—Y ¿qué va a ocurrir si el papa muere? —Joan conocía la respuesta antes de oírla.
—Habrá que luchar —repuso escueto el valenciano.
Al día siguiente llegó la esperada misiva del gobernador de Ischia. Decía: «El tiempo de los
catalani
ha terminado. Sacad a vuestra familia lo antes posible de Roma. Dejad la librería y regresad a Nápoles».
Consternado, Joan no podía apartar los ojos de la carta que tenía en sus manos, y la releyó. Aquel tipo de afirmaciones de Innico d’Avalos eran como sentencias de muerte. Sin embargo, se dijo que el marqués no iba a acertar siempre, y deseaba con toda su alma que se equivocase en esta ocasión. Hacía solo cuatro días que el papa y su hijo se habían puesto enfermos. Era el tiempo justo para que un mensajero rápido fuese y regresara de Nápoles; Innico debía de saber, como siempre, algo que los demás no sabían, y la nota era una advertencia de un peligro inminente para él y su familia. Pero decía algo más: Alejandro VI estaba a punto de morir; seguramente envenenado.
—Debéis partir hacia Nápoles con mi madre, mi hermana y los niños lo antes posible —le dijo a Anna después de mostrarle la carta—. Cuando el papa muera, esta ciudad se convertirá en un campo de batalla.
—Y ¿vos?
—Yo me quedaré en la librería. No dejaré que la arrasen.
—Dejad la librería —repuso ella—. Ya abriremos otra en otro lugar. Vuestra madre y vuestra hermana, incluso Pedro, estarían encantados si nos instaláramos en Barcelona. Lo hemos hablado en varias ocasiones.
—Y ¿de allí también huiremos a la primera dificultad? —inquirió ceñudo—. No, Anna. Esta librería es nuestro sueño. Representa nuestra libertad. Esa libertad por la que he luchado toda la vida. No me puedo ir sin más, no puedo abandonarla sin luchar. Me quedaré aquí hasta ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Quizá el papa se recupere y todo vuelva a ser como antes, o quizá César y Miquel Corella conserven su poder con el nuevo pontífice si Alejandro VI fallece.
—La librería no es el símbolo de mi libertad, Joan —contestó ella con firmeza—. Siento que este tiempo termine, cierto es que éramos felices aquí, pero lo éramos a cambio de la sumisión a los intereses de los
catalani
. Su tiempo acabará, pero no el nuestro, nosotros continuaremos en otro lugar. Yo no lamentaré si desaparecen. Ya conocéis mi opinión sobre ellos. Dejad que paguen de una vez por sus crímenes y vayámonos. Paolo se encargará de la librería, es muy capaz, es romano y sabrá sobrevivir en estos tiempos turbulentos. Siempre podemos regresar si todo va bien…
—¿Sus crímenes? —repuso Joan enfadado—. No son más criminales que el resto de los poderosos. He visto cómo se azotaba a gentes hasta morir, cómo los empalaban, cómo los quemaban vivos en la hoguera. Y ninguno de esos asesinos fue don Michelotto. El fuerte mantiene su poder atemorizando al débil.
—Pues el poder de los
catalani
se termina, no hay que temerlos más. Venid con nosotros y dejadlos a su suerte.
—No lo haré, Anna. Id vos, poned a salvo a nuestros hijos, y yo os seguiré si la situación se complica.
—No, Joan. —Ella le cogió la mano. Ahora le hablaba con dulzura—. No iré si vos no nos acompañáis.
Joan puso a Pedro Juglar al corriente y le pidió que comandara la expedición que conduciría a la familia a Nápoles. El aragonés coincidió con su cuñado en la necesidad de sacar la familia de Roma y aceptó la misión.
—No iremos solos —añadió Pedro—. Varios de los
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e italianos importantes que apoyaban a César quieren poner a los suyos y sus pertenencias a salvo. Alguno incluso viajará personalmente.
Francisco de Rojas, el embajador español, aceptó, a cambio de una buena suma, conceder tropas de protección y un salvoconducto al convoy que Pedro comandaría. Eran soldados que, como de costumbre, acababa de reclutar entre las filas del ejército de César y que los acompañarían hasta Nápoles. Después se unirían al Gran Capitán en Gaeta anticipándose a la llegada del grueso del gran ejército francés.
Joan obtuvo también un salvoconducto del Vaticano que le proporcionó Miquel Corella. Se lo entregó a regañadientes, por amistad, aunque estaba muy disgustado por los continuos abandonos de los soldados que, como los que acompañarían a la caravana, iban a luchar con el Gran Capitán. Sabía que se trataba de mercenarios, eran libres de irse, y a pesar de sus sentimientos, don Michelotto les pagaba su soldada hasta el último jornal. Era el estilo de César Borgia.
—Las ratas huyen las primeras del barco que se hunde —masculló cuando le entregó el documento—. Pero los
catalani
no hemos dicho aún nuestra última palabra.
—Yo me quedo —repuso Joan—. Solo quiero poner a mi familia fuera de peligro.
Miquel le observó unos instantes y le dijo:
—Gracias, Joan. —Y después le dio un abrazo. La expresión de su rostro se relajó y bajando la voz añadió—: Pues si has decidido quedarte, necesito que me ayudes. Quizá tenga que hacer algo y preciso a alguien de mi absoluta confianza.
—Espero que no se trate de matar a nadie.
—No. A no ser que se tuerza mucho el asunto.
—¿Es una orden? —preguntó Joan recordando los reproches de Anna.
—No. —La mirada de Miquel Corella era franca—. Es un favor que le pido a un amigo.
—Estaré con vos. —Y después de una pausa preguntó—: ¿Habéis puesto ya a salvo a vuestra familia?
—¿Qué familia?
—Vuestra esposa.
—Mi mujer ya no lo es. —Había rabia en sus palabras—. Después de once años en los que su familia se benefició de nuestro casamiento, esas ratas han cambiado de bando al husmear el peligro. Y ella se ha ido con ellos.
—Lo siento, Miquel.
—Mi familia son los Borgia —continuó don Michelotto, y al librero le pareció que las lágrimas querían asomar a sus ojos—. Con ellos no soy un bastardo como lo era en casa de mi padre, el conde de Cocentaina. El papa es mi verdadero padre y César, mi hermano, como lo son el resto de los
catalani
. Tú tienes a tu familia, haces bien poniéndola a salvo, y si las cosas se ponen mal, te reunirás con ellos. Yo no tengo a donde ir. Solo los tengo a ellos y ellos me tendrán hasta que yo muera.
—La caravana saldrá mañana de madrugada —le dijo aquella tarde Joan a su esposa—. Os ruego que os unáis a ella.
—Venid con nosotros —le suplicó Anna.
Joan la miró con ternura; le partía el corazón despedirse de su esposa. Aún recordaba el sufrimiento al no recibir noticias de ella en su última separación. Sin embargo, al conversar por la mañana con Miquel Corella, había comprendido que profesaba una extraña fidelidad hacia él, hacia el papa y sus
catalani
. No se engañaba: conocía bien los métodos del valenciano y de César, su señor; sabía que estaban muy lejos de ser unos santos, pero no podía evitar ese sentimiento de pertenencia al clan. Era de los suyos. Y sentía que aún tenía una deuda pendiente con Miquel, que había hecho posible el maravilloso sueño de la librería y de aquellos años de felicidad.
—Lo siento, Anna, me quedaré.
—Siempre habéis acatado sus órdenes —repuso ella despechada—. Decidles ahora que no, demostrad que sois libre.
—No, no me quedo obedeciendo órdenes. Me quedo por la librería, tal como os dije, pero también por fidelidad al clan. Por amistad incluso. Los seres humanos morimos a veces por esas cosas, algunos lo llaman
dignidad
. Es mi libre elección. Si huyo ahora, no podré mirarme al espejo sin avergonzarme. Jamás os abandonaría si estuvierais vos en peligro. Ni tampoco a un amigo, sabiendo antes que mi familia está a salvo.
Anna supo que no podría convencer a su esposo y que su insistencia solo acarrearía una discusión inoportuna. De nada serviría una despedida llena de advertencias y reproches. Quizá fueran aquellos sus últimos momentos juntos y ella no quería malgastarlos. No dijo más y, forzando una sonrisa, le abrazó. Notó cómo el cuerpo de él se refugiaba en el de ella al tiempo que se relajaba. Anna le dijo que le amaba y cuando deshicieron su abrazo se fue a ayudar a Eulalia y María a decidir qué llevaban a Nápoles.
La noche del 16 de agosto, en la librería no durmieron más que los niños, y todo estaba dispuesto a la hora de salida de la caravana al amanecer del día siguiente. Anna anduvo muy ocupada y apenas pudo hablar con Joan, aunque cuando se cruzaban atareados por la mudanza le dedicaba una sonrisa y muestras de cariño que él le devolvía con fervor.
—Cuidaos, por nuestros hijos y por mí —le suplicó ella, con los ojos arrasados en lágrimas, cuando se abrazaron al despedirse.
Partieron sin esperar a nadie, los rezagados deberían incorporarse por el camino, ya que la marcha sería brutal. Querían cubrir veinte millas en la primera jornada; era posible porque los días eran aún largos y, más allá de cortas paradas, no se detendrían hasta que el sol se hubiera ocultado.
Joan se sintió terriblemente solo aquella noche en su hogar, que antes contenía tanta vida y que había quedado silencioso y vacío. Le costó dormir preguntándose cómo estarían los suyos y qué le depararía el destino en Roma. De algo estaba seguro. Tendría que luchar, ya no solo por la librería, sino por su vida.
Las sangrías practicadas a Alejandro VI, que al principio parecían recuperarle, dejaron de tener efectos beneficiosos y la fiebre subió de forma alarmante para después descender de nuevo. Mientras, los augurios y rumores recorrían Roma con una intensidad aún mayor. El perro negro continuaba rondando al papa y una anciana que desde el inicio de la enfermedad no se había apartado de los muros del Vaticano orando por el pontífice dejó de hacerlo y se fue a su casa. Cuando le preguntaron el porqué de su abandono repuso que ya no había esperanza para Alejandro VI.
Durante la noche del día 17 el papa ni siquiera podía hablar, y por la mañana del 18 un obispo, en presencia de cinco cardenales, celebró misa en la habitación del pontífice y este recibió la comunión. Terminado el oficio, los cardenales corrieron a sus palacios en busca de refugio; temían el contagio y la violencia que pronto se iba a desatar.
—Soldados de la guardia vaticana os requieren en la librería —le avisó Paolo.
Joan levantó la cabeza de la lectura, el único consuelo que le restaba desde la partida de su familia y en el que se refugiaba cuando, como en aquellos momentos, la librería se encontraba desierta de clientes.
—Gracias, Paolo —repuso guardando cuidadosamente el libro en un estante de la salita pequeña, en la que se encontraba.
Dos hombres vestidos de amarillo y rojo, los colores vaticanos, le esperaban a la entrada de la librería. Uno de ellos era Vicent, que le saludó efusivamente.
—Miquel Corella os pide que acudáis a su lado —le informó en valenciano.
Joan vaciló solo un instante.
—Os dejo al mando de la casa, Paolo —le dijo Joan mirándole fijamente a los ojos—. Ya sabéis qué hacer si tratan de asaltarnos. Los dos primeros tiros de advertencia, al aire. Después, disparad a matar.
Paolo afirmó con la cabeza. Su expresión era grave, sin duda aquello le disgustaba, aunque Joan estaba seguro de que defendería la librería con la vida.
Los tres hombres trotaron de camino al Vaticano. Varios muchachos los insultaron y alguno se atrevió incluso a lanzarles piedras, aunque ellos no se detuvieron. Roma esperaba tensa. Encontraron el puente de Sant’Angelo repleto de tropas vaticanas, que de inmediato les franquearon la entrada. Condujeron a Joan hasta las habitaciones pontificias y allí se encontró con Miquel Corella, que le sujetó del brazo para llevarle a un rincón discreto y hablar.
—El papa está agonizando —le dijo—. Cuando muera se desatarán las furias allí afuera. Y César está también al borde de la muerte. Te he llamado por aquello que te dije, pero para hacerlo habrá que esperar a la defunción del pontífice.
—Estoy a vuestra disposición.
—Ven conmigo —continuó el valenciano—. Los médicos están a punto de ensayar un último remedio con César.
Cuando entraron en la habitación del hijo del papa se encontraron con un espectáculo sobrecogedor. César estaba tendido, lívido y desnudo, sobre su cama, y su cuerpo, a pesar de su delgadez, mostraba una potente musculatura. Temblaba de fiebre. En uno de los rincones de la sala había un toro enorme, mayor incluso que los que Joan recordaba haber visto en la plaza; era el símbolo de la dinastía Borgia. Estaba tumbado de lado, tenía los cuernos sujetos a un maderamen que lo mantenía inmovilizado y varios criados le sujetaban las patas y el rabo con cuerdas. En el extremo opuesto de la sala, otros criados vertían en una tina agua y nieve apisonada de la que se guardaba en invierno en las neveras de la montaña para refrescar las bebidas en verano.
A una señal de Gaspar Torrella, el médico jefe de César, los criados tiraron de las patas del bóvido. Un hombre se introdujo entre ellas hasta el vientre del animal y con un afilado cuchillo abrió su panza desde el sexo al esternón. El toro soltó un mugido estremecedor y empezó a cocear arrastrando a los sirvientes, que, de dos en dos, sujetaban cada una de sus patas. Por un instante, el matarife tuvo que detener su trabajo y cuando los de las cuerdas lograron controlar al animal, introdujo sus manos y el cuchillo en el interior del toro, entre chorros de sangre, y empezó a arrancarle las entrañas. La sala se llenó de un desagradable olor a sangre y excrementos, y al alcanzar el hombre el corazón del animal este detuvo su movimiento. Limpiaron el interior del toro con rapidez y Joan respiró hondo cuando al fin sacaron las vísceras fuera de la habitación y el tufo que flotaba en ella se redujo. Entonces cogieron el tembloroso cuerpo de César Borgia y lo embutieron en el interior del cuerpo aún caliente del toro, envolviéndolo con sus carnes, de forma que solo la cabeza del hijo del papa quedara fuera.
—El cuerpo del toro, protector de los Borgia, absorberá los malos humores —dijo el médico solemne.
Allí lo mantuvieron un tiempo considerable y después, a una indicación del médico, lo extrajeron del interior del animal, goteando sangre, para sumergirlo en la tina helada. César lanzó un grito desgarrador, cualquier fuerza que le quedara pareció abandonarle y quedó desmadejado, inerte.
—¡Lo ha matado! —murmuró Joan horrorizado.
—Más le vale que no —masculló don Michelotto.
—La nieve pura de los montes limpiará la
mala aria
de la tierra baja —proclamó el médico, que, a pesar de no haber oído sus palabras, apartó la mirada, temeroso, cuando esta se cruzó con la de Miquel Corella.