—Estás casada conmigo.
—No lo estoy realmente. No estamos casados en la iglesia. No quisiste casarte en la iglesia y sabes que con eso hiciste muy desgraciada a mi madre. Yo me sentía tan sentimental contigo que hubiera sido capaz de hacer desgraciado a cualquiera. Fui una perfecta estúpida. Yo misma me hice desgraciada, pero ya se ha pasado. Todas mis creencias y todo lo que me importaba lo abandoné por ti, por creer que eras admirable y que me querías tanto que lo único que importaba era el amor. Lo más grande era el amor, ¿verdad? Un amor como el nuestro no lo había conocido ni lo conocería nadie. Tú eras un genio y yo lo era todo en tu vida. Yo era tu socia y tu florecilla negra. ¡Qué porquería! El amor no es más que una cochina mentira más. El amor son las píldoras de ergoapiol que me hacías tomar porque temías que hubiera quedado embarazada. El amor es quinina, y más quinina, y más quinina, hasta que me ha dejado sorda. El amor es el sucio espanto del aborto al que me obligaste. El amor es tener las entrañas revueltas. El amor es mitad irrigador mitad duchas. Ya sé lo que es el amor. Cuelga siempre detrás de la puerta del cuarto de baño. Huele a lisol. ¡Que se vaya a la porra! El amor es que tú me haces feliz y el que te quedes dormido con la boca abierta mientras yo estoy toda la noche sin dormir y dé miedo hasta de rezar porque sé que no tengo derecho a nada más. El amor es todas las porquerías que me has enseñado y que probablemente has aprendido en libros. Muy bien. Estoy harta de ti y del amor, de lo que tú entiendes por amor. ¡Escritor!
—¡Zorrita!
—No me llames cosas. Sé la palabra que te va bien.
—Bueno.
—No, nada de bueno. Malo, muy malo otra vez. Si fueras un buen escritor, es posible que soportara lo demás. Pero te he visto amargado, envidioso, cambiando de opiniones políticas por seguir la moda, adorando a la gente por delante y hablando mal por detrás. Te he visto lo bastante para darme asco. Y esta tarde vas con esa vieja zorra rica de Mrs. Bradley. ¡Qué asco! He procurado cuidarte, y alegrarte, y cocinar para ti, y estar callada cuando tú querías que estuviera callada, y alegre cuando querías que estuviese alegre, y procurarte tus pequeñas explosiones, y fingir que me sentía feliz, y soportar tus rabias, tus celos y tus mezquindades, y ya estoy harta.
—¿Y quieres volver a empezar con un profesor borracho?
—Es un hombre. Es cariñoso, y bondadoso, y tenemos el mismo origen y apreciamos cosas que tú nunca has apreciado. Es como era mi padre.
—Es un borracho.
—Bebe. Pero también mi padre bebía; y usaba calcetines de lana y, con ellos puestos, apoyaba los pies en una silla y leía el diario a la noche; y cuando pasamos la tos ferina nos cuidó. Era calderero y tenía callosas las manos y se peleaba cuando estaba borracho, y sabía pelear cuando estaba sereno. Iba a misa porque mi madre quería que fuera, y por ella y por Nuestro Señor cumplía con Pascua, y cumplía también con su sindicato, y si alguna vez iba con otra mujer, mi madre no se enteraba.
—Apostaría que fue con muchas.
—Es posible, pero se lo decía al cura y no a mi madre, y si fue sería porque no podía evitarlo, y lo lamentaba y se arrepentía. No lo hacía por curiosidad, ni por orgullo de gallinero, ni para decir a su mujer que era un gran hombre. Si fue sería porque mi madre y nosotros no estábamos en casa en verano, y él se iba con sus amigos y se emborrachaba. Era un hombre.
—Deberías ser escritora y escribir sobre él.
—Lo haría mejor que tú; y John MacWalsey es un buen hombre, que es lo que tú no eres ni podrías ser, tengas las opiniones políticas y la religión que tengas.
—Yo no tengo religión.
—Tampoco la tengo yo, pero la tuve y voy a volver a tenerla. Y no estarás tú para quitármela como me has quitado todo lo demás.
—No es verdad.
—No es verdad, ¿eh? Podrás acostarte con alguna mujer rica como Hélène Bradley. ¿Qué le has parecido? ¿Que eres admirable?
Mirándola a la cara triste, enojada, embellecida por el llanto, con los labios hinchados y frescos como mojados por la lluvia, con mechones de su pelo oscuro y rizado en la cara, Richard Gordon cedió al fin:
—¿Ya no me quieres?
—Odio hasta la palabra.
—Muy bien —y bruscamente le dio una fuerte bofetada.
Su mujer se dejó caer sobre la mesa y se echó a llorar, pero no de dolor ni de rabia.
—No necesitabas pegarme.
—Lo necesitaba —contestó Richard Gordon—. Tú sabes muchas cosas, pero no sabes cuánto necesitaba pegarte.
Aquella tarde no lo vio ella cuando se abrió la puerta. No vio más que el techo blanco, con las merengadas figuras de cupidos, palomas y guirnaldas que la luz que entró por la puerta reveló con claridad.
Richard Gordon volvió la cabeza y lo vio pesadote y barbudo en el umbral.
—Sigue, sigue —dijo Hélène—. Sigue, por favor. —Su pelo se extendía sobre el almohadón.
Pero Richard Gordon se detuvo y se quedó mirando con la cabeza vuelta.
—No te ocupes de él. No te ocupes de nada. ¿No ves que no puedes detenerte ahora? —dijo la mujer con una desesperada angustia.
El barbudo cerró la puerta suavemente. Sonreía. Otra vez a oscuras, Hélène Bradley le preguntó:
—¿Qué te pasa, Richard?
—Tengo que irme.
—¿No ves que no puedes irte?
—Ese hombre…
—Es Tommy —dijo Hélène—. Está enterado de todo. No te ocupes de él. Anda, por favor.
—No puedo.
—Debes —contestó Hélène. Richard Gordon la sintió estremecerse y temblar. Hélène había reclinado la cabeza en su hombro—. Dios mío, ¿no sabes nada? ¿No tienes consideración a una mujer?
—Tengo que irme —dijo Richard Gordon.
A oscuras, sintió la bofetada que encendió unas chispitas en sus ojos. Después se llevó otra en la boca.
—De modo que eres esa clase de hombre, ¿eh? —le dijo Hélène—. Yo creía que eras un hombre de mundo. ¡Largo de aquí!
Aquello había sucedido aquella tarde. Así había sido el final en casa de los Bradley.
Ahora estaba su mujer con la cabeza apoyada en las manos, que descansaban en la mesa, y ninguno de los dos decía nada. Richard Gordon oyó el tictac del reloj y se sintió tan vacío como silenciosa estaba la habitación. Al cabo de un rato le dijo su mujer sin mirarle:
—Siento que haya sucedido. Pero ya ves que hemos acabado.
—Si de veras ha sido así, hemos acabado.
—Hace mucho tiempo que ha sido así, aunque no siempre lo haya sido.
—Perdóname la bofetada.
—Eso no importa. No tiene nada que ver con todo ello. No ha sido más que una manera de decir adiós.
—No lo digas.
—Tendré que irme —dijo su mujer muy cansada—. Me temo que tendré que llevarme la maleta grande.
—Vete mañana. Puedes hacerlo todo por la mañana.
—Prefiero hacerlo ahora, Dick, y me será más fácil. Pero estoy muy cansada. Me has cansado mucho y tengo dolor de cabeza.
—Haz lo que quieras.
—Ay, Dios mío —exclamó ella—. ¡Cuánto daría por que no hubiera sucedido! Pero ha sucedido. Procuraré arreglártelo todo. Necesitas alguien que te cuide. Si yo no hubiera dicho parte de lo que he dicho o si tú no me hubieras pegado, es posible que nos habríamos podido arreglar.
—No; todo había acabado antes.
—Lo siento por ti, Dick.
—No lo sientas por mí o te doy otra bofetada.
—Creo que me sentiría mejor si me pegaras. Lo siento por ti. De veras.
—Vete a la…
—Siento haberte dicho que no sirves en la cama. Yo no sé realmente nada de eso. Supongo que eres admirable.
—Tú no eres ninguna estrella.
Su mujer se echó otra vez a llorar.
—Eso es peor que pegar.
—¿Qué has dicho tú?
—No lo sé. No recuerdo. ¡Estaba tan furiosa y me hieres tanto!
—Bueno, si todo ha acabado entre nosotros, ¿por qué amargarse?
—Oh, yo no quiero que acabe. Pero ha acabado y ya no se puede hacer nada.
—Te queda el profesor borracho.
—Calla. ¿No podemos callarnos de una vez?
—Sí.
—¿Te vas a callar?
—Sí.
—Dormiré aquí.
—No. Allí tienes la cama. Debes dormir en la cama. Yo voy a salir un rato.
—Oh, no salgas.
—Necesito salir.
—Adiós —le dijo ella.
Richard vio la cara que tanto había amado —la cara que las lágrimas no habían afeado— y el rizado pelo negro, y los pechitos firmes bajo el suéter, que avanzaban sobre el borde de la mesa; y no vio, porque quedaba debajo, el cuerpo que tanto había amado y al cual creía haber satisfecho, pero evidentemente sin conseguirlo. Su mujer, con la barbilla apoyada en las manos, llorando, le siguió con la mirada y le vio cerrar la puerta.
No tomó la bicicleta, sino que fue a pie. La luna estaba alta y los árboles se destacaban oscuros. Fue dejando atrás las casas de madera con su estrecho césped delantero; las luces que se filtraban de contraventanas cerradas; el pueblo donde todo estaba almidonado, bien cerrado: la virtud, el fracaso, las rencillas, los rencores, la falta de alimentación, los prejuicios, el decoro, las mezclas raciales y los consuelos de la religión; las casas cubanas iluminadas y con las puertas abiertas, chozas en que lo único romántico eran los nombres: la Casa Roja, la de Chica; la iglesia de piedra artificial con sus torres, feos triángulos contra la luz de la luna; el gran terreno y la larga mole del convento con su cúpula negruzca, hermoso a la luz de la luna; el surtidor de gasolina y el negocio de los sandwiches, brillantemente iluminado junto a un lote desierto del que habían desmontado una cancha de golf en miniatura; la calle principal, brillantemente iluminada, con sus tres droguerías, la tienda de música, cinco almacenes judíos, tres salones de billares, cinco cervecerías, tres heladerías, cuatro restaurantes modestos y uno bueno, dos tiendas de revistas y diarios, cuatro de artículos de segunda mano (en una de ellas hacían llaves), una fotografía, un edificio de oficinas con cuatro consultorios de dentistas en el primer piso, el gran almacén de todo a diez centavos, un hotel en la esquina con una parada de taxis enfrente. Cruzando la calle, por detrás del hotel, pasó a la que conducía a los barrios bajos y fue dejando atrás la gran casa de madera sin pintar y luces encendidas y chicas en el umbral, y el piano mecánico funcionando, y un marinero sentado en la calle; luego volvió a la calle principal y pasó por delante del juzgado de ladrillo con el reloj de esfera luminosa que marcaba las diez y media, y dejó atrás la cárcel encalada y brillante a la luz de la luna, y llegó a la entrada de Lilac Time llena de automóviles.
El Lilac Time estaba brillantemente iluminado y lleno de gente. Al entrar, Richard Gordon vio que la sala de juego estaba abarrotada. Giraba la rueda, golpeaba la bolita con un ruido seco contra las metálicas divisiones de la taza, daba unos saltitos y al fin se detenía. Entonces no se sentía más que el girar de la rueda y el ruido de las fichas. En el bar, el propietario, que atendía con dos mozos, le saludó: —Buenas noches, Mist'Gordon. ¿Qué va usted a tomar?
—No sé —contestó Richard Gordon.
—No tiene usted buena cara. ¿Qué le pasa? ¿No se siente bien?
—No.
—Le voy a servir algo que le pondrá como un reloj. ¿Ha probado alguna vez el ajenjo español, el ojén?
—Venga uno —dijo Gordon.
—Se sentirá usted muy bien. Estará dispuesto a pelearse con cualquiera. Un ojén español especial para Mista Gordon.
De pie ante el mostrador, tomó tres copas de ojén, pero no se sintió mejor. No sintió ninguna diferencia después de haber tomado el opaco y dulzón licor que sabía a regaliz.
—Déme alguna otra cosa —dijo al mozo.
—¿Qué le pasa? —intervino el propietario—. ¿No le gusta el ojén especial? ¿No se siente bien?
—No.
—Tenga cuidado con lo que beba después del ojén.
—Déme un whisky sin agua.
El whisky le calentó la lengua y el fondo de la garganta, pero no le cambió los pensamientos. De pronto, al verse en el espejo que había detrás del mostrador, comprendió que con beber no iba a conseguir nada. Que lo que sentía lo seguiría sintiendo y que, aunque bebiera hasta caer inconsciente, seguiría sintiéndolo al volver en sí. Un joven alto, muy delgado, con una rubia barba atrasada, que estaba a su lado ante el mostrador, le preguntó:
—¿No es usted Richard Gordon?
—Sí.
—Yo me llamo Herbert Spellman. Creo que nos conocimos hace algún tiempo en un party en Brooklyn.
—Es posible —contestó Richard Gordon—. ¿Por qué no?
—Su último libro me gustó mucho. Me han gustado todos.
—Lo celebro. ¿Quiere tomar una copa?
—Le invito yo. ¿Ha probado este ojén?
—No me hace ningún bien.
—¿Qué le pasa?
—Estoy deprimido.
—¿No quiere tomar otra?
—No. Tomaré whisky.
—¡Cuánto celebro haberlo encontrado! —dijo Spellman—. Supongo que no se acordará de mí, de aquel party.
—No. Pero es posible que fuera bueno. No se supone que uno va acordarse de un buen party, ¿verdad?
—Realmente, no —dijo Spellman—. Fue en casa de Margaret van Brunt. ¿Recuerda? —preguntó con esperanza.
—Estoy haciendo lo posible.
—Yo soy el que animó la fiesta.
—¿De veras? —preguntó Gordon.
—Sí —contestó Spellman contento—. Era yo. Nunca había estado en un party como aquél.
—¿Qué hace usted ahora?
—No gran cosa. Viajo un poco. Lo tomo con calma. ¿Está escribiendo un nuevo libro?
—Sí. Lo tengo medio terminado.
—Magnífico. ¿De qué se trata?
—De una huelga en una fábrica de tejidos.
—Maravilloso. No sabe usted lo que me interesan los conflictos sociales.
—¿Cómo?
—Me entusiasman. No hay nada que me guste tanto. Es usted el mejor escritor de todos. ¿No hay en su novela una linda agitadora judía?
—¿Por qué? —preguntó Richard Gordon recelosamente.
—Sería un papel para Sylvia Sidney. Estoy enamorado de ella. ¿Quiere ver su película?
—La he visto ya.
—Vamos a tomar una copa —dijo Spellman contento—. ¡Mire que encontrarlo aquí! Soy un hombre de suerte. De verdadera suerte.
—¿Por qué? —preguntó Richard Gordon.
—Estoy loco —contestó Spellman—. Es magnífico. Es como estar enamorado, sólo que acaba bien.
Richard Gordon se apartó un poco.
—No sea así —dijo Spellman—. No soy violento. No soy nunca violento. Ande, vamos a tomar una copa.