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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Texas (12 page)

BOOK: Texas
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Era un sitio bien organizado. A pocos pies de la puerta comenzaba un túnel con particiones; y había una figura simiesca, con un bate de béisbol bajo el brazo, al fondo.

—Nada de borracheras, nada de bravuconerías —recitó mientras revisaba a Mitch con un vistazo—. De acuerdo, bienvenido.

Se apartó para dejar pasar a Mitch. En el vestíbulo, sentado a una mesa que protegía las escaleras que iban al segundo piso —porque era un sitio bien organizado— había un hombrecito educado y gordinflón con un pulido traje de estameña.

—Nada de borracheras, nada de mala catadura —dijo sonriendo—. ¿Qué puedo hacer por usted, señor?

Mitch le explicó. El hombre titubeó.

—Creo que quiere usted decir Neddy, ¿no es así, señor? Sí, seguro que es así. ¡Oh, no, por favor! —Gesticuló con desagrado cuando Mitch echó la mano a la cartera—. La gratuidad se abona a la señorita.

Mitch se sentó en una hilera de sillas con otros tres clientes. Se miraban los unos a los otros y volvían a mirar hacia lo lejos. Cuando se les permitió subir las escaleras, llegaban otros hombres por el túnel de entrada, cada uno era recibido con un cacheo y una cantinela… Nada de borracheras, nada de bravuconerías…

Finalmente, el hombre de la mesa sonrió a Mitch y le hizo un gesto con la cabeza. Mitch comenzó a subir las escaleras, y el hombre le dijo que podía encontrar a Neddy en la primera puerta a la derecha.

—Una habitación preferente, señor. Y una señorita muy especial.

—Gracias —dijo Mitch entre dientes.

Le estaban dando el tratamiento de Clase A, creía. Ofrecía mejor aspecto que los clientes habituales, y querían que volviera.

Cuando hubo subido las escaleras, hizo una pausa y dejó escapar un profundo suspiro. Después, abrió la puerta cubierta con muselinas de la derecha y entró.

Tenía dificultades para respirar; era incapaz de respirar. Nervioso, cogió la puerta y la cerró sin hacer ruido. Su mirada recorrió la cama, se obligó a sí mismo a mirar y casi gritó con alivio.

La chica estaba tumbada sobre el estómago, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Bajo la tenue luz, su cuerpo desnudo era una sombra de marfil tallado. Una sombra maravillosa, pero vagamente artificial. Era sólo un poco más nítida que su cara.

Pero podía verle el pelo, un pelo que de ninguna manera ni desde ningún ángulo podía ser el de Teddy. Una larga melena lacia a lo
garçon
que le bajaba hacia los hombros… ¡y negra! Negra como el carbón.

En la frente de Mitch aparecieron finas gotas de sudor. Estaba aliviado, oh Dios, cuánto alivio, pero, ¿qué hacía ahora?

Desde luego, no podía hacer lo que haría un cliente. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿Qué pensaría o haría esta chica, y qué haría el tipo de abajo con el bate de béisbol?

No sabía cuál sería la forma de conducta más aceptable. Desde hacía tanto tiempo como podía recordar, había oído hablar de sitios como éste hasta los más francos detalles. Pero él nunca había estado en ninguno. No sabía lo que un cliente que no lo era debía hacer.

Dejó que sus ojos rodaran por la habitación, buscando una forma de salir o alguna pista para librarse del anzuelo.

En el vestidor sin espejo había una palangana con patas de porcelana blanca y un jarro del mismo color y material. A la distancia adecuada, había una caja de cartón de desinfectante algo purpúreo; el remedio llamado mordedura de serpiente, cristales solubles de permanganato potásico. La palangana estaba teñida con rastros de púrpura. También había manchas púrpura en las toallas, que llenaban a medias el cesto de la ropa al lado del vestidor.

Además de la silla, y por supuesto de la cama, había otro elemento en el mobiliario. Un gran orinal blanco. Estaba también medio lleno, como la cesta de la ropa sucia —¿podía haber algo más lógico?— y su contenido amarillento estaba jaspeado con el púrpura del permanganato potásico.

Un sitio bien organizado. Una casa con conciencia social.

Los labios de Mitch se rasgaron en una sonrisa nerviosa. La sonrisa comenzó a extenderse. Entonces, la chica se giró sobre la cama. Se sentó y clavó la mirada en él.

Era una chica de aspecto muy saludable, con una salpicadura de pecas alrededor de la nariz. El cambio que producía en su apariencia la melena negra a lo
garçon
era increíble.

Mitch tragó saliva. Sus emociones se depositaron en el delicado engranaje entre la comedia y la tragedia, entre lo espantoso y lo hilarante. A continuación se abrió paso en él una fuerza interior, la puesta en marcha de un mecanismo que había comprendido más de lo que era posible manejar. Y comenzó a reír.

Rió como si toda su vida dependiera de que riera bien, y en efecto, de alguna manera así era. Aún estaba riéndose, riéndose y llorando, cuando Teddy se levantó y le pegó un porrazo con el orinal.

10

El mayor esperaba, estudiándole con una mezcla de malicia y… ¿y qué? ¿Envidia? ¿Codicia? La cabeza de Mitch se aceleró en un intento de adivinar los pensamientos y el alma del otro hombre. Mientras tanto, el mayor se sintió forzado a hablar.

—Un joven estupendo, Samuel. Siento muchísimo que no vaya a poder continuar aquí.

—¿Por qué no? —dijo Mitch.

—Oh, vamos, mister Corley, realmente. Este es un colegio muy selecto, como usted ya sabe. Tener un alumno cuya madre, er… bue… bueno, debe comprender que es imposible.

—¿Por qué? En menos de tres meses se habrá acabado el semestre. ¿Por qué no puede quedarse aquí hasta entonces?

La boca del mayor se movió sin articular palabras, un hombre intentando explicar lo evidente. Al fin, con una expresión de desamparo, situó el asunto en términos puramente prácticos. Aun así su visitante continuaba sin impresionarse.

—Pero nadie sabe que usted ha recibido esto, mayor. ¿No es así? Si alguna vez saliera a flote la cuestión —cosa que no pasará— no hay forma de probar que lo recibió.

—Pero… pero, yo lo sé, mister Corley. Lo, er, sé y sé con dolorosa claridad cuál es mi obligación.

Mitch dijo que él no lo veía de esa manera desde ningún ángulo, y que estaba seguro de que al mayor le pasaría lo mismo si lo pensara bien. La primera gran obligación del mayor era hacia sus alumnos. ¿Pero cómo podía interpretarse una obligación que exigía el castigo de un alumno por la conducta errónea de uno de los padres?

—Usted es un hombre de mundo, mayor; eso se ve. Apuesto a que usted se ha corrido más de una juerga, ¿verdad? —dijo Mitch sonriendo con complicidad—. Un hombre que está justo en la flor de la vida, como usted, puede aún disfrutar de su jugoso sabor. Sabe lo que es la vida. Existen ciertas reglas que hay que observar, por supuesto, pero no va a poner en un aprieto a nadie como yo, desde luego, otro hombre de mundo, por un error de juventud.

El mayor tosió. Su carne hinchada se desplazó dentro del uniforme de color marrón, se enderezó y reajustó su masa, en un intento de remodelarse a sí mismo, a semejanza de la elegante figura que se sentaba al otro lado de la mesa del despacho.

—Como usted dice, mister Corley… ejem-ejem. Estas cosas pasan hasta a los mejores de entre nosotros. Ah, sí, ejem-ejem. Había una chica en Filipinas… —Se detuvo con una alarma súbita—. ¡Vamos, mister Corley! Realmente no puedo…

—Nadie sabe nada de esto —dijo Mitch con firmeza—. Nadie más que usted y yo. Y no hay ninguna razón en el mundo para que lo tenga que saber nadie más.

—Pero… pero, ¿qué está usted sugiriendo?

—No puedo llevar a Sam a otro colegio en este momento tan tardío del curso. Si se ve forzado a dejar éste, va a perder el semestre completo. Vaya, el otro día leí un artículo sobre el valor efectivo de la educación para un chico. No recuerdo cuál era la cantidad total, pero creo que si se corta un semestre, el valor sería de unos dos mil dólares.

El mayor le miró fijamente con aire atontado. Bajó la vista hacia la mano que se le extendía, y oyó a Mitch decir en voz baja que tenía que salir corriendo. El mayor le dio la mano y retiró su propia palma. Sintió la superficie plana doblada con frialdad.

Ya estaba hecho, entonces, tan fácil y suavemente; una cosa graciosa que solamente no haría gracia a quien no se la encontrara. Se enderezó tambaleándose sobre sus lamentables piernas, sin desconcertarse en absoluto, sintiéndose el benefactor más que el beneficiado, y buscó las palabras apropiadas con las que un hombre de mundo se dirige a otro hombre de mundo.

—Debemos volvernos a reunir, mister Corley. Dos hombres como nosotros, ¿eh? Ah, y déjeme repetirle que nos sentimos enormemente felices de contar a Samuel entre nuestros alumnos. Ah, deseamos que pueda estar con nosotros de nuevo el año que viene.

—Es muy amable de su parte —sonrió Mitch.

Pero estaba pensando: «
¡Una mierda va a volver a este colegio el año que viene! ¡No a un sitio como éste y con un tipo como tú!
» Después, al dejar la oficina, al bajar las escaleras del edificio de la administración, se sentía más razonable.

Estaba acostumbrado a sobornar; evidentemente el mayor no estaba acostumbrado a aceptarlo. El pobre inútil se había sentido halagado y persuadido por un experto, convencido honestamente, sin duda, de que sólo había cooperado en un acto de buena voluntad, y… ¿quién sabe? ¿Quién sabe? ¿Quizás él también tendría un justo castigo que le haría hacer cosas que no habría hecho nunca de otra manera? Un acreedor obstinado y vicioso, una enfermedad que le impulsaba a la misma vida que estaba destruyendo, a saborear la vida de forma desesperada; una mujer que le había tenido atrapado justo cuando él pensaba que era él el que lo hacía.

Ahora sabía que debiera haberse estabilizado con Red cuando Teddy reapareció por primera vez en su vida. Pero temía perderla, hacía poco tiempo que Red y él estaban juntos. E incluso, si Red hubiera sabido y aceptado la verdad, aún quedaba Sam por proteger. ¿Cómo se le podía decir a un niño, o hacer que se lo dijeran, que su madre era una puta, y que le odiaba? ¿Cómo lo hubiera tomado? ¿Cómo iba a arriesgarse a causarle el terrible daño que se le podía hacer?

Hubiera podido divorciarse de Teddy, naturalmente, pero eso no habría arreglado nada. Divorciada, podía hacer exactamente lo mismo que estaba haciendo. El divorcio hubiera destapado todo el asqueroso follón de par en par, destruyendo todo lo que él había estado intentando preservar.

Con un suspiro, colocó el problema en el fondo de su cabeza, y adoptó una expresión resplandeciente cuando llegó donde estaban Red y Sam. Dieron un paseo junto al lago del colegio, estuvieron allí charlando y lanzando piedras al agua hasta última hora de la tarde. Entonces, volvieron al coche, y mientras Sam les despedía con la mano, Red y Mitch iniciaron su vuelta a Houston.

Red estaba un poco triste, deprimida como siempre después de dejar a Sam. Mitch sugirió parar en algún sitio para beber y comer algo, pero Red no tenía hambre. Le dio un breve abrazo con un brazo, sabiendo lo que se avecinaba, pero sabiendo también que no había manera de esquivarlo. Se introdujo por un camino nuevo, y ella empezó a decirle que Sam conocía probablemente la verdadera naturaleza de su relación.

Mitch sacudió la cabeza con firmeza.

—¿Quieres decir que piensas que sospecha que no eres su tía de verdad?

—Bueno, sí. Pero…

—Pues eso no significa que sospeche de todo lo demás. No —continuó—. Creo que es más una cuestión de deseo por su parte que otra cosa. Le gustas. Le gustaría tenerte como madre. Por consiguiente, desearía que no fueras su tía.

Red se había quedado un momento en silencio. Después dijo, con tranquilidad pero categóricamente, que quería ser la madre de Sam.

—Venga, Mitch. Casémonos ya. Tenemos más de cien mil dólares, ¿verdad? Seguro que es más que suficiente para…

—¿Para qué? —dijo Mitch—. ¿Qué sabemos nosotros, excepto lo que hacemos?

—Bueno… podemos aprender, ¿no? ¡Diablos, otros lo hacen, y ellos ni siquiera tienen cien mil dólares!

—No somos otras personas, somos nosotros. Llevamos mucho tiempo viviendo a un nivel muy alto, y creo que sería un infierno hacer un cambio radical. Tendríamos que tener lo suficiente como para retirarnos, así es cómo yo lo veo y cómo lo veías tú hasta ahora. Retirarnos cómodamente. O, al menos, con suficiente capital como para poder buscar algo sólido antes de dejarlo.

—¡Pero, cariño, un cuarto de millón de dólares! ¿Necesitamos tanto, en realidad?

—Eso es lo que decidimos. Decidimos que necesitaríamos hasta el último penique.

Red dijo con enfado que podían deshacer la decisión. No había en el mundo una razón por la que no pudieran casarse ahora mismo…, a no ser, claro está, que Mitch ya no quisiera casarse con ella.

—¡Lo sabes mejor que nada! —dijo Mitch bruscamente—. ¡Dios mío, qué cosa asquerosa has dicho!

—Bueno… lo siento, Mitch. No quería decir eso, claro.

—¡Espero!

—Pero… ¿Por qué no lo hacemos, cariño? ¿Por favor?

—Claro que podemos —dijo Mitch—. Pero… ¡espera ahora, Red! ¡Espera un minuto! ¿Nos casamos, y luego qué? ¿Sacamos a Sam del colegio?

—¿Por qué? No. ¿Por qué íbamos a querer hacer eso?

—Pero al menos tendríamos que tener algún tipo de hogar donde él pudiera visitarnos. Y unos ingresos para mantener ese hogar; algo legítimo. ¿O piensas que podríamos hacerlo con las trampas de los dados?

—¡Ah, tonto, claro que no! Pero…

—Bueno, ¿entonces? ¿Pensabas ir al colegio y decirle a Sam que estábamos casados y punto? No veo de qué serviría, pero si es eso lo que quieres…

Red le dijo con irritación que por todos los diablos hiciera el favor de cerrar la boca. Era tan condenadamente despabilado que tendría que colgarse él mismo una medalla. Después, al cabo de un rato, se echó a reír y le dio un golpecito en la mejilla.

—Lo siento, cariño. Tienes razón, desde luego. Sólo que cuando una persona quiere algo con tantas…

—Los dos lo queremos, y lo vamos a conseguir, seguro —dijo Mitch con calidez—. ¿Quién sabe? Houston es una buena ciudad. Quizá lo consigamos aquí.

—Me gustaría mucho hacerlo a lo grande.

—Creo que quizá debiéramos empezar a preparar a Sam para la buena noticia —continuó Mitch permitiéndose el lujo de darle a las cosas un buen empuje mientras se mantuvieran en el camino que había trazado—. Quizá debiéramos dejar caer alguna indirecta sobre que tú no eres su tía en realidad, que eras una pariente lejana, digamos, que fue adoptada por mi familia.

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