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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (10 page)

BOOK: Tierra Firme
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Como les había dicho a Mateo y a Jayuheibo que me esperasen en el muelle, allí estaban los dos junto con Rodrigo y Lucas, bebiendo y alborotando para espantar el tiempo. En cuanto nos vieron llegar, se pusieron a desamarrar el batel a toda prisa y a darnos las espaldas para hacerse invisibles a los ojos de mi padre, quien, sin embargo, como iba tan amohinado, no reparó en su inobediencia. Al ver a Rodrigo, al punto se me ocurrió un ardid:

—Rodrigo —le dije en un aparte con voz queda—, saca de la faltriquera de mi padre un papel que encontrarás plegado y dámelo.

El de Soria rehusó mi petición con rápidas sacudidas de cabeza e intentó ignorarme agarrando el remo como si la vida le fuera en ello, pero yo no podía permitir que el antiguo garitero de Sevilla, maestro de fullerías, cuyos encallecidos dedos eran capaces de hacer aparecer y desaparecer los naipes y hasta los mazos completos como por arte de magia, desairara mi demanda por mucho respeto que le tuviera a mi padre. Así que tomé su mismo remo y me senté a su lado.

—Rodrigo, amigo —le supliqué en susurros—, no temas desaguisado alguno ni entuerto de ninguna clase. Antes bien, si me entregas ese papel que guarda mi padre, te aseguro que me ayudarás a enmendar una injusticia.

—¿La de Melchor de Osuna? —me preguntó él, dejándome muy sorprendida.

—¿Qué sabes de ese Melchor?

—¡Alto, vosotros dos! —gritó mi padre desde la proa. Bogábamos ya hacia la nao, maniobrando entre los muchos barcos del puerto de Cartagena—. Remad y callad, que no estamos aquí para charlas y parloteos.

Rodrigo gruñó y no abrió más la boca pero, en cuanto pisamos la cubierta de la nao, me cogió por el brazo y me arrastró hasta el compartimento de anclas y sogas.

—Toma, lee —dijo alargándome el papel. Le miré con admiración. Ignoraba cómo y cuándo lo había cogido pero, en verdad, era un tramposo muy hábil. Su cara estaba seria y su piel curtida como el cuero tenía líneas blancas en los bordes de los ojos. Se le notaba disgustado—. Lee presto, que nos van a pillar.

—Podría leerlo si quisiera —me enfadé—, pero tardaría mucho tiempo porque aún estoy aprendiendo. Dime tú lo que pone.

Él ni pestañeó. Plegó el papel y lo hizo desaparecer en su gruesa manaza.

—Es una carta de pago. Melchor de Osuna declara que ha recibido de tu señor padre los veinticinco doblones del primer tercio de este año por la deuda total que tiene contraída con él.

—¿Qué deuda es ésa?

—Para mí tengo, Martín —repuso Rodrigo, girando sobre sus talones—, que no soy yo quien debe hablarte de estas cosas. Son asuntos de tu padre que, si quiere, ya te contará él.

Me lancé como una fiera y le cogí por la camisa para impedir que se marchara.

—Bien dices, Rodrigo, y hablas debidamente, pero sabes que mi señor padre se cuida mucho de sus cosas y que yo acabo de llegar y que no va a contarme nada por su propia boca. Sólo sé que la señora María andaba muy preocupada estos días porque, a lo que se veía, los dineros no alcanzaban para satisfacer el tercio. Los dos sufrían y yo no podía hacer nada para remediarlo. Paréceme a mí que, si tú me lo cuentas, yo sabré responder acertadamente en próximas ocasiones y, ¿quién sabe?, acaso podría ayudar en algo. Tendrías que haber visto la cara de mi padre cuando salió de la hacienda de ese tal Melchor.

Mis palabras parecieron conmover al hosco Rodrigo, que se quedó en suspenso unos instantes y, luego, nervioso, dijo:

—No es tiempo de detenernos a hablar. Espérame aquí, que voy a devolver el recibo antes de que el maestre se dé cuenta de que no lo tiene.

Salió y regresó en un soplo.

—¿Qué quieres saber? —me preguntó sentándose más tranquilo sobre una rueda de gruesa maroma.

—¿Quién es Melchor de Osuna? —repuse yo, tomando asiento frente a él.

—El peor rufián de Tierra Firme. Un maldito birlador que tiene por granjería robar a tu padre bajo capa de ley y justicia. Si no fuera pariente de los Curvos, ya le habría clavado yo mismo un puñal entre las costillas mucho tiempo hace.

—¿Tan malo es? —me angustié.

—El peor de los hombres.

—¿Y los Curvos? ¿Quiénes son ésos?

—Los hermanos Arias y Diego Curvo, naturales de Lebrija, Sevilla. En Tierra Firme se los conoce como los Curvos. Son los comerciantes más poderosos y ricos de Cartagena. Melchor de Osuna es un primo al que tienen apadrinado para que aprenda el negocio. Estas familias importantes recurren a los parientes para conseguir empleados de confianza y robustecerse beneficiando a sus allegados. Al frente de la casa de comercio que los Curvos tienen en Sevilla se halla otro de los hermanos, Fernando, que es quien recibe las peticiones de la parentela y hace los favores mandándolos a Tierra Firme con Arias y Diego. Fernando está inscrito en la matrícula de cargadores a Indias y envía las mercaderías a sus hermanos en navíos propios que viajan con las flotas anuales.

—¿Y por qué mi padre le debe caudales al de Osuna? —Mi preocupación iba en aumento. Cuando topas con los ricos y los poderosos puedes darte, por perdido si eres de humilde condición.

Rodrigo se pasó las manos por la cara para secarse el sudor.

—Tu señor padre firmó un contrato con Melchor obligándose a suministrarle ciertas cantidades de piezas de lienzo brite y de libras de hilo de vela
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que debía entregarle en unos establecimientos que el miserable estafador tiene en Trinidad, La Borburata y Coro. Era un contrato muy ventajoso del que el maestre hubiera obtenido unos muy buenos beneficios, pero todo salió mal. La flota de Los Galeones traía todos los años lienzo brite e hilo de vela en abundancia, por eso tu señor padre pensaba comprarlos a buen precio en la feria de Portobelo, la que se celebra cuando llegan las naves de España, y llevarlos a los establecimientos de Melchor para cobrar los dineros. Mas, por alguna maldita fortuna, aquel año de mil y quinientos y noventa y cuatro la flota no trajo ninguna de estas dos mercaderías y Melchor de Osuna, en lugar de comprender la situación, hizo efectivos los términos del contrato en los que se estipulaba que, en caso de incumplimiento, el señor Esteban incurriría en pena de comiso a su favor para resarcirle por los daños y pérdidas.

Me costaba entender lo que Rodrigo contaba porque jamás había tenido que enfrentarme a cuestiones de semejante jaez, mas se me alcanzaba que, seis años atrás, mi señor padre había dejado de cumplir un acuerdo comercial y que por ello tenía que pagar aquellos dineros a Melchor.

—El de Osuna —siguió contándome Rodrigo— acudió al escribano de Cartagena ante el que se había otorgado el contrato y exigió que todos los bienes del señor Esteban fueran confiscados y pasaran a su propiedad, lo que se llama ejecución en bienes por el total. El escribano llamó a los alguaciles y tu señor padre perdió la casa de Santa Marta, la nao y la licencia de la tienda. No se pudo hacer nada. De la mañana a la noche, la señora María y él se quedaron sin un maravedí, porque la mancebía también había que cerrarla por falta de vivienda. Pero, entonces, Melchor de Osuna, simulando generosidad, le ofreció otro arreglo legal a tu señor padre: un contrato a perpetuidad que, por pacto, no puede redimirse nunca y mediante el cual le deja todos los bienes en usufructo siempre y cuando le pague por tercios una cantidad anual de setenta y cinco doblones durante el resto de su vida.

—¡Setenta y cinco doblones!
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—exclamé, aterrada. Con esos caudales podía alimentarse una familia completa durante años y años. Era una verdadera fortuna.

—Debe pagar sin falta para no ir a galeras como forzado del rey. Por eso tu señor padre sigue trabajando a pesar de su mucha edad. Si quiere conservar su casa, su tienda y su barco debe entregarle a Melchor veinticinco doblones cada cuatro meses. A veces lo consigue y a veces no, entonces la señora María pone lo que falta y, si no lo tiene, lo pide prestado a las mozas del negocio y, entre ellas y nosotros, los marineros, completamos la suma para ese maldito bellaconazo que el diablo se lleve. De no ser por las muchas cuentas que hace la madre —se refería a la señora María—, sería imposible pagar la deuda. Lo peor es que, el día que el señor Esteban muera, todo pasará a manos de ese ladrón pues, con la ley en la mano, es el propietario legal de todos los bienes de tu padre.

—¿Y eso no es un arreglo usurario? —la usura estaba prohibida y penada por la justicia. Los cristianos no podían ejercerla porque se consideraba un trabajo judaizante, contrario a la doctrina católica—. Ese pago anual de setenta y cinco doblones parece...

—No es usura, Martín, se llama negocio. Eres muy joven aún para comprender la diferencia.

Sentía una gran aflicción en mi corazón. Aquellas buenas gentes me habían acogido en su casa y protegido de mi mala ventura, además de salvarme de la soledad de mi isla. Me daban pan, lecho y cobijo y, en el entretanto, acopiaban los maravedíes como menesterosos para pagar a un ruin sablista que los estaba privando de hasta la última gota de sangre. Rodrigo comprendió mi pena y, levantándose, me dio un golpecito de consuelo en la espalda y se marchó en silencio, dejándome sola entre las sogas, las maromas y las anclas.

Algo tenía que poderse hacer. Alguna solución debía de haber para aquella injusticia. Matar a Melchor, como decía Rodrigo, no era el camino correcto aunque resultara tentador. Tampoco yo entendía de contrataciones y leyes. La justicia del rey era implacable y todo el mundo sabía que nada podía hacerse en cuestión de escribanos, procuradores y jueces cuando era gente poderosa la que se tenía enfrente, y si para el caso Melchor de Osuna no lo era bastante, sus primos los Curvos sí, de suerte que el señor Esteban estaba atrapado en aquella sinrazón como una mosca en una telaraña y de nada le valdrían ni testigos ni probanzas.

Y así estaba, embebecida en mis pensamientos, cuando mi padre me llamó a gritos desde la cubierta:

—¡Martín! ¡Miserable muchacho del demonio! ¿Dónde te has metido? ¿Es que no piensas trabajar? ¡Por mis barbas! ¡El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!

—¡Voy! —exclamé dando un brinco.

Es de gente bien nacida ser agradecida y yo pensaba serlo con mi padre postizo hasta donde la vida me dejase, así que no me importaron ni sus voces ni sus rudas palabras. Me juré en aquel instante que o salvaba al señor Esteban y a la señora María de las trampas de Melchor de Osuna o dejaba de llamarme para siempre Catalina Solís... o Martín Nevares... En fin, cualquier nombre que tuviera pues, para el caso, daba igual.

Iniciamos el tornaviaje hacia Santa Marta al atardecer, mas no era lo mismo marear hacia el poniente, con el favor del viento y en el sentido de la corriente, que hacerlo al contrario, de modo que si las treinta leguas de ida podían salvarse en poco más de una jornada, las mismas treinta leguas a la vuelta requerían, a lo menos, dos o tres. Así, Guacoa viose obligado a pilotar dando bordadas para ganar barlovento y nosotros, los marineros, a trabajar sin descanso afirmando las jarcias y maniobrando las vergas, las entenas y las velas para no perder el gobierno de la nave e ir a dar contra las rocas de la costa. Menos mal que mis trabajos en la isla me habían robustecido y que, teniendo la apariencia de un mozo de quince o dieciséis años, nadie esperaba más de mí.

A pocas horas ya de llegar a nuestro puerto, siendo casi de noche y con la cena en la olla, el grumete Nicolasito lanzó un grito de alerta que nos hizo girar la cabeza en redondo hacia donde él estaba. Por el lado de estribor, en tierra, unas luces hacían señas de un lado a otro, y parecía que unas eran de antorchas y otras de fanales, pero que todas se movían para ser vistas y para llamar nuestra atención. Guacoa lanzó una silenciosa mirada al maestre y éste, imperturbable, ordenó arriar velas y detenernos, aunque sin decir nada de echar las anclas o bajar el batel.

—¿Será una trampa, Mateo? —pregunté a mi compadre más cercano, sin quitar los ojos de las misteriosas luces.

—Ésa es la bahía de Taganga —respondió éste, apoyando las manos en la borda y señalando con el mentón—, tan cercana al puerto de Santa Marta que bien pudiera tratarse de un grupo de vecinos que hubiera salido huyendo de algún asalto pirata a la ciudad.

—O bien los propios piratas —aventuró el grumete Juanillo, asustado.

—Lucas —dijo mi señor padre—, da un grito en inglés a ver si responden.

Me sorprendí al saber que Lucas, mi maestro, hablaba el idioma de los enemigos de España, pues estábamos en guerra con Inglaterra desde hacía doce años, cuando la Armada Invencible fue derrotada por los ingleses en las aguas del canal de la Mancha. El de Murcia, obedeciendo la orden, con un vozarrón tan imponente como sus espesas barbas, tronó unas palabras que no entendí. Nadie contestó desde la playa. Las luces se detuvieron unos instantes y luego tornaron al baile.

—Ahora en francés y en lengua flamenca —indicó mi padre.

Y Lucas, aunque yo no comprendía sus guirigáis y lo mismo podía estar gritando en turco, así lo hizo, pero tampoco nadie respondió y, al igual que antes, las luces quedaron como en suspenso en cada ocasión para, luego, seguir moviéndose de un lado a otro. Al poco, sin embargo, el aire del mar trajo una voz hasta nosotros:

—¡Esteban Nevares! ¿Estáis ahí?

Mi padre no respondió.

—¡Señor Esteban, quiero parlamentar con voacé!

—¡Cuidado, padre! —me alarmé, recordando a los maleantes que transitaban por la plaza Zocodover de Toledo—. Tiene hablar de rufián y matón.

—Y de esclavo —murmuró mi señor padre, inclinándose sobre la borda como si, de este modo, pudiera ver quién había en la playa—. ¡Aquí estoy! —gritó—. ¿Quién sois y qué queréis?

Las luces se pararon.

—¡Soy el rey Benkos!

Un murmullo de sorpresa salió de la boca de mis compadres. Negro Tomé, Antón Mulato, el cocinero Miguel y el grumete Juanillo se abalanzaron sobre el costado de estribor lanzando exclamaciones de júbilo. Mi señor padre, con grande enojo, les hizo dejar el sitio mal de su grado.

—¡Fuera de aquí, idiotas! —les espetó—. ¡Si os disparan con un arcabuz o con un mosquete podéis daros por muertos!

—¡Pero si ya ha oscurecido y no se ve nada! —protestó Juanillo.

—¡Esteban Nevares! —insistió la voz desde tierra—. ¿Seguís ahí o habéis fallecido del susto?

—¡Mucho más famoso tendrías que ser y mucho más grandes tus hazañas para que yo me asustara de un cimarrón
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como tú!

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