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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (10 page)

BOOK: Tempestades de acero
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Cuando a la mañana siguiente, completamente empapado, salí de la galería, no podía dar crédito a lo que mis ojos contemplaban. Aquella zona, a la que hasta entonces había impreso su sello la soledad de la Muerte, tenía ahora la animación propia de una feria. A las guarniciones de las dos trincheras enfrentadas el barro las había empujado a saltar fuera de los parapetos, y ya se había iniciado a través de las alambradas un intenso tráfico e intercambio de bebidas, cigarrillos, botones de uniforme y otras cosas. La muchedumbre de figuras vestidas de caqui que afluía de las trincheras inglesas, tan desiertas hasta entonces, causaba un efecto desconcertante; eran como espectros que apareciesen en la clara luz de la mañana.

De repente salió del lado de allá un disparo que hizo que uno de nuestros hombres se derrumbase muerto sobre el barro. Ambos bandos desaparecieron entonces como topos en las trincheras. Me dirigí a la parte de nuestra posición que se hallaba frente a la zapa inglesa y a gritos comuniqué a los hombres del otro lado que quería hablar con un oficial. Algunos ingleses se dirigieron efectivamente hacia atrás y al poco tiempo trajeron consigo, desde su trinchera principal, a un hombre joven. Con mis prismáticos pude ver que solamente se diferenciaba de los demás en que su gorra era de mejor calidad. Al principio la conversación se desarrolló en inglés, y luego, un poco más fluidamente, en francés, mientras la tropa que nos rodeaba escuchaba con atención. Le recriminé que uno de nuestros hombres hubiera sido muerto por un disparo hecho con insidia. Él me respondió que no había sido su compañía, sino la de al lado, la que había cometido aquella perfidia.

Cuando algunas balas disparadas desde el sector vecino al nuestro fueron a dar cerca de su cabeza, dijo:


Il y a cochons aussi chez vous!

Al oír estas palabras me dispuse a ponerme a cubierto. Sin embargo, seguimos hablando de varios asuntos. La manera en que lo hacíamos expresaba un respeto casi deportivo por el otro, y al acabar nos habría gustado intercambiar algunos regalos como recuerdo.

Con el fin de que las cosas volvieran a quedar claras entre nosotros, nos declaramos solemnemente la guerra; comenzaría tres minutos después de que se interrumpieran las conversaciones. El me dijo: «
Guten Abend!
», yo le respondí: «
Au revoir!
», y con gran pesar de mis hombres disparé un tiro contra su escudo de protección. A él siguió inmediatamente un tiro desde el otro lado, que a punto estuvo de arrancarme de las manos el fusil.

Por vez primera pude echar en esta ocasión un vistazo al terreno intermedio que se extendía delante de la zapa, ya que en otros momentos no podía uno enseñar, en un lugar tan peligroso como aquél, ni siquiera la punta de la gorra. Pude observar que junto a nuestra alambrada yacía un esqueleto cuyos blancos huesos resplandecían entre los jirones de un uniforme azul. Ese día pudimos comprobar, por las insignias de las gorras inglesas, que teníamos frente a nosotros el Regimiento Hindostan-Leicestershire.

Poco después de esta conversación lanzó nuestra artillería algunos proyectiles contra la posición enemiga; acto seguido vimos cómo la gente de allá transportaba por terreno descubierto cuatro camillas, sin que, con gran contento mío, nadie disparase un solo tiro desde nuestro lado.

En la guerra he aspirado siempre a contemplar sin odio al adversario, a apreciarlo como hombre de acuerdo con su valor. Me he esforzado en buscarlo en la lucha para matarlo y no he esperado de él otra cosa. Pero nunca he pensado que fuera un ser vil. Cuando más tarde cayeron en mis manos prisioneros, me sentí responsable de su seguridad y procuré hacer por ellos todo lo que estaba a mi alcance.

El tiempo fue empeorando cada vez más a medida que se acercaban las Navidades; en la trinchera tuvimos que instalar bombas para achicar el agua. Durante este período dominado por el barro hubo también un aumento importante de nuestras bajas. Así, con fecha del 12 de diciembre encuentro en mi diario estas palabras:

«Hoy han sido enterrados en Douchy siete de nuestros hombres y han vuelto a morir por herida de bala otros dos». Y el 23 de diciembre, lo siguiente:

«El barro y la basura son cada vez mayores. Esta madrugada, a las tres, explotó como un trueno en la boca de mi abrigo una carga gigantesca. Tuve que poner a trabajar a tres hombres, que a duras penas conseguían sacar fuera el agua que penetraba como un torrente en el abrigo. Nuestra trinchera se anega sin remedio, el barro nos llega hasta el ombligo, es como para desesperarse. En el flanco derecho ha salido a la luz un muerto; por el momento lo único que se le ven son las piernas».

La Nochebuena la pasamos en la posición. Hundidos en el barro, entonamos canciones navideñas, que quedaron cubiertas, sin embargo, por el ruido de los disparos de las ametralladoras inglesas. El día de Navidad perdimos a un hombre del Tercer Sector; le dio en la cabeza una bala rebotada. Inmediatamente después intentaron los ingleses un acercamiento amistoso; colocaron en su parapeto un árbol de Navidad. Pero nuestros hombres, llenos de rabia, lo derribaron a tiros; los ingleses respondieron a su vez con granadas de fusil. De este modo tan poco grato transcurrió nuestra fiesta de Navidad.

El 28 de diciembre me hallaba de nuevo al mando del Fuerte Altenburg. Ese día un casco de metralla de una granada le arrancó un brazo a uno de mis mejores hombres, el fusilero Hohn. A otro, Heidötting, le hirió de gravedad en el muslo una de las muchas balas perdidas que merodeaban en torno a nuestro fortín situado en una depresión del terreno. También cayó mi fiel August Keller mientras se dirigía a Monchy para traerme la comida. El fue el primero de los muchos asistentes que tuve. Fue víctima de un
shrapnel
, que lo dejó tumbado en el suelo con la tráquea seccionada. Cuando se disponía a partir con la cacerola, le había dicho:

—Ve con cuidado, August, que no te sacudan un balazo por el camino.

—¡No se preocupe, mi alférez!

A poco me llamaron y lo encontré derribado en el suelo, casi junto a la entrada del abrigo; lanzaba estertores y, cada vez que inspiraba, el aire le penetraba en los pulmones por la herida del cuello. Hice que lo evacuaran; murió pocos días después en el hospital de sangre. Tanto en este caso como en otros muchos lo que me produjo un sentimiento especialmente doloroso fue el hecho de que el herido no pudiese hablar y mirase con ojos fijos y desconcertados, como si fuese un animal martirizado, a quienes trataban de ayudarlo.

Mucha sangre costó el camino que desde Monchy llevaba al Fuerte Altenburg. Corría ese camino a lo largo de la pendiente trasera de una ligera ondulación del terreno que distaría como unos quinientos pasos de nuestra primera línea. El adversario, que es muy posible que por medio de fotos aéreas hubiese comprobado que aquél era un camino muy transitado, se impuso la tarea de peinarlo a intervalos irregulares con fuego de ametralladora. A lo largo de aquel camino corría una zanja y se había dado orden rigurosa de utilizarla. Pese a ello, todo el mundo caminaba al descubierto por aquella amenazada zona, con la indiferencia habitual en el viejo soldado. Generalmente las cosas salían bien, pero el Destino arrebataba cada día a una o dos víctimas; a la larga esto acababa pesando. También en esta ocasión las balas perdidas procedentes de los cuatro puntos cardinales volvían a darse cita en la letrina, de manera que uno se veía forzado con frecuencia a salir huyendo de allí y quedar al descubierto, vestido a medias y agitando un periódico en la mano. Sin embargo, se dejó tranquilamente una instalación tan indispensable como aquélla en un lugar tan expuesto.

También el mes enero de 1916 fue un mes de trabajo agotador. Lo primero que cada pelotón hacía era sacar con palas, cubos y bombas el barro amontonado en la inmediata cercanía del abrigo; luego, tras haberse procurado un suelo firme bajo los pies, intentaba establecer contacto con los pelotones vecinos. En el bosque de Adinfer, donde estaba emplazada nuestra artillería, había destacamentos de leñadores dedicados a despojar de sus ramas a los árboles jóvenes y a partirlas para sacar de ellas largos tablones. Se rebajaron en bisel los taludes de la trinchera y se los forró con un sólido recubrimiento de madera. También se construyeron numerosos agujeros para recoger el agua, así como drenajes y canalizaciones; de este modo conseguimos otra vez, poco a poco, unas condiciones soportables. Especialmente eficaces fueron los drenajes que se hicieron en la capa de barro, que era una buena conductora de agua. De esta manera los drenajes llevaban las aguas al estrato gredoso permeable.

El día 28 de enero de 1916 los fragmentos de un proyectil que estalló junto a su escudo protector hirieron en el vientre a un hombre de mi sección. El 30, otro hombre recibió un balazo en el muslo. Cuando el 1 de febrero nos relevaron, hubo un fuego intenso en los ramales de aproximación. Un
shrapnel
fue a caer a los pies del fusilero Junge, que había sido mi asistente en otro tiempo, cuando yo estaba en la Sexta Compañía; el proyectil no estalló, sino que ardió con una llamarada larga, parecida a la de un soplete. Hubo que llevárselo de allí con graves quemaduras.

También en estos días un suboficial de la Sexta Compañía al que yo conocía muy bien, y cuyo hermano había caído pocos días antes, recibió heridas mortales de una mina de balines que se había encontrado. Dicho suboficial había desenroscado la espoleta y, al notar que la pólvora verdosa que se derramó ardía con facilidad, introdujo en el orificio un cigarrillo encendido. Como es natural, la mina explotó y le causó más de cincuenta heridas. De esta manera y de otras parecidas teníamos muy a menudo bajas que se debían al negligente descuido que trae consigo el vivir en medio de materiales explosivos. Un vecino desagradable en este aspecto era el alférez Pook, que habitaba un solitario abrigo situado en la confusa maraña de zanjas detrás del flanco izquierdo. Había ido arrastrando hasta allí un sinnúmero de gigantescos proyectiles que no habían estallado al caer y se entretenía en desenroscar sus espoletas y en desmontar sus diversas piezas, como si fueran relojes pequeños. Siempre que yo tenía que pasar por ese lado trazaba un amplio círculo alrededor de aquella inquietante morada. También ocurrían con bastante frecuencia accidentes cuando los hombres se dedicaban a aplastar las bandas de conducción, hechas de cobre, de los proyectiles no estallados, para hacerse con ellas abrecartas o pulseras.

En la noche del 3 de febrero llegamos de nuevo a Monchy, tras un período agotador pasado en la posición. A la mañana siguiente estaba sentado en mi alojamiento, situado junto a la plaza de Emmich, en el estado de ánimo propio del primer día de descanso, y bebía tranquilamente mi café, cuando una granada monstruosa, preludio de un intenso bombardeo de la población, explotó exactamente junto a mi puerta y lanzó dentro de mi habitación las ventanas. De tres zancadas llegué al sótano, al que también habían acudido ya con celeridad pasmosa todos los demás habitantes de aquel edificio. Aquel sótano estaba construido de tal manera que no quedaba completamente por debajo del nivel del suelo; no lo estaba más que a medias, y sólo lo separaba del jardín una delgada pared. Por ello todo el mundo se apretujó en la angosta y corta boca de una galería que pocos días antes se había comenzado a excavar. Con el instinto propio de los animales, mi perro pastor se introdujo gimiendo entre los cuerpos allí apretujados hasta llegar al rincón más oscuro. A lo lejos se oía a intervalos regulares una serie de disparos sordos, a los que seguía, cuando uno había contado aproximadamente hasta treinta, el aullido silbante con que se aproximaban los pesados bloques de hierro; aquel aullido terminaba en unas explosiones fragorosas que envolvían nuestra pequeña casita. Siempre que aquello sucedía penetraba por las ventanas del sótano una desagradable bocanada de aire. Terrones de tierra y cascos de metralla caían con estruendo sobre el tejado, mientras en las cuadras resoplaban y piafaban nerviosos los animales. Además, el perro seguía gimiendo y un gordo músico que allí había se ponía a chillar como si le fueran a arrancar un diente cada vez que se acercaba aquel silbido.

Por fin pasó la tormenta y de nuevo pudimos atrevernos a salir al aire libre. La devastada calle del pueblo presentaba la misma estampa animada de agitación que un hormiguero alborotado. Mi alojamiento ofrecía un aspecto lamentable. Al lado mismo de la pared del sótano la tierra había quedado desgarrada por diversos sitios, los árboles frutales estaban partidos y en medio del zaguán de la casa yacía sarcástico un proyectil que no había estallado. La techumbre había sido agujereada de mala manera. Un gran trozo de metralla había desmochado por la mitad la chimenea. En la oficina de al lado algunos fragmentos de metralla del tamaño de una mano habían perforado la pared, así como el gran armario de ropa, y habían destrozado los uniformes que allí estaban guardados para los permisos en casa.

El día 8 de febrero nuestro sector fue intensamente bombardeado. Ya a primera hora de la mañana nos envió nuestra propia artillería un proyectil que no estalló; cayó en el abrigo del pelotón de mi flanco izquierdo, aplastó la puerta y derribó el hornillo, causando una desagradable sorpresa en quienes allí habitaban. Este incidente, que no había ocasionado mayores daños, quedó reflejado en una caricatura en la que ocho hombres se apresuraban a salir a la vez por la destrozada puerta, saltando por encima del hornillo, mientras el proyectil no estallado guiñaba maliciosamente un ojo desde un rincón. Por la tarde nos hundieron otros tres abrigos; por fortuna, sólo un hombre fue ligeramente herido en la rodilla, ya que todo el mundo, excepto los centinelas, se había retirado a las galerías. Al día siguiente el fusilero Hartmann, que pertenecía a mi sección, fue alcanzado mortalmente en el costado por los disparos de una batería que hacía fuego desde el flanco.

Un accidente mortal, que el 25 de febrero nos arrebató a un camarada excelente, nos produjo una especial consternación. Poco antes de la hora del relevo recibí en mi abrigo la notificación de que en la galería de al lado había caído Karg, un voluntario. Acudí allí y, como tantas otras veces, me encontré un grupo en actitud seria junto a una figura inmóvil; ésta yacía con las manos crispadas sobre la nieve empapada de sangre y con ojos vidriosos miraba fijamente el cielo invernal en el que empezaba a oscurecer. ¡Otra víctima de la batería que nos disparaba desde el flanco! En el momento en que sonaron los primeros tiros Karg estaba en la trinchera e inmediatamente se había metido de un salto en la galería. Una granada había explotado en la parte alta del talud de enfrente; lo hizo con tan mala fortuna que lanzó un gran casco de metralla contra la boca de la galería, la cual se hallaba en realidad completamente a cubierto. Karg, que se consideraba ya a salvo, fue alcanzado en la nuca; encontró una muerte rápida, inesperada.

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