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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (52 page)

BOOK: Tierra de Lobos
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Entonces oyó el motor de un coche.

Se apresuró a meterse en el bolsillo de la chaqueta el frasco y una de las trampas de alambre, antes de devolverlo todo a su lugar. Después bajó de la caravana e intentó cerrar sin hacer ruido, pero la puerta chasqueó al ajustarse.

—¿Señor Lovelace?

Luke se quedó de piedra y soltó un juramento entre dientes. Era Clyde. Se estaba acercando.

—Señor Lovelace...

Al ver a Luke, la expresión de Clyde pasó de amistosa a hostil. Kathy apareció a sus espaldas con el bebé en brazos.

—¡Luke! —exclamó.

—Hola.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Clyde.

—Que... quería ver a mi hermana.

—¿Ah sí? ¿Y cómo has venido, volando?

Luke movió la cabeza en dirección al bosque.

—He aparcado arriba.

—Hay que tener mucha cara para fisgonear en propiedad ajena.

—¡Clyde, por Dios! —dijo Kathy.

Los ojos de Clyde se posaron en la caravana.

—¿Por ahí también te has metido?

—No, sólo he llamado a la pu... puerta, pero no hay nadie.

Notó que se sonrojaba. ¿Cuándo demonios aprendería a mentir como Dios manda?

Clyde asintió con la cabeza.

—No me digas.

Luke se encogió de hombros.

—Pues sí.

—Venga, lárgate.

—¡Clyde! —exclamó Kathy—. ¡Ha venido a verme a mí!

—¿Y? Ya te ha visto, ¿no?

—A mí no me hables en ese tono...

—¡Cállate, joder!

—Tranquila, Kathy. Ya me voy.

Al pasar junto a ellos, Luke hizo acopio de coraje y sonrió a Kathy y al niño. Ella dio media vuelta y se alejó. Una vez junto a la tumba del perro, Luke echó a correr y no se detuvo hasta llegar al coche.

Tardó menos que en el camino de ida. Al llegar a la cabaña vio aparcado el coche de Dan Prior al lado de la camioneta de Helen.
Buzz
salió a recibirlo, brincando por el barro.

En cuanto entró en la cabaña, el silencio le indicó que Dan y Helen habían estado discutiendo. Dan lo saludó con la cabeza.

—Hola, Luke.

—Hola.

Helen parecía sumamente disgustada.

—Dan quiere matar al resto de los lobos.

—Helen, por favor...

—Es la verdad, ¿no? O tenemos que llamarlo... ¿Cómo era? ¡Ah, sí! «Control letal».

Luke miró sucesivamente a uno y otra.

—¿Por qué?

Dan suspiró.

—Han matado a un ternero de tu padre.

—Y Dan va a dejar que tu padre lo obligue a hacer lo que quiere: cargarse a los lobos. «¿Lobos? Ni hablar». El que grite más se sale con la suya.

—Parece que la política no es lo tuyo.

—¡Política!

—Sí, política. ¡Si dejamos que la situación empeore, el programa de repoblación podría sufrir un retroceso de varios años! Además, bastantes oportunidades han tenido ya estos lobos. A veces para ganar la guerra hay que perder una batalla.

—Menos cháchara, Dan. Lo que pasa es que no quieres plantar cara a Calder. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste, que Hope era una prueba decisiva? Si no te enfrentas con gente como él nunca ganaremos la guerra.

—Seamos realistas, Helen. En Hope no quieren lobos.

—Haz lo que dices y nunca los querrán. La verdad, no sé por qué demonios me llamaste.

—¿Sabes qué? Lo mismo me pregunto yo.

—Antes tenías más cojones.

—Y tú más cabeza.

Se miraron con odio. Luke metió la mano en el bolsillo y sacó la trampa de alambre y el frasco de pipí de lobo.

—¿Esto cambia algo? —preguntó, dejándolos encima de la mesa.

Nada más recibir la llamada de Clyde, Buck había ido a verlo a su casa. Lo primero que hicieron fue ir a la caravana de Lovelace.

—¿Cuánto hace que no lo ves? —preguntó Buck.

—Unas tres semanas. Kathy lo vio salir con la motonieve en plena noche. Está preocupada, porque nunca había estado fuera tanto tiempo. Según ella le ha pasado algo.

De ser ciertas las sospechas de Kathy, Buck no iba a sentirlo demasiado. El viejo loco había tardado una eternidad en matar a unos lobitos de nada, y le había costado a Buck una pequeña fortuna. Aun así, los muy malditos seguían devorando el ganado.

Entraron en la caravana. No parecía que Luke hubiera tocado nada. A menos que hubiera sido muy cuidadoso.

—¿Estás seguro de que ha entrado?

—Creo que sí.

Buck reflexionó. Luke no habría bajado a fisgar si no sospechara algo. Juzgó muy posible que hubiera ido corriendo a decírselo a Dan Prior. Por lo tanto, nada impedía que una patrulla de federales se presentara en cualquier momento.

—Más vale que nos libremos de la caravana —dijo—, y de la camioneta también.

—¿Y qué hacemos? ¿Las quemamos?

—A veces eres tan tonto que me desesperas, Clyde. De quemarlas nada. Sólo dejarlas en algún sitio.

—Ya. —Clyde se quedó callado unos segundos—. ¿Y si vuelve el viejo?

—Pues le decimos dónde están. ¿Entendido?

Pusieron manos a la obra sin dilaciones. Mientras Clyde ordenaba el interior de la caravana para que no se cayera nada, Buck fue a llamar a Ray. Le dijo que había salido algo urgente en el tema de los lobos, y que entre él y Jesse tendrían que cubrir turnos suplementarios. Ray protestó un poco, pero acabó por acceder.

—¿No habría que ir al bosque a buscar a Lovelace, por si ha tenido un accidente? —dijo Kathy.

—Tienes razón. Se lo diré en privado a Craig Rawlinson. De todos modos, cariño, tenemos que andarnos con cuidado con lo que decimos. Lo que le habíamos encargado cazar eran coyotes, ¿de acuerdo? Ni se te ocurra hablar de lobos.

—¡Papá, que no soy idiota!

—Ya lo sé, cariño. Eres mi favorita.

Buck la abrazó y le dijo que se iba con Clyde a cambiar de sitio la caravana, por si Luke había ido con el cuento a sus amiguetes de Fauna y Flora. Si venía alguien mientras estaban fuera, que les dijera que no sabía nada.

Clyde, entretanto, había encontrado las llaves del viejo Chevy del lobero. Lo engancharon a la caravana entre los dos y, después de comprobar que no hubieran dejado ninguna de las posesiones de Lovelace por el suelo, emprendieron la marcha. Buck conducía la camioneta del lobero, y Clyde lo seguía con la suya.

Dejaron la camioneta y la caravana al lado de un bar de carretera frecuentado por camioneros. Buck pensó que tendría que pasar mucho tiempo para que alguien se diera cuenta.

Al oír los coches, Kathy supuso que eran Clyde y su padre volviendo de donde hubieran dejado la caravana; pero, transcurridos unos segundos, miró por la ventana de la cocina y vio dos camionetas beige que aparcaban al lado de la de su padre. En cada vehículo iban dos hombres, todos con sombrero. De repente tuvo mucho miedo.

Los cuatro desconocidos se apearon. Dos de ellos se quedaron delante de la camioneta, mientras los otros se dirigían a la casa. Kathy abrió la puerta y un hombre alto y bigotudo le enseñó una placa. Los nervios le impidieron leerla.

—¿Señora Hicks?

—Sí.

—Soy el agente especial Schumacher, del Servicio de Fauna y Flora. Mi compañero es el agente especial Lipsky.

Kathy los reconoció. Los había visto el otoño pasado, en la reunión sobre lobos. Cuando Schumacher se guardó la placa, Kathy entrevio una pistola en el forro de la chaqueta. Procuró fingir calma y dijo, con una sonrisa forzada:

—¿En qué puedo ayudarlos?

—¿Es usted la mujer del señor Clyde Hicks?

—Efectivamente.

—¿Podría hablar con él, por favor?

—Ahora mismo no está. ¿Ha pasado algo?

Kathy reparó en que tanto el agente Lipsky como los otros dos miraban el establo con insistencia.

—Verá, señora, tenemos constancia de que alguien ha estado poniendo trampas ilegales en tierras del Servicio Forestal, con captura probable de animales en peligro de extinción.

—¡Vaya! ¿De veras?

—Sí, señora. Y el informador tiene motivos para creer que la persona o personas responsables operaban desde aquí.

—¿En serio? —Kathy intentó reír, pero le salió un ruido raro—. Seguro que se trata de un error.

Entonces vio acercarse el coche de Clyde, seguido por otro al que no tardó en reconocer como el de Rawlinson, el ayudante del sheriff. Su padre iba sentado al lado de este último. Los agentes se volvieron y se mantuvieron a la espera.

Cuando Clyde salió del coche, Kathy vio que estaba furioso, y rezó por que no se metiera en líos comportándose como un idiota. Suerte que estaba ahí su padre para tomar la iniciativa. Kathy se echó a un lado, mientras el agente Schumacher repetía sus explicaciones.

Su padre lo escuchó sin interrumpirlo. A juzgar por su expresión, Craig Rawlinson tampoco estaba muy contento de ver a los agentes. Clyde trató de intervenir, pero se lo impidió una severa mirada de Buck.

—A alguien se le han cruzado los cables —dijo éste después de oír al agente Schumacher.

—¿Han tenido últimamente a alguien con una caravana?

Buck frunció el entrecejo y miró a Clyde.

—Oye, Clyde, ¿verdad que el viejo que estuvo aquí hace poco, el de los coyotes, tenía una caravana?

—Sí, creo que sí.

El agente Schumacher asintió con la cabeza, al tiempo que se mordisqueaba el bigote con expresión meditabunda.

—¿Les importa si echo un vistazo?

—¡Pero bueno! ¡Pues claro que me importa! —le espetó Clyde.

El padre de Kathy levantó la mano para que se callara.

—No creo que podamos ayudarlo en nada más, señor Schumacher. Y, en tanto que ex legislador del estado, me declaro ofendido por la sospecha de que pueda haber dado cobijo a un criminal.

—Nadie ha dicho eso, señor Calder. No hacemos más que seguir una pista que nos han dado. Cumplimos con nuestro deber.

—Pues cumplido está. Y les agradeceré que se vayan.

El agente sacó un papel del bolsillo.

—Tenemos orden de registro, señor Calder.

El padre de Kathy levantó la cabeza. Craig Rawlinson salió en su defensa.

—Estáis cometiendo un grave error, chicos. ¿Sabéis con quién estáis hablando? El señor Calder es uno de los miembros más respetados de nuestra comunidad. Resulta, además, que ha perdido terneros por valor de miles de dólares, y todo por culpa de esos malditos lobos que tantas ganas tenéis de proteger. Anoche mataron a dos más. Si alguien los mata a ellos mejor que mejor.

—No he dicho nada de lobos, sheriff —dijo Schumacher—. Sólo he hablado de «animales en peligro de extinción».

—Ya sabemos cuáles —dijo Clyde.

—Nos gustaría registrar la propiedad.

Kathy vio brillar los ojos de su padre, con la misma expresión que de pequeños solía hacer que salieran huyendo.

—Por encima de mi cadáver —dijo Buck con voz ronca.

Kathy apenas pudo contenerse. ¡Que miraran! ¿Y qué? La caravana ya no estaba. No obstante, tuvo la prudencia de seguir callada.

Todos guardaron silencio, tensos y expectantes. Schumacher miró a sus tres compañeros. Por lo visto, ni él ni los demás sabían cómo reaccionar. Kathy vio que Craig Rawlinson tragaba saliva antes de ponerse al lado de su padre y Clyde, plantando cara a los agentes.

—Están en mi jurisdicción. Como sheriff de este condado tengo el deber de mantener la paz. Más vale que os marchéis, y rápido.

Schumacher lo miró, fijándose brevemente en la pistola que llevaba al cinto. Después se volvió hacia Lipsky, que, pese a no haber dicho nada en todo el rato, daba la impresión de ser el jefe. Tras unos instantes, Lipsky asintió con la cabeza.

Schumacher señaló a Craig Rawlinson con el dedo.

—El grave error está cometiéndolo usted —dijo—. Pienso llamar a su superior.

—Como quieras, chico.

Los agentes volvieron a sus coches. Nadie habló nada hasta verlos desaparecer al otro lado de la colina. Clyde dio un puñetazo en el aire.

—¡Bien!

Craig soltó un suspiro de alivio. El padre de Kathy, sonriente, le dio una palmada en la espalda.

—Me enorgullezco de ti, muchacho. Así se conquistó el Oeste.

Se volvió hacia Kathy, que estaba a punto de llorar, pero no de alivio sino de rabia.

—¿Estás bien, cariño?

—¡No, no estoy bien! ¡Y no intentéis que vuelva a ayudaros con vuestras mentiras!

Dicho lo cual, les dio la espalda y volvió a casa.

Capítulo 33

El Bell Jet Ranger rojo emergió estruendosamente del cañón, hendiendo el aire con sus palas. Las copas de los árboles parecían espectadores enfebrecidos de un partido de fútbol, haciendo la ola.

Dan lo siguió con los prismáticos, observando que trazaba una curva cerrada y se dirigía al frente montañoso que tenía delante, a unos sesenta metros por debajo de donde estaban él y Luke. Al pasar junto a ellos, el helicóptero realizó una maniobra que les permitió ver a Bill Rimmer. Llevaba las piernas colgando fuera.

El arnés de nailon que lo sujetaba era invisible desde lejos, lo cual, añadido a su traje rojo y su casco, lo asemejaba a un paracaidista a punto de saltar. Helen estaba sentada a su lado, pero Dan no logró verla. A los reflejos del sol en el cristal del helicóptero se sumaron otros más fugaces en las gafas de espejo que llevaba Rimmer, al volverse éste para coger la escopeta.

Dan pasó a Luke los prismáticos.

—Toma, para qué veas cómo se me va el presupuesto.

Estaban apoyados en el capó del coche de Dan, al borde de un acantilado con vistas a dos kilómetros de bosque orientado al valle de Hope. Dan acababa de hablar por radio con el piloto del helicóptero, a quien había comunicado el punto del mapa en que se hallaba el lobo joven con radiocollar. Lo habían localizado por telemetría, una vez captada la señal.

Se dio la suerte de que estuviera en tierras del Servicio Forestal, por encima del rancho de Jordan Townsend, el presentador de la tele; por lo tanto, no necesitaban permiso de nadie para disparar o aterrizar. Luke y Helen suponían que la madre tendría su cubil por la misma zona. Se habían pasado dos días sin captar su señal ni por asomo. Cabía deducir que ya había dado a luz a toda una carnada de lobos de Hope. Justo lo que le hacía falta a Dan.

Después de dar unas vueltas por debajo del acantilado, el helicóptero descendió hacia el este. El piloto debía de haber introducido la referencia del mapa en su escáner, hecho lo cual bastaba con seguirlo hasta encontrar a la loba, sola o acompañada. Cuando Dan y Luke llegaran al mismo punto, Rimmer ya habría efectuado todos los disparos.

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