The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (27 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—¡Aún no! ¡Estupendo!

—Pero, cuando comprendan lo que tú y yo estamos preparando, tendrán un buen motivo.

Ella dejó pasar unos momentos, mientras hacía memoria.

—Viniste a verme después de haber ido a Minnesota a visitar a esa chica: Liza.

Vaciló:

—¿De verdad te acostaste con ella?

—Sí.

—¿Sin pensar en Ann?

Una pausa.

—Estoy segura de que encontrarías un pretexto excelente. Para eso sirve ser inteligente. ¿Cuál fue?

Él respondió tranquilamente:

—Quería que los otros seis lo supieran.

Silencio.

—¡Pues vaya! —dijo Melanie—. Yo habría pensado en cualquier cosa, ¡menos en eso! ¿Y cómo habían de enterarse los otros seis?

—Por Fozzy.

Silencio.

Entonces le explicó con voz sorda que los Siete habían logrado, a saber cómo, descubrir las claves de Fozzy, todas las claves: hasta el punto de poder escuchar las conversaciones que él, Jimbo, había tenido con Fozzy desde hacía semanas.

Y quedó claro que aquel descubrimiento había sido para Jimbo Farrar un golpe espantoso.

—Es técnicamente posible, a condición de ser mejor informático que yo. Así es en el caso de a] menos uno de ellos.

—¿Cuál?

Movió la cabeza: no lo sabía.

—Liza es uno de los Siete, pero, ¿quiénes son los otros, Jimbo?

Movió la cabeza: no iba a decir nada.

… pero en todos los casos resultaba claro que los Siete habían actuado siempre respondiendo a sus pensamientos más secretos.

Como si hubieran estado dentro de su cabeza, como si hubiesen sido él.

Durante varias semanas de tortura, se había preguntado si no estaría volviéndose loco. Desdoblamiento de la personalidad: Jekyll y Hyde.

—Siempre he hablado con Fozzy. Lo programé con ese fin. Siempre le he hablado como se habla a uno mismo, al Otro que hay dentro de nosotros.

Y, mientras uno o varios de los Siete escuchaban, él, Jimbo, contaba su vida, su amor a Ann, sus preocupaciones, sus odios. Se quejaba de Oesterlé y éste moría. Temía a Thwaites, que había adivinado algunas cosas, y éste moría, a su vez. Expresaba su repugnancia por trabajar en el proyecto Roarke y, mira por dónde, se producía aquella terrible hecatombe…

Silencio.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Melanie entre sollozos.

—Dormirás aquí, en modo alguno voy a dejarte marchar en el estado en que estás.

Él se tendió sobre la cama, con la cara demacrada y al límite de sus fuerzas físicas.

—¿Dormiste anoche?

—No.

—¿Y anteanoche?

—Tampoco.

—Por el amor de Dios, ¿qué es lo que te apremia tanto, Jimbo?

Pero, en el preciso segundo en el que formulaba la pregunta, adivinó la respuesta:


¿Has encontrado la forma de acabar con los ocho, Jimbo?

Él abrió los ojos y la miró fijamente, con las pupilas rebosantes de odio y de una tristeza infinita:

—Sí.

2

El más salvaje de los Siete, aquel cuya inteligencia era la más accesible a cualquier clase de sentimiento humano pensó:

«Farrar desapareció desde el 26 de diciembre. No lo detuvieron. No hay pruebas tangibles y es uno de los científicos más reputados de los Estados Unidos.

»Por tanto, está libre y, como se esconde, es que está actuando contra nosotros.

»Intenta actuar contra nosotros.


»Sabe que hemos reanudado las clases en el colegio de la Fundación. Sin embargo, aquí no ha ocurrido nada.

»Sabe que no puede hacer nada oficialmente.

»Ni detenernos ni separarnos ni matarnos ni mandarnos matar. Psicológicamente, no es capaz de eso.

»Ésa ya es una buena razón.

»Pero no la única:

»Puede abrigar la esperanza de que algunos de nosotros sean “recuperables”. Exterminarnos a todos para mayor seguridad y también al «bueno o los buenos» corresponde aún menos a su tipo psicológico.

»Otro factor que tener en cuenta: la responsabilidad con la que se considera investido.

»Por no hablar del amor que aún nos tiene. Estoy seguro de que no ha revelado nuestros nombres a nadie: seguro. Es lógico.


»En este momento está actuando con ayuda de alguien.

»Por fuerza ha de ser Melanie Killian.

»Su mujer, no, puesto que se las ha arreglado para ponerla a salvo.


»No es demasiado difícil de adivinar cómo va a intentar atacarnos.

»¡Pobre diablo!»

3

Jimbo dijo:

—Ya he visitado a once directores de bancos con sucursales.

—¿Por qué con sucursales?

—Lo sabrás el día en que proyectes robar mil millones de dólares con la ayuda de un ordenador.

—Todo se va aclarando. ¿Y te recibieron fácilmente?

—Todos los informáticos de los Estados Unidos me conocen.

—Discúlpame —dijo Melanie—. Olvidaba ese detalle.

—Les expliqué que buscaba a un hombre (o una mujer) que, mediante un ordenador, había robado al menos cien millones de dólares. Me escucharon. Los robos electrónicos son la obsesión de los banqueros. Todos los años pierden entre ciento cincuenta y doscientos millones de dólares, tan sólo en los Estados Unidos, y el menor de ellos asciende a cien mil dólares.

—¿Y han sido los Siete los que han robado el dinero?

—Al menos cien millones y puede que más.

Contó el doble caso de los «octavos de botín». Doce mil y después doce millones de dólares.

—¿Se lo has contado a Ann?

Él la miró con una paciencia ligeramente exasperada:

—Melanie, yo mismo habría podido perfectamente robar ese dinero. De hecho, lo he pensado con frecuencia, como un juego, como quien piensa en asesinar al profe de Francés, porque está hasta las narices de los verbos irregulares. No lo he hecho. Los Siete, sí. Los diez millones de dólares de Mackenzie, el millón de Tom Wagenknecht proceden de ahí.

—Entonces ésa es tu idea: ¿demostrar que son culpables de ese robo?

Él respondió con la misma paciencia:

—Imposible. Son demasiado inteligentes. Sólo hay tres formas de descubrir a un ladrón por ordenador: sorprenderlo
in fraganti
, preguntarse por su fortuna súbita e inexplicada, descubrir el error que podría cometer al volver a poner en circulación el dinero robado. Los Siete no han cometido error alguno.

—Ya lo sé —dijo Melanie—, pero sigo sin entender.

—Los Siete ni siquiera tienen dieciséis años.

—¿Y qué?

—Son demasiado jóvenes para abrir una cuenta. No podían presentarse en una ventanilla como cualquier adulto.

Una pausa.

—De modo que no les ha quedado otra solución que utilizar a un adulto, que ha actuado por ellos.

—Tal vez lo hayan matado, cuando han dejado de necesitarlo.

—Seguro que lo han hecho. Creo incluso que fue el primer asesinato que cometieron, pero ese asesinato presentaba una característica particular, un factor de incertidumbre, que no pudieron eliminar.

—¿Quién es?

Con voz muy suave, respondió:

—Esa vez —y ha sido la única— la víctima pudo esperar que la mataran.

Una pausa.

—He llamado a la víctima de aquel primer asesinato el Caballo y puede que dejara algo tras sí, por precaución.

—¿Y si el Caballo no hubiera hecho nada?

Con mayor suavidad aún:

—Eso no tiene demasiada importancia, Melanie.

Una pausa.

—Porque los Siete no están seguros de ello.

Y ése había sido el motivo de su estancia en Atlanta.

Jimbo le contó. Había llegado a Atlanta la noche del 26 de octubre, hacia las siete. Había avisado de su llegada telefoneando a Washington. El director había cumplido su promesa: no sólo había permanecido él mismo en su despacho para esperar a Farrar, sino que, además, había ordenado, literalmente, que se mantuvieran en sus puestos todos los miembros del personal encargados de la gestión informática de las cuentas de los clientes.

—Va usted a arruinarme a base de horas extraordinarias. ¿Y, encima, afirma que alguien nos ha robado sólo Dios sabe cuántos millones de dólares?

—Le he dicho exactamente que o les han robado dinero o han utilizado cuentas ficticias para hacer transitar por ellas dinero robado.

—He llamado por teléfono a la Srta. Killian y me ha rogado que lo deje actuar y le conceda toda mi confianza.

Se mordió los labios:

—Además, ha añadido que, si yo le tocaba las narices (son las palabras exactas que ha empleado), compraría mi banco a todos los accionistas para darse el gustazo de ponerme de patitas en la calle. ¿Qué puedo hacer por usted?

El director mandó a llamar a su programador jefe, Lew Wolff. Jimbo le explicó lo que esperaba de su servicio: comunicar a Fozzy todas las informaciones relativas a las cuentas de clientes abiertas en cualquier agencia del grupo entre el último mes de mayo y el final de octubre.

Y todos los movimientos de dichas cuentas.

—¡Antes morir! —dijo Wolff—. Si han logrado robarnos pasta, mi ordenador y yo podemos descubrirlo.

—Comparado con Fozzy, su ordenador es una picadora eléctrica —respondió Jimbo con su tono más suave.

Por lo demás, el banco de Atlanta no iba a ser el único que transmitiera esa enorme cantidad de datos a Fozzy; muchos otros bancos de todo el país iban a hacerlo también.

Y había que coordinar esa gigantesca operación de control bancario, cribar centenares de millones de informaciones y seleccionar algunos centenares significativos.

Y lo más rápidamente posible.

¿Qué otro era capaz de ello, aparte de Fozzy?

Jimbo explicó para acabar:

—Mi hipótesis es la de que una sola persona ha actuado abriendo centenares de cuentas, todas las veces con un nombre diferente.

La verdad es que en aquel momento de la historia Jimbo Farrar pensaba que los Siete se habían puesto en contacto con el Caballo a distancia. Era lógico. Encontrar un Caballo no debía de haber sido fácil, encontrar varios representaba una imposibilidad estadística. Los riesgos habrían aumentado considerablemente para los Siete.

Y consideraba que disponía de otros elementos que permitían identificar al desconocido que había saltado de banco en banco como un caballo sobre un tablero de ajedrez:

– cuando se abre una cuenta, se pone una firma. Seguramente el Caballo había utilizado centenares de nombres diferentes, pero la escritura, en cambio, debía de ser en todos los casos la misma;

– por haber aceptado participar en lo que era claramente una estafa, el Caballo no debía de haber contado con un sentido moral muy elevado. Tal vez hubiera ya tenido problemas con la policía;

– lo más probable era que el Caballo estuviese muerto.

—Otra cosa —dijo Jimbo a Melanie—. Centenares de empleados de ventanillas de bancos habían visto al Caballo. Al recoger los testimonios, Fozzy debería conseguir proporcionarme una descripción bastante precisa.

Entonces sabremos si es un hombre o una mujer. Si el Caballo es americano, sólo quedarán ciento veinte millones de sospechosos, pero tal vez sea británico o canadiense o australiano, por no hablar de Zimbabwe.

—Es mucho más sencillo que eso, Melanie. Fozzy va a recibir centenares de millones de informaciones sobre todas las aperturas y todos los movimientos de cuentas entre el 17 de mayo…

—Es mi cumpleaños, pero, aparte de eso, ¿por qué el 17 de mayo?

—Porque es el día en que los Siete se conocieron. Como estaba diciéndote, va a ser entre el 17 de mayo y el 30 de octubre, mes durante el cual yo recibí doce millones de dólares, lo que significaba que la operación había concluido. Fozzy recibirá esa primera masa de datos y la analizará. Al mismo tiempo, grabará y seleccionará todo lo relativo a la descripción del Caballo.

—¿Y debo intervenir ante los bancos para que manden sus informaciones confidenciales a Fozzy? ¿Y recurran a la memoria de sus empleados de ventanilla?

—Exactamente y no es eso todo. Al mismo tiempo, Fozzy examinará las muertes habidas en el territorio americano entre el 17 de mayo y el 30 de octubre, además de las de americanos en países extranjeros durante el mismo período: ya fueran o no muertes naturales.

—¿Y también soy yo quien debe intervenir al respecto?

—¿Quién, si no? ¿Melanie?

—¿Sí, Jimbo?

—Esta noche he estado pensando: los Siete van a intentar matarte en los próximos días…

Silencio.

—Muy interesante —dijo por fin Melanie.

—Abandona los Estados Unidos durante unos días. Tómate unas vacaciones.

—Vas a acabar metiéndome miedo de verdad, ¿sabes?

—Quiero que tengas miedo.

Iba a partir para el Brasil dentro de un mes; puedo adelantar mi viaje.

—Perfecto. Bastarán unos días. Después, ya no tendrán motivo.

Ella lo miró fijamente, insegura, volviendo a sentir dudas.

—¿Y cuándo podría considerarme fuera de peligro?

—Cuando Fozzy empiece a recibir todas las informaciones. Entonces comprenderán que me has ayudado y que has recurrido a demasiadas personas importantes para poder suprimirlos a todos ellos.

Seguir a Jimbo en sus razonamientos era a veces como correr detrás de un avión, pero el sentido de aquellas últimas palabras hizo la luz de repente en Melanie. Clavó en él unos ojos estupefactos:

—¿Va a hacer Fozzy ese fantástico trabajo mientras los Siete estén siguiéndolo?

—Sí.

—¿Los Siete van a poder seguir tu investigación sobre ellos?

Él asintió y añadió que sería como un policía solitario, de noche, que acorralara a un asesino listo para abatirse sobre él, a medida que se acercase a la verdad…

Ella movió la cabeza, en verdad horrorizada aquella vez:

—Pero, ¡a ti es al que van a matar, Jimbo! ¡A ti!

—Exactamente —respondió Jimbo—, exactamente.

Después de Atlanta, Filadelfia. Las mismas preguntas, las mismas dificultades iniciales para lograr que los banqueros aceptaran esa excepcional transferencia de datos confidenciales con destino a un ordenador ajeno, pero había el precedente de Atlanta y el aval de Melanie. Jimbo se puso de acuerdo con los informáticos de los bancos para determinar las modalidades de las transferencias.

Después, Nueva Orleáns, Houston, Saint Louis.

Luego, Nueva York. Las sucesivas visitas de Jimbo habían dado la alerta, en el nivel más alto de las jerarquías bancarias, y con el más absoluto secreto. A partir del día en que abordó a Nueva York, Jimbo Farrar encontró a interlocutores dispuestos a aceptar su solicitud en virtud del simple razonamiento de que, si alguien había sido capaz de robar al menos cien millones de dólares sin que se descubriera el robo, nada impedía pensar que pudiese volver a hacerlo en cualquier momento.

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