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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Relato

Tetrammeron (12 page)

BOOK: Tetrammeron
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Penetro en las tinieblas, Biblia y crucifijo en alto. Todo se resume en una figura sentada. Me impresiona por lo que me han contado, pero no percibo en ella nada atemorizador, ni siquiera cuando enciende la luz del flexo en la cama y puedo verla.

—Hombre, el cura.

—Xara —le digo.

—Presente. Espere que le haga sitio. Lo tengo todo hecho un asco.

Aparta de la cama revistas de viajes con fotos de playas tropicales, un espejo, un peine, un bote de crema hidratante Skin Care de aroma de mango y un protector solar Sunpro. No entiendo lo del protector solar. Quizá le permitan dar paseos al aire libre en una especie de patio vigilado.

Me siento en una esquina del colchón y la miro.

Ni guapa ni fea, pero sí muy joven, bajita y delgada, de pelo azabache. Lleva camiseta blanca, pantalones cortos grises. Está descalza.

—¿Sabe la diferencia entre una hormiga y un escorpión? —me pregunta mientras ocupa un asiento frente a mí.

—El escorpión es más grande y tiene aguijón.

—Esas pueden ser dos diferencias, pero yo le pregunto
la
diferencia.

Aventuro otras respuestas («El escorpión es venenoso… El escorpión no es un insecto…») y recibo la misma réplica, hasta que caigo en la cuenta de que me está tomando el pelo.

—Me doy por vencido —digo.

—No hay diferencias. Los llamamos «escorpión» y «hormiga», pero podríamos llamarlos «sartén» y «piano de cola», o «cura» y «condenada», y seguirán siendo lo que son y no siendo lo que no son. Así que, ¿qué importa cómo se llamen? Lo que importa es pasarlo bien —agrega, juntando las manos tras la nuca.

Consulto el reloj y decido ir al grano.

—Xara, vengo a escuchar tu confesión. Hoy es tu último día: dentro de unos cuantos minutos te pondrán la inyección letal. —Asiente con la cabeza, los ojos cerrados—. Pero no tengo interés en que reces ni nada por el estilo. Solo quiero que me cuentes lo que hiciste y por qué.

—Compuse una canción.

—¿Qué?

—La titulé «Voy por la mañana de mañana». ¿Quiere oírla?

Y antes de que pueda responderle comienza a cantar sin cambiar de postura. Su voz es tan cristalina, tan hermosa, que me paraliza, y por un momento es como si no estuviéramos en aquel antro oscuro aguardando una ejecución sino en un jardín luminoso e intemporal.

Voy por la mañana de mañana,

allí, en el futuro venidero,

haciendo de cada instante

un comienzo de sendero,

uniendo cada presente

en un presente eterno.

[Estribillo]

Allí, donde nada es,

donde aún no pisan mis pies,

en el día que aún no existe,

en la vida que consiste

en saber aprender a morir,

en saber empezar a vivir,

en saber vivir y morir,

sin saber nada de nada…

—Hice lo de siempre —me explica en una sola línea verbal, pasando de la melodía de las notas a las de la prosa—: lo encontré en un parque público y lo llevé a casa. Tenía cinco años, me lo dijo varias veces, supongo que a su familia le gustaba cómo lo decía: «Tengo cico año.» «Pues muy bien, Cico, vamos a jugar», le dije. Le quité la ropa y me desnudé yo también, con la excusa de darnos un baño. Era un niño muy guapo, de largo pelo avellana, que ya necesitaba un buen corte, y grandes ojos azules. Le expliqué que jugaríamos a prisioneros. Lo até a la mesa del comedor boca arriba, abierto de piernas como un pollo, y cuando empezó a chillar corté un trozo de su camisa y lo amordacé. Entonces cogí algunos clavos de una caja de herramientas. «Mira, Cico —le dije—, mira lo que tengo.» Le sujeté la cabeza mientras le hundía un clavo en el ojo izquierdo. Se arqueó tanto hacia arriba que solo tocaba la mesa con los talones y las manos, y gritaba una sola letra: «i». Algo como «iiiiiiiiii», todo seguido. Se hizo pis y caca, pero no vomitó. Cuando le hundí el otro ojo sí que vomitó. Entonces tuve que girarle la cabeza, así, para que no se atragantara y muriese demasiado pronto. Vivió una hora. Yo le limpiaba la sangre de la nariz y la boca y aguantó una hora entera.

(La narración aterra a Soledad, pero el Obispo no cambia de expresión.)

—¿Y entonces?

—Entonces, lo de siempre. —Se encoge de hombros otra vez—. Alguien me vio llevándome al niño en el parque, y me identificaron. La policía me detuvo al día siguiente, cuando sacaba el cuerpo en una bolsa. Y aquí estoy. —Y sin transición, sigue cantando.

Voy por la mañana de mañana,

allí, en el futuro venidero,

haciendo de cada instante

un comienzo de sendero,

uniendo cada presente

en un presente eterno.

La canción vuelve a calmarme, pero ahora me noto cansado. Es como si mi cuerpo, al perder tensión, se desarbolara como un barco de velas. Xara sigue cantando cada vez más alto, incluso chasquea los dedos y me invita a unirme en el estribillo, pero esa invitación es precisamente lo que me hace cortarla.

—¿Por qué, Xara? —De repente me angustia pensar que no me queda más tiempo. Pierdo la paciencia y alzo la voz—. ¿Por qué les haces esas cosas a los niños?

—No lo sé. Hormiga y escorpión, ya se lo dije. No se fíe de las palabras.

—¿Te excitas? ¿Es eso? ¿Placer?

Hace un gesto como apartando una mosca.

—Va, ya me lo han preguntado otras veces. Les quito la ropa y me la quito yo para no mancharla. No abuso de ellos. No, señor cura, no siento placer.

—Entonces, ¿por qué?

Mi ansiedad termina por llamarle la atención. Parpadea, sonríe.

—Eh, ¿a qué viene tanto interés por lo que hago? Soy una sádica-psicótica-paranoica-psicopática. ¿Qué más quiere saber?

Comprendo que no puedo poner excusas. Y me anima pensar que quizá acepte colaborar si le digo la verdad.

—Quiero conocer el mal, Xara.

—Oh, eso es fácil —replica—. Yo puedo presentársela.

Su respuesta me desconcierta, pero cuando me dispongo a pedir explicaciones oigo otra voz a mi espalda.

—Un minuto, padre.

Doy las gracias y noto que regresa mi ansiedad. Me inclino hacia Xara.

—Dime al menos esto: ¿por qué te han arrestado y sentenciado en cinco ciudades diferentes y nunca han podido ejecutarte?

—Creo que siempre me indultan al final.

—Eso no es cierto: te escapas. ¿Cómo lo haces?

—¿En serio? No lo recuerdo, señor cura.

—¿Que no lo recuerdas? ¿Que te escapas de prisión y no lo recuerdas? ¡Basta de bromas, Xara…!

Ella dice algo pero la puerta se traga la respuesta. Son cinco hombres vestidos como si regresaran de jugar a un deporte bestia: guantes, cascos, hombreras, viseras, gafas protectoras, todos jadeando.

—Es la hora, Xara —anuncia uno—. Apártese, padre.

Pero apenas me dejan tiempo y espacio para obedecer: esquivándome, se echan sobre ella como sobre un caimán, de quien temieras a la vez un mordisco y un coletazo. La inmovilizan con tanta eficacia que incluso uno le golpea la cabeza contra la pared. Descubro que el último no la ha tocado aún: está preparando un artilugio que consiste en un capuchón negro con una especie de correa en la abertura.

—¡Deprisa, deprisa! —le exige el compañero que sujeta a Xara de los brazos. Los otros también le jalean.

—¡Joder, vamos!

—¡Rápido!

Y cuando le acercan la capucha sucede.

No parece que nadie lo provoque: es algo natural, como la salida del sol. Una luz despuntando por encima del guante del policía que le aferra la cabeza. De color rojo sangre, al principio es una pequeña linterna, pero se abre y extiende por su pelo como una cola de pavo real, nimbando a Xara con artística exactitud.

—¡Demasiado tarde! —grita uno de los policías.

Entonces es como si la realidad fuese una historieta dibujada en una página, y alguien introdujese un dedo lleno de sangre en la viñeta que representa ese instante, o aproximara una llama encendida al centro del dibujo, y a partir de ese punto toda la imagen se desgarrara o se fundiera con un ruido de cosa que se arruga. El brillo de la aureola que nimba la cabeza de Xara se hace tan intenso que se vuelve negro, y mis retinas se convierten en un fondo rojo sobre el que arden dos pequeños huevos fritos en el centro. Caigo de rodillas entre olor a sangre caliente.

—Vamos —oigo que dice Xara con calma al cabo de un rato.

Y al abrirlos, mis ojos vuelven a funcionar milagrosamente. Pero qué espectáculo: cinco seres humanos retorcidos y negros como cucarachas envenenadas. Negros los dientes, las encías, hasta la conjuntiva de los párpados. Y Xara sobre ellos, los pies a dos palmos del suelo, aún nimbada por la luz escarlata como una santa de óleo barroco.

—Vamos —repite.

Parpadeo, y de repente estoy sobre una loma de hierba fresca centelleante que corona un valle hasta el horizonte, lleno de árboles y estrechas carreteras. De pie ante mí, Xara viste una veraniega pieza estampada. El cielo es azul sin excepción.

Con ese nuevo «vamos» me invita a seguirla cuesta abajo hasta la carretera más próxima, donde extiende sus bellas líneas un Jaguar descapotable color espejo con neumáticos gruesos como bombos de orquesta y asientos tapizados en piel de tigre. No he acabado de recuperarme del asombro cuando ya me encuentro de pasajero. Xara conduce, y no aparta el pie del acelerador ni la vista de la sinuosa carretera, que el poderoso vehículo parece devorar con las fauces abiertas.

—¿Qué ha pasado? —pregunto—. ¿Cómo hemos salido de la cárcel? ¿Qué era eso que brillaba en tu cabeza?

—No tiene importancia —dice como si contestara a mis tres preguntas a la vez—. ¿Le gusta el
rock
? —Presiona un botón y la música estalla, insana, por las cuatro esquinas. Xara sigue el ritmo mientras la inercia nos obliga a seguir otro. Los frenos protestan ante cada curva tomada a espantosa velocidad.

—¿Adónde vamos? —grito desviando la cara ante el azote brutal del viento.

—A verla.

—¿A verla?

—¡Usted quería conocerla!

No comprendo lo que dice, pero el estrépito y la prudencia me hacen no indagar. El Jaguar despeina la selva a ambos lados de la angosta carretera y me tapona la nariz un olor como de tienda naturista abierta por primera vez tras un cierre veraniego. Por encima de palmeras y helechos se adivinan montañas azules. Es como el decorado de algún fondo de acuario. Y de repente tomamos otra curva y he aquí que la veo, inesperada como un regalo.

Es una casa que parece un templo, o viceversa, blanca y rodeada de columnas en lo alto de algún Olimpo selvático. Pero una antena parabólica con el color y la forma de una hostia en el sagrario se alza en el techo pulverizando cualquier ilusión de tiempos griegos.

Cuando Xara detiene el coche al pie de la colina oigo la música. Es samba. El jolgorio viene de la casa. Subimos apresuradamente por una escalera tan vertical como la de una pirámide maya. Al llegar a la cima habría podido contener el aliento, de haberme quedado alguno.

No exagero: la casa es enorme, como un estadio. Frente a ella, la quietud de una laguna muestra su réplica exacta e invertida. Hilos de libélulas y agujas de colibríes tejiendo una atmósfera suave a todo color. Bordeamos la laguna hasta llegar a los escalones del pórtico. Los cuento: son doce. Y en cada peldaño, salvo en uno, moviéndose al frenético ritmo de la samba que estalla alrededor, una bailarina.

Once muchachas en traje de baño, elevadas por el vértigo de los tacones.

De alguna forma, cuando veo a Xara lanzar un grito de alegría y correr hacia ellas, situándose en el escalón vacío mientras se despoja del vestido, comprendo algo.

Doce. El número me suena.

Asciendo por esa escalinata entre cuerpos cimbreantes: la de pelo como oro líquido, la de piel tostada como una Guinness, la de melena índigo, la que parece llevar un tanga formado por cuerdas de violín.

—¡Somos sus seguidoras! —me grita Xara al tiempo que baila, cuando paso junto a ella—. ¡Te está esperando arriba!

Allí está, en efecto. Enmarcada en el grave rectángulo oscuro de la entrada. No es especialmente bella ni alta (ninguna de ellas lo es). Su pelo, largo hasta los talones, es de un asombroso color gris, como el de una anciana, y sin embargo su cara es la de una niña. Lleva un traje de baño azul marino que le queda grande y zapatos de plataforma. Me aguarda con las manos en la cintura, sonriente, y cuando la alcanzo me tiende una.

—Encantada —dice con voz de tiple—. Usted quería conocerme.

La acompaño hasta un salón cuyo tamaño invita a desperdiciar los movimientos. Rodeado de columnas, posee muebles dispares de diseño. Aquí un sofá que semeja ser de laca negra. Allí una tapicería color plumaje de guacamayo. Pero al acercarme aprecio que las cosas no son nuevas, sino que muestran las indelebles huellas del uso: costuras descosidas, molde de cientos de culos sobre los cojines de un tresillo. Sin saber por qué, ver aquellos muebles herrados por el tiempo me atemoriza más que ninguna otra cosa que haya visto hasta ese instante.

Ella recoge las piernas en un diván, clavando las plataformas en el cuero. Yo elijo una butaca que se hunde bajo mi peso soltando nubes de polvo.

—Estoy segura de que está pensando: «Caramba, pues no era para tanto» —dice tras un silencio que emplea en examinarme divertida—. Y tendría razón. No es para tanto. Sobre todo, cuando te acostumbras. Terminamos siendo aburridas.

—No puedo creer que sean aburridas.

Se despeja el pelo de la cara.

—Pase aquí varios meses y verá. ¿Quiere beber o comer algo? —ofrece.

—No, gracias.

—Así que es usted cura.

—Sí.

—También suena aburrido.

—Un poco.

Si pudiese vencer mi aprensión la miraría detenidamente, porque lo cierto es que a primera vista no le encuentro nada especial. Tampoco siento otra emoción que la certidumbre de estar allí, el hecho de saber que es
ella
. Quizá la culpa sea de mis nervios. Me adelanto un poco en la butaca, apoyándome en el borde, y de repente, como suele ocurrirme, me lanzo al vacío sin red de la explicación teórica.

—¿Sabe? Mi principal interés ha sido siempre comprender la existencia del mal. Me obsesiona. La creación podría ser perfecta sin él. O ella. —Sonrío—. ¿Por qué ese lado oscuro de las cosas? No quiero ofenderla con lo de «oscuro». Quiero decir, todo podría ser natural y espontáneo, pero el mal es un artificio, ¿no? Algo forzado…

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