—Qué rápido se va el dinero en Texas —dijo Mitch—. Winfield Lord participa en ello, de cualquier modo. Diez años, veinte millones. Todo lo que le queda ahora es una chequera de caucho, y la disposición más repugnante del mundo.
—Nosotros admitimos sus cheques —explicó Turkelson—. No hemos tenido nunca ni un solo problema con ninguno de ellos.
—Eso es diferente. Su madre no pondría pegas a un gasto legítimo.
—Yo sé por casualidad que Frank Downing ha recibido también dinero de él. En total, más de cincuenta mil dólares que le abonaron hasta el último centavo.
Mitch dijo que eso también era diferente.
—No hay nadie que pueda permitirse hacerse el listo con Frank Downing. La madre de Winfield Lord no tenía otra opción que pagar, o mantener escondido a su hijo en el rancho de los Lord para el resto de su vida.
—Downing, Frank Downing —dijo Red distraída—. ¿De qué conozco yo ese nombre?
—Claro que lo conoces —terció Mitch—. Lleva ese almacén que está en las afueras de Dallas. Una especie de Monte Carlo de Texas, exceptuando que el sitio de Frank probablemente es más grande.
Turkelson tosió, y se pasó un dedo por entre el apretado lazo de la pajarita y los pliegues del cuello. Dijo con optimismo que quizá la situación de Winfield Lord, Jr. hubiera cambiado y que quizá mamá Lord estuviera perdiendo los hilos del bolsillo sin fondo de Lord.
—Me resulta difícil de creer —dijo Mitch—. ¡Esa clase de noticias circulan rápidamente!
—¡Pero no puedes estar seguro! —dijo Turkelson mientras se volvía hacia Red—. Vale la pena hacer la prueba. ¿No te parece, Red?
—A mí me parece lo que a Mitch le parezca.
—Mitch es el jefe, ¿no es así? —preguntó Turkelson con malicia.
—¡Desde luego que es el jefe! ¿Acaso te resulta extraño?
Mitch la besó y la apretó cariñoso y protector entre sus brazos.
—Red es mi corderito —sonrió con firmeza—. No molestes a mi corderito, Turk.
—Claro que es tu corderito. ¿No lo he dicho yo siempre? —El director gesticulaba lastimeramente—. Pero, Mitch, me gustaría que vieras a ese Lord. Después de todo, vosotros ya estáis aquí y él va a venir. ¿Qué podéis perder aparte de un poco de tiempo?
Mitch vaciló pensativo y, después de examinar mentalmente el proyecto, decidió que Turkelson tenía probablemente razón. No había nada que perder y, desde luego, no era un momento como para dejar pasar una apuesta. Pero, aun así…, aun así, le parecía que algo funcionaba mal. Desde algún lugar recóndito de su mente, una voz le susurraba en la oscuridad que Lord era un hijo de puta y que de él no podría venir nada bueno.
Pero…, pero, quizás había sentimientos personales que se interferían en su razonamiento lógico. Una vez Lord había intentado manosear a Red. Estaba demasiado borracho como para saber qué estaba haciendo, por supuesto —incluso para saber quién era Red—, pero una cosa como ésa…
—Déjame meditarlo un poco —dijo finalmente—. Se me está ocurriendo una idea para derrotarle por el lado del cheque falso, pero quiero darle vueltas durante un par de días. Si llegamos a un acuerdo, te corresponderá un diez por ciento.
—Ah, venga —protestó débilmente Turkelson—. No es necesario.
—Diez por ciento… que te ganarás —puntualizó Mitch—. Mientras tanto, utilizaremos esa tarjeta de invitación de Zearsdale. Ya sé que no podré entrar en acción, claro, pero al menos puedo exhibir a Red.
Red le dio un beso, y le sacó la lengua a Turkelson. El director se puso de pie riendo, y prometió traerles la invitación rápidamente.
—Será mejor que no lo hagas —declaró Red—. ¡Déjala en la casilla de nuestra habitación!
—Pero si es un placer…
—¿Te complacería que te mataran? —insistió Mitch—. Red, vas a tener que explicarle a este hombre lo que vale un peine.
Turkelson se marchó, riendo alegremente.
Mitch y Red volvieron al dormitorio. Hicieron una comida ligera y tardía, a media tarde. Después, mientras Red solicitaba una esteticista del salón de la planta baja, Mitch salió para ver si alquilaba un coche. Tuvo algún problema en decidirse entre un Sedán, un Lincoln Continental, y un Jaguar-coupe negro, descapotable. Finalmente, pensó que quizás el Sedán fuera demasiado ostentoso y se decidió por el Jaguar.
No era una buena elección. Se dio cuenta de ello hacia las ocho de la noche, cuando giraba por la amplia y curvada entrada que conducía al club. Ante ellos, en un Rolls cuadrado con chófer y lacayo, avanzaba un hombre mayor en traje de etiqueta. Miró por la ventana trasera, después se inclinó para consultar a los dos sirvientes de librea, que también miraron brevemente hacia atrás. Una vez hubo llegado a la entrada, el anciano lanzó al Jaguar y a sus ocupantes las últimas miradas burlonas y se alejó con una mirada de tal raro asombro (un
que me aspen, pero mira lo que tenemos aquí
) que casi hizo retroceder a Mitch.
Así que el coche era del todo equivocado. Estaba equivocado por el simple hecho de llevar a Red y a Mitch. Era una prueba rápida de ello, y no necesitaba ya ninguna otra.
Un cacharro ruinoso apareció rugiendo en el camino, lanzaba gravilla al Jaguar como si derrapara al frenar. Bajaron por todas partes una media docena de chicos y chicas vestidos de forma estrafalaria, con restos de saldos; corrieron gritando y riendo hacia la puerta del edificio. El portero, vestido de cochero, incluyendo un látigo, los siguió con la mirada, orgulloso. Después, volviéndose a Mitch, examinó críticamente la invitación.
—¿Está citado con alguien, señor? —dijo devolviéndole a Mitch la tarjeta—. Quizá pueda notificarle que está usted aquí.
—No estamos citados con nadie.
—Ya veo. Hmmmm. Las condiciones de la invitación se siguen aquí de forma estricta, señor. Estas tarjetas sólo se acostumbran dar como acompañamiento, eso es, a requerimiento de un socio.
—He utilizado muchísimas tarjetas de invitación —dijo Mitch con frialdad— y no he oído hablar de tal práctica.
—Evidentemente, bajo estas circunstancias… —Hizo una señal con su látigo y apareció corriendo un ayudante de uniforme que venía para retirar el Jaguar—. Enseguida le tendremos preparado el coche, señor.
Mitch podía sentir el temblor de la mano de Red bajo su brazo. Mientras subía con ella los tres largos escalones del edificio del club, le sonrió de modo tranquilizador. Pero él no sentía en absoluto la calma que intentaba transmitir. Su principal emoción era la furia; una indignación rabiosa consigo mismo por haberla llevado allí.
Turkelson debía haberse enterado de dónde les estaba enviando. Y probablemente lo sabía, al menos de oídas. Pero él supondría, de forma justificada, que Mitch estaría bien informado: la información era la mitad del trabajo de Mitch. En el laberinto pavloviano de las apuestas fuertes, debe descubrirse siempre el túnel apropiado, asociar correctamente acción y reacción, el sonido con el hecho, la palabra con la palabra adecuada. Loto era una palabra de cuatro letras si te contentabas con la emoción de observar pájaros. Pero si te iba lo grande, entonces sería mejor que deletrearas Zearsdale. Jake Zearsdale. El jefe incontestable de los fabulosos «Cien de Houston».
Zearsdale era el fundador del club. El número de socios estaba limitado, según se afirmaba, a las familias y conexiones de los Cien. Se suponía que uno de ellos era el propietario del aparta-hotel donde se alojaban Red y Mitch. ¿Qué mejor propietario para un establecimiento como aquél? De esa manera, y siguiendo el lema de que el negocio es el negocio, se ofrecían algunas tarjetas de invitación. Sin que ello significara necesariamente que tuvieran que ir acompañados. Después se investigaba de dónde provenía el invitado. Nadie se molestaría, siquiera, en preocuparse por si le ofendía.
Era un desconocido, ¿no? No podía ni herir ni ayudar al clan. Bueno, pues, entonces…
Pero eso, esa actitud no era de Texas, por supuesto. Los texanos eran la gente más rica del mundo. Mitch había considerado siempre a Houston como una ciudad excepcionalmente amistosa. Sólo había venido aquí en busca de hospitalidad.
Nada más atravesar la puerta del edificio del club, había un hombre achaparrado, de anchos hombros, con esmoquin. Tenía el ceño fruncido mientras observaba la puerta y se mecía hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones. Su mirada fría y penetrante les paró como un muro, y por un momento pareció que no iba a desenlazar las manos que tenía unidas tras la espalda para tomar la tarjeta que Mitch le tendía.
Al fin lo hizo, sin embargo, y la devolvió con un esbozo de sonrisa de su boca gruesa y ancha. Su mirada fría se hizo más cálida mientras desplazaba la mirada de Mitch a Red, y habló con una voz ligeramente musical.
—¿El bar? Permítanme mostrarles el camino, por favor.
Les condujo hasta el fondo del corredor abovedado hasta una amplia habitación en la que la música sonaba en susurro y se oía un canturreo de suaves voces. Después, tras llevarles por la zona oscura, los dejó sentados en la barra, llamó al camarero con un chasquido de los dedos y se marchó tras una lenta reverencia.
Les sirvieron dos martinis helados. El camarero revoloteó obsequiosamente a su alrededor, encendiéndoles los cigarrillos, acercando el cenicero una fracción de pulgada. Convencido de que no necesitaban nada más; finalmente se fue y los dejó solos.
Mitch levantó el vaso para acercárselo a Red, y murmuró que la atmósfera se había caldeado considerablemente.
Red aceptó que así era, pero que aun así no le gustaba el lugar.
—Vayámonos tan pronto como podamos, cariño. No pertenecemos a esto, y esta pandilla lo sabe.
—¿Sí? Yo diría que hemos pasado la prueba con éxito.
—Y la huella del pie en las posaderas de nuestros pantalones. Por favor, Mitch…
—Pensaba que íbamos a cenar. Que quizá bailaríamos algo.
—Podemos hacerlo en cualquier otro sitio. —Le estudió la cara, preocupada—. Sin duda no vas a intentar nada aquí, ¿verdad?
Mitch titubeó, y sorbió un poco de su bebida. Ella le incitó ansiosamente a contestar. Él empezó a hacerlo, pero se detuvo abruptamente. Había un hombre a punto de sobrepasarles. Un hombre alto, cuya indumentaria de etiqueta era quizás excesivamente elegante, con una cara completamente falta de expresión. En el momento en que pasaba, sus nudillos golpearon la columna vertebral de Mitch. Sin apenas mover los labios, dijo una sola palabra:
—Fuera.
Mitch se inclinaba, en la parte más racional de su mente, a culpar a su madre por su matrimonio con Teddy. Él, inconscientemente, estaba buscando una madre, o eso creía, cuando permitió que Teddy le atrapara. Con su poca severidad respecto a Teddy estaba compensando a su madre de sus acciones en el último encuentro. Su único encuentro desde la muerte de su padre.
Ciertamente, sus pensamientos sobre el tema eran confusos. Era imposible pensar en Teddy sin desconcertarse. Era casi tan difícil como pensar en Teddy como un tipo maternal. Lo que Mitch pensó la primera vez que la vio no fue precisamente en la maternidad, sino más bien en los alegres preliminares biológicos a ese noble estado de la mujer.
En esa época era botones nocturno. Teddy, eso supo él, era la interventora de cuentas de noche, con un elevado sueldo, de una compañía petrolífera. Finalizadas sus tareas, comía en la cafetería del hotel justo cuando despuntaba el alba, después llamaba a un taxi que le llevaba a casa. Mitch, en su segunda noche de trabajo, fue el encargado de llamar al taxi.
Era una mujer joven de apariencia muy saludable, con pelo de color panocha y un montón de pecas diseminadas alrededor de la nariz. Aunque vestía con severidad, aun así exhibía mucha mercancía. Y Mitch se encontró a sí mismo mirándola mientras esperaban juntos en la entrada de taxis. También descubrió, después de un rato, que ella también le estaba estudiando con sus ojos verdes de largas pestañas. Turbado, estaba a punto de desviar la mirada, cuando ella cerró un segundo los ojos en un guiño doble —un guiño seductor, arrugando la nariz— y le gruñó. ¡Sí, le gruñó!
—Grrr —dijo—. ¡Prruff!
—¿Q-u-é? —dijo él.
—Grrr, guau —dijo—. ¡Guau, guau!
A Mitch no tenían que darle con un pastel en la cara para que se enterara de que el postre estaba listo. En poco tiempo más del que le llevó conseguir su número de teléfono, estaba en su apartamento con un tenedor imaginario en la mano. Se declaró cálidamente dispuesto a compartir la cama a la que ella, evidentemente, se estaba disponiendo a retirarse. Teddy objetó con gazmoñería.
—Estoy reservando mi pastelito para mi papá —explicó—. Me imagino que si un hombre compra la bandeja, querrá llevarse todos los pasteles.
Mitch le sugirió que si se tumbaban podía seguir explicándole. Ella sacudió con remilgo la cabeza de color de maíz.
—Venga, no querrás robarle a mi futuro marido, ¿eh? ¿No querrás tomar algo que es suyo por derecho propio?
—Oye, mira… —dijo Mitch severo—. Si es eso lo que sientes, ¿por qué me has hecho, er…?
—Pensé que querrías examinar la mercancía —dijo Teddy—. Quiero decir que, ¿cómo vas a comprometerte si no sabes lo que te llevas?
—Eh, q-u-e… ¡Eh! —dijo Mitch con voz entrecortada.
—Pero, por favor, manéjalo con cuidado —murmuró Teddy mientras se despojaba de la bata—. Ninguno de estos elementos es reemplazable.
¿Una locura? ¡Claro que lo era! ¿Quién dice lo contrario? El mismo Mitch estaba bastante loco para cuando ella le empujó hacia la puerta y le deseó con educación que tuviera un buen descanso diurno. Un buen descanso diurno, por amor de Dios. ¡Después de todo lo que había visto, no obtener ni un pequeño muestreo!
No se había sentido nunca tan frustrado. Tan furioso. Tan… sí, halagado. Era evidente que era una chica de mucha categoría, una mujer, más bien, que no solamente lo tenía todo bien puesto en la planta baja, sino que también tenía un cerebro. Una mujer como aquélla podía conseguir todos los hombres que quisiera; probablemente tenía que quitárselos de encima a palos. Sí, le había escogido a él, un don nadie, y estaba preparada a llegar hasta donde hiciera falta (bueno, casi) para conseguirle.
¿Cómo podía uno despreciar algo semejante?
Volvió a su apartamento la mañana siguiente, y la otra, y la otra. Ya débil, intentaba encontrar el motivo que se escondía tras su conducta, el porqué de su deseo de matrimonio con él. Pero la respuesta, la no respuesta, era siempre la misma.