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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (49 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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—Yo te quiero.

—Luke, por favor...

—No hace falta que ta... también lo digas.

—El último que me lo dijo me abandonó por una niñata belga.

—Yo no conozco a ninguna.

Helen estuvo a punto de reírse.

—De todos modos, te aviso que voy a estar unas semanas casi sin subir. Mi pa... padre quiere que lo ayude en cuanto empiecen a parir las vacas.

—Ya me lo ha contado.

—¿Has hablado con él? ¿Y qué te ha dicho?

Helen se encogió de hombros.

—Nada más.

El lobo yacía en una estrecha quebrada, atrapado entre dos rocas como una rama arrancada por la corriente. Tenía el hocico sobre las patas, como a punto de dar un salto, y los ojos abiertos, de un amarillo mate, mortecino. Cubría el pelaje una fina capa de espuma. Resultaba difícil calcular el tiempo que llevaba muerto.

Poco después del alba, Helen y Luke habían captado una señal distinta al pitido intermitente al que estaban acostumbrados. Se trataba de una larga nota sin variaciones, señal de que había ocurrido algo.

—No tiene por qué estar muerto —había dicho ella al cargar los esquís y el resto del equipo en la motonieve—. A lo mejor el collar se ha soltado solo. A veces pasa.

Pero ella misma lo dudaba. Enfilaron por el camino paralelo al arroyo, y a medida que recorrían el tramo accesible a la motonieve la señal fue creciendo en intensidad. Casi no hablaron, conscientes de que iban a pasar un mes o más sin salir a rastrear juntos. Cuando se hizo imposible seguir con la motonieve, se pusieron los esquís y empezaron a esquivar árboles y rocas. Había huellas recientes de lobo, pero ninguna otra señal. La manada había seguido adelante. Quizá hubiera venido a presentar sus últimos respetos.

El cadáver estaba tan rígido que les llevó bastante tiempo desencajarlo de las rocas sin empeorar su condición. Después lo tendieron al lado del arroyo.

—Mira la pata y verás de qué ha muerto —dijo Helen.

Se agacharon a examinarlo. La pata estaba completamente despellejada, y la hinchazón había multiplicado por tres su tamaño normal, visible en la de al lado. Un corte profundo la circundaba.

—¡Pobre! ¿Qué te ha pasado? Parece como si hubiera caído en un cepo.

—O una trampa de alambre, como
Buzz
—dijo Luke—. Es la misma pata.

Helen retiró el collar e interrumpió la señal.

—Sólo quedan siete —dijo, levantándose y suspirando.

—Dudo que aún haya ta... tantos.

Ella lo miró.

—¿Qué quieres decir?

—¿Te acuerdas de que Dan y yo sólo vimos cinco de... desde la avioneta, y que dijo que los demás debían de estar en el bosque? Pu... pues desde que empezó el juicio llevo unos días con la sensación de que no quedan más. Más bien puede que haya menos. Ya sé que muchas veces pisan las huellas del que va delante, pe... pero cuando se separan, tengo la impresión de que sólo son tres o cuatro. Además, los he oído aullar y me ha parecido un ruido diferente, co... como más flojo.

Llevaron el lobo a la cabaña, cargado en la parte trasera de la motonieve. Helen llamó a Dan, que le prometió enviar a Donna a recogerlo sin dilación. Añadió que haría que Bill Rimmer echara un vistazo al cadáver, y que después lo enviaría a Ashland para que elaborasen un informe completo de la autopsia. Ella le dijo que la herida parecía deberse a una trampa de alambre.

—Según Luke hay alguien que está intentando cargárselos.

—Los cazadores furtivos ponen trampas para toda clase de animales. La mejor manera de matar lobos sigue siendo el veneno.

—Con la única pega de que deja una ristra de animales muertos, y de que todo el mundo se entera de lo que estás haciendo.

—Con las trampas también. Para mí que son imaginaciones del chico.

Helen contó a Dan lo que le había dicho Luke, que nunca se veían más de cuatro o cinco huellas diferentes. Dan adoptó un tono más severo.

—Mira, Helen, no quiero parecer ingrato, pero la bióloga eres tú. Te pagamos a ti, no a Luke.

Hasta entonces, ella había sido lo bastante tonta para no sospechar que Dan pudiera estar celoso. Ya no podía contar con él. En adelante, su único aliado sería Luke.

Capítulo 31

De pequeña, Kathy siempre había tenido predilección por la época en que parían las vacas, la más divertida del año. Se despertaba con Lane en plena noche y oía ruido en el piso de abajo. Era su padre, reunido con sus ayudantes en la cocina, donde rnataban el tiempo riendo, cocinando y descansando, mientras las vacas mugían en los corrales. Las dos niñas solían asomarse de puntillas a las ventanas de su habitación para ver trabajar a los hombres a la luz de las lámparas de arco, extrayendo terneros ensangrentados y resbaladizos del seno materno, y riendo a carcajadas cuando las recién nacidas criaturas trataban de sostenerse en sus piernas quebradizas.

Cuando Kathy y Lane alcanzaron cierta edad su padre empezó a dejar que le echaran una mano, aunque tuvieran que levantarse pronto para ir al colegio y aunque su madre se lo hubiera prohibido. Iba a buscarlas cuando Eleanor estaba durmiendo, y bajaban de puntillas por la escalera.

Kathy recordaba una ocasión en que ambas habían llorado por un ternero que había nacido muerto. Su padre les había dicho que no fueran tontas, que eso era lo que hacía Dios con los que eran demasiado débiles para vivir.

La madre de Kathy tenía en la cocina una maceta con bulbos de azafrán. Las niñas le habían arrancado todas las flores y habían ido al vertedero con uno de los ayudantes de su padre. Reunidos los tres junto al pobre ternero muerto, primero habían rezado y después lo habían cubierto de flores. A la mañana siguiente, su madre había montado en cólera por el estado de la planta.

Sin embargo, desde que vivía en la casa roja, Kathy odiaba la época de los partos. El motivo era que Clyde se pasaba más de un mes durmiendo en casa de sus suegros, colaborando con los hombres de Buck. Kathy sólo lo veía cuando iba a ayudar a su madre a preparar la comida para todo el grupo, o cuando Clyde pasaba por casa a cambiarse; y aun en esas ocasiones estaba demasiado fatigado para prestar atención a nadie (si bien solía esperar que Kathy se fuera con él a la cama a la menor insinuación, aunque no estuviera ni remotamente de humor para ello).

Hacía poco más de una semana que las vacas habían empezado a parir, pero Kathy ya sufría de aburrimiento y soledad, sobre todo las largas tardes en que no había nada en la tele; de ahí que cada vez que viera luz encendida en la caravana del lobero inventara una excusa para ir a verlo.

A veces le devolvía la ropa que había insistido en lavarle. Otras le llevaba restos de comida, sopa o galletas hechas en casa. Cuando el bebé estaba despierto y no lloraba, Kathy se lo llevaba a la caravana a sabiendas de que el viejo disfrutaba con su presencia.

Por supuesto que Lovelace no era un modelo de anfitriones. Durante la primera visita de Kathy ni siquiera la invitó a pasar, y cuando lo hizo, la caravana olía peor que una pocilga. Kathy, sin embargo, no tardó en acostumbrarse a ello, satisfecha con tener un compañero de tertulia. Además, los modales bruscos del viejo no impedían que le resultara simpático. Quizá fuera pura lástima. En todo caso, Kathy se daba cuenta de haber caído en gracia.

Lovelace se había pasado dos días en el bosque. Una vez enterada de su regreso, Kathy le concedió algo de tiempo para ponerse cómodo y, finalizada la breve tregua, le llevó un tazón de caldo. Él se lo acabó en dos minutos exactos, antes de rebañar un trozo de pan que también le había llevado ella.

Estaba sentada en un taburete, con el pequeño Buck encima de las rodillas. La estrecha mesa de la caravana tenía manchas cuya procedencia no osaba siquiera adivinar. El viejo comía con voracidad, hasta el punto de parecer él mismo un lobo, según pensó Kathy. La luz de la lámpara exageraba lo rudo de su rostro castigado. El pequeño Buck no abría la boca. Sus ojos, asomados al borde de la mesa, seguían todos los movimientos del lobero.

—Muy bueno.

—¿Quiere repetir? Hay de sobra.

—No, señora, ya estoy lleno.

Lovelace se sirvió un poco de café sin tomarse la molestia de ofrecérselo a Kathy, que nunca quería por asco a las tazas. Guardaron silencio. El viejo se puso tres cucharadas de azúcar, como siempre sin quitar ojo al bebé.

No era fácil juzgar si estaba de humor para charlas. A veces casi no decía nada, y Kathy acababa hablando sola. Había tardado poco en darse cuenta de qué temas convenía evitar. En cierta ocasión había cometido el error de preguntarle por su mujer, y Lovelace se había cerrado en banda. Lo mismo había sucedido al preguntarle cuántos lobos había cazado.

En contraste con esos momentos, Lovelace era capaz de la más incontenible verborrea. Era como destapar un tonel y dejar salir el líquido a chorros, sobre todo cuando la conversación versaba sobre su padre. Aficionada desde siempre a oír hablar del pasado, ella se imaginaba a Joshua Lovelace como el viejo cazador de osos de Las aventuras de Jeremiah Johnson. Habitualmente bastaba con un pequeño acicate para que Lovelace hijo se pusiera a hablar. Kathy lo intentó una vez más.

—Un día me habló usted de un invento de su padre.

—¿El aro?

—Exacto. ¿De qué se trata exactamente?

Él siguió removiendo el café.

—¿Quiere verlo? —dijo.

—¿Aún lo tiene? ¿En serio?

—Sí, y a veces hasta lo uso.

Se acercó a un armario y tuvo que ponerse de rodillas para llegar al fondo. Después de hurgar un poco sacó un rollo de alambre que llevaba colgados varios conos finos de metal. Volvió a la mesa y dejó el artefacto delante de Kathy, pasando a desatar las dos cintas de cuero con que estaba sujeto. A continuación desenrolló un par de metros de alambre. El bebé estiró el brazo para tocar uno de los conos de metal.

—No, cariño —dijo Kathy—, no toques nada.

—Bien dicho. Nada de tocar. Puede que parezca un juguete, pero no lo es. Voy a enseñárselo.

Cogió un trozo de pan que se había quedado encima de la mesa y lo ensartó cuidadosamente en la punta de un cono.

—Mi padre decía que lo que va mejor es el pollo, y siempre que tengo lo uso, pero sirve cualquier carne. Imagínese que este trozo de pan es un trozo de carne. Hay que poner el alambre en torno al cubil cuando los cachorros tienen alrededor de tres semanas y empiezan a sentir ganas de salir. Entonces...

De repente se quedó callado. Kathy, que había estado fijándose en lo que hacía con las manos, levantó la vista y vio que observaba al bebé con cara rara. El pequeño Buck miró a los ojos del lobero.

—Entonces...

—¿Le pasa algo, señor Lovelace?

La mirada del viejo se posó en Kathy. Parecía sorprendido de verla, como si no supiera ni quién era ni qué hacía en la caravana. Después volvió a mirarse las manos. En ese momento se le refrescó la memoria y retomó el hilo de la explicación.

—A lo que iba. El cachorro huele el cebo, y como no sospecha nada se lo mete en la boca por la parte más estrecha. Es un detalle importante, porque no conviene que accione el mecanismo antes de tener el cebo bien dentro...

Volvió a mirar al bebé.

—¿Bien dentro? —repitió Kathy para que siguiera hablando.

—Bien dentro... bien dentro de la boca. Entonces, justo cuando cierra las mandíbulas en esta parte más gorda, esta de aquí...

El lobero la apretó un poco con los dedos. Se oyó un fuerte chasquido, y tres ganchos se clavaron en el pan desmigajándolo.

El pequeño Buck se asustó y rompió a llorar. Kathy lo sujetó, tratando en vano de tranquilizarlo. De nada le sirvió levantarse con el niño en brazos y acariciarle la espalda.

—Perdone. Será mejor que me lo lleve.

El viejo miró el gancho fijamente sin contestar.

—Señor Lovelace...

Kathy no sabía si quedarse, pero los chillidos del bebé estaban haciéndose inaguantables. Antes de abrir la puerta se volvió para decir buenas noches, pero le pareció que Lovelace no la oía.

Al cerrar la puerta vio brillar algo en la mejilla del lobero. Como Lovelace tenía la lámpara detrás y media cara a oscuras no se distinguía demasiado bien, pero a Kathy le pareció una lágrima.

Más tarde, en plena noche, oyó ponerse en marcha el motor de la motonieve. Se levantó de la cama sin despertar al bebé y miró por la ventana. Vio alejarse una luz por el prado más alto, en dirección al bosque.

Fue su último encuentro con Lovelace.

Los Calder eran partidarios de que las vacas primerizas parieran antes que las demás. El padre de Luke se enorgullecía casi tanto de la calidad de sus madres como de la de sus toros, y la mayoría de sus primíparas expulsaban a los terneros con la misma facilidad con que una pastilla de jabón resbala por la bañera.

No obstante, siempre había algunas que precisaban ayuda; por eso, al tiempo que se permitía a las vacas de más edad parir en el prado, las primerizas se quedaban en los corrales, donde era más fácil vigilarlas.

Todas las fechas de inseminación habían sido registradas, y al aproximarse la fecha prevista del parto cada vaca fue rociada con líquido para piojos, amén de recibir inyecciones contra la diarrea y otras enfermedades. Transcurrida ya la primera semana de partos, los terneros estaban llegando a un ritmo de veinte al día, y había tanto trabajo que era para volverse loco.

Para colmo, el tiempo no ayudaba. Había años en que los últimos días de marzo eran casi de primavera, pero no estaba siendo el caso de aquél. Día tras día se sucedían las ventiscas, y la temperatura casi nunca superaba los veinte grados bajo cero. En cuanto una vaca primeriza daba señales de estar a punto de parir, los hombres tenían que obligarla a meterse en uno de los compartimentos del establo dispuesto a tal efecto; y si ya se había echado en el suelo para dar a luz, cargaban al ternero en una carretilla nada más cortarle el cordón y se lo llevaban dentro antes de que se le congelasen las orejas. A veces, si la madre no se las lamía con suficiente rapidez, había que descongelarlas con un secador de pelo para no acabar con un montón de crías deformadas imposibles de colocar en el mercado.

El establo no andaba sobrado de espacio, y en cuanto un ternero empezaba a mamar y la madre daba muestras de controlar la situación, los dos eran devueltos al frío. En ocasiones, los pobres salían con las orejas envueltas con cinta para que no volvieran a congelarse. Sacarlos tan pronto era arriesgado, porque quizá no hubieran tenido tiempo de reconocerse, y a los dos días la madre podía estar dando de mamar al ternero equivocado.

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