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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Texas (19 page)

BOOK: Texas
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—Pues —dijo— creo que debe de ser una responsabilidad muy incómoda para usted. Algo así como ser Dios, ¿sabe?

—Sí —contestó Zearsdale con gravedad—, eso es exactamente lo que implica. Como ser Dios.

La profunda mirada permaneció fija en la de Mitch por un momento, y Mitch reprimió un impulso casi irresistible de reírse. Casi se inclinaba a creer, de todos modos, que se esperaba que riera, que el magnate del petróleo le estaba tomando el pelo.

Trágate esa sobre pegarle fuego a un pozo de petróleo. Vamos, ¿no dirás que no suena a cierto?

De repente Zearsdale sonrió abiertamente, y señaló que no tenían por qué resolver todos los problemas del mundo en una noche, ¿o acaso tenían que hacerlo?

—¿Ha pensado más en esa opción de las acciones? —añadió—. ¿Cree que va a poder recoger la opción?

—No creo que pueda por el momento —Mitch sacudió la cabeza, lamentando la situación—. No acabo de entender el cuadro, pero parece que estoy involucrado en un programa de inversión a largo plazo. No podría retirar ahora sin perder prácticamente todo lo que se ha metido.

—Ya veo. Me parece que entiendo lo que quiere decir —dijo Zearsdale sin darle importancia—. Bueno, ¿qué le parecería un poco de diversión? —Imitó a un hombre lanzando los dados—. ¿Le gustaría desentumecer un poco los músculos?

—Lo que usted diga —respondió Mitch sonriendo.

Siguió a Zearsdale hacia una habitación de juegos de un semisótano, el petrolero recogió coñac para los dos de un gran bar de estilo
saloon
. Después, mientras Zearsdale salió pidiendo excusas (para ir a buscar munición), Mitch fue paseando hacia la mesa de dados. Era una mesa de juego regulada, de casino, con el campo señalado, pase, llegada, dados, etcétera. En el techo, sobre ella, y aproximadamente de las mismas dimensiones, había un espejo. Mitch se sintió inútilmente incómodo. ¿Por qué un espejo sobre una mesa de dados? Recogió los dados de la felpa verde, e hizo unos cuantos lanzamientos. Zearsdale volvió aplaudiendo con dos grandes fajos de billetes, billetes nuevos de cien dólares aún dentro de la faja del banco.

—Entrando en calor, ¿eh? —preguntó, riendo con picardía—. Bueno, veamos. ¿Quiere que veamos quién sale?

Cada uno lanzó uno de los dados. Mitch consiguió un seis, Zearsdale lo igualó.

La siguiente vez Mitch sacó un cinco, para no parecer demasiado bueno. Zearsdale volvió con un seis. Recogió entonces los dos dados, y los movió.

—Póngale usted un nombre, Corley. ¿Un pavo…, dos pavos?

—Un par de pavos podría estar bien —dijo Mitch, y puso doscientos dólares sobre la mesa.

—Dos a éste —dijo Zearsdale, y dejó caer un paquete de billetes de cien.

Movió los dados. Salieron ceros…, ojos de serpiente. Como había conseguido puntos, perdió la apuesta, pero mantuvo los dados.

—Tiro los cuatro pavos —dijo y salió con un gran siete. Recogió de nuevo los cubos transparentes y añadió, sonriéndole a Mitch—: Ocho o nada, Corley.

—Ocho —dijo Mitch asintiendo, y dejó caer más dinero sobre la mesa.

Zearsdale hizo seis en la siguiente rueda y decayó unas cuantas ruedas más tarde con un siete. Se echó a reír entre dientes, con buen humor, tamborileando sobre el fajo de billetes.

—Dieciséis, amigo mío. ¿Quiere lanzar?

—Desde luego —asintió Mitch—. Me lanzo a todo.

Estaba aún determinado a hacerlo bien, así que arrastró un punto en vez de pasar. El punto era diez, y volvió justo con un… ¡
siete
!

Durante un momento casi no pudo creerlo. ¿Cómo diablos podía haber pasado? Sólo podía encontrar una razón, y esa única razón no era tan descabellada como parecía.

Los ricos se hacen más ricos, a la mayoría le pasa, sin esfuerzo aparente. Es algo habitual en ellos. La misma cualidad que les condujo a conseguir la fortuna original continúa actuando a su favor. Quizás haya un nombre mejor que suerte para esa cualidad, pero no se sabe de nadie que lo conozca.

Desde luego, Mitch podía admitir la posibilidad de que hubiera hecho el tonto; lo había hecho ya antes con pérdidas mucho más grandes. Pero siempre había sentido que se le escapaba el control, un cortocircuito momentáneo entre su cerebro y sus dedos. Esta vez, sin embargo, no había sentido nada.

Había ido por un diez, seguro de su llegada. Y el diablo había saltado sobre él.

Pero aún no había perdido nada. Había estado lanzando con el dinero de Zearsdale. Así que, a pesar de una cierta incomodidad, y de su convicción de jugador de que la habilidad no puede nunca batir a la suerte, aceptó otro doblete de la apuesta.

—Claro —dijo mientras apilaba los billetes sobre la felpa verde—. Treinta y dos es un bonito número.

—Allá vamos —dijo Zearsdale, y allá fue.

Con un seis-cinco, un seis-as, un cinco-dos, un cuatro-tres, un ocho, otro ocho, y un once…

Después Mitch miraba su cartera, sonriendo con tristeza, tan desenfadado como si hubiera dejado caer una caja de cerillas en vez de la última pasta que le quedaba en el mundo.

—Me parece que esto va a tener que ser nuestra última jugada —apuntó en tono agradable—. La próxima vez vendré un poco mejor preparado.

—Vamos, conmigo no necesita jugar en efectivo —dijo Zearsdale—. No necesita más que hacer un cheque por la cantidad que quiera.

—No, eso no sería justo para usted —Mitch sacudió la cabeza—. Creo que da mala suerte apostar papel contra efectivo.

—Bueno, pues entonces déjeme que le preste algo. Venga, hombre —le incitó jovialmente Zearsdale—. Justo ahora se estaba poniendo interesante.

Mitch puso objeciones, pero no tan fuertes como en el asunto del cheque. Por fin, ante la insistencia del petrolero, aceptó un préstamo de diez mil dólares. Con ellos, volvió a él la confianza en sí mismo.

Creía firmemente, como lo creería cualquier jugador, que Zearsdale había alejado la suerte con el préstamo. Ahora apostaría contra su mismo dinero y la buena suerte que éste le había traído.

Justo cuando estaba sacudiendo los dados, hubo un estrépito en la habitación de encima de ellos. Mitch se sobresaltó, sorprendido por el ruido en la que suponía una casa muy bien construida, y Zearsdale miró hacia arriba con oscura indignación. Murmuró algo sobre que si el servicio quería juguetear toda la noche, ellos podrían no acostarse y trabajar.

—Veamos —dijo—. Sale con treinta y dos de cien, ¿correcto?

—Está cubierto —asintió Mitch.

Zearsdale movió. Los dados saltaron, giraron y se rieron de él con un pequeño tres. Los pasó entonces a Mitch, y éste se preparó para trabajar.

Estaba seguro de sí mismo, pero iba con cuidado. La pifia del año había desaparecido ya de su sistema, y la magia había vuelto a sus manos. Pero no iba a jugar con ella. Solo podía controlar los dados mientras los tenía y no los iba a tener indefinidamente.

Su primer movimiento fue bajar la apuesta a quinientos dólares. Después de todo, ¿por qué había que trabajar sin divertirse? Eso estropeó una ronda afortunada de Zearsdale. Ganó treinta y cinco de cien antes de dejarlo con deliberación.

El petrolero pasó, señaló y cayó.

Mitch volvió de nuevo al trabajo, pero sólo se permitió dos pases recorriéndolo todo antes de hacer un punto; finalmente volvió la mala suerte después de otra ronda de treinta y cinco.

Se mantuvo en un buen tono todo el rato, algo mucho más difícil que ganar.

Era trabajo pesado, pero estaba bien compensado. Noventa minutos después de haber estado en el pantano, estaba arriba de la cima de una montaña. Estaba en paz con el préstamo y había devuelto a su bolsillo la cantidad original, y además había conseguido dieciocho mil del dinero de Zearsdale.

En ese punto perdió los dados. El petrolero los rechazó, reprimiendo con educación un bostezo.

—Un poco cansado, ¿verdad? ¿Qué le parece si tomamos una copa?

—Quizá debiera marcharme —dijo Mitch—. A no ser que prefiera seguir jugando. No quisiera dejar el juego ahora que gano si usted quiere jugar.

Zearsdale dijo que eso era una tontería, que habría más noches.

—Nos continuaremos viendo. Puede contar con ello, Corley. Vaya, si está seguro de que no quiere una copa…

Acompañó a Mitch hasta la puerta. Se dieron la mano y se dijeron buenas noches, y Zearsdale cerró con suavidad la puerta tras él. Después, subió las escaleras moviendo su pesado cuerpo con la ligereza de un gato, y abrió la puerta de una pequeña habitación.

Estaba justo encima de la sala de juego. Faltaba parte del piso y dejaba un hueco aproximadamente en el centro. Estaba preparado para mirar a través de él, a través de los espejos traslúcidos de encima de la mesa de dados donde había una cámara de cine.

Mientras Zearsdale entraba en la habitación, un negro delgado de edad mediana cerraba la tapa de una lata redonda de película. Comenzó una disculpa inmediata, con el miedo brillándole en los ojos líquidos.

—Mister Zearsdale, lo siento muchísimo, señor. Lo siento terriblemente, señor. Resulta que di un paso atrás y le pegué una patada a esa lata…

—Podía haberse estropeado todo —dijo Zearsdale con poca severidad—. Podía haberse dado cuenta, y me hubiera dejado como un tonto. ¿Piensas que soy un tonto, Albert?

—S-señor Zearsdale. —El negro palideció bajo su piel amarillenta—. Por favor, señor, s-señor Zearsdale…

—Nunca te he fallado, ¿no, Albert? —continuó Zearsdale con la voz ásperamente musical—. Te he tratado como a un blanco, ¿no es así?, en vez de tratarte como a un Giga. Te he tratado mucho mejor que a muchos blancos. Vives tan bien como yo, y consigues mil al mes por dar vueltas por ahí. Esto es lo que se consigue. No vales ni mil céntimos por mes. Yo te lo doy para que puedas enviar a tus hijos a la escuela.

La cabeza del negro se movió sobre su cuello delgado. Permaneció de pie temblando, desvalido, mordiéndose el labio. Tragándose las lágrimas de miedo y vergüenza.

—Bueno, pues vale —dijo Zearsdale en un tono más suave—. Yo no abandono a mi gente. No dejo que mi gente me abandone. ¿Está ahí la película?

—Sí, señor; sí, señor; ésa es. —El negro sacó la lata y la tendió humildemente hacia su patrón—. Creo que le ha pillado, señor, señor Zearsdale. No tengo total seguridad, pero creo que sí.

Zearsdale dijo que saldría de dudas; él nunca suponía nada.

—¿Cómo van tus hijos, Albert? Todavía les falta para graduarse, ¿verdad?

—Jacob, señor. Sólo le queda un año de Derecho. A Amanda aún le quedan dos años de Pedagogía.

—Amanda —murmuró Zearsdale—. A mi madre le hubiera gustado tener una niña que se llamara así.

—Sí, señor, y Jacob lleva el nombre por usted, señor Zearsdale. Muy orgulloso de ello, señor Zearsdale. Sí, señor, muy orgulloso.

—Me alegro de oírlo, me complace —asintió el magnate del petróleo—. Hubiera odiado pensar que alguien con mi nombre no sintiera orgullo. Un hombre sin orgullo no vale nada, ¿sabías eso, Albert? Si no se tiene orgullo, no se tiene nada, nada sobre lo que construir. No me gusta un hombre así, puedo apostar con él, pero no me gusta. Si no se mantiene por sí mismo, si prefiere tener la nariz manchada que magullada. Ni me gusta ni me puede gustar. ¿Cuánto tiempo llevas lamiéndome el culo, Albert?

—S-Señor… Señor Z-Zearsdale…

—Veinticinco años, ¿verdad? Bueno, ya es más que suficiente. Estás despedido.

17

Las sombras se dibujaban en el dormitorio, y la oscuridad de la noche aún prevalecía. Mitch se dio la vuelta en la cama. Dormido y con los ojos cerrados, sus manos buscaron automáticamente a Red. Había sido una gran noche. Una noche grande, maravillosa, frenética, bárbara, e incluso en sueños, la maravilla y el frenesí continuaban con él. La revivía, volviendo a oler el perfume de su carne, oyendo de nuevo el esfuerzo apasionado de su respiración, sintiendo otra vez la dulzura salvaje de su cuerpo al encajarse en el suyo.

—Red… —dijo entre dientes y sus manos buscaron a ciegas entre las sábanas—. Vamos…, vamos… ¿Red? —Apareció en su cara un gesto fruncido, los movimientos de sus manos se hicieron más rápidos, y empezó a sentirse desesperado—. ¿Red?… ¡Red! Dónde es…

Y en ese momento sus ojos se abrieron de par en par y se enderezó con un grito.

—¡RED!

Sé oyó un chapoteo en el cuarto de baño. La puerta se abrió de golpe y Red salió corriendo. Tenía puestos los zapatos y las medias, sus braguitas escasas y su igualmente escaso sostén. Red estaba hecha de tal manera, pequeña pero ricamente llena, que por fuerza sus bragas y sus sostenes tenían que resultar escasos.

Le rodeó con los brazos una décima de segundo después, meciéndole la cabeza entre sus pechos, susurrando palabras cariñosas, a la vez que le imploraba que le dijera qué era lo que no iba bien. Mitch le explicó con timidez que había tenido una pesadilla. Red volvió a besarle, murmurando una disculpa por no haber estado allí.

Ella empezó a levantarse. Él la alcanzó con una mano por la cintura de las bragas.

—Ahora estás aquí —dijo—. Eso es aún mejor.

—Pero…, pero es que… —se calló, forzando una sonrisa brillante—. Vale, cariño. Déjame coger sólo una redecilla, ¿quieres?

—No. No, espera —dijo con rapidez—. Ibas a salir esta mañana, ¿no?

—Bueno, iba a hacerlo, pero puedo esperar. Después de todo…

Mitch dijo con firmeza que ni debía ni tenía que esperar. Lo tenía todo preparado para salir, y no iba él a chafarle el plan en el último momento.

—Sólo te estaba tomando el pelo —mintió—. Venga, corre, que yo volveré a dormirme.

Ella lo hizo, pero no así él. Permaneció tumbado con los ojos cerrados, quizás un poco inquieto, pero satisfecho de haber hecho lo que debía. Recordó el principio de su intimidad, y el punto de vista que le había desvelado.

Ella era una mujer, había indicado (un poco innecesariamente), y él era un hombre. Y un hombre y una mujer necesitaban algo el uno del otro que no podían conseguir de ninguna otra fuente. Ella lo había aprendido hacía mucho, al crecer en una familia grande que habitaba un cubículo de una sola habitación. Habría momentos en que estaría enfadada, y entonces sería mejor que se mantuviera apartado de ella. Pero, de otra manera, sólo tenía que pedirlo o sugerirlo para que ella se lo diera libremente.

¿Por qué? ¿Qué otra cosa podía ser? ¿Qué pasaba si no se sentía dispuesta en ese momento?

La mayor parte del tiempo lo estaba, porque nunca había tenido a nadie aparte de él y había mucho que hacer para ponerse al día. Pero, incluso si no quería, no tenía por qué haber problemas. ¿Por qué tenía que haberlos, no? Sólo se tardaba unos minutos… ¡A veces no llegaba ni a eso!… y si una mujer no podía darse a un hombre durante escasos minutos, ¡eso era porque no le quería!

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