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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Tiempo de odio (2 page)

BOOK: Tiempo de odio
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Se contaron aún unos cuantos rumores todavía más terribles y de peor agüero. He aquí que en algunas aldeas de los alrededores de Aldersberg las vacas de ordeño comenzaron de pronto a chorrear sangre de las ubres y a la aurora se había visto en la niebla a la Doncella del Pantano, mensajera de terribles tragedias. En Brugge, cerca del bosque de Brokilón, el reino prohibido de las dríadas del bosque, había aparecido la Persecución Salvaje, el cortejo de espectros que galopa por los cielos, y la Persecución Salvaje, como todo el mundo sabía, siempre anunciaba guerras. Y desde el cabo de Bremervoord se había visto un barco espectral, y en su cubierta un fantasma, un caballero negro con un casco adornado con las alas de un ave de presa...

El mensajero no escuchó más, estaba demasiado cansado. Se fue al dormitorio comunal, se derrumbó sobre el camastro y se durmió como un tronco.

Se levantó al alba. Cuando salió al patio se asombró un tanto: no era el primero en prepararse para el camino y esto sucedía muy raras veces. Junto al pozo había un semental moro ensillado y al lado, junto al dornajo, se lavaba las manos una mujer vestida de hombre. Al escuchar los pasos de Aplegatt, la mujer se dio la vuelta, con las manos mojadas se recogió y echó hacia atrás los abundantes cabellos negros. El mensajero hizo una reverencia. La mujer inclinó levemente la cabeza.

Al entrar en el establo casi se chocó contra otro pájaro mañanero, una joven muchacha con una boina de terciopelo que precisamente estaba sacando al patio a una yegua pinta. La muchacha se limpió el rostro y bostezó, mientras se apoyaba en el costado de su montura.

—Ay, ay —murmuró al pasar al lado del mensajero—. Creo que me voy a dormir en el caballo... Estoy que me duermo... Aaaah...

—El frío te refrescará cuando ensilles tu yegua —dijo con voz amable Aplegatt al tiempo que tomaba la montura que estaba sobre una viga—. Buen viaje, señorita.

La muchacha se dio la vuelta y le miró, como si solamente ahora se hubiera dado cuenta de su presencia. Tenía los ojos grandes y verdes como esmeraldas. Aplegatt puso el telliz sobre su caballo.

—Os deseé buen viaje —repitió. Por lo general no era efusivo ni parlanchín, pero ahora sentía la necesidad de hablar con el prójimo, incluso si este prójimo no era más que una mocosa adormilada común y corriente. Puede que esto lo causaran los largos días de soledad en el camino o puede que fuera el que la mocosa le recordaba a su hija mediana.

—Que os protejan los dioses —añadió— de accidentes y malaventuras. Sólo dos sois y a esto hembras... Y los tiempos no son buenos hoy día. Por caminos y senderos acecha el peligro...

La muchacha abrió mucho sus ojos verdes. El mensajero sintió frío en la espalda, le atravesó un temblor.

—El peligro... —habló de pronto la muchacha con una voz extraña, distinta—. El peligro es silencioso. No lo escuchas cuando vuela con sus plumas grises. Tuve un sueño. Arena... la arena estaba más caliente que el sol...

—¿Qué? —Aplegatt se quedó quieto con la silla apoyada en la barriga—. ¿Qué dices, señorita? ¿Qué arena?

La muchacha se agitó con fuerza, se limpió el rostro con mano. La yegua pinta movió la testa.

—¡Ciri! —gritó la mujer morena desde el corral, mientras colocaba la cincha y las albardas del semental moro—. ¡Date prisa!

La muchacha bostezó, miró a Aplegatt, parpadeó, dando la impresión de estar sorprendida de su presencia en el establo. El mensajero guardó silencio.

—Ciri —repitió la mujer—. ¿Te has quedado dormida?

—¡Ya voy, doña Yennefer!

Cuando Aplegatt le puso la montura por fin al caballo y lo sacó al patio, ya no quedaban huellas ni de la mujer ni de la muchacha. Un gallo cantó larga y roncamente, comenzó a ladrar un perro, entre los árboles se escuchó al cuco. El mensajero se encaramó a la silla. Recordó de pronto los ojos verdes de la adormilada muchacha, sus extrañas palabras. ¿Peligro silencioso? ¿Plumas grises? ¿Arena caliente? Igual la muchacha no estaba del todo en su juicio, pensó. Muchas de éstas se ven ahora, mozas chifladas, maltratadas durante la guerra por desertores u otros merodeadores... Sí, seguro que chiflada. O puede que sólo la hubieran despertado, arrancado del sueño, aún no estuviera despierta del todo. Raro, cuan horrible habla a veces la gente si a la amanecida aún se columpia entre el sueño y la vela...

Otra vez le recorrió un escalofrío y entre las paletillas se hizo presente un dolor. Se masajeó la espalda con el puño.

En cuanto que se encontró en la ruta de Maribor, le apretó al caballo con los talones en la barriga y pasó al galope. El tiempo apremiaba.

 

En Maribor el mensajero no descansó mucho tiempo. No había pasado un día y el viento le silbaba de nuevo en los oídos. Un nuevo caballo, un potranco rucio de los establos de Maribor galopaba deprisa, alzando el cuello y agitando la cola. Dejaban a un lado los sauces del camino. El puño de Aplegatt apretaba el saquete con el correo diplomático. El culo dolía.

—¡Lagarto, lagarto, así te rompas el pescuezo, apestoso vagamundos! —le gritó a sus espaldas un carretero que tiraba de las riendas de sus animales, alterados al pasar a su lado el rucio a todo galope—. ¡Vedlo cómo corre, como si la muerte le fuera pisando los talones! ¡Pues galopea, galopea, desatinado, que de la parca no te escapas!

Aplegatt se limpió el ojo, que estaba lloroso a causa de la velocidad.

El día anterior le había transmitido al rey Foltest la carta y luego recitó el mensaje secreto del rey Demawend.

—Demawend a Foltest. En Dol Angra todo está preparado. Los disfrazados esperan órdenes. Fecha prevista: la segunda luna de julio después de la luna nueva. Los barcos tendrán que tomar tierra en aquella orilla dos días después.

Sobre el camino volaba una bandada de cuervos, graznando generosamente. Volaban hacia el este, en dirección a Mahakam y Dol Angra, en dirección a Vengerberg. Mientras cabalgaba, el mensajero repetía en su memoria las palabras del mensaje secreto que enviaba, por intermedio suyo, el rey de Temería al rey de Aedirn.

Foltest a Demawend. Primero: detengamos la acción. Los Listillos han organizado un congreso, van a encontrarse y a debatir en la isla de Thanedd. Este congreso puede cambiar mucho. Segundo: la búsqueda de la Leoncilla puede finalizar. Se ha confirmado que la Leoncilla está muerta.

Aplegatt azuzó al rucio con los talones. El tiempo apremiaba.

 

La angosta trocha del bosque estaba atascada de carros. Aplegatt redujo el paso, se acercó al trote hasta el último vehículo de la larga columna. Inmediatamente se dio cuenta de que no iba a poder atravesar el obstáculo. No era posible volver, sería una pérdida de tiempo excesiva. Sumergirse en la espesura pantanosa con objeto de rodear el atasco tampoco le apetecía mucho, y cuanto más que estaba anocheciendo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó a los carreteros del último vehículo, dos viejecillos de los cuales uno parecía dormitar y el otro parecía estar muerto—. ¿Un ataque? ¿Los Ardillas? ¡Hablad! Tengo prisa...

Antes de que ninguno de los viejecillos acertara a responder, se escucharon unos gritos que provenían de la cabeza de la columna que se hallaba oculta por los árboles del bosque. Los carreteros se apresuraron a saltar al carro, azuzaron a los caballos, acompañando esto de escogidas blasfemias. La caravana se movió pesadamente del sitio. El viejecillo dormido se animó, se tocó la barba, chasqueó la lengua en dirección a las mulas y les dio de palos en las ancas. El viejecillo que parecía estar muerto revivió, se quitó las pajas del sombrero de los ojos y miró a Aplegatt.

—Mirailo —dijo—. Tiene prisa. Eh, hijo, suerte tienes. A tiempo te has allegado acá.

—Pues sí. —El segundo viejecillo se tocó la barba y espoleó las mulas—. A tiempo. Si te hubieras allegado acá a la media mañana, habrías estado parado con nosotros, esperando campo libre. Todos habernos prisa, pero tocó esperar. ¿Cómo íbamos a seguir, si la trocha está cerrada?

—¿La trocha cerrada? ¿Y a cuento de qué?

—Un terrible comegentes apareció por acá, hijo. Se le echó por cima a un caballero, el cual sin más acompañamiento que un paje por este camino iba. A lo que parece, el monstruo le arrancó la testa al caballero junto con el yelmo, al caballo le sacó las morcillas. El paje acertó a escapar, disparatando que había un horror, que el camino estaba colorado de tantas tripas...

—¿Y qué monstrum era? —pregunto Aplegatt, reteniendo al caballo para poder continuar la conversación con los conductores del rechinante carro—. ¿Un dragón?

—Quita, quita, un dragón no —dijo el otro viejecillo, el del sombrero de paja—. Dicen que mandigora o algo así. El paje habló que era bestia de vuelo, enorme de grande. ¡Y sañuda! Pensaron que se comería al caballero y echaría a volar, ¡pero quiá! Otra vez se sentó al camino, la muy puta, y está allá, silba, saca los dientes... Va, y atrancó la senda como un corcho una botella, puesto que todo el que se arrimaba allá y vía al monstruo, dejaba el carro y echaba a correr de vuelta. Se juntaron así carros como para media milla, pues alrededor, como tú mismo ves, monte y pantano, ni se puede rodear, ni se puede volver. Estuvieron entonces...

—¡Tantos hombres! —resopló el mensajero—. ¡Y se quedaron quietos como momios! Se tendría que haber tirado de hacha o de pica y echar a la bestia del camino o matarla.

—Pues sí, alguno lo probó —dijo el vejete que conducía, azuzando a la mula porque la columna se movía más deprisa—. Tres enanos de la guardia de los mercaderes y con ellos tres recién casados, que andaban a Carreras, a la fortaleza, a servir. La bestia les dio buena leña a los enanos y los recién casados...

—... salieron pitando —terminó el otro vejete, después de lo cual escupió abundantemente y bien lejos, acertando en el espacio libre entre las ancas de los mulos—. Salieron pitando en no más vieron la mencionada mandigora. A lo visto uno hasta se cagó en los calzones. ¡Oh, mira, mira, hijo, ahí está! ¡Ahí!

—Pero, ¿qué me queréis? —se enfadó Aplegatt ligeramente—. ¿A un cagón me queréis mostrar? No me interesa...

—¡No, hombre! ¡El monstruo! ¡El monstruo muerto! ¡Los soldados lo están arremetiendo al carro! ¿No lo veis?

Aplegatt se puso de pie sobre los estribos. Pese a la oscuridad que sobrevenía y a la multitud de curiosos, distinguió un cuerpo leonado que era alzado en aquel momento por los soldados. Las alas de murciélago y la cola de escorpión del monstruo se arrastraban impotentes por el suelo. Gritándose a coro, los guerreros alzaron más el cadáver y lo echaron en un carro. Los caballos que estaban atados al carro, nerviosos al parecer por el olor de la sangre y por el cadáver, relincharon, tiraron del timón.

—¡No os quedéis quietos! —gritó a los viejos el decurión que comandaba a los soldados—. ¡Seguid avanzando! ¡No cerréis el paso!

El abuelete espoleó las mulas, el carro saltó sobre las rodadas. Aplegatt clavó los talones en el caballo, se equilibró.

—A la visto los soldados se cargaron la bestia.

—Pero qué decís —negó el viejecillo—. Los soldados, na más allegarse acá, pusieron mala cara y faltaron a la gente. Y tú de pie y tú siéntate y tú tal y tú cual. Prisa de echarse al monstruo no tenían. Mandaron a por un brujo.

—¿A por un brujo?

—Asimismo —le aseguró el otro viejecillo—. A no sé quién se le vino a la memoria que había visto un brujo en el pueblo, así que mandaron por él. Y se allegó acá por detrás de nosotros. Los pelos tenía blancos, la jeta sombría y una espada afilada a la espalda. No había pasado ni una hora y uno de delante chilló que ya se iba a poder seguir jornada pues el brujo había despachado a la bestia. Así que por fin nos meneamos y justo entonces te presentaste tú, hijo.

—Ja —dijo Aplegatt, pensativo—. Tantos años ha que corro los caminos y todavía no me había tropezado con un brujo. ¿Alguno vio cómo se las apañó con el monstruo?

—¡Yo lo vi! —gritó un muchacho de desgreñada cabellera, viniendo al trote por el otro lado del carro. Iba montado a pelo, conduciendo un penco delgado y manchado con ayuda de una brida—. ¡Lo vi todo! ¡Pues allá andaba yo, junto a los soldados, alantito del todo!

—Mirailo al mocoso —dijo con sorna el vejete—. Todavía tiene calostros en las narices y se hace el listo. ¿Y una zurra no querrás?

—Dejarlo en paz, tío —intercedió Aplegatt—. En cuanto que os deje, allá que me voy para Carreras, y antes gustaría de saber lo que fue del brujo. Habla, rapaz.

—Pues fue así —comenzó el muchacho con rapidez, poniéndose al paso del tiro—, que se allegó el tal brujo al comandante de los soldados. Dijo que Gerant era su nombre. El comandante fue y le contestó que se llamara como se llamara, que lo mejor era ponerse al tajo. Y le señaló a donde andaba el monstruo. El brujo se allegó más, miró al bicho. Hasta el engendro había media legua, o y puede que más, pero él sólo que miró de lejos y al punto dice que es una mantícora más grande de lo acostumbrado y que la mata si le pagan doscientas coronas.

—¿Doscientas coronas? —silbó el otro viejecillo—. ¿Es que se agelipolló por completo?

—Lo mismo dijo el señor comandante, salvo que un tanto más feamente.

Y el brujo a esto, que tanto habrá de costar y que a él le da igual, así se quede el monstruo en el camino hasta el día del juicio. Y el comandante a esto que tanta tela no paga, que mejor se aguanta y espera hasta que el bicho de por sí se vaya. Y el brujo le contesta que el bicho no se va puesto que tiene hambre y está rabioso. Y si se fuera, pues pronto volvería, pues éstos son sus tero... terote... teritor...

—¡Jodio mocoso, no farfulles! —se enfadó el viejecillo irónico, intentando sin éxito visible limpiarse las narices con los dedos entre los que, al mismo tiempo, sujetaba las riendas—. ¡Pos venga, di cómo fue!

—¡Pues si ya hablo! Dijo así el brujo: si no se va el monstruo, entonces se pasará toda la noche comiéndose al caballero muerto, poquino a poquino, pues un caballero dentro de su armadura es difícil de sacar de dentro della. A esto que se vinieron los mercaderes y venga a porfiar de convencer al brujo, por unas u otras, de que harían una colecta y le darían cien coronas.

Y el brujo que aquesta bestia nómbrase mantícora y es muy periculosa, por lo que las cien coronas se las pueden meter por el culo, que él no se va a jugar el pescuezo. Y a esto el comandante que se botó y dijo que aquélla era la tarea de los brujos y de los perros, el jugarse el pescuezo, lo mismo que la del culo es cagar. Y los mercaderes, a lo visto medrosos de que el brujo se enojara y pusiera pies en polvorosa, pues accedieron a las ciento cincuenta.

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