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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

Tener y no tener (12 page)

BOOK: Tener y no tener
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Quería decírselo a Freddy para que alguien supiera lo que iba a hacer. Pero no se lo podía decir, porque Freddy se opondría. Estaba ganando dinero. De día iba poca gente al bar, pero de noche estaba lleno hasta las dos de la mañana. No tenía ningún problema difícil. Harry sabía que se opondría. «Tendré que hacerlo solo —pensó—, con ese pobre Albert. ¡Cristo!, tenía más cara de hambriento que nunca. Hay tipos que serían capaces de morirse de hambre antes que robar. En este pueblo hay muchos a quienes la barriga les da gritos, pero no son capaces de dar un paso. Se dejan morir poquito a poco. Algunos empezaron a morirse de hambre al nacer.»

—Oye, Freddy, quiero un par de botellas.

—¿De qué?

—De Bacardí.

—Muy bien.

—Descórchalas, hazme el favor. Ya sabes que te alquilé la lancha para llevar a unos cubanos.

—Eso me dijiste.

—No sé cuándo van. Quizás esta noche. No me han dicho nada.

—Está lista en cualquier momento. Si vais hoy, tenéis una buena noche.

—Hablaron algo de salir a pescar esta tarde.

—Si los pelícanos no se los han llevado, a bordo hay aparejos.

—Allí están.

—Bueno, buen viaje —dijo Freddy.

—Dame otro, ¿quieres?

—¿De qué?

—De whisky.

—Creí que ibas a tomar Bacardí.

—El Bacardí lo tomaré en el viaje si tengo frío.

—Toda la travesía la haréis con viento de popa —dijo Freddy—. Me gustaría ir esta noche.

—Será hermosa. Dame otro, ¿quieres?

En aquel momento entraron el turista alto y su mujer.

—El hombre de mis sueños —dijo la mujer sentándose en un taburete al lado de Harry.

Harry la miró y se puso en pie.

—Volveré luego, Freddy. Voy a la lancha por si los clientes quieren salir a pescar.

—No se vaya, por favor, no se vaya —le dijo la mujer.

Harry le contestó: «Es usted cómica» y se fue.

Richard Gordon iba de camino a la gran casa de invierno de los Bradley. Tenía la esperanza de que Mrs. Bradley estaría sola. Mrs. Bradley coleccionaba escritores además de coleccionar sus libros, pero Richard Gordon no lo sabía todavía. Su mujer iba a casa a lo largo de la playa. No se había tropezado con John MacWalsey. Pero era probable que la visitara.

Capítulo X

Albert estaba en la cubierta y habían puesto gasolina.

—Los pondré en marcha para ver qué tal andan los cilindros —dijo Harry—. ¿Lo has traído todo?

—Sí.

—Corta unos cebos.

—¿Grandes?

—Sí, para tarpón.

Albert estaba a popa cortando cebos y Harry al volante, calentando los motores, cuando se oyó en la calle un ruido que parecía petardeo de algún motor. Harry miró y vio que del banco salía un hombre corriendo y esgrimiendo una pistola. Después lo perdió de vista, pero en seguida salieron del banco otros dos hombres que llevaban grandes carteras de cuero y esgrimían pistolas y que corrieron en la misma dirección. Albert seguía cortando cebos. Después apareció en la puerta del banco el cuarto, el grandote, empuñando un fusil Thompson, y en cuanto salió se oyó el estridente aullido de la sirena del banco y Harry vio que el cañón del fusil escupía bump-bump-bump y oyó el bop-bop-bop- de los disparos, apagado por el aullido de la sirena. El hombre se volvió y echó a correr, deteniéndose una vez para hacer fuego contra la puerta del banco. Albert se puso en pie a popa y exclamó:

—Rediós, han asaltado el banco. Rediós, ¿qué vamos a hacer?

Harry vio que por una calle lateral llegaba un taxi que se acercó al muelle.

Tres venían en la trasera y uno al lado del chofer.

—¿Dónde está la lancha? —gritó uno en castellano.

—Allí, idiota —dijo otro.

—No es ésa.

—El capitán es el mismo.

—Vamos, vamos. Pronto.

—Salga —dijo al chofer, el que estaba a su lado—. Arriba las manos.

El chofer se quedó al lado del automóvil. El cubano sacó un cuchillo, le metió al chofer la hoja detrás del cinturón, cortó hacia sí y al chofer se le cayeron los pantalones hasta las rodillas. «Quieto», le ordenó. Los dos cubanos de las carteras las tiraron al sollado de la lancha y saltaron atropelladamente a bordo.

—En marcha —ordenó el grandote apoyando el cañón de su fusil en la espalda de Harry—. Vamos, capi. En marcha.

—Poco a poco —replicó Harry—. Apunte a otra parte.

—Tú, suelta las amarras —dijo el cubano a Albert.

—Un momento —exclamó Albert—. No pongas en marcha. Son los asaltantes del banco.

El cubano grandote se volvió y le apuntó con el fusil.

—No tire, no tire —gritó Albert.

Le disparó de tan cerca que los tres balazos sonaron contra el pecho como tres bofetadas. Con los ojos abiertos, abierta la boca, Albert se dobló sobre sus rodillas. Tenía cara como de querer decir una vez más: «No tire».

—No necesitas marinero, cochino manco —dijo el cubano. Después añadió en castellano—: Corta esos cabos con el cuchillo de pescar —y en inglés—: Vamos. Pronto. —De nuevo en castellano—: Apúntale con la pistola contra la espalda —y agregó en inglés—: Vamos. Te voy a volar la cabeza.

—Iremos —dijo Harry.

Uno de los cubanos, de cara de indio, le tocó con la pistola en un lado del brazo manco. La boca del cañón casi le tocaba el garfio.

Al virar manejando el volante con el brazo sano miró a proa para buscar camino libre entre los pilotes y vio a Albert de rodillas, con la cabeza torcida a un lado y sobre un charco de sangre. En el muelle estaba el taxi. El chofer había quedado en calzoncillos, con el pantalón en las rodillas, las manos sobre la cabeza y la boca tan abierta como la de Albert. Todavía no se veía venir a nadie por la calle.

Los pilotes del muelle quedaron atrás al salir del fondeadero. La lancha pasaba ante el muelle del faro.

—Vamos. Da más marcha —dijo el cubano grandote—. De prisa.

—Quite ese fusil —replicó Harry. «Podría embarrancar en la barra de Grawfish, pero este cubano me abrasaría», pensó.

—A toda velocidad —le dijo el cubano, y añadió en castellano—: Al suelo todos. No dejéis de apuntar al capitán.

Él mismo se tumbó a popa y empujó a Albert al sollado, donde los otros tres estaban ya tumbados. Harry siguió al volante. Timoneaba para salir del canal después de haber pasado la entrada a la base de submarinos donde había visto un aviso para los yates y una lucecita verde. Después dejaron atrás el malecón, el fuerte y la luz roja.

Miró atrás. El cubano grandote había sacado del bolsillo una caja verde de cartuchos y estaba llenando cargadores. Con el fusil al lado, los llenaba sin mirar, al tacto, dirigiendo la vista atrás. Los otros, menos el que vigilaba a Harry, miraban también atrás. El que lo vigilaba, que era uno de los de cara de indio, le hizo con la pistola una seña para que mirara adelante. Todavía no había salido en su persecución ninguna motora. Los motores funcionaban suavemente. Iban a favor de la marea. Harry notó la gran inclinación de la boya y el remolino que se formaba a su alrededor.

«Hay dos lanchas que pueden alcanzarnos —pensó Harry—. Una, la de Ray, sirve de correo a Matecumbe. ¿Dónde está la otra? Hace un par de días la vi en el taller de Ed Taylor. Ésa era la que yo quería que Labios de Abeja alquilara.» Se acordó de que había otras dos. «Una la tiene en los cayos el Departamento de Carreteras Estatales. La otra está en Garrison Bight. ¿Dónde estamos ya?» Miró a popa. El fuerte quedaba bastante atrás. El edificio de correos, de ladrillo rojo, destacaba sobre los pabellones de los astilleros de la armada. El hotel amarillo dominaba el corto horizonte del pueblo. Allí quedaba también la caleta del fuerte. El faro se erguía sobre las casas próximas al gran hotel de invierno. «Ya hemos hecho cuatro millas —pensó—. Allá vienen.» Dos blancas lanchas de pesca daban vuelta al rompeolas y enfilaban hacia ellos. «No pueden hacer diez millas —pensó Harry—. ¡Qué lastima!»

Los cubanos charlaban en castellano:

—¿A qué velocidad vamos, capi? —preguntó el grandote mirando atrás desde la popa.

—A unas doce —contestó Harry.

—¿Cuántas pueden hacer esas lanchas?

—Diez, quizá.

Todos, hasta el encargado de vigilarle, miraban hacia las lanchas. «Pero, ¿qué puedo hacer? —pensó Harry—. Todavía, nada.»

El tamaño de las dos lanchas blancas no aumentaba.

—Mira eso, Roberto —dijo el cubano simpático.

—¿Qué?

—Mira.

Lejos, tanto que apenas se veía, saltaba un poco el agua.

—Están disparando contra nosotros —dijo el simpático—. ¡Qué tontería!

—¡A tres millas! —replicó el de la cara grande.

«A cuatro —pensó Harry—. Ni una menos.»

Veía los goterones que se levantaban en la superficie, pero no oía los disparos.

«Me dan pena los del pueblo —pensó—. Más aún. Son cómicos.»

—¿Qué lancha oficial es aquélla, capi? —preguntó el de la cara grande mirando desde popa.

—Guardacostas.

—¿Cuánto hace?

—Puede que doce.

—Entonces, ¿vamos bien?

Harry no contestó.

—¿Vamos bien?

Harry no dijo nada. Iba dejando a la izquierda el faro de Sand Key y veía a estribor el pilote del bajo del pequeño Sand Key. Diez minutos después pasarían la barra.

—¿Qué te pasa? ¿No sabes hablar?

—¿Qué me ha preguntado?

—Si hay algo que nos pueda alcanzar.

—El avión guardacostas.

—Antes de salir del pueblo hemos cortado el hilo telefónico —dijo el simpático.

—No han cortado ustedes la radio, ¿verdad? —preguntó Harry.

—¿Crees que puede venir el avión?

—Mientras no oscurezca, corren peligro.

—¿Qué crees, capi? —preguntó Roberto, el de la cara grande.

Harry no contestó.

—Dime, ¿qué crees?

—¿Por qué le ha dejado usted a ese cochino matar a mi compañero? —preguntó Harry al simpático que estaba de pie a su lado mirando a la brújula.

—Calla —dijo Roberto—. Te mataría a ti también.

—¿Cuánto dinero han sacado ustedes? —preguntó Harry.

—No lo sabemos. No lo hemos contado todavía. De todos modos, no es nuestro.

—Ya lo sé —contestó Harry. Ya había pasado el faro y puso rumbo a 225°, su ruta regular a La Habana.

—Quiero decir que no lo hemos hecho para nosotros, sino para una organización revolucionaria.

—¿Por eso han matado a mi compañero?

—Lo siento mucho. No puedo decirte cuánto lo siento.

—No intente decirlo —dijo Harry.

—Roberto es malo —dijo el otro hablando en voz baja—. Buen revolucionario, pero mala persona. Mató a tantos en tiempos de Machado, que ha acabado por gustarle. Le divierte matar. Mata por una buena causa, eso sí, por la mejor causa.

Después miró atrás y vio a Roberto sentado a popa en una de las sillas de pescar, el fusil Thompson en las rodillas, mirando hacia las motoras blancas que a Harry le parecían ya mucho más pequeñas.

—¿Qué tienes de beber? —gritó Roberto.

—Nada —contestó Harry.

—Entonces beberé de lo mío —replicó Roberto.

Otro de los cubanos yacía en uno de los asientos construidos sobre los depósitos de gasolina. Tenía ya cara de mareado. También el otro lo estaba sin duda alguna, pero seguía sentado. Mirando atrás, Harry siguió y vio una motora color plomo que se había destacado del puerto y seguía a las dos blancas.

«Ahí viene la lancha guardacostas —pensó—. También da lástima.»

—¿Crees que vendrá el hidroavión? —le preguntó el simpático.

—Dentro de media hora habrá oscurecido —le contestó Harry repantigándose en el asiento—. ¿Qué piensan ustedes hacer? ¿Matarme?

—Yo no quiero matarte. Detesto matar.

—¿Qué haces? —le preguntó Roberto, que tenía en la mano una botella de whisky—. ¿Hacerte amigo del capitán? ¿A qué aspiras? ¿A comer en su mesa?

—Tome el volante —dijo Harry al simpático—. ¿Ve el rumbo? Dos veinticinco.

Después se incorporó del asiento y fue a popa.

—Déme un trago —dijo a Roberto—. Allí viene la lancha guardacostas, pero no nos puede alcanzar.

Había prescindido ya de la cólera, del odio y de la dignidad, como lujos, y se puso a hacer planes.

—Claro que no —contestó Roberto—. Mira a esos niños mareados. ¿Qué has dicho? ¿Que quieres un trago? ¿Tienes algún deseo, capi?

—¡Qué bromista es usted! —dijo Harry antes de tomar un largo trago.

—¡Despacio! —protestó Roberto—. No tenemos más.

—Yo tengo más —replicó Harry—. Le he gastado a usted una broma.

—No bromees conmigo —dijo Roberto con ciertas sospechas.

—¿Por qué voy a intentarlo?

—¿Qué tienes?

—Bacardí.

—Sácalo.

—Calma, calma —dijo Harry—. ¿Por qué se pone usted así?

Al ir hacia proa pasó por encima del cadáver de Albert. Cuando llegó al volante miró a la brújula. El cubano se había desviado veinticinco grados de la ruta. «No es marino —pensó Harry—. Así tengo más tiempo. ¡Qué marejada!»

La marejada rodó en dos curvas burbujeantes hacia el faro, que quedaba a popa y que se destacaba pardo, cónico y vagamente enrejado contra el horizonte. Las lanchas casi se habían perdido de vista. Harry veía unas vagas manchas donde estaban los mástiles de la radio del pueblo. Los motores funcionaban en forma normal y suavemente.

Se agachó, buscó con la mano una de las botellas de Bacardí y la llevó a popa, tomó un trago y se la pasó a Roberto.

De pie a su lado, miró a Albert y sintió una especie de ganas de matar. «¡El hijo de la gran puta!», pensó.

—¿Qué te pasa? ¿Te da miedo? —le preguntó Roberto.

—¿Qué le parece si lo echamos al agua? —le preguntó Harry—. No tiene objeto llevarlo.

—Tienes sentido común —replicó Roberto.

—Agárrelo por los sobacos —le dijo Harry—. Yo lo agarraré de las piernas.

Roberto dejó el Thompson en el suelo de la amplia popa y, agachándose, levantó el cadáver por los hombros.

—La cosa más pesada del mundo es un hombre muerto —dijo—. ¿Habías levantado alguna vez un hombre muerto, capi?

—No —contestó Harry—. ¿Ha levantado usted alguna vez una mujer muerta?

Roberto dejó el cadáver apoyado contra la borda.

—Eres un hombre duro —dijo a Harry—. ¿Vamos a tomar un trago?

—Andando.

—Mira, siento haberlo matado —dijo Roberto—. Cuando te mate a ti lo sentiré más.

—No diga esas cosas —replicó Harry—. ¿Para qué quiere usted hablar así?

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