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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

Tierra Firme (14 page)

BOOK: Tierra Firme
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—Lo acepto, padre, lo acepto —exclamé, sonriendo.

—¡Sea! —aprobó, satisfecho y, poniéndose en pie, me pasó la mano por el cabello con afecto—. Dentro de unos meses llegarán tus nuevos documentos. Estos asuntos de prohijamientos del Nuevo Mundo no encuentran complicaciones en la corte. Se admiten todos, así que tendrás que preparar otro canuto de hojalata para tu nueva identidad. —Me miró, aún más sonriente que cuando había entrado—. ¿Quién sabe...? Quizá algún día utilices tus dos personalidades según tu voluntad y conveniencia. Me gustaría, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.

Soltó una carcajada y salió del cuarto, dejándome emocionada y llorosa. Los papeles se retrasaron hasta el año siguiente, el de mil y seiscientos y tres, un año que, por más de ser el de la muerte de la reina Isabel de Inglaterra, lo que podría haber significado un tratado de paz con esa nación que pusiera fin a las malditas incursiones de sus piratas y corsarios, resultó especialmente duro para el rey Benkos, pues los asaltos a los palenques arreciaron y las jaurías de perros carniceros, adiestrados para correr por los montes y los cañaverales y descuartizar a los negros, hicieron incontables matanzas. Con todo, los esclavos que huían de las ciudades para unirse a Benkos eran cada vez más numerosos y los propietarios empezaban a estar desesperados. Hubo muchas reuniones oficiales en Cartagena y en Panamá para intentar resolver el problema y la solución que se adoptó a la postre fue la de utilizar a cimarrones traidores que obtenían su libertad guiando secretamente a los soldados hasta los palenques. No les resultó fácil hallar solicitantes pese a los muchos pregones y requerimientos que se hicieron por toda Tierra Firme, pero alguno hubo que se la jugó, que ejerció su papel de Judas y que, por desgracia, acabó muerto a cuchilladas en las mismas calles a las que había querido volver como negro libre al precio de las vidas de otros.

Trabajamos mucho en mil y seiscientos y tres. Realizamos incontables viajes en la Chacona porque los flamencos querían cada vez más tabaco por la misma cantidad de armas. Moucheron, fumando orgullosamente su fina y curvada pipa y sonriendo con fingimiento, nos advirtió cierto día de que, si no traíamos más arrobas, él mismo nos denunciaría por contrabandistas a las autoridades españolas y aseguró tener medios para ponerlo en ejecución sin correr ningún peligro, pues sus relaciones con dichas autoridades habían llegado a ser excelentes gracias a su propio trato ilícito con ellas. A mi señor padre se le descompuso el rostro y le vi tragar saliva como quien traga veneno, pero nada dijo. Sabía que la flota de aquel año, la del general Jerónimo de Portugal, había traído pocas y malas mercaderías y que las ventas en la feria de Portobelo habían sido realmente escasas. Los colonos, autoridades incluidas, no podían más que recurrir al contrabando. Desde entonces, cuando no era tiempo de cosecha, aprovechábamos el pago de los tercios para comprar en Cartagena algunas arrobas de tabaco jamiche, el de baja calidad que se había estropeado durante el secado. Como Moucheron quería más arrobas por el mismo precio, le colábamos, sin remordimientos, algo de jamiche en el tabaco bueno recién cosechado. También desde entonces, nuestras singladuras llegaron hasta Puerto Rico y Santo Domingo, en la isla La Española
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, en busca de grandes plantadores de tabaco, mas no podíamos alterar los mandatos de la naturaleza y si sólo había dos cosechas al año, no podíamos hacer que hubiera tres, por mucho que lo necesitáramos. Así que, de septiembre a noviembre y de abril a junio no descansábamos ni un solo día, cruzando el Caribe de este a oeste y de norte a sur.

A consecuencia de tanto viaje, a finales de la estación seca de mil y seiscientos y cuatro, la Chacona mareaba ya con mucha dificultad y se hundía excesivamente en el agua por el peso de la tiñuela y los percebes que acumulaba en el casco. Por ello, días después de recoger un cargamento de tabaco en Cabo de la Vela, mi padre decidió, hallándonos a pocas horas de La Borburata, que allí, en aquella magnífica rada de aguas quietas y someras llamada puerto de la Concepción, carenaríamos la nave. A todos sin excepción nos alegró la noticia pues La Borburata conservaba, de sus buenos tiempos como granjería perlífera, una alegre vida portuaria. Era un villorrio pequeño y amurallado —aunque pobremente—, cuya bondad atraía a numerosos navíos necesitados de carenado, reparaciones o avituallamiento. Ésa era la razón de que siempre hubiera tantos marineros rondando por su puerto. El cercano río San Esteban permitía, por más, hacer aguada y sus casas de tablaje no sólo eran famosas por todo el Caribe sino que constituían lugares excelentes para enterarse de las nuevas de Tierra Firme y para volver a ver a viejos conocidos. También había una mancebía aunque, desde luego, no gozaba del excelente prestigio de la de madre.

La primera jornada de nuestra estancia en La Borburata nos deslomamos rascando el casco de la nave desde que empezó el primer reflujo de la marea. Mis compadres, a imitación de Guacoa y Jayuheibo, hacían aguas menores sobre sus manos sin el menor recato (pues decían los indios que la orina era buena para las heridas y para las resquebrajaduras y quemaduras de la piel), mas yo tenía que retirarme discretamente invocando algún pretexto para remojar las hilas
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con las que me envolvía los dedos para calmar el dolor. Por fin, al anochecer, tras cenar alegremente en la playa, no quisimos aguardar más y nos adentramos en la plaza, cuyo mercado tantas veces habíamos visitado antes de convertirnos en contrabandistas. Muchos eran los caminantes que saludaban a mi señor padre y muchos también los que se hacían los locos para no ser vistos en su compañía por los dos alguaciles que paseaban orgullosamente arriba y abajo de las estrechas y descuidadas callejuelas de La Borburata, vigilando a los marineros borrachos, los músicos callejeros, los mendigos, los buhoneros y los espadachines matasietes que hormigueaban por allí.

Pronto nos separamos y cada cual tiró hacia los lugares de su gusto. Mi señor padre, como acostumbraba, se fue hacia la taberna más concurrida del lugar y yo, que le seguía los pasos, me vi frenada por las voces de mi compadre Rodrigo:

—¡Hermano Martín! —me llamó entre la algarabía—. ¡Hermano! ¿Quieres conocer un garito de juego? Mi padre, que le había escuchado, denegó con la cabeza mientras me miraba.

—¡Padre, hacedme la merced! —le rogué, entusiasmada con la idea de visitar un tablaje verdadero—. Os doy palabra de no perder caudales. Sólo quiero mirar, os lo juro.

—¿Cómo vas a perder lo que no tienes, palomo? —repuso él, ablandándose.

—¡En verdad, padre, en verdad que sólo quiero mirar! —supliqué, emocionada, y, así, le hice grandes juramentos de buen comportamiento y discreción y puse por testigo y valedor a Rodrigo quien, por más, dio palabra de llevar gran cuidado de mí y de restituirme entero, sin un rasguño. Tanto insistimos entrambos que mi padre se rindió al fin y me dio licencia.

—Pero que no juegue, Rodrigo —ordenó, dándonos la espalda y alejándose.

—No tocará un naipe, maestre. Os lo juro.

—¿No? —susurré, despechada.

—No, Martín —confirmó el antiguo garitero, arrastrándome por las animadas callejas—. Está bien que conozcas las casas de tablaje y que aprendas las cosas que allí se hacen para que quedes protegido del vicio de los naipes, que a tantos arruina la vida por todo lo descubierto de la tierra, pero sólo para eso te llevo, para que cuando seas hombre y dispongas de libre albedrío, avisado estés de los peligros del juego.

No era eso lo que yo deseaba oír, pero si a su conciencia le venía de gusto sermonear, sea, que sermoneara mientras no se arrepintiera de llevarme. No me importaba escuchar sus consejas a trueco de visitar, por fin, una de esas famosas casas de naipes, también llamadas leoneras o mandrachos. De camino, tropezamos con muchos muñidores ejerciendo su oficio, que no era otro que el de atraer a jugadores para que los tahúres los desplumaran.

El tablaje en el que entramos era un bajareque grande, compuesto por muchos aposentillos que llamaban garitas. En cada una de ellas, bajo un candil que colgaba del techo, había una mesa protegida por un lienzo grueso, a modo de tapete, que ocupaba el lugar principal. Sentados a ella y con los naipes en la mano estaban los jugadores, ajenos a cuanto los rodeaba y a la multitud de mirones que les quitaba el aire. Seguí a Rodrigo por los estrechos y oscuros corredores a cuyos lados se distribuían las garitas y fuimos a dar, por fin, a una en la que estaba a punto de comenzar la partida. Por lo que yo había visto, aquella noche en todas las mesas se jugaba a la primera
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y, como por experiencia sabía que no había enemigo para Rodrigo en este juego, me las pinté muy felices y entretenidas.

El de Soria tomó asiento en la silla vacía y puso dineros sobre el lienzo. Allí se jugaba a estocada, apostando, y no había lugar, a lo que deduje por las caras, para las bromas y chanzas que acontecían en la Chacona. Los jugadores estaban serios y los mirones que pronto empezaron a llegar formaron bandos tan enconados como ejércitos enemigos. Al punto, apareció el garitero, un hombre de apariencia brutal, acompañado por una corte de ayudantes o sirvientes entre los cuales, a más de algunos desuellacaras, vi a uno, un prestador, que le entregó caudales al individuo sentado a la diestra de Rodrigo. No le hizo firmar papel alguno, mas no parecía que aquél pudiera escapar de allí sin saldar su deuda o perder la vida. Más tarde supe que, entre todas aquellas gentes de guarnición que seguían al garitero, había uno al que, por su oficio, llamaban contador, y que llevaba de memoria las cuentas de todo lo ganado y lo perdido en las partidas y de todo lo prestado, pagado y debido tanto a su amo como entre los jugadores.

Como digo, entró el garitero y puso una baraja de naipes nueva sobre la mesa.

—Jueguen sin chanchullos, fullerías o floreos
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, señores míos —solicitó, y algunos de los mirones sonrieron maliciosamente aunque sin apartar los ojos de la mesa.

Rodrigo cogió el mazo y lo barajó con desmaña. Conocí así que quería hacerse pasar por palomo blanco, aunque dudaba si le vendría en voluntad acumular ganancias poco a poco, partida a partida, o si, por mejor, pensaba dar un certero golpe de mano cuando todos estuvieran desprevenidos. Había también, además del que arriesgaba caudales prestados, otros dos jugadores sentados con mi compadre: uno era un palomo blanco de verdad, un anciano cultivador de Santiago de León
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, muy educado y correcto, que había acudido al tablaje alentado por los muñidores del negocio; el otro era un vecino de allí mismo, de La Borburata, capataz de alguna hacienda, que había cobrado recientemente su salario y tenía los bolsillos llenos de maravedíes. Este pobre hombre, un cuarterón joven y fuerte de poco entendimiento, estaba más borracho que una cuba y no hacía otra cosa que pedirle a uno de los mirones que le sirviera ron aunque tenía la copa llena. A los mirones que actuaban como criados se los llamaba entretenidos y era costumbre que el jugador al que sirvieran les diera alguna dádiva al terminar la partida, pues eran gentes muy pobres y necesitadas que no tenían otro oficio con el que procurarse la comida. Pese a ello, el entretenido del capataz pronto se cansó de aguantar sus órdenes, burlas y desprecios y, como Rodrigo y los demás ya tenían servidores, abandonó la garita buscando otra partida y otro jugador menos borracho y brusco. En suma, que mi compadre tenía aquella noche una notable ocasión para hacerse con unos buenos caudales.

El de Soria repartió y dio comienzo el juego. Pese a su aparente ignorancia, Rodrigo, con mucha gracia y arte, no dejaba ver sus naipes ni a quienes estábamos detrás de él y, cuando, tras mucho rato y un último descarte, la mano se la llevó el cultivador (y también los dineros), supe que aún estaba tentando la mesa y a sus contrincantes. El que jugaba de fiado sonreía como quien sabe lo que está pasando y el capataz borracho alborotó mucho por aquella pérdida gritando que él tenía un flux (la mejor suerte y con la que se gana: cuatro cartas del mismo palo que corren seguidas) cuando, en verdad, sólo tenía primera (cuatro cartas, una de cada palo).

La segunda partida fue mucho más emocionante que la primera y nuestra garita se iba llenando de curiosos. Yo ni sabía ni era capaz de descubrir qué flores estaba empleando Rodrigo, pero me hallaba cierta de que las hacía, aunque el fin de las mismas no fuera ganar por el momento. Y, en esta ocasión, tras una hora de juego a lo menos, el cultivador de Santiago de León volvió a llevarse la mano con un cincuenta y cinco. El de fiado no pudo más y, ceremoniosamente, se levantó y se despidió de los presentes; ocupó entonces su silla el maestre de una carabela que estaba haciendo reparaciones en la rada desde hacía una semana.

Pero, cuando en la tercera de las largas partidas de aquella noche, mi compadre, por fin, arrambló con todas las ganancias de la mesa, el capataz borracho explotó como una bombarda, soltó injurias por la boca y, clavando un puñal en el tapete, amenazó con matar a todos los presentes:

—¡Malnacidos! —gritaba el energúmeno—. ¡Me estáis robando! ¡Que venga el alguacil inmediatamente! ¡Hay un fullero en esta mesa y yo he de sacarle el corazón con estas mis manos! ¡Nadie engaña al hijo de mi padre, a Hilario Díaz, capataz al servicio de Melchor de Osuna, familiar de los Curvos de Cartagena! ¡Favor de la justicia! —seguía berreando con hablar ebrio—. ¡Alguaciles, corchetes, están robando a un leal guarda de almacén que sólo quiere jugar honradamente unos maravedíes!

Mentar el borracho a Melchor de Osuna y trabarse mi mirada con la de Rodrigo fue todo uno.

El garitero y su corte aparecieron de inmediato. Entre varios sujetaron al cuarterón que, habiendo rescatado el puñal de la mesa, intentaba clavárselo al anciano cultivador de Santiago de León.

—¡Vos..., canalla, bellaco! ¡Vos sois el fullero que me ha robado mis caudales! ¡Devolvédmelos ahora mismo, hijo de puta!

—¡Calla, asno! —le replicaba el garitero, abriendo paso a sus hombres que arrastraban a Hilario Díaz fuera del pequeño aposento—. ¡Me estás espantando a la clientela!

—¡Alguaciles, corchetes...!

Un seco y fuerte puñetazo en el mentón le cerró la boca y el seso, pues silencioso y desmayado quedó al punto, colgando como un fardo entre los dos edecanes.

Rodrigo, que se mantenía a mi lado en aquella algarabía, me susurró:

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