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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (38 page)

BOOK: Tempestades de acero
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En aquel momento nuestra atención estaba fija en el mencionado bastión, que se alzaba ante nosotros como una muralla amenazadora. El campo lleno de cicatrices que de aquella muralla nos separaba lo poblaban centenares de ingleses dispersos. Una parte de ellos intentaba alcanzar todavía el terraplén, otra se encontraba enredada en combates cuerpo a cuerpo con los nuestros.

Kius me contó más tarde detalles que escuché con los mismos sentimientos con que alguien oye contar a un tercero las locuras que ha cometido en estado de embriaguez. Por ejemplo, Kius había estado persiguiendo por dentro de una trinchera a un inglés; lo perseguía con granadas de mano y, cuando se le agotaron éstas, continuó la persecución con pellas de tierra, para «mantener en movimiento» al adversario. Según Kius, yo estaba de pie arriba, al descubierto, y, muerto de risa, me apretaba los costados con las manos.

Entre aventuras de este tipo alcanzamos, sin darnos bien cuenta de ello, el terraplén del ferrocarril, que seguía arrojando fuego ininterrumpidamente, como si fuera una gran máquina. En este momento recomienzan mis recuerdos personales. El primero de ellos es que me doy cuenta de que nos hallamos en una situación extremadamente favorable. No habíamos sido alcanzados por los disparos, y ahora el terraplén del ferrocarril, al encontrarnos nosotros junto a su talud, dejaba de sernos un obstáculo y se nos convertía en una cobertura. Como si despertase de un sueño profundo, vi cómo cascos de acero alemanes atravesaban el campo de embudos y se iban aproximando. Crecían, como un sembrado de acero, del suelo, que los proyectiles había arado. Al mismo tiempo noté que muy cerca de mi pie asomaba por la ventana de una galería el cañón de una ametralladora de grueso calibre; la ventana estaba tapada con una cortina de tela de saco. Era tan intenso el ruido que sólo las vibraciones de la boca del arma indicaban que disparaba. Así, pues, el defensor quedaba tan sólo a un palmo de distancia de nosotros. Nuestra seguridad consistía en esta proximidad inmediata al enemigo. Y en ella consistía también su ruina. Un vapor ardiente se elevaba del arma. Sin duda había matado ya a muchos hombres y continuaba realizando su siega. El cañón apenas se movía; el fuego era preciso.

Miraba fascinado aquel ardiente, vibrátil pedazo de hierro que a manos llenas sembraba la muerte y casi me rozaba el pie. Luego disparé a través de la tela. Un hombre que apareció a mi lado la arrancó y arrojó dentro, por el orificio, una granada de mano. Una explosión y la nube blanquecina que salió del interior delataron el efecto. El procedimiento era rudo, pero eficaz. La boca del cañón de la ametralladora dejó de moverse, el arma enmudeció. Corrimos a lo largo del talud para aplicar idéntico tratamiento a los agujeros próximos y de este modo rompimos algunas vértebras de la espina dorsal de la defensa enemiga. Alcé la mano para darme a conocer a nuestros hombres; sus balas, disparadas desde corta distancia, campanilleaban alrededor de nuestras orejas. Con un gesto alegre me devolvieron el saludo. Luego escalamos el terraplén al mismo tiempo que otros cien soldados. Aquella fue la primera vez en la guerra que vi chocar masas humanas contra masas humanas. Los ingleses ocupaban en el talud posterior del terraplén dos trincheras excavadas en él como dos terrazas sucesivas. A pocos metros de distancia se intercambiaban disparos; con su trayectoria curva volaban hacia abajo las granadas de mano.

De un salto me metí en la primera trinchera. Al ir a dar la vuelta al través que más cerca tenía choqué con un oficial inglés; llevaba desabrochado el chaleco y le colgaba por fuera el corbatín. Lo agarré y lo arrojé contra un muro de sacos terreros. Detrás de mí apareció la cabeza de un comandante; sus cabellos eran blancos como la nieve. Me gritó:

—¡Mata a ese perro!

Era innecesario. Me volví hacia la trinchera de abajo, que estaba abarrotada de ingleses. Aquello parecía un naufragio. Algunos ingleses lanzaban granadas de mano de las llamadas «huevos de pato», otros disparaban con revólveres Colt; los más emprendían la huida. La superioridad se hallaba ahora de nuestro lado. Como si estuviera en un sueño, apretaba el gatillo de mi pistola, aunque hacía ya mucho tiempo que el cargador estaba vacío. Un hombre que estaba junto a mí arrojaba granadas de mano entre los ingleses que huían a la desbandada; un casco de acero con forma de plato se elevó girando en el aire.

La lucha quedó decidida en un minuto. Los ingleses saltaron afuera de la trinchera y huyeron a campo descubierto; desde lo alto del terraplén se desencadenó un furioso fuego de persecución. Los que huían caían dando volteretas en plena carrera; en pocos segundos quedó cubierto de cadáveres el suelo. Aquélla era la otra cara del terraplén del ferrocarril.

También había ya alemanes en la zona de delante. Junto a mí se hallaba de pie un suboficial y miraba boquiabierto el combate. Agarré su fusil y disparé contra un inglés que luchaba a brazo partido con dos alemanes. Aquella ayuda invisible dejó perplejos un momento a éstos; inmediatamente después prosiguieron su avance.

El éxito produjo un efecto mágico. Aunque hacía ya mucho tiempo que no existía un mando de formaciones unitarias, todos tenían una sola dirección: ¡Adelante! Todos corrían en línea recta. Elegí como meta de mi avance una pequeña altura en la que eran visibles las ruinas de una casita, la cruz de una tumba y los restos de un avión. A mi lado había otros hombres; formamos un pelotón y, llevados por la prisa, penetramos en el muro de llamas alzado por nuestra propia apisonadora de fuego. Tuvimos que meternos dentro de un embudo y aguardar a que el fuego siguiera avanzando. Junto a mí descubrí a un oficial joven, perteneciente a un regimiento distinto del mío; al igual que yo, estaba muy contento de los buenos resultados del primer asalto. El entusiasmo común nos hizo tan amigos en aquellos breves momentos que era como si nos conociésemos desde varios años atrás. El próximo salto nos separó y ya no volvimos a vernos nunca más.

Incluso en aquellos instantes terribles sucedió algo cómico. Un hombre que se encontraba a mi lado se llevó el fusil a la cara y, como si estuviéramos en una cacería, se puso a disparar contra una liebre que, de repente, empezó a dar saltos a través de nuestras líneas. La ocurrencia era tan extravagante que no pude contener la risa. No hay nada, por muy horroroso que sea, que no incite a un tipo osado a poner por encima de ello sus habilidades personales.

Junto a las ruinas de la altura había una pequeña trinchera; el enemigo la barría con fuego de ametralladora desde la hondonada que quedaba al otro lado. Tomé carrera y salté adentro; la trinchera estaba desocupada. Inmediatamente después aparecieron Oskar Kius y von Wedelstädt. El último en llegar fue un enlace de combate de Wedelstädt. Se desplomó en pleno salto y cayó muerto; una bala le había entrado por un ojo. Cuando Wedelstädt vio caer a aquel hombre, el último de su compañía, apoyó la cabeza en el talud de la trinchera y se echó a llorar. Tampoco él acabaría vivo aquel día.

En la parte de abajo había una posición enemiga muy bien fortificada. Situada en un camino en hondonada, delante de ella había dos nidos de ametralladora, en los extremos de una depresión del terreno. Nuestra apisonadora de fuego había pasado ya rodando por encima de aquella posición; el adversario parecía haberse recuperado y disparaba cuantos tiros daban de sí sus armas. Una franja de terreno de quinientos metros de anchura nos separaba de él; las ráfagas de las ametralladoras zumbaban por encima de ella como enjambres de abejas.

Tras un breve respiro saltamos, junto con unos pocos hombres más, fuera de la trinchera y nos lanzamos hacia el enemigo. Era una lucha a vida o muerte. A los pocos saltos me hallaba tendido en tierra frente al nido de ametralladora de la parte izquierda; un solo hombre me acompañaba. Claramente veía, detrás de un pequeño montón de tierra, una cabeza cubierta por un casco plano; a su lado se elevaba en el aire una delgada columna de vapor. Me aproximé a pequeños saltos, para no dar tiempo a que aquel hombre me apuntase, y corrí en zigzag, para que tampoco los fusiles pudieran enderezar sus disparos hacia mí. Cada vez que me echaba cuerpo a tierra, el soldado que me acompañaba me alargaba un cargador lleno de cartuchos; de ellos me servía para librar aquel duelo.

—¡Cartuchos, cartuchos!

Me di la vuelta y vi a mi hombre caído de lado y contrayéndose espasmódicamente.

Por la izquierda, donde no era tan fuerte la resistencia enemiga, aparecieron algunos hombres nuestros; desde el sitio en que se hallaban casi podían batir con granadas de mano a los defensores. Me dispuse a dar el último salto y tropecé en un obstáculo de alambre; caí dentro de la trinchera. Acosados a tiros desde todos los lados, los ingleses echaron a correr hacia el nido de la derecha. La ametralladora de la izquierda quedaba medio oculta debajo de un gigantesco montón de vainas de latón procedentes de los proyectiles disparados. Humeaba y se encontraba aún al rojo vivo. Delante de ella estaba tendido mi adversario, un inglés de complexión atlética, al que un balazo en la cabeza le había sacado un ojo. Aquel gigante, con el gran globo ocular blanco delante del cráneo ennegrecido por el humo, presentaba un aspecto horrible. Como casi desfallecía de sed, no me detuve allí más tiempo, sino que me puse a buscar agua. Me sentí atraído por la entrada de una galería. Miré dentro y vi abajo a un hombre; estaba sentado y hacía pasar por encima de sus rodillas, mientras las ordenaba, cintas de cartuchos. Todo daba a entender que aún no sospechaba el gran cambio que había sufrido la situación. Con toda calma apunté mi pistola hacia él, pero, en vez de disparar en seguida, como exigía la prudencia, le grité:


Come here, hands up!

Se levantó de un salto, me miro fijamente, estupefacto, y desapareció en la oscuridad de la galería. Lancé tras él una granada de mano. Aquella galería tenía probablemente una segunda salida, pues detrás de un través apareció un desconocido y dijo escuetamente:

—Esos que acaban de disparar están liquidados.

Finalmente descubrí una lata llena de agua de la empleada para refrigerar las ametralladoras. Ingerí grandes tragos de aquel líquido oleaginoso, llené con él una cantimplora inglesa y di también de beber a los demás hombres que de repente llenaron la trinchera.

Quiero mencionar un detalle curioso, y es que el primer pensamiento que me vino a la cabeza después de conquistar aquel nido de ametralladora se refería a un resfriado que precisamente entonces padecía. Desde siempre las amígdalas inflamadas me habían hecho temer por mi salud; me llevé, pues, la mano al cuello y comprobé con gran satisfacción que el baño de vapor de primera categoría que acababa de sufrir me había curado.

Entretanto, el nido de ametralladora de la derecha y también la guarnición inglesa del camino en hondonada, distante sesenta metros de nosotros, continuaban ofreciendo una resistencia enconada. Aquellos sujetos se defendían de una manera realmente brillante. Intentamos hacer entrar en funcionamiento contra ellos la ametralladora inglesa que acabábamos de conquistar, pero no lo conseguimos; mientras nos esforzábamos en lograrlo, una bala pasó zumbando junto a mi cabeza, rozó a un alférez de cazadores que estaba de pie a mi espalda y fue a herir muy seriamente en el muslo a un soldado. Más afortunados que nosotros, los sirvientes de una de nuestras ametralladoras ligeras lograron emplazar su arma en el borde de nuestra pequeña trinchera, cuya forma era de media luna, y dispararon de flanco varias ráfagas contra los ingleses.

Los hombres nuestros que atacaban por la derecha aprovecharon aquel momento de sorpresa y se lanzaron frontalmente, a la carrera, contra el camino en hondonada; en cabeza de todos iba la Novena Compañía, aún intacta, al mando del alférez Gipkens. De todos los embudos se alzaron entonces figuras humanas que blandían fusiles; lanzando un ¡hurra! terrible, echaron a correr hacia la posición enemiga; de ésta salía un buen número de defensores, que se apresuraron a ir hacia atrás, con los brazos en alto, para escapar así a la violencia de la primera oleada de asalto, sobre todo a la violencia del ordenanza de Gipkens, que hacía estragos como un energúmeno. Presencié con atención estupefacta aquella colisión, que se desarrolló al borde mismo de nuestra pequeña obra de tierra. Allí pude ver que un defensor que ha estado disparando al cuerpo del atacante hasta una distancia de cinco pasos no puede esperar cuartel. El combatiente que durante el ataque ha tenido nublados los ojos por un velo de sangre no quiere hacer prisioneros, quiere matar.

Aquel camino en hondonada que habíamos tomado al asalto estaba festoneado de armas, uniformes y provisiones. Entre aquellos objetos yacían cadáveres vestidos con uniformes grises y pardos y gemían los heridos. Habían confluido allí soldados pertenecientes a muy distintos regimientos nuestros; aglomerados en una masa compacta, permanecían de pie y daban gritos confusos. Los oficiales les señalaron con los bastones de paseo una prolongación de la hondonada, y la masa combatiente se puso pesadamente en movimiento con una indiferencia asombrosa.

Aquella hondonada iba a dar a una altura del terreno, en la que empezaron a aparecer columnas enemigas. Seguimos adelante, deteniéndonos de vez en cuando para disparar, hasta que el violento fuego del enemigo nos obligó a pararnos. Producía una sensación penosa el oír restallar las balas contra el suelo al lado de la propia cabeza. Kius, que había vuelto a unirse a nosotros, levantó un proyectil aplastado que había caído delante mismo de su nariz. En aquel momento se estrelló una bala contra el casco de acero de uno de nuestros hombres situado un poco lejos a nuestra izquierda; el estruendo provocado por el golpe resonó a lo largo de toda la hondonada. Aprovechamos una pausa del fuego para alcanzar uno de los embudos, escasos ya en aquella zona. Allí se congregaron los oficiales supervivientes de nuestro batallón. En aquel momento lo mandaba el alférez Lindenberg, pues también el alférez von Solemacher había caído muerto en el asalto al terraplén del ferrocarril; había recibido un balazo mortal en el vientre. Por la pendiente derecha del barranco se paseaba en medio del fuego, como si estuviéramos en una cacería de liebres, y con gran regocijo de todos, el alférez Breyer, del 10.º Regimiento de cazadores, que había sido agregado al nuestro; en una mano empuñaba el bastón de paseo, tenía en la boca una pipa semilarga de cazador y llevaba la carabina en bandolera.

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