libertad cada uno por su cuenta. Algunos corrieron hacia la playa y otros hacia la ciudad. Los guardias consiguieron reunir de nuevo a los esclavos que seguían encadenados y empezaron a disparar contra los que se escapaban. Mataron a la mayoría antes de que pudieran perderse de vista. Inmediatamente después organizaron grupos de búsqueda para encontrar a los demás, a los que delataban su desnudez y las marcas de las cadenas. El camino polvoriento que llevaba a las mazmorras estaba enfangado de sangre, y los cadáveres se apiñaban terriblemente quietos entre los supervivientes. Muchas mujeres y muchos niños habían muerto en la acción. Los negreros ya estaban obligando a bajar al sótano a los esclavos que seguían con vida, aunque algunos de éstos tuvieron que quedarse a quitar los cadáveres de en medio. Habían pasado menos de quince minutos.

No hubo gritos ni cánticos cuando levaron el ancla, y la operación tardó más tiempo de lo habitual. Aun así, el contramaestre, que solía ser expeditivo ante cualquier signo de holgazanería, no usó el bastón contra nadie. El día volvía a ser húmedo y pegajoso, y tan caluroso que la brea se derretía y caía de las jarcias en grandes goterones, algunos de los cuales acababan aterrizando sobre la piel de Temerario, para disgusto del dragón. Laurence ordenó a los mensajeros y alféreces que vigilaran provistos de cubos y trapos para limpiarle tan pronto como le caían encima las gotas de alquitrán, y al final de la jornada también ellos estaban exhaustos y sucios.

El día siguiente fue más de lo mismo, y también los otros tres que le siguieron. A babor la costa era una jungla enmarañada e impenetrable, rota tan sólo por acantilados y deslizamientos de rocas. Debían permanecer atentos en todo momento para mantener el barco a una distancia segura y en aguas profundas, ya que tan cerca de tierra firme los vientos eran extraños y variables. Los hombres llevaban a cabo sus tareas en silencio y con gesto adusto bajo el calor del día: las malas noticias sobre Austerlitz ya se habían propagado entre ellos.

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