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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Texas (8 page)

BOOK: Texas
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—Quizá yo soy una excepción.

—Esa pelirroja, desde luego, es mucha mujer —dijo Downing ausente—. Una mujer como ésa merece ser feliz.

Comenzó a levantarse. Mitch se apresuró a alargar una mano refrenadora.

Tenía que actuar a la manera de Texas. Exceptuando quizá Tulsa y la ciudad de Oklahoma, Texas era el único prado que quedaba para que pastaran los jugadores a gran escala. Sólo aquí había siempre otra metrópoli a la que poder ir, exuberante de verde y resueltamente resistente a la plaga de tarjetas de crédito y el cárguelo a mi cuenta. Aquí les gustaba el tacto del dinero. Aquí la noción de las personas de poco fuste de «no llevar nunca más de cincuenta dólares» les indignaba. Aquí había gente que apostaba su existencia completa a cambio de lo que había conseguido, y continuaban dispuestos a volver a apostar. Aquí, y casi sólo aquí, había inquietud, impaciencia y autoconfianza, la convicción de que siempre habría algo más que sacar de cualquier cosa, combinadas para hacer de los dados un pasatiempo social aceptado, tanto como el bridge y el rummy lo eran en los ambientes en los que el dinero era más antiguo y sus propietarios más decadentes.

Con que eso es lo que había. Tenía que actuar a la manera de Texas. No podría actuar así —de hecho era capaz de no actuar y punto—, si antagonizaba con Downing.

—De acuerdo —dijo, al fin—. De acuerdo, Frank. Pero no me gusta.

—Ya sabía que lo entenderías —murmuró Downing.

—No soy un novato. Siempre nos hemos llevado bien. Ahora tú gritas ronco y yo tengo que saltar. ¿Por qué? ¿Cuál es la respuesta? ¿Por qué quieres que me vaya?

—Invita a la chica a otra copa —dijo Downing—. Invítala a cenar algo. Baila con ella unas cuantas veces.

—¡Deja eso ya! —dijo Mitch amenazador—. Tengo derecho a saber. —Vaciló, estudiando al jugador—. Si temes que pueda interferir en tu acción…

—No seas estúpido. No empeñaría ni un solo penique fuera de mi propia reserva.

—Entonces, ¿por qué? Red y yo somos buena gente. ¿Por qué tratarnos como basura?

Downing pareció no escucharle. Encendió otro cigarrillo lentamente, y contempló ausente la columna de humo que había exhalado, mientras Mitch esperaba en silencio. Se sacó el cigarrillo de la boca, titubeó, y habló. Había una nota peculiar en su voz normalmente átona.

—¿Has estado alguna vez en el final del río de Dallas en los últimos tiempos, Mitch?

—No. —Mitch sacudió la cabeza, confundido.

Downing dijo que él había nacido allí, y que era todo un sitio. Los colonos lo habían llamado Riachuelo de Mierda; los fondos, riachuelo de porquería. Porque eso era más o menos lo que era el río. Tan espeso que se podía caminar por encima en algunos sitios. Aun así, la gente se bañaba… —¿qué te parece?—. Bebían de él. Ahogaban en él a sus criaturas bastardas, y había muchas para ahogar: la putería era una de las industrias más grandes, y los bebés no deseados eran la principal cosecha. Bastardos, ratas y enfermedad. Pero Frank Downing había tenido suerte, había sido la víctima feliz de un proceso que le arrebató de los fondos hacia el paraíso relativo del reformatorio más duro del Estado. Allí había comido con regularidad. Había tenido una cama en la que dormir, y ropas que ponerse. Había conseguido el nivel de Texas, los once años de escolaridad. Había recibido un inestimable aprendizaje en las artes del soborno, el chanchullo, la mano dura y la especulación. Y cuando se fue, el jefe de los guardianes le dio la más calurosa recomendación para el jefe de la brigada contra el vicio…

—De ahí es de donde vengo, Mitch. Desde allí hasta aquí. De allí al Club de Campo de Zearsdale.

—Sí —asintió Mitch, aún confuso—. Es toda una historia, Frank, te agradezco que me la hayas contado. Pero…

—Soy el vigilante de los socios del club.

—¡
De los socios
! Pero-er-vaya, eso sí que está bien, Frank, me…

—Es un chiste —dijo Downing de plano—. Sabes, como llevar a una zorra a la iglesia. Ji ji, ja ja, jo jo, ¡fíjate a quién tenemos en nuestro club! Es un chiste… ¿pero a quién va dirigido el chiste? Quiero continuar. No quiero dejar que tú ni nadie se ponga por medio.

Mitch quería saber por qué hacía eso. El jugador se lo deletreó.

—Los dos estamos en la misma. Si tú haces alguna tontería, podrías arrastrarme a mí. Como si, digamos, estuviéramos trabajando juntos.

Mitch lo discutió con él, y declaró que Downing se la estaba buscando. Downing dijo que, desde luego, se la había estado buscando durante mucho tiempo, todo el camino desde los fondos del río Dallas. Era cierto que Mitch no era conocido como profesional. Pero podían llegar a saberlo. También era verdad que Mitch no era del tipo que comete tonterías. Pero también podía cambiar.

—La razón es, Mitch, que siempre existe una oportunidad cuando te arriesgas, y contigo no tengo que arriesgarme. Así es que ojalá no te hubieras lanzado tan rápido. Te iba a decir adiós, pero veo que ya te has ido.

Hizo una inclinación de cabeza, sonrió irónicamente y comenzó a levantarse. De nuevo, Mitch volvió a detenerle.

—Necesito algo grande, Frank. Red no lo sabe, pero necesito acertar.

—¿Siií? —Era evidente que Frank no le había creído—. Si no fuera porque ya te has ido, verías que me estoy sulfurando.

—De verdad, Frank. Necesito acertar.

—¡Oops! —exclamó Downing—. ¡Allá va!

—¿Qué?

—El capellán. Acaba de salir corriendo por la puerta principal —dijo Downing—. Es probable que no pueda soportar ver a un hombre llorar. Eso mismo me pasa a mí.

Mitch se dio cuenta de que había cometido un error. Dio marcha atrás inmediatamente.

—De acuerdo —dijo riendo—. Estoy aquí y quiero mojarme los pies. Supón que nunca toco los dados con mis manos. Sólo aparezco y trato de arreglármelas con las apuestas. ¿Acaso eso puede hacer algún daño?

Downing titubeó. Aparte de que Mitch le gustara o no, disfrutaba haciendo favores cuando ello no involucraba ningún costo por su parte.

—Me estás pidiendo que te meta en el juego —dijo.

—No, no te lo estoy pidiendo. Desde luego, imaginaba que era probable que quisieras vigilarme…

Downing dijo que eso conducía a lo mismo. Mitch lo negó.

—Iremos juntos, claro; tú, Red y yo. Tú puedes charlar con ella mientras yo estoy en la mesa. Pero eso no significa meterme en el juego. Tú conoces a todo el mundo, y nosotros seremos sólo dos personas más, de todas las que conoces.

—Bueno… —el jugador casi asintió—. No te meterás solo, ahora. No puedes hacerlo aquí.

—No podría hacerlo en ningún sitio.

—Y sólo apareces. Nada de lanzar.

Mitch aceptó. Se levantaron, Mitch sonreía interiormente. Esta noche solamente rompería el hielo, se daría a conocer entre los que se movían a alto nivel. Más adelante, otra noche, después de asegurarse que Downing ya no estuviera en la ciudad, volvería a hacer otra visita…

Llegaron a la puerta de la habitación. De repente Downing giró sobre sí mismo con una maldición.

—¡Eh, rastrero…! ¡Ahora lo veo, cómo no me he dado cuenta!

—¿Sí? —dijo Mitch con inocencia—. ¿Hay algo que no está bien, Frank?

—¡No tenías ninguna intención de jugar! ¡Ni siquiera sabías dónde estaba el juego!

—Hemos hecho un trato, Frank.

—Ya sé. Pero cuidado, Mitch. Que sea la última vez que te haces el largo en esta noche.

Red vio la última situación desde el bar. Lo asoció y le dio color de acuerdo a su encuentro con el jugador, y el resultado no fue muy favorable para Downing.

Mientras Mitch hacía las presentaciones, ella, más que sonreír, lo que hizo fue mostrar los dientes. Él comenzó a ayudarle a bajar del taburete, pero el codo de ella se deshizo con firmeza de la ayuda. Las cejas de él se alzaron ligeramente. En el fondo de sus ojos resplandeció un humor irónico. Había estado por aquí durante mucho tiempo, y era un largo camino hasta su punto de origen. La situación le gustaba y sabía cómo sacarle provecho al máximo.

La acción era en el tercer piso. Downing les guió hacia un ascensor privado, y el ascensorista les lanzó una ojeada discreta de investigación, fotografiándoles mentalmente. A la salida del ascensor vino a su encuentro otro hombre, una versión suave pero más fornida del ascensorista. Y de nuevo volvió la rápida ojeada fotográfica.

Abrió una puerta al otro lado del vestíbulo, se retiró, con una pequeña inclinación, y cerró la puerta tras ellos.

La habitación era de forma aproximadamente octogonal; hundida unos pies a la entrada, con tres anchos escalones. No había ventanas. Un bar, con un camarero negro, formaba un semicírculo en una esquina de la habitación. Había una mesa de dados oblonga, flanqueada por cuatro largos sofás bajos, situados a una distancia cómoda.

Había media docena de personas alrededor, una de ellas era una mujer corpulenta de mediana edad. Mitch dirigió un movimiento de cabeza hacia sus compañeros, y fue a observar la mesa. Downing y Red se sentaron en un sofá.

El jugador le hizo un guiño confidencial, riendo para sus adentros.

—¿Qué te parece una bebida fuerte, guapa? Pareces ser del tipo que lo soporta bien.

Red sacudió la cabeza.

—¡No, gracias!

—Es gratis —dijo Downing con astucia—. Puedes ponerte ciega sin que te cueste un centavo.

—¡No!

Trató de ignorar al jugador y se fijó en Mitch, observando la forma sencilla con que se había hecho con el grupo de alrededor de la mesa. Pero a Downing no se le podía ignorar.

Continuó actuando como un bobo, incluso le dio un codazo, hasta que por fin consiguió llamar la exasperada atención de ella.

—¿Sabes una cosa? —estaba diciendo—. Pienso que eres una chica la hostia de guapa.

—¡Caramba, papi! —le lanzó una sonrisa de hielo—. ¡Eres una joya!

—Está haciendo un día caluroso, ¿verdad? —continuó Downing—. He sudado tanto que he tenido que lavarme los pies.

—¡Vaya, pobrecito! —dijo Red—. ¿No te ha puesto horriblemente enfermo?

—Pues sí, algo así. ¿Sabes lo que digo yo siempre? Yo siempre digo que no es el calor, sino la humedad.

—¿De verdad? —dijo Red—. ¿Siempre dices que no es el calor sino la humedad?

—Sií. Sí, señor, eso es lo que digo siempre.

—Pues, sería mejor que lo escribieras en algún sitio —dijo Red—. Podrías olvidarlo, ¿y dónde irías entonces?

Downing le lanzó una mirada de gran sospecha. Le preguntó si le estaba tomando el pelo o algo por el estilo.

—Apuesto a que sí —dijo—. Apuesto a que estás tratando de tomarme el pelo o algo así.

—¿A un caballero inteligente como tú? ¡Dios nos libre!

—No te rías de mí —dijo Downing—. Creo que no te gusto mucho, ¿no es así?

Red se giró hacia él, para que sintiera plenamente el efecto de su mirada despreciativa.

—No, no me gusta usted, señor Frank Downing —aclaró—. ¡Para serle francamente sincera, no me gusta usted un comino!

—Bueno, no hay nada mejor que la franca sinceridad —murmuró Frank Downing—. Aunque sea excesiva.

Red se sobresaltó. Se sonrojó, trató de aparentar indignación y repentinamente lanzó una risita tonta.

—¡Pero, oiga…, usted…!

—¿Pasa algo, señora? —dijo Downing con inocencia.

—¡Desde luego que pasa! —proclamó Red—. ¿Dónde te has estado escondiendo?

—¿Yo? He estado aquí todo el rato, señora. Sentado justo al lado de la humedad.

—Entonces, hace bastante —dijo Red con firmeza—. ¡Levántese de ahí y tráigame una copa!

Downing se echó a reír y se levantó. Trajo bebidas para los dos y una bandeja de canapés. Entre ellos surgió una conversación animada junto con un sentimiento de simpatía. Una de esas simpatías particularmente fuertes que se desarrollan a menudo a partir de encuentros que han comenzado de mala manera.

Mientras tanto, el hombre más cercano a Mitch había recogido los dados. En apariencia era el gran ganador de la velada, con los bolsillos de la chaqueta de su esmoquin repletos de billetes. Un hombre joven envejecido, con canas prematuras, sacó un puñado de billetes y los dejó caer sobre la mesa.

—Veamos. Cuatro, cinco, seis… —los arregló con un dedo y contó—. Siete, siete-cinco. Voy a todo.

El dinero inundaba la felpa verde. Anunció, moviendo los dados, que tiraba setecientos cincuenta, con uno de mil aún abierto.

—Sólo uno de mil, oigan. No hagan que me eche atrás antes de disparar. —Sus ojos barrieron el grupo, vacilaron ante Mitch, y acto seguido le tendieron una invitación—. Mil abierto. Todo o parte.

—Sólo es dinero —dijo Mitch sonriendo, y sacó la cartera.

Rodaron los dados. Aparecieron con un duro ocho. El hombre continuó con un cuatro, un seis, otro cuatro —
otro cuatro duro
— y se recuperó con un ocho duro.
Otro ocho duro
.

Dejó que las cosas siguieran su curso. Quince mil dólares. Esta vez había dos mil abiertos, y Mitch lo tomó.

Los dados rodaron y pararon con dos doses arriba. ¡Otro cuatro duro! ¡Tres en tan escaso tiempo! Para Mitch fue como una bandera roja.

Podía estar a la altura, desde luego. No podía ser de otra manera en un lugar como éste. Pero, aun así…

Observó la progresión numérica, las combinaciones de dados a medida que iban apareciendo. Seis…
cuatro-dos
. Seis otra vez…
y cuatro-dos otra vez
. ¡Y de nuevo otro ocho duro! Después, dos doses… ¡un cuatro duro! Después hizo cuatro más, ¡cuatro cuatro duros! Y esto hizo ganar al hombre.

Mitch quedó aturdido. Estaba seguro de lo que pasaba, pero era incapaz de asociarlo con la circunstancia. El hombre no era un jugador profesional. Esta gente le conocía; con toda evidencia era un amigo de toda la vida. En todo caso, ningún jugador hubiera sido tan tosco. No hubiera podido. Era demasiado peligroso. El manejo de los dados depende de la habilidad, no de ciertos trucos que le pueden poner al descubierto.

El hombre prematuramente cano gesticuló, riendo, e indicó que iría a todo con los treinta grandes. Entonces vio la expresión de Mitch, su sonrisa se retrajo, y actuó. Barrió rápidamente el dinero con la mano de los dados y consiguió llenar hasta los topes los bolsillos de su esmoquin ya abultados. Con el mismo movimiento, su mano salió del bolsillo e hizo girar dos dados sobre la mesa.

—Paso los dados —sonrió a Mitch con placer—. Espero que tenga la misma suerte que yo, señor.

—No es suerte —dijo Mitch—. Usted utiliza dados trucados.

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