Tiempo de cenizas (80 page)

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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

BOOK: Tiempo de cenizas
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«¿Hombre libre yo? —anotó Joan en su libro aquella misma noche en el dormitorio de su casa—. ¡Cuánto me gustaría! Abdalá, el esclavo, sí que lo era.»

Felip regresó a sus antiguos hábitos, entre los que figuraba el acoso a la librería. Aunque ahora se le notaba aún más la rabia y el despecho. Entraba con malos modales, miraba de forma descarada a Anna y se movía por el local como si fuera su casa. En las primeras ocasiones no coincidió con Joan, que apretaba los puños airado cuando le informaban de sus visitas.

Cuando Felip entró aquella tarde a la librería y vio a Joan, vaciló un momento en el umbral y le hizo un gesto a uno de sus hombres para que le acompañara. Miró al librero de la cabeza a los pies y sin saludar empezó a remover distintos libros inspeccionándolos y dejándolos después en desorden.

—Este lugar huele a libros herejes —dijo.

Y continuó tomando libros de los estantes para dejarlos después en cualquier sitio. Iba hacia el salón. Joan le hizo una seña a Pedro, que se dirigió al guardaespaldas para mostrarle las coloridas páginas de un hermoso volumen miniado.

—¿Habíais visto antes algo tan bello? —le dijo enseñándole una imagen de la Creación pintada a doble página.

El hombre observó la obra admirado mientras Joan seguía a Felip al salón. El pelirrojo, confiado, cogió otro libro y después de hojearlo lo dejó en una mesa. Y cuando iba a tomar el siguiente se apercibió de la presencia de Joan, que le sonreía mostrándole los dientes. No le dio tiempo a reaccionar; sin mediar palabra, el librero se abalanzó sobre él y agarrándole del jubón con la mano derecha le empujó contra un estante de libros al tiempo que con su izquierda desenfundaba la daga y se la colocaba en el cuello.

—Como te vuelva a ver en mi librería, te degüello —le dijo arrastrando las palabras.

—¿Cómo te atreves a amenazarme? —repuso Felip entrecortado. Sentía el filo del arma pinchándole la garganta—. ¡Soy el fiscal de la Inquisición!

—¡Me es igual quién seas! Esta es mi casa y no volverás a entrar.

—¡Te denunciaré por amenazarme!

—Este es un asunto civil y no religioso. Necesitas testigos. ¿Los tienes? Solo te digo que si vuelves a entrar aquí, no saldrás con vida. No me importa lo que me ocurra después.

Se estuvieron retando con la mirada un largo rato y Joan sintió la satisfacción de ver el miedo en los oscuros ojos de su enemigo.

—Está bien —dijo al fin Felip—. No volveré a entrar en tu librería. En realidad no lo necesito, tengo quien lo haga por mí.

El pelirrojo apartó con la mano el filo del arma, aunque Joan la situó de nuevo en su garganta. A pesar de lo intimidante de la situación, Felip continuó en tono amenazante:

—Pero ten por seguro que seguirás siendo mi presa y tarde o temprano caerás en mi red. —Ahora era el fiscal quien sonreía siniestro—. Aunque no entre personalmente en tu librería, no te dejaré tranquilo. Buscaré el argumento preciso para poder acusarte al inquisidor; quién sabe, herejía, brujería, sodomía, bigamia…, cualquier motivo será bueno. Pero no ahora…, pasará tiempo. Cada noche, al acostarte, pensarás si vendré a buscarte a la mañana siguiente para llevarte al inquisidor. No tengo ninguna prisa, será lento pero seguro.

—Ah, ¿sí? —Joan apretaba los dientes. Sabía que su enemigo trataría por todos los medios de cumplir con su amenaza.

Volvió a presionar el filo de su daga contra el cuello del fiscal y su mano derecha soltó el jubón, del que le sujetaba, para de inmediato agarrarle los testículos retorciéndoselos con todas sus fuerzas. Felip soltó un aullido de dolor.

El soldado apartó la vista del libro e hizo ademán de ir hacia el salón.

—¿Qué ha sido eso?

—Nada, es una exclamación de sorpresa. En el salón tenemos libros maravillosos —le explicó Pedro dispuesto a detenerle por la fuerza si hacía falta.

—Ahora sí que tienes motivo para denunciarme al inquisidor —le dijo Joan a su enemigo cuando este recuperó el aliento—. Anda, ve a tu jefe y dile si te atreves que el librero te ha retorcido los huevos.

—Lamentarás el día en que me conociste.

—Hace mucho que lo lamento —repuso Joan—. Ahora te toca a ti lamentar haberme conocido a mí.

Al poco salía Felip, pálido, y su guarda quiso saber el motivo del grito.

—No era nada —dijo.

El fiscal de la Inquisición no iba a contar aquello; no quería ser el hazmerreír de la tropa y sabía que fray Joan Enguera no le apreciaba tanto como el inquisidor Sotomayor, que continuaba en Castilla. Decidió callar de momento, pero nunca se olvidaría de aquello. Se apresuró a salir a la calle. Desde allí se giró e, irguiendo su corpachón, le dijo a Joan, que le había seguido hasta la puerta de la librería:

—Juro que te acordarás de mí.

QUINTA PARTE
123

—No imprimiremos ese panfleto —dijo Joan después de revisar el documento.

Enfrente tenía a Ramón, que, con dieciocho años, ya era oficial impresor. Había heredado el cabello azabache de su madre y, a veces, como en aquel momento, le lanzaba a Joan aquella mirada acusadora con sus oscuros ojos que a él le recordaba al primer esposo de Anna, Ricardo Lucca. Junto a él estaba Tomás, de dieciséis años, que pronto presentaría su obra maestra a la cofradía y sería oficial encuadernador. Tenía los ojos color miel clara de su abuelo, el cabello castaño de Joan y era tan alto como su hermano y su padre.

—¿Por qué? —quiso saber Ramón.

—¿Cómo me preguntas eso? —se enfadó Joan—. Ese panfleto critica la venta de bulas, que perdonan pecados y eximen de obligaciones cristianas a cambio de dinero, por parte de la Iglesia de Roma. Y también el despilfarro del nuevo papa, León X, y la tiranía de la Inquisición. ¿Te parece poco?

—Pero es la verdad —replicó Ramón—. Y la gente debe saberlo. Si hemos traducido y publicado en secreto libros como el
Discurso sobre la dignidad del hombre
de Pico della Mirandola, el
Manual del caballero cristiano
de Erasmo de Rotterdam y un montón de biblias en lengua vulgar, ¿por qué no íbamos a hacer lo mismo con esas verdades?

Joan los miró incrédulo. Anna y él los habían educado en el amor a los libros y a la libertad y en el odio a la Inquisición. Y los chicos habían sido partícipes entusiastas de la impresión y encuadernación secretas de aquellas obras. Pero le asombraba su imprudencia.

Se encontraban en abril de 1514, habían transcurrido ya diez años desde el regreso de los Serra a Barcelona y nueve desde la trágica muerte de Abdalá, y tal como habían hecho en Roma, aunque de forma mucho más discreta, imprimían libros sin la autorización de la Inquisición, en la que los Reyes Católicos habían delegado la censura previa según su edicto del 8 de julio de 1502.

Imprimir en secreto era relativamente fácil si la producción era espaciada y se contaba con un grupo reducido de personas de toda confianza. Joan lo tenía en sus hijos y algunos de sus operarios que con el tiempo habían demostrado sus firmes convicciones y fidelidad. Entre ellos destacaba Lluís, el viejo amigo de Joan de sus tiempos de aprendiz con los Corró, que había dejado su trabajo con sus parientes para unirse al negocio como maestro encuadernador. Cuando María y su esposo Pedro Juglar partieron con sus hijos para fundar su librería en Valencia, Lluís tomó también la responsabilidad sobre la imprenta. En el sótano escondían una segunda imprenta y unos tipos de letra distintos de los que se usaban en la imprenta legal. Nadie desde el exterior podía controlar el papel, pergamino y cuero que entraba en la librería en relación con la salida de libros legales, pues la mayor parte de los libros que se encuadernaban eran en blanco, para escribir en ellos. Lo difícil y peligroso era la distribución, ya que aquellos libros no se podían vender en el establecimiento, ni siquiera a los clientes habituales, aunque fueran de toda confianza. Joan, junto con Bartomeu y otros tratantes asociados, había diseñado un sistema por el que los libros prohibidos se depositaban en un lugar acordado y el dinero en otro, y ambos se recogían sin que los responsables se vieran. Así, y a través de vendedores ambulantes, que en general distribuían obras legales, hacían llegar las biblias en catalán y castellano, u otros textos prohibidos, a los compradores que los solicitaban.

—Ya sois mayores y debéis usar más el seso. Una cosa es fabricar libros sin autorización o incluso prohibidos y otra es imprimir un libelo contra la Iglesia y la Inquisición. ¿Es que no entendéis que es un pasaporte directo a la cárcel y a la hoguera?

—No pasará nada —insistió Tomás—. Hagamos como de costumbre y nadie se enterará.

—No, hijo. Ya es demasiado el riesgo que corremos —le cortó Joan—. Los tiempos han cambiado. Felip Girgós está esperando que demos un paso en falso para caer sobre nosotros. Hasta el año pasado pudimos actuar con una cierta libertad, pues Joan Enguera, el amigo del abad de Santa Anna, era el inquisidor general de los reinos de Aragón y frenaba al fiscal. Pero con ambos muertos, hemos perdido esa protección y estamos en peligro.

»Hasta que la situación no cambie cancelaré las impresiones prohibidas en Barcelona. Las continuarán vuestros tíos y primos desde otras ciudades más seguras. Y desde luego, nada de libelos.

—La Inquisición os está venciendo, padre —le espetó Ramón—. Siempre nos dijisteis que su gran arma es el temor.

Joan acusó un golpe tan directo, en especial frente a Tomás. Tragó saliva, quizá fuera cierto.

—No confundáis el valor con la imprudencia —respondió—. El fuego de la Inquisición es de verdad, quema como el del hogar. Probad a tocarlo. Ese fuego consumió a mis patronos, los libreros Corró, por mucho menos que esto.

—Alguien tiene que hacer algo para cambiar las cosas —alegó Tomás—. Lo contrario es resignarse a vivir atemorizados bajo la sombra de los inquisidores.

—He dicho que no haremos esos panfletos —cortó Joan enérgico—. Se cancela cualquier impresión clandestina hasta nueva orden.

Los chicos le miraron disgustados y se retiraron murmurando.

Joan se quedó pensativo. No era la primera vez que mantenían una discusión semejante; no lograba que los muchachos compartieran sus temores y sentía que le miraban con desdén. Se preguntaba si realmente sentía miedo, si este desprendía tufo, y si ellos lo olían y le detestaban por ello.

—Son jóvenes y la sangre les hierve con las injusticias —comentó Anna después de que Joan le contara lo ocurrido—. Igual que a vos a su edad.

Le miraba con aquellos ojos suyos que continuaban intensos y dulces para él a pesar del transcurso de los años. Joan había cumplido en enero los cuarenta y dos, y ella lo haría en pocos meses. Su cabello azabache mostraba alguna cana que ella teñía coqueta, y él se dijo que su esposa conservaba el estilo de gran dama adquirido en Italia aun manteniendo aquella gracia que le había cautivado al conocerla, treinta años antes, atendiendo la mesa en la calle Argentería donde su padre vendía joyas. Sus labios se abrieron en una de aquellas sonrisas que mostraban sus graciosos hoyuelos y una dentadura que conservaba intacta y blanca.

—Yo cometí muchas equivocaciones, Anna —dijo él—. Y quiero evitar que sufran las consecuencias de sus impulsos.

Anna observó a su esposo antes de responder. Joan mantenía su apostura y su mirada felina de ojos castaños. Con el tiempo, el aspecto de león que le confería su nariz fuerte y algo aplastada, su frente ancha de cejas poderosas y su media melena había aumentado al dejarse una barba que siempre mantenía bien cuidada, según la moda italiana. Se dijo que su esposo había cumplido su promesa de cuidar y querer a Ramón, el hijo de su primer marido, al que trataba con el mismo cariño que a sus tres hijos en común que habían sobrevivido. El mayor de ellos, Tomás, se parecía mucho a Joan, en especial en su mirada; le seguían Eulalia, una niña de ocho años, y Gaspar, de siete. Además de la pobrecita Caterina habían tenido dos hijos más, que, como ella, habían muerto a causa de las pestes y enfermedades infantiles.

A pesar de su terquedad y su naturaleza impulsiva, moderada con los años, Joan era un buen padre y un buen marido, y siempre se habían mantenido unidos, fuera de sus discusiones sobre don Michelotto y del terrible tiempo vivido en Roma por culpa de Juan Borgia, que hizo que ella se encerrara en sí misma distanciándose de él.

—Quizá también ellos deban cometer sus propias equivocaciones —dijo ella pensativa—. Forma parte del crecimiento y del aprendizaje.

—Sí, pero no en algo tan serio como esto —replicó Joan—. No puedo permitir que su ardor juvenil los exponga, a ellos y al resto de la familia, a semejante peligro. Estamos hablando de la Inquisición, no de hacer una pirueta y caerse del caballo. Además, bien sabéis que, con el nuevo inquisidor, Felip ha ganado mucho poder y vuelve a insolentarse en la calle. Es más peligroso que nunca.

—Hablaré con ellos. —Anna sonreía sin que pareciera inquietarle el asunto—. No os preocupéis. Entrarán en razón.

124

Aquel domingo, cuando la familia Serra acudía a la misa de la hora tercia en Santa Anna con varios de sus empleados, vieron que la gente se apiñaba frente a algo clavado en el portalón que daba acceso a la plazoleta interior del recinto monacal. Joan sorprendió una mirada extraña entre sus hijos y se acercó a ver qué era. Se trataba de un cartel impreso del tamaño de dos hojas, y Joan reconoció de inmediato los tipos: eran los de su imprenta clandestina, aquellos que cuando no usaba mantenía en una caja enterrada bajo el suelo del sótano. Sintió que sus piernas flojeaban. El texto era una proclama contra la Inquisición y el papa cuidadosamente razonada y escrita por alguien que sabía más que sus hijos. La gente comentaba en voz alta y alguien gritó un «muera la Inquisición» y muchos le corearon; la mayor parte de la ciudadanía, incluidos los órganos de gobierno de la ciudad y del principado, continuaban odiando al Santo Oficio. Joan agarró del brazo a Ramón para llevarlo a un lugar discreto.

—¿Habéis colgado vosotros esos carteles? —le interrogó.

El muchacho afirmó con la cabeza.

—La noche pasada, nadie nos vio.

—¿En cuántas iglesias?

—En todas —repuso Tomás, que los había seguido.

—Pero ¿es que estáis locos? —inquirió Joan—. Aún no sabéis a lo que nos enfrentamos.

—Alguien debe hacerlo, padre —afirmó Ramón con mirada acusadora—. Si vos no os atrevéis, lo haremos nosotros.

Joan le propinó un sonoro bofetón.

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