Tener y no tener (19 page)

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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Aventuras, Drama, Intriga

BOOK: Tener y no tener
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Su mujer se había divorciado de él hacía diez años, después de veinte de guardar apariencias, y nunca la había echado de menos ni la había querido. Empezó con el dinero de ella y tuvieron dos hijos varones que, como su madre, eran tontos. La había tratado bien hasta que el dinero que hizo fue el doble que el capital original, momento en que pudo permitirse no hacerle caso. Cuando su fortuna llegó a esa altura, no le molestaron más sus dolores de cabeza, sus quejas, ni sus planes. Simplemente, no se enteraba.

Había estado admirablemente dotado para la especulación porque poseía una extraordinaria vitalidad sexual que le daba confianza para jugar bien. Tenía además sentido común, un excelente cerebro matemático y un escepticismo constante, pero bien dominado, un escepticismo tan sensible al desastre inminente como un preciso barómetro aneroide a la presión atmosférica; y un sentido de la oportunidad que le salvaba de intentar llegar a lo más alto o de caer a lo más bajo. Todo eso, unido a la falta de principios morales, a la habilidad de despertar simpatías sin que él las sintiera por nadie ni confiara en nadie, pero convenciendo al mismo tiempo calurosa y cordialmente de su amistad, no de una amistad desinteresada, sino de una amistad tan interesada en el triunfo de los demás como para hacer automáticamente de ellos cómplices suyos, y una incapacidad para el remordimiento o la compasión, lo habían llevado adonde estaba en aquel momento. Y donde estaba en aquel momento era tendido en la cama, con un pijama a rayas que le cubría el encogido pecho de viejo, el ya inútil y desproporcionadamente grande equipo que en otro tiempo había sido su orgullo, y sus piernitas débiles. Y no podía conciliar el sueño porque al fin sentía remordimientos.

Su remordimiento consistía en pensar que no se habría visto así si cinco años antes no se hubiera pasado de listo. Hubiera debido pagar los impuestos sin malabarismos, y pagándolos podría haber estado tranquilo. Se quedó dormido pensando en eso; pero como el remordimiento había encontrado una grieta y empezado a penetrarle, no se dio cuenta de que dormía, pues su cerebro siguió como cuando estaba despierto. El resultado era que no descansaba, cosa que a su edad no podía tardar mucho en acabar con él.

Solía decir que sólo los tontos se preocupaban y que él no se preocuparía nunca como para no poder dormir. Aunque evitara las preocupaciones mientras estaba despierto, volvían en cuanto dormía, y, como era viejo, la labor de zapa era fácil.

No tenía que preocuparse de lo que había hecho a otros, de lo que les había sucedido por él ni de cómo habían terminado; de quienes se habían mudado de casas de la avenida Lake Shore a tomar huéspedes en Austin, familias cuyas hijas se habían presentado en sociedad y que habían acabado, cuando tenían trabajo, por ser ayudantes de dentistas; de quien había acabado de sereno a los sesenta y tres años después de la organización de un monopolio; de quien se había pegado un tiro una mañana, antes de desayunar, encontrándose un hijo suyo con un cuadro espantoso; de quien cuando había trabajo iba a trabajar a Berwyn en el tren elevado, intentando vender, primero valores bursátiles, después automóviles, después novedades y especialidades de casa en casa (no queremos vendedores ambulantes, fuera de aquí, un portazo en las narices) hasta que cambió la altura de que se tiró su padre desde un piso cuarenta y dos, sin el zumbido de plumas que hace un águila cuando cae, para caer de un salto al tercer raíl ante el tren Aurora Elgin, con el bolsillo del sobretodo lleno de invendibles combinaciones de batidoras de huevos y extractoras de zumos de fruta. Permítame que le enseñe, señora. Lo fija usted aquí, destornilla usted un poco este resorte. Ahora mire. No, no lo necesito. Pruébelo una vez. No lo necesito. Largo de aquí.

Se largó y descendió a la acera de la calle de casas de madera y catalpas peladas, donde nadie quería lo que él vendía ni ninguna otra cosa y que conducía a la vía del tren Aurora Elgin.

Unos dieron el gran salto desde su departamento o desde la ventana de la oficina; otros, silenciosamente, en garajes de dos automóviles, con el motor funcionando; otros siguieron la tradición indígena de la Colt o de la Smith y Wesson, instrumentos bien fabricados que con apretar un dedo terminan con el insomnio, acaban con los remordimientos, curan el cáncer, evitan las quiebras y abren una salida de situaciones intolerables, admirables instrumentos norteamericanos fáciles de llevar, de resultado seguro, tan bien proyectados para poner fin al sueño norteamericano cuando se convierte en pesadilla, y cuyo inconveniente es la porquería que dejan para que la limpie la familia.

Los hombres a quienes había arruinado encontraron esas salidas, pero no le preocupaban. Alguien tiene que perder y sólo los tontos se preocupaban.

No se preocupaba de ellos ni de los subproductos de las especulaciones de éxito. Uno gana, alguien tiene que perder y sólo los tontos se preocupan.

Le bastaría con pensar cuánto mejor habría estado si cinco años antes no se hubiera pasado de listo, y al poco tiempo, a su edad, el deseo de cambiar lo que ya no se podía deshacer abriría la brecha por la que entrarían las preocupaciones. Sólo los tontos se preocupan. Con tomar un whisky con soda se acaban las preocupaciones. A la porra lo que dijo el médico. Toca el timbre para pedir un whisky. El mayordomo, con cara de sueño, se lo sirve. Lo toma. Ya el especulador no es un tonto; más que para la muerte.

Un poco más lejos, en otro yate, duerme una familia agradable, gris y decente. El padre tiene la conciencia tranquila y duerme profundamente de costado. Sobre su cabeza hay un cuadro con un velero que huye ante la tempestad. La luz de leer está encendida. Al pie de la cama hay un libro caído. La madre duerme bien y sueña con su jardín. Tiene cincuenta años, pero es hermosa, está sana y bien conservada y es atractiva hasta dormida. La hija sueña con su novio que llega mañana en avión, y se agita, y se ríe de algo, y sin despertarse levanta las rodillas casi hasta la barbilla, y se encoge como un gato, y tiene un rizado pelo rubio y una cara linda con un cutis muy terso, y dormida tiene la misma cara que su madre de chica.

Es una familia feliz y todos se quieren unos a otros. El padre es un hombre que tiene orgullo cívico y ha hecho muchas buenas obras. Se opuso a la prohibición y no es hipócrita. Es generoso, deferente, comprensivo y casi nunca se irrita. Los tripulantes ganan un buen sueldo, comen bien y tienen buen alojamiento. Todos tienen una gran opinión de su patrón y simpatía por la mujer y la hija.

El novio es de la fraternidad Calavera y Huesos, se le augura el triunfo, es muy popular según la opinión de la mayoría, todavía piensa más en otros que en sí mismo y sería demasiado bueno para cualquiera excepto para una chica encantadora como Frances. Probablemente es también un poco demasiado bueno para la propia Frances, pero quizá pasen años antes de que ella lo comprenda, y, con suerte, es posible que no lo comprenda nunca. El tipo de hombres predestinado para la fraternidad Calavera y Huesos rara vez está predestinado para la cama; pero con una chica tan encantadora como Frances la intención cuenta tanto como la ejecución.

Así, pues, todos duermen bien, pero ¿de dónde viene el dinero con el que son tan felices y que gastan tan bien y con tanta gloria? El dinero venía de vender algo que todo el mundo usa por millones de botellas y cuyo costo es de tres centavos el quart, a un dólar la botella de tamaño grande (una pinta), a cincuenta centavos la mediana y a veinticinco la pequeña. Pero resulta más económico comprar la grande y a quien gana diez dólares semanales le cuesta lo mismo que si fuera millonario, y el producto es realmente bueno. Produce los efectos que anuncia y algunos más. Los agradecidos consumidores de todo el mundo no cesan de escribir para explicar el descubrimiento de nuevos usos, y los antiguos consumidores le son tan fieles como Harold Tomkins, el novio, a la fraternidad Calavera y Huesos, o Stanley Baldwin a Harrow. No hay suicidios cuando el dinero se hace así, y todo el mundo duerme profundamente en el yate Alzira III, al mando de Jon Jacobson, con catorce de tripulación y el dueño y la familia a bordo.

En el muelle cuatro hay un yate de 34 pies, con dos de los trescientos veinticuatro estonios que navegan en diferentes partes del mundo, en embarcaciones que miden entre 28 y 36 pies de eslora, y que envían artículos a los diarios de Estonia. Los artículos son muy populares en dicho país y producen a sus autores entre un dólar y un dólar y medio la columna, ocupan el lugar dedicado en los diarios norteamericanos a los partidos de béisbol o de fútbol y se publican bajo el título de Sagas de Nuestros Intrépidos Viajeros. No hay en aguas meridionales ningún fondeadero decente sin que cuente por lo menos dos estonios tostados y despellejados por la sal, que esperan el cheque correspondiente a su último artículo. Cuando llegue bogarán a vela hacia otro fondeadero donde escribirán otra saga. Además son felices. Tan felices como los del yate Alzira III. Es hermoso ser un Intrépido Viajero.

En el Irydia IV están en la cama un yerno profesional, de una familia muy rica, y su querida llamada Dorothy, esposa de un director cinematográfico altamente retribuido, John Hollis, cuyo cerebro está en proceso de sobrevivir a su hígado con objeto de que, para salvar su alma, pues los demás órganos que tiene están demasiado roídos para intentar salvarlos, pueda acabar considerándose comunista. El yerno, hombre de gran esqueleto, guapo con una belleza de cartel, yace de espaldas y ronca, pero Dorothy Hollis, la mujer del director cinematográfico, está despierta, se pone una bata, sale a cubierta, y contempla la línea del rompeolas más allá de las oscuras aguas del fondeadero. En cubierta hace fresco, y cuando el viento le revuelve el pelo se lo retira de la frente tostada, se ciñe la bata, con lo que sus pezones se yerguen en el frío, y ve las luces de una lancha que avanza más allá del rompeolas. La sigue con la vista y ve que avanza constante y rápidamente. Al entrar en el fondeadero se enciende el reflector de la lancha, cuya luz se desliza por encima del agua y ciega a Dorothy, y después descubre el desembarcadero de los guardacostas y alumbra a un grupo de hombres que esperan y a la reluciente mancha negra de la ambulancia de la funeraria, que en los entierros hace también de coche fúnebre.

«Creo que más vale tomar un poco de luminal —piensa Dorothy—. Necesito dormir. El pobre Eddy está borracho como una cuba. Le gusta beber y es muy simpático. Pero se emborracha tanto que en seguida se queda dormido. Es muy simpático. Y me figuro que si me casara con él se iría con alguna otra. Pero es muy simpático. El pobrecito está muy borracho. Espero que mañana no se sentirá demasiado deprimido. Voy a entrar, arreglarme la ondulación y dormir un poco. Quiero parecerle linda. Es muy simpático. ¡Ojalá hubiera traído una doncella! No pude traerme ni siquiera a Bates. ¿Cómo estará el pobre John? También John es simpático. Espero que se sienta mejor. ¡Pobre hígado el suyo! Me gustaría estar allí para cuidarle. Lo mejor que puedo hacer es entrar para no estar espantosa mañana. Eddie es simpático. También John, con su pobre hígado. ¡Pobre hígado! Eddie es simpático. Ojalá no se hubiera emborrachado. Es grandote, alegre y maravilloso. Quizá no se emborrache tanto mañana.»

Bajó, encontró el camino a su cabina y, sentándose ante el espejo, empezó a pasarse el cepillo cien veces por el pelo, sonriéndose a sí misma en el espejo, mientras el cepillo de largas cerdas le frotaba su pelo encantador. «Eddie es simpático. Sí, es simpático. Ojalá no se hubiera emborrachado tanto. Mira el hígado de John. Bueno, mirar, no se le puede mirar. Debe de tener un aspecto espantoso. Me alegro de que no se le pueda ver. Sin embargo, en los hombres nada es feo. Tiene gracia que a ellos les parezca feo. Pero supongo que el hígado lo es. O que lo son los riñones. Riñones en brochette. ¿Cuántos riñones tenemos? De casi todo, excepto el estómago y el corazón, hay dos. Ah, y el cerebro. Ya está. Me lo he pasado cien veces. Me gusta cepillarme el pelo. Es lo único que le hace a una bien y que es divertido hacer. Oh, Eddie es simpático. ¿Y si entro allí ahora? No, está demasiado borracho. Pobre chico. Voy a tomar luminal.»

Se miró en el espejo. Era extraordinariamente bonita, pequeña, muy esbelta. «Soy pasable —pensó— No todo es tan bonito como el resto, pero todavía estaré pasable una temporada. Lo que tengo que hacer es dormir. Me gusta dormir. Me gustaría poder dormir una vez lo bien que dormía cuando niña. Supongo que es la consecuencia de hacerse mayor, de casarse, de tener hijos, de beber demasiado y de hacer todas esas cosas que una no debería hacer. Yo creo que durmiendo bien nada puede sentar mal. Excepto el beber demasiado.

«Pobre John, con su hígado. Eddie es muy simpático, de todas maneras. Es muy gracioso. Más me vale tomar luminal.» Se hizo una mueca en el espejo.

«Más te vale tomar luminal», dijo en voz baja. Lo tomó con un vaso de agua de la garrafa cromada que descansaba en su anillo encima de la cama.

«La pone a una nerviosa —pensó—. Pero hay que dormir. ¿Cómo sería Eddie si estuviéramos casados? Me figuro que andaría por ahí con alguna más joven que yo. Yo creo que ni ellos ni nosotras podemos evitar el ser como somos. A mí me gusta hacerlo mucho, y después me siento muy bien. El convertirse en otra o en una nueva persona no quiere decir nada. Me gusta el amor físico en sí, y si nos lo dieran lo querríamos siempre. Me refiero a un mismo hombre. Pero no han nacido así. Quieren una nueva, o una más joven, o una con quien no deberían acostarse, o una que se parece a alguna otra. Si una es morena, quieren una rubia. Si una es rubia, buscan una pelirroja. Si una es pelirroja, buscan otra cosa, alguna judía, por ejemplo, y si han gozado de bastantes buscan una china o Dios sabe qué. Yo no lo sé. Es posible que se cansen simplemente. No se les puede reprochar si han nacido así, y tampoco yo tengo la culpa de que John haya bebido tanto que ya no me sirve para nada. Era estupendo. Maravilloso. Realmente maravilloso. También Eddie es maravilloso. Pero ahora está borracho. Supongo que terminaré siendo una zorra. Es posible que sea ya una zorra. Me figuro que una no se entera de que lo es. Sólo los mejores amigos se lo dirían. No lo diría el artículo de Mr. Winchell. Esa sería una cosa digna de que la publicase. Zorritis. Mistress John Hollis ha zorreado desde la ciudad hasta la costa. Mejor que tener hijos. También más vulgar. Pero las mujeres lo pasan realmente mal. Cuanto mejor se le trata a un hombre y más cariño se le demuestra, antes se cansa. Me figuro que los que valen han nacido para polígamos, pero eso de querer ser una misma muchas mujeres es espantosamente fatigoso y, además, en cuanto él se cansa de una viene otra y se lo lleva. Me figuro que todas terminamos en zorras, pero ¿quién tiene la culpa? Las que más se divierten son las zorras, pero para ser una buena zorra hay que ser realmente muy estúpida. Como Hélène Bradley. Para ser una buena zorra hay que ser estúpida, bien intencionada y verdaderamente egoísta. Es probable que yo sea una zorra. Dicen que una misma no lo puede decir y que siempre se cree que no se es. Tiene que haber hombres que no se cansan de una ni del amor. Tiene que haberlos. Pero, ¿dónde están? Los tienen quienes sabemos que han sido mal criadas. No entremos en eso ahora. En eso, no. No volvamos a aquellos automóviles y a aquellos bailes. ¡Ya podía hacerme efecto el luminal! Realmente, maldito sea Eddie. No se debía haber emborrachado tanto. No hay derecho. Nadie puede impedir que sean como son, pero el emborracharse no tiene nada que ver con eso. Me figuro que soy una zorra, pero si sigo toda la noche sin dormir me volveré loca, y si tomo demasiado de ese maldito producto me voy a sentir espantosamente mañana, porque a veces no le hace a una dormir y de todos modos estaré nerviosa y de mal humor y me voy a sentir muy mal.»

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