—Ni a los muertos perdonan —murmuró Anna.
—Bien sabéis que algunos han sido juzgados incluso años después de su fallecimiento —corroboró Joan—. Y desentierran sus cuerpos para quemarlos.
Detrás del borrico y su macabro jinete venía otra cruz portada por otro fraile y a continuación desfilaba, a cierta distancia, un destacamento de soldados de la Inquisición que marchaban al son de un tambor. A los militares los seguía otra cruz al frente de una comitiva de frailes con la capucha calada recitando salmos y cerraba la procesión un grupo de hombres vestidos de negro y rezando. Eran los miembros de la cofradía de la Muerte, que siempre acompañaban a los reos en las ejecuciones. Los seguía una multitud de curiosos expectante y festiva, ansiosa por presenciar el espectáculo.
Joan miró a su esposa, que, con los ojos húmedos, contemplaba el alegre gentío desde la ventana, y le tomó las manos. Ella dejó ir un sollozo y se abrazaron.
—Vamos —dijo Anna al rato—. Será penoso, pero estaremos con ella.
Joan, Anna, María y Pedro se unieron a la multitud que se apretujaba detrás de la procesión camino de la cercana plaza del Rey, donde se representaría el auto de fe.
Como en ocasiones anteriores, la Inquisición había hecho erigir en aquella plaza, la más prestigiosa de la ciudad, tres tribunas apoyadas en el muro de la capilla de Santa Águeda, la iglesia del palacio real. La plaza estaba abarrotada, la gente continuaba llegando, risueña, expectante y festiva, y los soldados establecieron un cinturón que separaba el gentío de las tribunas. Los Serra avanzaron decididos hacia el frente, a pesar de las protestas de algunos, donde los aprendices y oficiales de la librería, entre los que se encontraban Andreu y Martí, los hijos de María, les guardaban espacio. Joan y Anna, cogidos de la mano, se situaron junto a Abdalá.
—¿Cómo estáis, maestro? —le preguntó Joan.
—Muy apenado —repuso el musulmán—. Nunca antes estuve en un auto de fe y busco fuerzas para asistir a este espectáculo de miseria humana. Bien sabe el Señor que no critico el cristianismo, sino a aquellos que, escudándose en la religión, cualquiera que sea esta, satisfacen sus instintos más bajos.
—Se han cometido tantos crímenes en el nombre de Dios… —murmuró Anna.
Y quedaron en silencio observando el escenario en el que se desarrollaría aquel teatro macabro. Las dos tarimas de la derecha estaban cubiertas por un dosel decorado con telas de calidad que colgaban protegiendo del frío la parte trasera y los laterales. En el que ocupaba la posición central se habían instalado el inquisidor y sus funcionarios, y en el de la derecha, las personalidades y sus criados. La tribuna de la izquierda, por el contrario, era apenas un tinglado de madera con bancos en los que se sentaban las condenadas, custodiadas por los soldados, vestidas con sus sacos benditos y capirotes de amarillo con cruces rojas. Allí, en una silla especial que mantenía su cuerpo erguido, colocaron a la muerta.
Los frailes y los cofrades de la Muerte que no gozaban del rango suficiente para sentarse con las autoridades lo hicieron en unos bancos situados a nivel del suelo. La ceremonia sería larga. En el centro de la plaza, frente a la tribuna de los inquisidores, había un púlpito, al que subió, después de una breve conversación con su superior, el fraile dominico Joan Enguera, segundo inquisidor y amigo del prior Gualbes.
—
Christi nomine invocato
—pronunció con voz firme santiguándose.
En la plaza se hizo el silencio y la gente le imitó trazando cruces desde la frente al pecho y desde el hombro izquierdo al derecho.
—En el nombre de Nuestro Señor Dios Jesucristo y de su humilde madre la Virgen María, a los cuales invocamos —continuó.
Y después desgranó un largo sermón aludiendo a la reciente peste, asimilándola a las plagas bíblicas, castigo a los pecados del hombre. Llevaba ya un largo rato de sermón cuando su voz se hizo más atronadora y amenazante al hablar del diablo como corruptor de almas, y empezó a lanzar anatemas contra los que con él supuestamente trataban.
—Está preparando la sentencia para esas pobres mujeres —murmuró Anna.
La prédica superaba ya las dos horas cuando el fraile terminó elogiando a la Inquisición y su labor purificadora, que libraba al mundo de herejes, corruptos y nigromantes.
—Toda esa gente no aguantaría semejante sermón si no fuera por el espectáculo de ejecuciones que le sigue —le dijo Joan a Anna.
—Igual que las corridas de toros que daban los Borgia en Roma —repuso ella.
—Sí, solo que allí sacrificaban animales, no a gente, y en ellas los hombres se jugaban la vida.
—¡Dios mío, qué impotencia y qué asco siento!
A continuación se celebró una misa y, al terminar, Felip, que hasta el momento se había mantenido sentado en la grada junto al primer inquisidor, subió al púlpito con su habitual pavoneo. Con voz tronante fue nombrando a cada una de las mujeres y los crímenes que se les imputaban: nigromancia, envenenamiento, adoración al diablo y trato carnal con este que les confería poderes para dañar a los buenos cristianos causando plagas y sequías en los campos, granizos, lluvias devastadoras y pestes. Al final anunciaba la pena para cada una de ellas: el fuego de la hoguera y la incautación de todos sus bienes. Las dos primeras escucharon su sentencia cabizbajas y en llanto. Entonces le tocó el turno a Francina, que se había mantenido en silencio durante la procesión y los sermones. Para sorpresa de todos, se levantó del banco y, con una energía insospechada, gritó superando la voz de Felip:
—Esto es una farsa, una crueldad contraria a las enseñanzas de Cristo, a quien invocáis.
—¡Hacedla callar! —ordenó el fiscal.
—Soy inocente, no tengo nada que ver con el diablo —continuó Francina al tiempo que los soldados se abalanzaban sobre ella—. Curo la peste porque sé más que los médicos…
—¡Ponedle el bozal! —gritó Felip.
Acallaron a Francina a golpes y, mientras le ponían un bozal a la fuerza, Anna gritó:
—¡Francina es inocente! —Se sentía llena de rabia y dolor—. ¡Esto es una farsa!
Joan se estremeció ante la audacia de su esposa, pero se unió a sus gritos:
—¡Francina, inocente!
De inmediato, el personal de la librería, vecinos y, para sorpresa de los libreros, una parte importante del público secundaron los gritos. Algunos, sin conocer a Francina, aprovechaban para clamar contra la Inquisición. La masa empezó a moverse de la misma manera en la que el viento agita la mies y tomó un aspecto amenazante.
—¡Hacedlos callar! —chilló Felip.
Y los soldados, lanza en ristre, hicieron retroceder a los de la primera fila, donde se encontraba el personal de la librería, mientras otros, armados con bastones y dispuestos a aporrear a los revoltosos, avanzaban hacia la gente.
—¡Callad ya! —ordenó Joan a los suyos. Quería evitar sangre inútil.
Los libreros obedecieron y los gritos se fueron apagando conforme los soldados, garrota en mano, se abrían paso hacia los que voceaban.
—¡Se condena a Francina Viladamor a ser quemada viva en la hoguera del Canyet por brujería! —sentenció Felip cuando se hizo el silencio—. Pero si suplica clemencia y se reconcilia con la fe cristiana, se le concederá, como a las demás, la caridad de ser estrangulada por el verdugo antes de que las llamas consuman su cuerpo.
Se oyeron algunos abucheos, aunque los espectadores, en su mayoría, se sentían satisfechos. Habría espectáculo. Joan miró a Francina. Estaba sentada entre dos soldados y tenía la boca cubierta con el bozal de cuero que la Inquisición usaba para los reos que, como ella, no se sometían.
—¡Fijaos! —exclamó Joan—. Se mantiene tan erguida como puede. Observad con qué desafío mira a sus verdugos.
—Me siento orgullosa de conocerla —dijo Anna con un sollozo.
Pronunciadas las sentencias, con toda solemnidad, Felip hizo entrega de las brujas al representante del gobernador. A partir de este momento serían las tropas reales las encargadas de la custodia de las mujeres y de su ejecución. Los inquisidores condenaban, pero no se manchaban las manos de sangre; ejecutar no era un trabajo propio de un religioso. La procesión, con el mismo orden anterior, salió de la plaza camino del patíbulo, solo que ahora los soldados que desfilaban al final cargaban leña para la hoguera. Seguirían el llamado
camino de la infamia
, que tomaba la calle Especiers, cruzaba bajo el arco de Santa Eulalia para salir a la plaza del Blat y la calle Boría, después seguía entre otras por Montcada, la plaza del Born y el Pla d’en Llull y abandonaba la ciudad por el Portal de Sant Daniel, que cruzaba las murallas, camino del Canyet.
El estandarte de la Inquisición abría el camino, los frailes portaban los grandes crucifijos y cantaban sus letanías mientras los inquisidores y las autoridades desfilaban satisfechos al paso lento y solemne que marcaban los tambores. Ahora, sin que los Serra y sus empleados pudieran hacer nada por evitarlo y ante la indiferencia de los soldados, las mujeres eran insultadas, zarandeadas, escupidas y recibían el impacto de todo tipo de porquerías que les arrojaban.
—¡Brujas! —gritaba el gentío—. ¡Traéis la peste! ¡Copuláis con el diablo!
El Canyet era un lugar de muerte y nadie llevaba la cuenta de cuántos habían sido ejecutados allí. Era una zona pantanosa, fétida, llena de cañaverales, cercana al mar. Con frecuencia, aquellas aguas estancadas despedían fumarolas y una neblina de olores putrefactos, de descomposición. En verano, los mosquitos plagaban el lugar y por las noches, entre fuegos fatuos, vagaban perros abandonados e incluso lobos en busca de cadáveres. Era el lugar adonde se arrojaban los cuerpos de los animales muertos y cualquier otro desperdicio que la ciudad quería mantener lejos de sus muros. En su parte central, en un lugar seco, se alzaba una cruz de piedra, llamada de la Llacuna, y allí era donde la Inquisición quemaba a sus víctimas.
Al lado de la cruz había una gradería de madera preparada y frente a ella una pila de maderos rodeada por varios postes. Allí se detuvo la procesión, los curiosos circundaron el lugar y los soldados descargaron la leña que portaban mientras los frailes continuaban con sus cánticos. Se bajó a la muerta de su silla y se la dejó junto a las otras brujas, que se derrumbaron agotadas, con excepción de Francina, aún amordazada, que se mantuvo de pie mirando a los espectadores. En primera fila se colocaron Anna, Joan y el resto del personal de la librería, que animaron a su amiga hasta que los soldados los obligaron a callar. Entonces se acercó el inquisidor Sotomayor junto a Felip para ofrecerles a las mujeres su última oportunidad de reconciliarse con la Iglesia, librándose así de morir en las llamas. Cuando le quitaron el bozal a Francina, dijo serena:
—Deseo confesarme para quedar en paz con el Señor. Pero nada quiero con el poder corrupto de la Inquisición.
—¡Te quemaremos viva! —la amenazó Felip.
—¡No me das miedo, fantoche! —repuso ella levantando la voz para que el público la oyera—. Solo temo a Dios.
—¡Que le pongan el bozal hasta que llegue el confesor! —ordenó Felip.
Francisco Pays de Sotomayor se dirigió a la multitud para informarlos de que dos de las brujas se arrepentían y serían perdonadas, pero que la tercera no.
Llegaron los confesores y el verdugo esperó a que cada una de las reconciliadas recibiera la bendición para estrangularla con una soga. Mientras, Pere Maull, el maestre de la cofradía de la Muerte, con quien Joan se había entrevistado a instancias del prior de Santa Anna, hablaba con fray Joan Enguera. Cuando Francina terminó de confesarse y volvieron a ponerle el bozal se acercó a ella y le musitó algo al oído. Francina miró a Anna, a Joan y al resto de sus amigos y afirmó varias veces con la cabeza. Era su forma de dar las gracias y despedirse. De inmediato, sin quitarle el bozal, la ataron a un poste. Entonces, uno de los cofrades de la Muerte la embadurnó, con una brocha, de una mezcla de brea y resina inflamable. Las llamas la quemarían antes, su agonía sería más corta; Joan le había prometido al maestre de la cofradía de la Muerte una buena suma a cambio del permiso del inquisidor. Era lo único que Anna y Joan podían hacer por ella.
Francina estuvo mirándoles, como si quisiera hablarles con los ojos, mientras las llamas prendían en la leña y buscaban su cuerpo cubierto de brea como los dedos brillantes de una mano gigantesca. Al poco, la mujer ardía como una antorcha retorciéndose entre las llamas con un gemido que su mordaza no pudo reprimir. Joan y Anna se estremecieron de horror y ella, con un sollozo, soltó la mano de su marido para cubrirse la cara con las suyas. No podía ver aquello.
—Muere por habernos salvado —murmuró angustiada. Las lágrimas y un nudo en la garganta le impidieron continuar.
Joan la cogió del hombro, pasándole el brazo por la espalda, para consolarla, aunque sentía la misma pena y dolor.
Después, cuando la hoguera alcanzaba su apogeo, los verdugos fueron lanzando desde la gradería los cuerpos, uno muerto desde hacía tiempo y los otros recientes, de las otras tres condenadas. Los impactos levantaban columnas de pavesas.
Los frailes siguieron cantando y, como de costumbre, aparecieron de entre la multitud penitentes que se azotaban las espaldas o que andaban de rodillas hasta el fuego y que gritaban sus pecados pidiendo perdón.
—¡Qué horrible y qué injusto! —dijo Joan, sobrecogido, cuando el poste que sujetaba el cuerpo de Francina se derrumbó sobre las brasas.
—Pero qué lección de valor y decencia —repuso Anna.
La tristeza por la trágica muerte de Francina flotó sobre la librería los días siguientes. Era como si aquel olor a carne humana quemada se mantuviera en el olfato de todos aquellos que habían presenciado la horrible escena. Anna, en especial, no podía superar la frustración que le producía pensar que alguien capaz de desafiar a la peste para ayudar a los demás, superando en conocimientos a los propios médicos, terminase de aquella forma tan horrible. Y que la causa de su muerte fuera precisamente su saber, su valor y su entrega.
—La Inquisición se ha incautado de todo lo que tenía, su casa, sus campos…, todo —lamentaba.
—Lo peor es que su saber murió con ella en la hoguera —dijo Joan—. ¿Cuánta gente se habría salvado de la próxima peste si hubiera compartido sus conocimientos?
—La Inquisición venderá los campos y la casa, se repartirá el dinero con el rey y quemará todo lo demás, libros incluidos —intervino Abdalá—. Con ello pretenden limpiar los restos de la herejía de Francina y sus supuestas artes diabólicas. Pero no será más que otro estúpido acto de ignorancia.