The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (7 page)

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Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

BOOK: The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio
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—Has vuelto a ir a ver a esos siete niños, cuya existencia inventaste para gastarme una broma.

Él no respondió.

Ann cerró los ojos.

—¡Dios mío! —dijo ella—. Yo creía que todo eso se había acabado.

Una pausa.

—¿Qué edad tienen, Jimbo?

Tendrían siete años… si existieran.

—¿Y te hablarían, si existieran?

Él miró fijamente el techo y dijo que no con la cabeza. En un año y medio de matrimonio, había cambiado poco. No había engordado o al menos no se veía (pero con su talla tenía que ganar al menos diez kilos para que se notara). Su amabilidad natural había aumentado. Profesionalmente, triunfaba y extraordinariamente. Su equipo de colaboradores lo adoraba. Era alegre y gracioso, de un buen humor inmutable. «El marido perfecto», pensó Ann.

Él dijo:

—No nos hablaríamos. Nos miraríamos y se acabó.

Sonrió:

—Tras lo cual reanudarían sus juegos, exactamente como unos niños comunes y corrientes.

—Cosa que no serían.

Encogiéndose de hombros con una bonhomía maliciosa, contestó:

—Pero tal vez se trate simplemente de un efecto de mi imaginación.

Sus miradas se cruzaron y ella comprendió dos cosas con certeza absoluta: primero, que él se obstinaría en no decirle nada y, además, que aquellos siete niños «que no existirían» eran extraordinarios.

En aquel momento de la historia, que ya duraba dos años, Ann tuvo el presentimiento de un horror indecible.

Cindy, segundo hijo de los Farrar, nació dos años después, en septiembre de 1975. Con ocasión de aquel nacimiento, Melanie Killian fue a pasar unos días a su casa en Colorado. Dos años antes, Melanie se había casado con un director de teatro y se había divorciado casi con el mismo impulso. Aquella vez, estaba prometida con un importante abogado de negocios de Nueva York: «Este tipo tal vez se imagine que va a dirigir
Killian Incorporated
conmigo. Me da la risa. Se equivoca. Mi casa, sí; mi bañera, a lo sumo, pero, mi despacho, ¡ni hablar!» Tenía más que nunca los ojos centelleantes y la boca firme de su difunto abuelo, al que pensaba suceder dentro de poco, pues estaba a punto de enviar definitivamente a su padre a las Bahamas o cualquier otro sitio, con tal de que le cediera la presidencia del grupo Killian.

Pasó tres días en casa de los Farrar, en las alturas de Manitou Springs. En aquel otoño de 1975, el bosque de las Rocosas estaba magnífico.

Melanie quiso cambiar algunas consideraciones con Ritchie, pero éste era particularmente taciturno, pese a sus dos años y medio.

Se inclinó sobre la cuna de Cindy y fingió ser víctima de una asociación de ideas.

—Jimbo, recuerdo una cena que tuvimos los tres, Ann, tú y yo, en un restaurante de Denver, en lo alto de un edificio.

—Yo también lo recuerdo.

—Habíamos hablado de una entrega de premios a los más brillantes de los niños que hubieran participado en la operación «Cazador de Genios». A propósito, ¿sigue en marcha?

¡Como si no lo supiera!

—Sí.

—¿Resultados interesantes?

—Mmmmm.

—¿Genios?

—No.

—Pero, aun así, ¿niños de una inteligencia excepcional?

—Dos docenas, más o menos.

—¿Superdotados?

—Exacto.

—¿Suficientes para justificar una ceremonia con todo el tinglado y toda la pesca?

—Desde luego.

La casa de Ann y Jimbo tenía un mirador suntuoso, que daba al valle. La vista desde él era como para quitar el hipo.

—No está mal —dijo Melanie.

—Pues sí —dijo Jimbo.

—Ya he fijado la fecha de esa ceremonia —dijo Melanie—: el 17 de mayo de 1981, en los salones del Waldorf Astoria de Nueva York.

Silencio. Estaba anocheciendo.

—¿Por qué el 17 de mayo? —preguntó Ann.

—Porque ese año «Cazador de Genios» tendrá diez años de existencia y será un primer aniversario que festejar, porque en 1981 yo ya no seré vicepresidenta, sino presidenta, de Killian, porque el 17 de mayo es el aniversario de mi nacimiento. Ese día, cumpliré treinta y dos años.

17 de mayo de 1981.

—Hoy cumplo treinta y dos años —dijo Melanie— y sigo llamándome Melanie Killian. No es porque no haya cambiado de apellido: tres maridos en cinco años, he hecho todo lo posible. Y sigo muy rezagada respecto de aquella heredera… ¿cómo se llamaba? ¿La que se benefició a Cary Grant?

—¿Gary Cooper? —propuso Jimbo.

—¡Qué gracioso! Me refería a Barbara Hutton. ¿Cuándo habéis llegado a Nueva York?

—Hace dos horas —dijo Ann.

—¿Y los niños?

—Mamá nos ha hecho el favor de quedarse con ellos.

Melanie examinó al matrimonio Farrar: Ann, de una belleza resplandeciente; Jimbo, milagrosamente el mismo: soñador, lunar, desgarbado, un chaval que había dado un enorme estirón. Y, sin embargo, habían pasado diez años.

—¿No tendréis intención de divorciaros por causalidad?

—No —dijo Ann riendo.

—Habrá que pensarlo —dijo Jimbo.

—Si llega el caso, yo compro.

—Me lo pensaré.

El camarero de piso que había acudido a traer café se retiró. Los tres se miraron sonriendo afectuosamente, contentos de estar juntos.

—Bien, hablemos de nuestra ceremonia. Son treinta, procedentes de todos los rincones de los Estados Unidos, chicos y chicas, blancos y negros, indios, todos de unos quince años de edad y todos con unos cerebros llenos de circunvoluciones sorprendentes. ¿Son tan brillantes, Jimbo?

—Sí que lo son.

—Las pruebas lo demuestran, pero eres tú quien los ha elegido, uno por uno.

Una pausa.

—Jimbo, ¿figuran entre ellos los Siete?

Él le opuso la inocencia azul de sus pupilas.

—¿Qué Siete?

La mirada de Melanie fue a buscar la de Ann.

—De acuerdo, Jimbo —dijo Melanie con voz inexpresiva. Esos siete niños no existen. Bien, pero supongamos que existieran. Supongamos que estén entre esos treinta chavales que hemos reunido. ¿Qué ocurrirá cuando se junten por primera vez?

Él movió la cabeza y sonrió.

—Me extraña que sigas dando tanta importancia a una broma de hace diez años, pero bueno, respuesta a tu pregunta: ni idea.

Miró a Melanie y después a Ann.

—No tengo la menor idea, te lo aseguro.

Era el 16 de mayo de 1981, en Nueva York, en una
suite
del hotel Waldorf Astoria.

Los Siete tenían, quince años.

Melanie se bebió el café y después dijo:

—En todo caso, será mañana. Martha Oesterlé, Mackenzie y Fitzroy Jenkins se han encargado de todo. La ceremonia se celebrará a las once.

FUSIÓN
1

—La ceremonia comenzará a las once en punto, en el salón del Waldorf Astoria —declaró Martha Oesterlé con autoridad—. Señala el primer logro de un programa de quince años, un programa excepcional. Ninguna otra empresa del mundo ha soñado siquiera con hacer algo semejante. Sólo Killian podía hacerlo y lo ha hecho y así se ha cumplido el deseo de su genial fundador.

Junto a ella, Mackenzie, el gran jefe de Killian justo después de Melanie. En torno a ella, una docena de hombres y mujeres que representaban el estado mayor, entre ellos Jimbo, que dijo «amén» en voz alta e inteligible. Lo miraron con resignación. De él, se esperaban cualquier cosa.

—Ahora, ¡en marcha! —dijo Martha.

Se pusieron en marcha. Salieron de la sala de conferencias, en el trigésimo octavo piso de la Killian House, en Park Avenue, en Manhattan (Nueva York), y entraron todos juntos en el ascensor. Martha Oesterlé:

—Lo que va a suceder esta mañana será grandioso.

El ascensor inició su descenso.

—Treinta muchachos y muchachas (los mayores tienen quince años), dotados todos de cerebros formidables: los jóvenes genios de América, reunidos por Killian.

El ascensor no bajaba, sino que se desplomaba.

—Y no sólo reunidos: buscados, rastreados, seleccionados, comprobados y festejados.

Martha Oesterlé miró al ascensorista con ferocidad, como desafiándolo a que la contradijera. Él tragó saliva, aterrado. Ella prosiguió:

—Todo ello ante los ojos, los micrófonos y las cámaras de seiscientos periodistas.

El ascensor se detuvo. Se abrieron sus puertas. Salieron al vestíbulo; las paredes estaban adornadas con frescos de Picasso, de Chagall y sobre todo con la obra monumental de Ernst: «Niños salvajemente agredidos por un ruiseñor». Martha salió la última del ascensor y, apuntando con el dedo al ascensorista, dijo: «¡Que no vuelva a suceder!» Salieron a la acera de Park Avenue. En el horizonte, como un bosque, se alzaron los gigantescos edificios de Union Carbide, del Chemical Bank, de Seagram, de Uni Lever, de ITT, de Colgate-Palmolive y de la General Motors.

Dos manzanas más allá, el Waldorf Astoria alzaba sus cuarenta y siete pisos, deliciosamente anticuados.

—Vamos a pie —atronó Martha dirigiéndose a su estado mayor.

Pasó una manada humeante de trescientos taxis amarillos probablemente lanzada a la persecución de alguien. En el cañón de los inmuebles, el jaleo fue ensordecedor. Jimbo iba ya unos metros rezagado tras el grupo. Martha seguía hablando sin cesar:

—Treinta jóvenes genios, pero para intensificar el aspecto espectacular de esta reunión excepcional…

En la acera, un viejo portorriqueño barría con una escobilla y un pequeño recogedor de metal dorado, en la esquina de Park Avenue y de la calle Cincuenta y Una. La limpieza había delimitado perfectamente un pasillo milagrosamente impecable, desde el borde de la acera hasta la entrada del banco.

—… excepcional —dijo Martha Oesterlé—. Para intensificar ese aspecto, hemos diseminado a los treinta jóvenes genios en treinta hoteles diferentes, de modo que ningún periodista podrá entrevistarlos antes de la presentación oficial.

Pero, fuera del pasillo trazado por el viejo, la acera de Park Avenue estaba cubierta de detritos y, a unos pasos de allí, en la Cincuenta y Una, había un montón de basura de casi un metro de altura.

Martha Oesterlé:

—Nadie conoce los nombres de los treinta jóvenes genios. Nadie, salvo yo… y alguien más.

Se inmovilizó de pronto, visiblemente presa de una sospecha que precisamente pasaba por allí. Se volvió para buscar a Jimbo Farrar con la mirada. Jimbo sonreía, amable, al barrendero portorriqueño. Le dijo en español:

—¿Qué tal, amigo?

—Estupendamente —respondió también en español el portorriqueño—. Lo que me preocupa es la Bolsa. Si no, estaría lo que se dice en la gloria.

—Que siga así —dijo Jimbo, amablemente.

—Y tú también, hijo.

—¡SEÑOR FARRAR! —vociferó Martha Oesterlé.

Cruzaron Park Avenue, pasaron por delante de Saint-Barthelemy, entraron en el Waldorf. Dos periodistas estaban ya allí. Al reconocer a Oesterlé, se lanzaron sobre ella y la apostrofaron. Les parecía escandaloso que el
buffet
prometido no estuviese aún abierto: era un atentado contra la libertad de prensa y, por tanto, contra la democracia americana.

No prestaron la menor atención a Jimbo.

Ni siquiera sabían su nombre y menos aún su papel en «Cazador de Genios», por lo que pudo escapar fácilmente del bullicio naciente. Dentro de poco más de una hora, en aquella gloriosa mañana de mayo, el inmenso hotel fastuoso y anticuado, quedaría totalmente invadido, al menos tanto como con motivo de una convención del Partido Demócrata.

Aquel 17 de mayo, hacia las nueve cuarenta de la mañana, en aquel momento de la historia el propio Jimbo ignoraba dónde se encontraban los Siete. Sabía que estaban en Manhattan y nada más. Sólo estaba seguro de una cosa: los Siete no se habían reunido aún.

Pero ese momento estaba próximo.

Se escabulló del vestíbulo y entró en un ascensor. Volvía a sentir el mismo malestar que años atrás, en el preciso instante en que Fozzy había localizado las señales de los Siete. Era más que un malestar, una angustia totalmente inexplicable. Llegado a su planta, salió del ascensor. Ann no estaba en la habitación. Creyó que había salido, pero apareció en el umbral del cuarto de baño.

—¿Qué?

Él le sonrió maquinalmente.

—Nada.

—Pero están en Nueva York, ¿verdad?

Él asintió. Las manos le temblaban.

—Voy a salir —dijo Ann después de un momento—. Voy a acercarme a la CBS, a abrazar a Colleen Cannon. No queda lejos, en la Avenida de las Américas, tardaré una hora como máximo. Te prometo que estaré aquí antes de la noche.

Él estaba en la Luna.

—Jimbo, ¿has oído lo que te he dicho?

—Vas a la peluquería.

Ella movió la cabeza con expresión resignada.

—Eso es.

Se fue. Él se sentó en una de las camas gemelas y después acabó tumbándose, con las manos juntas en la nuca. Se quedó así, sin moverse, un buen rato, hasta el momento en que sonó el teléfono. Descolgó; era una voz de muchacho… ¿o de muchacha?, filtrada con cuidado, probablemente con una media pegada al aparato:

—¿El señor Farrar?

—Sí.

El corazón de Jimbo dio un vuelco.

—¿James D. Farrar?

—Sí.

—¿Que quiere decir la D?

—David.

«Me han identificado. Uno de ellos, en todo caso. Me habrá visto en la calle o en el hotel: él o ella».

—Necesito asegurarme de que es usted el Farrar con el que quiero hablar —continuó la joven voz—. ¿De dónde viene usted?

—De Colorado Springs.

—¿Profesión?

—Informático.

—No basta con afirmarlo. ¿Qué es un algoritmo?

Jimbo recitó como un rayo:

—Una serie finita de reglas que se aplican en un orden determinado a un número finito de datos para llegar en un número finito de etapas a un resultado independientemente de los datos.

—¿Cuál es el otro nombre de los lenguajes de Chomsky?

—Lenguajes de contexto libre.

—¿Definidos por…?

—El cuádruplo L = {Va’ Vn’ C, G}.

—¿Y las reglas de G revisten la forma Φ → Ai?

—No, al contrario.

Todo ello en ráfagas, un intercambio de metralla. Silencio. Jimbo consiguió reír, se forzó a hacerlo.
«Pero me siento pero que muy incómodo».

—De acuerdo —dijo a su desconocido interlocutor—. Te he demostrado que soy un informático y tú, por tu parte, me has demostrado que sabes bastantes cosas, para ser un muchacho de quince años, pero ése era tu objetivo: pasármelo por los morros. Apuesto a que nunca te has atrevido a revelarte ante nadie hasta ahora.

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