Terra Nostra (96 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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—Pero dijiste que éstas eran las partes de su cuerpo, murmuró uno de los muchachos.

Y la gitana respondió: —El mago era de papel. Siempre fue de papel: héroe o autor de papel. Primero protagonizó. Cuando regresó de las guerras y las aventuras a su hogar, escribió. Una cosa es lo que vivió como héroe: los siglos lo cantan. Otra lo que escribió como poeta: las letras son mudas. Ha vivido lo que corrió de voz en voz. Ha muerto lo que fue escrito sobre un papel. Cuando descubrió la infidelidad de su mujer, aburrida de esperarle, volvió a vivir todas sus aventuras en sentido contrario. Y al revivirlas, las escribió. No se taponeó los oídos: fue seducido por el canto de las sirenas. No resistió la belleza de los lotos: los comió y desde entonces vive soñando. Se presentó inerme ante Polifemo: el cíclope le arrancó un ojo. Se remontó al origen: Oulixes, hijo de Sísifo, para siempre arrojado entre Scyla y Caribdis, entre el monstruo de la imaginación, la criatura con doce pies y seis cabezas y cuellos de serpientes y dientes de tiburón y perros ladrantes en el sexo, y el monstruo de la naturaleza, la enorme boca que traga y vomita todas las aguas del universo; hijo de Sísifo, se remontó al origen, condenado a escribir sus propias aventuras una y otra vez, creer que ha terminado el libro sólo para empezarlo de vuelta, relatarlo todo desde otro punto de vista, de acuerdo con una posibilidad imprevista, en otros tiempos, en otros espacios, aspirando desde siempre y para siempre a lo imposible: una narración perfectamente simultánea. Era de papel. Su cuerpo era su muerte. Cuando lo mataron y lo arrojaron al mar, volvió a ser papel. Volvió a vivir. Guárdenlo. Es su ofrenda.

Se fue sin hablar más, y uno de los muchachos juró que se internó en el mar hasta desaparecer, pero otro dijo que no, que se fue caminando por la playa, seguida por un tropel de cerdos, y el tercero aseguró que no, se internó en una cueva entre las rocas, una cueva cubierta y descubierta por las olas, por donde se escuchaban espantosos rugidos de leones y aullidos de lobos, pero Ludovico se quedó mirando las huellas de los pies de la gitana en la arena, y sopló viento, y las olas lavaron las huellas mas las huellas impresas nunca se borraron de allí.

El teatro de la memoria

Abandonaron Spalato antes del tiempo previsto. Tres veces regresó Ludovico, solo, a la playa; las tres veces encontró allí, imborrables, las huellas de los pies de la gitana. Viajaron a Venecia, ciudad donde ninguna huella de pisadas queda sobre la piedra o el agua. En ese lugar de espejismos, no hay cabida para otro fantasma que el tiempo, y sus huellas son insensibles: la laguna desaparecería sin piedra que reflejar y la piedra sin aguas donde reflejarse. Poco pueden contra este encantamiento los cuerpos pasajeros de los hombres, sólidos o espectrales, igual da. Venecia toda es un fantasma: no expide visas de entrada a favor de otros fantasmas. Nadie les reconocería por tales allí; y así, dejarían de serlo. Ningún fantasma se expone a tanto.

Encontraron alojamiento en las abundantes soledades de la isla de la Giudecca; Ludovico se sentía reconfortado cerca de las tradiciones hebraicas que tan a fondo había leído en Toledo, aun cuando no compartiese todas sus enseñanzas. Las monedas que Celestina le envió en manos del monje Simón se agotaron en el último viaje; Ludovico preguntó en los barrios de la vieja judería, donde muchos refugiados de España y Portugal habían encontrado asilo como él ahora, si alguien necesitaba a un traductor; entre risas, todos le recomendaron cruzar el ancho canal Vigano, desembarcar en San Basilio, internarse por las rías de los astilleros y los almacenes del azúcar, caminar a lo largo de la fondamenta de los trabajadores de la cera, cruzar el Ponte Eoscarini, y preguntar por la casa donde habitaba un tal Maestro Valerio Camillo, entre el río de San Barnabá y la iglesia de Santa Maria del Carmine, pues era cosa notoria que nadie, en Venecia, acumulaba mayor número de viejos manuscritos que el tal Dómine, que hasta las ventanas estaban tapiadas con pergaminos, a veces los papeles caían a la calle, los niños hacían barquillas con ellos y los echaban a los canales, y grande era el estrépito con que el magro y tartamudo Maestro salía a rescatar los inapreciables documentos preguntando a gritos si el destino de Quintiliano y Plinio el Viejo era remojarse y servir de diversión a atolondrados pilletes.

Ludovico llegó sin dificultad al lugar descrito, mas las puertas y ventanas de la casa impedían el paso de persona o de luz algunas; la residencia del Donno Valerio Camillo era una fortaleza de papel, montañas, muros, pilares de documentos acumulados, a la intemperie, fojas amontonadas sobre fojas, amarillentas, a punto de derrumbarse y mantenidas de pie sólo gracias a los efectos de la presión de una columna de papeles contra y sobre las demás.

Dio una larga vuelta para ubicar el jardín de la casa. En efecto, cerca de un pequeño sottoportico que desembocaba en el vasto campo de Santa Margherita, se abría una estrecha reja labrada con series de tres cabezas constantemente repetidas, loba, león y perro; de los muros pendían olorosas enredaderas y en el umbrío jardincillo un hombre muy flaco, lo descamado del cuerpo disfrazado por la amplitud de una larga túnica drapeada, pero la angulosidad del rostro subrayada por la negra caperuza, semejante a la de los verdugos, que ocultaba cabeza y orejas, revelando sólo el perfil de águila, se ocupaba en adiestrar a unos mastines de aspecto feroz, encarnándoles con jirones de carne cruda que mantenía en lo alto de una pica, de tal suerte que los perros saltaban, ladrando, para alcanzar la comida; mas cada vez, el hombre interponía su propio brazo entre la carne cruda y los colmillos de las bestias, salvándose milagrosamente de ser herido por ellas. Con velocidad asombrosa, el enteco y encapirotado Donno retiraba a tiempo el brazo lamido y decía, tartamudeando:

—Muy bien, muy bien, Biondino, Preziosa, muy bien, Pocogarbato, más sabrosa es mi carne, ya saben que confío en ustedes, no me decepcionen, que a la hora de mi muerte no estaré en condición de regañarlos.

Luego arrojó el pedazo de carne a los mastines y miró con deleite cómo lo devoraban y luchaban entre sí para apresar las mejores partes. Cuando miró a Ludovico detenido en el umbral del jardín, le preguntó con descortesía si tan poco interesante era su vida que tenía que andar fisgoneando la ajena. Ludovico pidió excusas y explicó el motivo de su visita, que no era la curiosidad gratuita, sino la necesidad de trabajo. Le mostró una carta firmada por el anciano de la sinagoga del Tránsito y después de leerla Donno Valerio Gamillo dijo:

—Muy bien, muy bien, monseñor Ludovicus. Aunque tomaría varias vidas clasificar y traducir los papeles que a lo largo de la mía he acumulado aquí, algo podemos hacer y por algún lado se empieza. Considérese contratado, bajo dos condiciones. La primera es que nunca se ría usted de mi tartamudeo. De una vez le explico la razón: mi capacidad para leer es infinitamente superior a mi capacidad para hablar; empleo tanto tiempo leyendo, que a veces olvido por completo cómo se habla; en todo caso, leo tan rápidamente que, en compensación, tropiezo largamente al hablar. Mi pensamiento es más veloz que mi palabra.

—¿Y la segunda condición?

El Maestro arrojó otro jirón de carne a los mastines: —Que si muero durante su etapa de servicios, se sirva usted asegurarse de que no se me entierre en sagrado, ni se arroje mi cuerpo a las aguas de esta pestilente ciudad, sino que se me tienda, desnudo, en mi jardín, y se suelte a los perros para que me devoren. Los he entrenado para ello. Ellos serán mi sepultura. No hay otra mejor ni más honrada: materia a la materia. No hago más que seguir un sabio consejo de Cicerón. Si a pesar de todo resucito un día con el cuerpo que hube, no habrá sido sin darle todas las oportunidades digestivas a la divina materia del mundo.

Diariamente, se presentó Ludovico a casa del Maestro Donno Valerio Camillo y diariamente, el enjuto veneciano le entregó viejos folios para su traducción a la lengua de las diversas cortes donde, misteriosamente, insinuaba que enviaría su invención con todos los documentos fehacientes de la autenticidad científica.

A poco, Ludovico se percató de que cuanto traducía del griego y el latín al toscano, el francés o el español, tenía un tema común: la memoria. De Cicerón, tradujo el De inuentione: «La prudencia es el conocimiento de lo bueno, de lo malo y de lo que no es ni bueno ni malo. Sus partes son: la memoria, la inteligencia y la previsión o providencia. La memoria es la facultad mediante la cual la mente recuerda lo que fue. La inteligencia certifica lo que es. La previsión o providencia permite a la mente ver que algo va a ocurrir antes de que ocurra.” De Platón, los pasajes en los que Sócrates habla de la memoria como de un don: es la madre de las Musas, y en toda alma hay una porción de cera, sobre la cual se imprimen los sellos del pensamiento y la percepción. De Filostrato, la Vida de Apolonio de Tiana: “Euxemio le preguntó a Apolonio por qué, siendo un hombre de elevado pensamiento y expresándose tan c lara y prontamente, nunca había escrito nada. Y Apolonio le contestó: ‘Porque hasta ahora no he practicado el silencio.' A partir de ese momento, resolvió enmudecer; nunca volvió a hablar, aunque sus ojos y su mente todo lo absorbieron y lo almacenaron en la memoria. Aun después de cumplir cien años, recordaba mejor que el propio Simónities, y escribió un himno en elogio de la memoria, en el cual decía que todas las cosas se borran con el tiempo, pero que el tiempo mismo se vuelve imborrable y eterno gracias al recuerdo.” Y entre las páginas de Santo Tomás de Aquino, encontró subrayada con tinta roja esta cita: “Nihil potest homo intelligere sine phantasniate»: Nada puede entender el hombre sin las imágenes. Y las imágenes son fantasmas.

Leyó en Plinio las asombrosas proezas de memoria de la antigüedad: Ciro sabía los nombres de todos los soldados de su ejército; Séneca el Viejo podía repetir dos mil nombres en el mismo orden en que le fueron comunicados; Mitrídates, Rey del Ponto, hablaba las lenguas de las veinte naciones bajo su dominio; Metrodoro de Sepsia podía repetir todas las conversaciones que había escuchado en su vida con las exactas palabras originales y Cármides el Griego sabía de memoria el contenido de todos los libros de su biblioteca, la más vasta de la época. En cambio, Temístocles rehusaba practicar el arte de la memoria, diciendo que prefería la ciencia del olvido a la del recuerdo. Y constantemente, en todos estos manuscritos, aparecían referencias al poeta Sirnónides y se le llamaba inventor de la memoria.

Un día, muchos meses después de iniciar su trabajo, Ludovico se atrevió a preguntarle al siempre silencioso Maestro Valerio Gamillo sobre la identidad de ese mentado poeta Simónidcs. El Dómine le miró con ojillos vivaces bajo las pobladísimas cejas:

—Siempre supe que eras curioso. Te lo dije desde el primer día.

—No juzgarás vana mi curiosidad, Maestro Valerio, ahora que está a tu servicio.

—Busca entre mis papeles. Si no sabes encontrar lo que yo mismo hallé, en poco tendré tu habilidad.

Dicho lo cual, el ágil, tartamudo y cenceño Maestro se trasladó saltando a una puerta de fierro que siempre mantenía cerrada, protegida por cadenas y candados; la abrió con trabajos y desapareció detrás de ella.

Casi un año le tomó a Ludovico, alternando traducción con investigación, ubicar un delgado y cjuebradizo documento en griego donde el narrador contaba la historia de un poeta de mala fama despreciado portjue fue el primero en cobrar por escribir y aun leer sus versos. Llamábase Simónides y era oriundo de la isla de Geos. Este tal Simónides fue invitado una noche a cantar un poema en honor de un noble de Tesalia llamado Escopas. Para ello, el rico Escopas preparó un gran banquete. Pero el juguetón Simónides, además del elogio a su anfitrión, incluyó en (‘1 poema un ditirambo a los legendarios hermanos, los Dióscuros, Cástor y Pólux, ambos hijos de Leda, pero aquél de cisne, y éste de dios. Entre burlas y veras, Escopas le dijo al poeta, cuando terminó de rec itar, que puesto que sólo la mitad del panegírico había sido en honor suyo, no le pagaría más que la mitad de la suma convenida; y que la otra mitad se la cobrara a los míticos gemelos.

Burlado, Simónides se sentó a comer, dispuesto a cobrar en alimentos lo que el mísero Escopas le negaba en dineros. Pero en ese instante un mensajero llegó y le dijo al poeta que dos muchachos lo buscaban, con suma urgencia, afuera. Con creciente mal humor, Simónides dejó su puesto en el banquete y salió a la calle; pero no encontró a nadie. Se disponía a regresar al comedor de Escopas cuando escuchó un espantoso ruido de manipostería vencida y yeso quebrado: el techo de la casa se había desplomado. Todos murieron; el peso de las columnas aplastó a los comensales; bajo las ruinas, era imposible identificar a nadie. Los parientes de los muertos llegaron y lloraron, incapaces de reconocí'r al ser querido y perdido entre esos cuerpos aniquilados como insectos, desfigurados, con los rostros hundidos y los sesos regados. Entonces Simónides le fue indicando a cada deudo cuál era su muerto: el poeta recordaba el sitio exacto que cada comensal había ocupado durante el banquete.

Todos se maravillaron, pues nunca nadie había realizado una proeza similar; y así fue inventado el arte de la memoria. Simónides viajó a dar gracias al santuario de Cástor y Pólux en Esparta. Por su mente pasaban, una y otra vez, en perfecto orden, los rostros burlones, indiferentes, despectivos, ignorantes, de Escopas y sus invitados.

Ludovico le mostró este texto a Valerio Gamillo, y el Dómine meneó repetidas veces la cabeza. Al cabo dijo:

—Te felicito. Ahora sabes cómo se inventó y quién fundó la memoria misma.

—Pero seguramente, Maestro, los hombres siempre han recordado…

—Seguramente, monseñor Ludovicus; pero las intenciones de la memoria han sido distintas. Simónides fue el primero en recordar algo más que lo inmediato y lo remoto en cuanto tales, pues antes de él la memoria era inventario de tareas cotidianas, listas de ganado, utensilios, esclavos, ciudades y casas, o borrosa nostalgia de hechos pasados y lugares perdidos: la memoria era un factum, mas no una ars. Simónides propuso algo más: todo lo que los hombres han sido, cuanto han dicho y cuanto han hecho, es memorizable, en orden y ubicación perfectos; de ahora en adelante, nada tiene por qué ser olvidado. ¿Te das cuenta? Antes de él, la memoria era hecho fortuito: cada cual recordaba espontáneamente lo que quería o lo que podía; el poeta abrió las puertas a una memoria científica, independiente de los recuerdos individuales; propuso la memoria como conocimiento total del pasado total. Y puesto que esa memoria se ejercitaba en el presente, también debía abarcarlo totalmente, para que en el futuro la actualidad fuese un pasado memorable. Muchos sistemas se elaboraron, a través de los siglos, con este fin. La memoria pidió auxilio a los lugares, a las imágenes, a la taxonomia. Del recuerdo del presente y del pasado se pasó a la ambición de recordar el futuro antes de que ocurriese, y esta facultad se llamó previsión o providencia. Otros hombres, más audaces que los anteriores, se inspiraron en las enseñanzas de la Gábala, el Zohar y los Sefirot judíos para ir más allá y conocer el tiempo de todos los tiempos y el espacio de todos los espacios: la memoria simultánea de todas las horas y todos los lugares. Yo, monseñor, he ido más lejos aún. No me basta la memoria de la eternidad de los tiempos, que ya poseo, ni la memoria de la simultaneidad de los lugares, que nunca ignoré…

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