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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (10 page)

BOOK: Tetrammeron
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Una noche desaparecieron ellos también. Los vecinos encontraron la casa vacía pero llena. Quiero decir que no había nadie pero no parecía faltar nada, ni un solo objeto, ni una pieza de ropa, como si la familia entera se hubiese ido desnuda y unida como los muertos se van al cielo.

Por haber, había hasta un papel oscuro y arrugado en lo alto de una pila de leña, en la chimenea, rodeado de fósforos apagados. Era como si hubiesen intentado quemarlo una y otra vez pero nadie se hubiese atrevido a acercarle al fin la llama.

Ni Lustucru ni su familia volvieron a aparecer nunca.

¿Y quiere saber qué pasó con ese papel, señora? Pregúntele a Marcial. Fue él quien lo rescató de la chimenea y lo guardó en un bolsillo. A nadie le dijo lo que contenía ni lo que hizo luego con él. Una noche en que vaciamos muchas botellas, lo tenté.

—Guapa debía de ser la jodida… Esa fulana del papel de Lustucru, ¿eh, Marcial?

Me miró con ojos de loco.

—¿La fulana del papel? ¡Era un papel negro por las dos caras, compadre!

Le asusta.

La historia de Lustucru.

Ha leído suficientes cuentos como para saber que cada uno esconde muchos otros en su interior, pero en el caso del de Lustucru esos «otros» no le gustan.

Se queda quieta y en silencio, confiando en que nadie le pregunte.

La esperanza se desvanece pronto. En realidad, todos aguardan su intervención, aunque es la señora Lefó quien lo expresa en voz alta.

—¿Y bien? ¿Qué se te ocurre decir sobre mis dos historias?

—¿Decir?

—Sí. ¿Cómo crees que se relacionan entre sí?

Un móvil de humo flota sobre su cabeza. Es como un ingrávido velo de novia. Parece pasárselo bien, la señora. Desde luego, es la que más divertida aparenta estar, con su vestido rojo, sus sonrisas y su tabaco. Y siempre con ese aire soñador de dama acostumbrada a la buena vida, como si en lugar de estar allí, en un sótano mohoso alumbrado con velas, se hallara en alguna playa disfrutando de la brisa. A Soledad se le ocurre una posible respuesta inspirada en aquel pensamiento.

—Es como si Lupino y Lustucru no… no vivieran en el mismo sitio que todos.

—Explícate —pide la señora Lefó.

—No sé… Ven cosas que… que los demás no ven.

La señora parece aceptar la respuesta y lanza otro cono de humo al techo.

—Y esas cosas, ¿crees que existen?

A Soledad le da la sensación de que se debate aferrada a una roca para no caer.

—No, creo que no.

—Pero para ellos son muy importantes, ¿no? Como los cuentos, que pueden hablar de cosas que no existen, pero que resultan importantes para los que los oyen.

—Algo así… Sí, algo así… pero…

¡Quizá no debió añadir ese «pero»! Por muy débil que lo soltase, ha obrado a modo de puñetazo sobre la mesa, y todos se inclinan y mueven la cabeza para mirarla con atención.

—¿Pero? —demanda la señora Lefó.

—Pero en el cuento de Lupino eso que no existe es bueno… En el de Lustucru, no. Lustucru sufre, y su familia también. Al final es como si todos se volvieran locos. Quiero decir… —Se esfuerza en desovillar el complicado pensamiento—. A veces lo que no existe no es bueno… Y si no lo es, quizá sea mejor quedarnos con lo que existe. Yo escribí una vez un cuento sobre un gatito y otro sobre mi madre, que habían muerto hacía años… Pero el de mi madre no me gustó y lo dejé. Ahora pienso que lo que existe es que mi madre se ha ido, y por malo que sea eso, siempre será mejor que inventarme otra madre que no me guste.

Hondo silencio. Ni siquiera ella comprende por qué ha dicho todo eso. Sucede algo entonces. Lo que sucede podría también pertenecer a la categoría de «cosas que no existen y sin embargo importan», porque a primera vista no ocurre nada, pero ella, que ya los va conociendo, intuye que se opera un cambio profundo. Su respuesta parece haber complacido al Obispo y al señor Formas (quizá también a la señora de blanco, es difícil saberlo sin que lo exprese), y en cambio ha sacado por completo de su paraíso particular a la señora Lefó. La ha despertado, puesto en marcha, como una alarma de reloj. Entreabre los labios, deja ver la pequeña hilera de dientes, por primera vez se olvida de fumar. Soledad retrocede ante su avasalladora mirada.

—¿Y qué? —espeta—. ¡Locos o no, yo me imagino felices a Lupino y Lustucru!

—Yo no.

La dama se encorva acentuando su aspecto de ave exótica. El olor a tabaco hace parpadear a Soledad cuando habla.

—Eres una niña estúpida, ¿lo sabías?

—Usted… me preguntó que…

—¡Sé bien lo que te pregunté! ¡Y sé que eres muy estúpida!

Soledad opta por callarse tras un esfuerzo.

—¡Lustucru también obtuvo lo que quería! —insiste la señora Lefó—. ¡Nadie dice que puedas conseguir las cosas a cambio de nada, niña tonta! Todo cuesta, todo requiere un poco de dolor… Pero ambos obtienen lo que más desean, y a eso yo lo llamo felicidad. Ahora sirve vino, idiota.

Agregar esto último ha sido exagerado.

Soledad la ha escuchado hasta entonces, fascinada con los movimientos de sus manos, su voz fuerte como una guindilla y su inagotable espectáculo. Pero esta grosería final la descoloca, la mueve a replicar.

—Ya vale —sisea—. No tiene que insultarme porque yo no opine igual que usted.

—¿Cómo te atreves a hablarme así? ¿Nadie te ha enseñado respeto?

—¡Usted no me respeta a mí!

—Oh, bueno, cálmate. —La señora sonríe, repentinamente amistosa—. ¿Vas a enfadarte conmigo? Solo intentaba que comprendieses que en mis cuentos todo el mundo es feliz porque todo el mundo se imagina cosas… Ni siquiera pueden considerarse dramas sino comedias. Y no carecen de belleza. Fuera lo que fuese Jennifer Budoski, ¿no te la imaginas bella?

—¡Me la imagino horrible! Y no me parece que Lustucru o su familia fueran felices para nada… Creo que perdieron todo lo que tenían. Eran una familia, y acabaron perdidos. ¡Me dan pena, y también miedo!

Es como si la señora Lefó se hubiese rendido. Incluso mira para otro lado, silenciosa, lanzando suaves suspiros. El cigarrillo entre sus dedos está a punto de consumirse. Soledad se envalentona con esa actitud, decide proseguir la escalada de ira.

—No me gusta usted. Me gustaba antes. ¡Verla y oírla! Tan bonita…, tan distinta. Pero ya no. Porque usted se cree que lo es todo. Y no lo es.

—¿Has terminado? —La señora se lleva el cigarrillo a los labios, una roja ascua apuntando como un dedo—. Yo también —agrega, y abre la mano. El cigarrillo cae, aún encendido, y rueda hacia los mocasines de Soledad, que se queda mirándolo fijamente mientras la señora dice—: Pero, antes de cederle la palabra al señor Obispo, debo castigar ese orgullo impropio de una niña educada con otra prenda. ¡Zapatos y calcetines!

El señor Formas y el Obispo, que han asistido a la discusión como estatuas, sonríen ahora. Soledad levanta la vista hacia la señora Lefó, creyendo no haber oído bien. Luego contempla de nuevo el cigarrillo en el suelo, que todavía arde.

—¿A qué esperas? —insiste la dama—. Descalza.

¡Es entonces cuando Soledad cree comprender algo!

La hermosura y los aires de mundo y rebeldía de la señora Lefó la han engañado. En el fondo, es intransigente y veleidosa, incluso cruel. Tal es la verdadera señora Lefó. Desde luego, cuesta más conocerla que al señor Formas. Menuda sorpresa, una dama tan alegre y atractiva, que tanta personalidad irradia, comportándose como una niña caprichosa que pasara en un santiamén de reír y jugar al insulto y la amenaza. ¡Y pensar que ella la había admirado antes por su «finura» y deseaba ser así de mayor!

«¡Pues bien —piensa Soledad—, se equivoca conmigo!»

Podría negarse, pero no quiere. Y ahora menos que nunca. Levanta el pie izquierdo, lo apoya tras quitarse el calcetín, y alza el derecho. Aquí el equilibrio le cuesta más, pero lo logra. El suelo es áspero y frío y la colilla encendida parece una trampa allí colocada, amenazando sus pies desnudos. Sin embargo, la rabia que la llena por dentro arde más que cualquier cigarrillo. Para desahogarse sin provocar otro enfrentamiento, se dedica obsesivamente a doblar los largos calcetines blancos y meterlos dentro de los mocasines, que deposita junto a la chaqueta y la mochila. «¡No me va a dominar! ¡Puedo olvidarme de la señora Lefó!»

Luego regresa frente a ella, que no ha dejado de mirarla todo el rato sonriente, y la reta con los ojos. La sonrisa se esfuma. «No le tengo miedo a tu fuego», piensa, moviendo los dedos de los pies cerca de la colilla humeante. Pero la señora Lefó parece perder toda importancia, y hasta voluntad, como si se apagara al tiempo que su cigarrillo lo hace. Se ha girado de nuevo hasta ponerse de perfil y gesticula hacia el Obispo.

—Señor Obispo, su turno.

La curiosidad por lo que contará este hombre la excita, y Soledad pronto se olvida de la molestia de estar descalza. Ello, sobre todo, debido a una razón: es un individuo difícil de clasificar. A diferencia del señor Formas, parece muy agradable, pero a diferencia de la señora Lefó, no se muestra como un amigo maravilloso. Es como si le advirtiera: «Ya sabes que no puedes confiar en mí.» Tiene más bien aspecto de bromista: puede que no sea mala persona, pero tampoco es alguien por quien apostarías que nunca te hará rabiar. Y a esta impresión contribuye su rostro, tan redondo y carnoso, con esa papada que, a ratos, eclipsa el alzacuello color naranja, y esos mofletes que se estremecen como si hiciera continuas gárgaras con algún tipo de líquido. Ahora que se fija mejor, Soledad se da cuenta de que su traje y camisa no son realmente negros sino de algún tono de azul, como un mar nocturno. Y su voz, lejos del brío de la señora Lefó o la rigidez del señor Formas, es parsimoniosa y burlona. Habla como si se hallara dando cabezadas al final de una fiesta: soñoliento, pero complacido.

—Con mucho gusto. Mi primera historia se titula «La boda de la señora Boj»… —Y comienza—. A fines de diciembre se celebra la tradicional fiesta…

¿Ves la pequeña caja azul en el interior de la roja, tan ondulada y brillante? La tocas, y te parece fría y húmeda. La cerradura es de sal, se deshace con agua. Ábrela y mira esa oscura gruta, esos destellos cerúleos.

Y no grites a pesar de lo que veas.

LA BODA DE LA SEÑORA BOJ

A fines de diciembre se celebra la tradicional fiesta navideña de la empresa de la cual mi amigo Jules Boujard es gerente general. Él siempre me invita y yo procuro ir. Alquilan todo un ático de suelo de madera en el sexto piso del sesenta y seis del bulevar St. Secarie. El lugar no posee apenas muebles ni decoración, las paredes están encaladas y hay escasas ventanas, pero su tamaño permite que unos sesenta invitados deambulen tranquilamente por el salón. Este último ya estaba abarrotado cuando llegué aquella vez. Una percha con cuernos poseía un par de lugares libres, y allí dejé el sombrero y el abrigo. Reconocí a Jules al tiempo que él a mí. Hablaba con una jovencita rubia teñida, pero le dio de lado para ofrecerme una reverencia.

—Ha llegado el santo ministro de la Iglesia. Mi querido señor obispo de Godorna, su presencia nos honra. —Y giró hacia el público, que me miraba—. No son necesarias las presentaciones. ¿Quién no conoce a su eminencia, el señor obispo de Godorna? —Se alzaron copas y hubo genuflexiones. La chica rubia teñida se inclinó doblando una rodilla. Yo alcé una mano y Jules, entre risas, puso en ella una copa de champán—. Bienvenido a nuestra fiesta, señor Obispo.

—Gracias, Jules.

—¿Ha tardado mucho en decidirse a venir en esta ocasión?

—Un par de tragos.

Jules rió con placidez. Es un joven adorable, de rizos rubios y rostro femenil, como un maniquí vestido con traje a medida.

—Se divertirá, eminencia. Al menos eso espero.

—Gracias. ¿Está previsto que venga el señor Astan?

—Oh, sí. Siempre viene todos los años, pero se hace esperar, ya sabe.

—Es propio de él hacerse esperar —convine.

—En efecto.

Me gustan las fiestas de empresa de Boujard porque están abiertas a todos. Enseguida te percatas de la variedad de clases sociales. Los de mayor edad, por lo general, vestían con elegancia, y las espaldas de las señoras mostraban un bronceado minucioso, incluso en esa época del año. Los jóvenes llevaban cosas más simples como camisas de cuello desabrochado, corbatas con el nudo flojo, vestidos de cóctel o minifaldas baratas. Había un razonable nivel de ruido, entre conversaciones, risotadas y música
rock
. En las mesas, la tradicional agrupación de canapés, bocadillos, tenedores y cuchillos de plástico en largas bandejas negras sobre manteles rojos formando una hilera que los camareros se encargaban de ordenar. Jules me llevó hacia allí mientras hablaba.

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