—Tienes una semana para convertirte en un devoto fraile dominico —recordaba Joan que le dijo Miquel Corella al día siguiente, cuando fue a visitarle al Vaticano tal como le había pedido—. Y además, inquisidor.
—¿Una semana? Estáis loco —exclamó Joan—. Hay mucho que aprender, los novicios pasan años antes de ser frailes. Unos monjes tan estrictos como Savonarola y los suyos pueden descubrirme en cualquier detalle absurdo que se me escape.
—Habrá que correr el riesgo —repuso el capitán vaticano con toda tranquilidad—. Pero haremos que este sea mínimo. Ven conmigo.
Le condujo a unos edificios cercanos al río.
—Aquí se hospedan los frailes que visitan el Vaticano y que no se alojan en los conventos de sus órdenes en Roma —le explicó Miquel haciéndole entrar—. A partir de ahora serás un monje de paso.
Entró en una de las casas y a través de un pasillo llegaron a un patio. Una vez cruzado este, penetraron en una estancia que de inmediato Joan identificó como una barbería. Miquel le pidió a un hombre que esperaba allí que le arreglara el pelo a Joan al estilo dominico.
—Es un especialista —le dijo al librero en tono tranquilizador—. Te hará un buen trabajo.
—Pero ¿por qué tan pronto? Podríamos esperar a que…
—Te he dicho que a partir de ahora serás un monje. Cuanto antes te hagas a la idea y te pongas en el papel, mejor.
—Un momento, Miquel. Quiero pasar la noche con Anna y no puedo aparecer por la librería tonsurado.
—Nada de mujeres, Joan —repuso el valenciano muy serio—. Le enviaré recado a tu esposa para que sepa que te quedas aquí. Debes meterte en la piel de un fraile de inmediato.
—Pero…
—No hay peros. La guardia vaticana no te dejará salir.
Joan comprendió que resistirse en aquel momento era inútil, don Michelotto le retendría a la fuerza. Hizo un gesto de desaliento y fue a sentarse en la silla que le indicó el barbero. Mientras veía caer los mechones de su cabello sintió un gran desánimo. Aquello le recordaba cuando experimentó el humillante rapado al incorporarse a la galera del almirante Vilamarí como galeote. Y aunque se trataba de circunstancias distintas, aquello también era deshonroso. Había perdido su libertad. Además deseaba con toda su alma aprovechar las noches con Anna antes de lo que sería, con suerte, una larga ausencia.
Melancólico, notaba frío y pequeños cortes en la parte superior de su cabeza conforme se la afeitaban. Cuando el barbero, que al rasurarle le impedía ver de frente, se apartó, vio a un monje en la estancia. Tendría unos cuarenta años, vestía el hábito blanco y negro de los dominicos, y su cabeza descubierta mostraba una gran tonsura que en la parte delantera, a causa de las entradas, solo mantenía un pequeño reducto de pelo rubio sobre la frente. Tenía los ojos azules y sus mejillas, abundantes y sonrosadas, indicaban que no practicaba el ayuno con demasiada frecuencia.
A su lado se encontraba Miquel Corella.
—Este es fray Ramón de Mur —le dijo el valenciano al recién llegado—, del convento dominico de Santa Caterina de Barcelona.
Joan se sorprendió al comprender que hablaba de él y se sintió extraño al ser presentado como otra persona. Miquel Corella iba demasiado deprisa.
—Ramón —continuó el capitán de la guardia dirigiéndose a Joan—, este es tu hermano dominico fray Piero Matteo, de Roma. No te separarás de él hasta embarcar hacia Florencia. Seguiréis horario de convento dominico, rezaréis las oraciones correspondientes a cada ceremonia y fray Piero te explicará todo lo que precises saber. Conoce el convento de San Marco de Florencia y también a Savonarola y a sus frailes. Sin embargo, como comprobarás, no se trata de uno de esos locos fanáticos. Es de toda confianza.
—Dios os bendiga —dijo el fraile inclinando la cabeza en señal de saludo.
—Lo mismo digo —respondió Joan reticente.
Cuando el barbero se mostró satisfecho con su trabajo, Joan se palpó la cabeza tratando de averiguar qué aspecto le había quedado. Notó la franja de pelo, en forma de corona; sentía frío en la extensa calva y una sensación de profundo desagrado y desasosiego.
—Estás muy gallardo —le dijo Miquel con una sonrisa divertida—. Ahora desnúdate y ponte esto.
Le dio una prenda de lana cruda y Joan comprendió que pertenecía a un hábito dominico. Tan pronto como le vio desnudo, el valenciano, sin darle tiempo a que se vistiese, tomó sus ropas, su espada y su daga y le dijo:
—Esto te lo guardo hasta que regreses de Florencia. Fray Piero sabe todo lo que hay que hacer, obedécele. Nos veremos dentro de unos días. Adiós, fray Ramón. —Y salió por la puerta llevándose sus pertenencias.
Joan hizo gesto de seguirle; sin embargo, se detuvo en el umbral de la barbería consciente de su desnudez.
—¡Esperad! —gritó.
El capitán vaticano continuó a paso rápido sin darse la vuelta y en unos instantes había desaparecido por el otro lado del patio.
El librero se giró y vio al barbero y al fraile, que le contemplaban en silencio. Fray Piero le hizo un discreto gesto con la cabeza en dirección al hábito que tenía en sus manos. Sin pronunciar palabra, Joan se vistió sintiendo a la vez un nudo en el estómago. De repente lo había perdido todo: a Anna, a la que añoraba ya con desesperación, a su madre, a su hermana, a los niños, la librería, a sus amigos… Todo. Había perdido lo que hasta aquel momento era su vida y ni siquiera tenía la seguridad de que fuese a recuperarlo algún día. Quizá muriera en aquella loca empresa consistente en arrebatarle a un loco un libro escrito por otro loco. Y jamás vería a los suyos de nuevo.
Se puso el hábito y el escapulario, calzó las sandalias, se ciñó un cordón alrededor de la cintura y vio que Miquel le había dejado sobre la negra capa dominica una extraña pieza que parecía una faja de piel áspera con pelos hirsutos en uno de sus lados. Miró interrogante al dominico y este le dijo:
—Es un cilicio, fray Ramón.
Joan sabía lo que era un cilicio, pero nunca se los había visto a los frailes de Santa Anna con los que había convivido de niño. El dominico observó la expresión de su cara y, consciente de que el barbero los escuchaba, le invitó:
—Vayamos a vuestra celda, fray Ramón. Os explicaré lo que queráis saber.
La celda era un habitáculo encalado de unos cinco pasos de largo por cuatro de ancho; por todo mobiliario tenía un camastro, una mesa, una silla y un estante con un cántaro de agua. Joan contempló un último objeto como si fuese un lujo; era un candil de aceite. Al cuarto se accedía desde el pasillo y tenía un ventanuco que daba al patio. El fraile le indicó que se sentara en la silla mientras él lo hacía en el jergón.
—Mi misión —le dijo— es convertiros en un fraile dominico de forma que los de Savonarola crean que lo sois de verdad. Os hemos dado la personalidad de fray Ramón de Mur, del convento dominico de Santa Caterina de Barcelona, que es un fraile real un poco mayor que vos.
—Pero si sospechan y hacen averiguaciones, sabrán que el verdadero está en Barcelona… —objetó Joan.
—Eso es cierto, aunque es mejor que inventar un nombre que nadie haya oído. Si lo hacemos e investigan, sabrán que no existe. Estoy seguro de que los de Savonarola, que son muy suspicaces, tan pronto como os dejéis ver por San Marco enviarán una misiva al convento de Santa Caterina de Barcelona para comprobar vuestra identidad. A pesar de las cartas que recibirán del inquisidor general de España fray Tomás de Torquemada.
—¿Cartas de Torquemada?
—En efecto, unos días antes de vuestra llegada, Savonarola recibirá una carta de su colega Torquemada, que también es dominico, diciendo que fray Ramón de Mur, después de su estancia en Roma, visitará Florencia para conocer la gran labor purificadora emprendida por los dominicos del convento de San Marco. Savonarola y Torquemada simpatizan aun sin coincidir en todo. Es por eso que estamos seguros de que seréis bienvenido en San Marco en vuestro papel de inquisidor español.
—Imagino que la carta no será auténtica…
—No, claro que no —explicó el fraile, cuyos azules ojos brillaban indicando que se divertía—. Tanto la que recibirá antes de vuestra llegada como la que le llevaréis vos son falsas. Y nos hemos asegurado de que las firmas estén perfectamente imitadas, pues Savonarola posee cartas anteriores de Torquemada. Tan pronto como lleguéis, los florentinos escribirán al convento de Barcelona y al de Ávila. Por suerte, en esas fechas las cartas tardarán más de un mes en llegar a Barcelona y mes y medio a Ávila. Y lo mismo de vuelta. Así que deberéis completar vuestra misión a lo sumo en dos meses.
Joan se acarició la calva, que le escocía a causa del rapado, pensativo.
—No solo debo hacerme pasar por fraile dominico, sino por inquisidor —dijo—. Dudo que pueda engañarlos.
—Lo haréis si os aplicáis. Seguiremos el horario canónico como en los conventos y rezaremos siete veces al día, empezando por los maitines, a medianoche. Estudiaremos los rezos habituales y también los pasajes de las Sagradas Escrituras más usados por los dominicos. También os contaré historias de santos, anécdotas y cotilleos que os tienen que ser útiles. Cuando alcancéis la soltura necesaria, os presentaré a fray Pablo de Olmedo, que fue ayudante de inquisidor en España. Él completará vuestra enseñanza.
—Y ¿el cilicio?
—Se pone debajo del hábito, con la parte de los pinchos de pelo de cabra del lado de la carne. Y se ofrece al Señor esa mortificación. Es bueno no solo para el espíritu, sino también para luchar contra el deseo de la carne.
—¿Vos lo usáis? —El aspecto del fraile no parecía el de alguien que se torturara a propósito.
—No.
—Y ¿por qué yo sí?
—Porque los frailes que vos frecuentaréis lo llevan a diario y debéis ser igual a ellos. Usan además otros cilicios consistentes en cadenillas de hierro con puntas que se clavan en la carne.
—Y también deben disciplinarse con látigos de esparto tipo escoba, algunos con puntas metálicas —dijo Joan negando con la cabeza—. Todo para combatir las tentaciones del mundo.
Había presenciado el uso de aquellos látigos de niño, en el convento, y se estremeció al recordar las salpicaduras de sangre.
—Sí —dijo fray Piero afirmando enfáticamente—. Y vos también lo haréis. De lo contrario, jamás os creerán y no seréis admitido en la comunidad de San Marco. Si os descubren, os acusarán por usar un hábito sin estar ordenado y os condenarán por sacrílego. A la hoguera con toda probabilidad.
El librero meneó la cabeza en un gesto entre aturdido e incrédulo. En poco más de una hora su vida había cambiado radicalmente y para mal. Le habían convertido en otra persona; estaban empeñados en hacerle fraile y no solo en apariencia. Añoraba a Anna y a los suyos. Mucho. Y no sabía si volvería a verlos. Sentía un peso terrible en el corazón. Sin embargo, aquel monje de ojos claros y sonrisa fácil le caía bien, necesitaba desahogarse y le contó sus sentimientos, su pena, su nostalgia, la humillación, la pérdida de libertad…
—Debéis mudar vuestro pensamiento —le dijo tras escucharle atentamente afirmando en ocasiones con la cabeza—. Olvidad lo que perdéis. Con esa actitud fracasaréis en vuestra misión. Pensad que volveréis a recuperar vuestra vida después de un tiempo. Y gozad de lo que ganáis.
—¿Ganar? —exclamó Joan—. ¿Qué diablos gano?
—La vida del monje. La cercanía a Dios.
Joan se quedó mirando al hombre con ganas de soltarle un puñetazo. Se burlaba de él. Pero observándolo se convenció de que la sonrisa que bailaba en sus labios no era cínica, sino la expresión feliz de alguien a punto de dar una buena noticia y que se complace en hacerlo.
—Pensad en el novicio a punto de tomar los hábitos. Cuando le tonsuran y ve caer los mechones de su pelo, sabe que se humilla y pierde la libertad, pero lo hace porque como hombre libre se ofrece al servicio de Dios. Y siente alegría, es uno de los momentos más felices de su vida. Buscad esa felicidad en la serenidad del convento, fray Ramón; si persistís en ello, la encontraréis.
Joan recordó que, de niño, alguna vez había deseado la paz en oración del convento en el que vivía. E incluso había llegado a envidiar a fray Jaume, que siempre parecía feliz y contento. Se dijo que fray Piero tenía razón y que quizá pudiera encontrar algún sosiego al servicio de Dios. Suspiró, pero de repente la imagen de Anna le vino a la mente.
—Añoro a mi esposa —se lamentó.
—Usad el cilicio —repuso el dominico.
Fue entonces cuando Joan se dijo que no iba a soportar aquella imposición por parte de don Michelotto. Aceptar aquella misión no implicaba convertirse en prisionero, y decidió fugarse. En el descanso de después del rezo de la hora nona, por la tarde, advirtió a su preceptor que iba a los retretes situados en un lateral del Tíber, y fue hacia el río. Sin embargo, tomó el camino de la fortaleza de Sant’Angelo, que protegía el puente del mismo nombre, el único acceso al Vaticano desde Roma. Se caló la capucha, fingió que rezaba y saludó a la guardia vaticana con la esperanza de que con aquel hábito no le reconocieran. Aguardó la cola de los que iban a Roma contando con que los soldados no prestarían atención a un fraile que salía del Vaticano, pues ponían su mayor cuidado en vigilar a quienes entraban. Al poco, cuando ya caía la tarde, cruzaba el puente de Sant’Angelo respirando profundamente el aire de libertad. Había escapado del Vaticano y de don Michelotto.
Se sentía extraño con la capucha calada y andando con aquellas sandalias. No tenía ni una sola moneda y echaba en falta su daga y su espada. Atardecía y las calles de Roma se hacían aún más peligrosas. Se animó diciéndose que quién querría asaltar a un monje mendicante cuya única posesión era un hábito barato y unas sandalias que nadie deseaba, pues solo los frailes vestían de aquel modo. Se dio prisa, no quería llegar tarde, y evitó el Campo de’ Fiori yendo por las callejas cercanas al río para no ser reconocido. Que alguien le identificara con aquel aspecto no solo le avergonzaría, sino que revelaría un secreto que don Michelotto deseaba mantener a toda costa. Al poco cruzaba de nuevo el río, esta vez por el puente Sisto, hacia el Trastévere.
Los comerciantes recogían ya sus tenderetes y desde las casas oía el ruido de los cacharros de la cena y voces que le eran muy familiares. Muchos de los habitantes de la zona eran de origen español, judíos y conversos huidos de los reinos de Castilla, Aragón y Portugal, y a los que el papa protegía. Era ya casi de noche cuando llegaba a su destino, una zona donde la gente miraba con extrañeza y prevención su hábito de fraile dominico. A muchos les traía los trágicos recuerdos de la Inquisición española. Se refugió en las sombras de un portal vigilando la entrada de una taberna que en su cartel, iluminado ya con una tea, mostraba una liebre. Inquieto, vio cómo entraban varios hombres, la mayoría cubiertos con máscaras, aunque ninguno se parecía a quien él aguardaba: su amigo Niccolò. Al rato de espera se dijo que ya era tarde, que quizá el florentino no fuese a la taberna aquel día. En ese caso, tendría que hacer noche en las peligrosas calles de la ciudad, sin dinero y sin poder recurrir a familia o amigos, ya que echaría a perder el plan secreto de don Michelotto. Savonarola tenía, con toda seguridad, espías en Roma.