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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (39 page)

BOOK: Tirano
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Kineas asintió cansinamente.

—Extraño. Eso es lo que ha dicho Srayanka. Ha dicho que si tuviera que pegar a un hombre, lo mataría, para no dejar a un enemigo a sus espaldas. Al menos eso es lo que he entendido.

—Ni siquiera pegan a los niños —dijo Eumenes, y se encogió de hombros—. En serio. Tuve una niñera sakje. En la guerra, o en una competición, no hay ningún tipo de restricciones. Por eso no usan la fuerza para imponer disciplina. —Estuvo pensando mientras Niceas añadía una brazada de leña a la hoguera, y entonces agregó—: Creo que ni siquiera tienen una palabra que signifique disciplina.

—Eso sí que resulta interesante —dijo Filocles.

Kineas se desentendió del asunto. Envió a Niceas a avisar a los tres centinelas antes de prepararse para dormir. Permaneció despierto un buen rato pensando en mujeres: su madre, sus hermanas, Ártemis y Srayanka. No llegó a ninguna conclusión. Ártemis y Srayanka eran como de un sexo diferente al de su madre y sus hermanas. En realidad tampoco pensaba que Ártemis y Srayanka fueran muy parecidas. Ártemis utilizaba su sexo como una herramienta para conseguir lo que quería de los hombres. Srayanka era comandante. Y, sin embargo, había una similitud esencial.

Pensó en Filocles cuando le dijo que tratara a Srayanka como si fuese un hombre. La idea le hizo fruncir el ceño, y poco después se durmió.

Al día siguiente no cabalgaron juntos. Kineas cabalgó con sus hombres, practicando palabras con Ataelo mientras la hierba desaparecía bajo los cascos de los caballos. No era que nada fuese lo mismo, como tampoco que todo fuese diferente.

Lo mismo podía decirse de la sección olbiana de la columna. Kine as no sabía definir el problema, pero algo había cambiado. Eso le tenía confundido: tenía la habilidad de descifrar los pensamientos de sus soldados, y sabía que estaban de acuerdo con él en que Alceo había merecido el golpe. Ahora se mostraba más avergonzado que enfadado. Pero, no obstante, algo era distinto en la columna, como si al demostrar la fuerza que subyacía en la disciplina Kineas hubiese perdido parte de su buena voluntad.

Niceas remató la situación cuando estuvieron solos.

—El idiota se comía con los ojos a las chicas, ¿cierto? Y tú te pasas todo el día en compañía de una. Ya sabes lo que dicen los soldados cuando un hombre tiene algo que los demás no pueden tener.

Kineas tuvo que admitir la imparcialidad del planteamiento; al menos desde el punto de vista de los soldados. Se frotó la barba y se sopló las manos frías.

—¿Sabes una cosa? Si el único motivo de queja de esos caballeros consentidos es mi vida amorosa, señal que les va bastante bien.—Miró hacia el horizonte—. Hoy no me dirigirá la palabra.

Niceas respondió esbozando una sonrisa.

—Exactamente. —Enarcó una ceja—. Te preocupas demasiado, hiparco. —Echó un vistazo al cielo, donde un frente de pesados nubarrones avanzaba hacia ellos como una falange. Torció una comisura—. Esos niños ricos no tardarán en cantar una canción muy distinta.

Después de tres días de lluvia toda la columna tenía mucho de que quejarse.

Los tres días fueron deprimentes para los griegos, que se los pasaron aprendiendo a vivir como soldados y no como hombres ricos en una prolongada partida de caza. Tenían las clámides empapadas, algunos se encontraron con que el tinte azul desteñía manchándoles la piel, y sus fogatas eran intermitentes y humeantes. Las noches eran frías y húmedas, y los soldados de 01bia finalmente aprendieron a acurrucarse juntos para darse calor. En realidad apenas dormían; lo más que la mayoría de los hombres conseguía era dormitar, importunados por el constante movimiento de cuerpos ya que todos buscaban calor metiéndose en el centro. Durante el día los caballos los calentaban y, llegado el tercer día, casi todos eran capaces de dormir montados.

Kineas estuvo tan abatido como ellos porque mientras entrenaba a sus hombres y les enseñaba a vivir bajo la lluvia, Srayanka le evitaba. Peor aún, en ocasiones la había sorprendido observándole, el semblante serio, las cejas una única línea cruzándole la cara. Le estaba juzgando.

El cuarto día salió el sol y, a media tarde, encontraron al rey.

La «ciudad» de los sakje se extendía decenas de estadios, y cuando vio por primera vez la longitud de las murallas, su tamaño dejó a Kineas sin aliento. Sobre un alto risco que dominaba el río se alzaba un templo en medio de una acrópolis de grandes estructuras de troncos, pintadas de vivos colores y edificios menores de adobe y madera labrada. La acrópolis en sí era bastante pequeña, pero las murallas que la rodeaban se prolongaban hasta unirse a terraplenes con la altura de tres hombres que se ex tendían casi hasta el horizonte.

—En realidad no es una ciudad —dijo Satrax. Estaban juntos en las murallas de la acrópolis—. De hecho es un gran redil.

Kineas había pasado dos días discutiendo planes con Marthax, el principal caudillo del rey, y otros miembros de su consejo particular: Kam Baqca, el propio rey y Srayanka. Eumenes y Ataelo estaban agotados de traducir sin cesar, e incluso el rey, el único de todos ellos que hablaba sakje y griego con la misma fluidez, acusaba la tensión. Cua ndo Kineas dormía, soñaba en ambos idiomas, con perros sakje que le abordaban hablando en mal griego y con objetos que decían sus nombres en sakje. Si bien aprendía la lengua, tenía el cerebro cansado en todo momento.

El rey ordenó una pausa y sacó a Kineas al aire libre para que viera el sol. Se mostraba menos distante, menos agresivo que cuando se habían reunido en invierno.

Srayanka, que ignoraba a Kineas como si no existiera, pasaba la mayor parte del tiempo con el rey. Mientras debatían el modo de llevar a cabo la guerra, se oponía a él buscando siempre el proceder más despiadado. En esa cuestión, él se ponía del lado del rey y de la prudencia. Ella no parecía atribuir al rey la política prudente ni se ponía en su contra, concentrando su descontento en un único hombre.

Aquella mañana, no obstante, se había ausentado con las demás guerreras y Kam Baqca por algo relacionado con la religión.

Kineas estaba muy afectado, y sólo la pérdida del favor de Srayanka le hacía darse plena cuenta de lo que ella había llegado a significar en el transcurso del invierno. Se reprochaba ser tan estúpido, en esto contaba con la ayuda de Niceas, y procuraba concentrarse en los serios asuntos que tenía entre manos. Ella, por descontado, siendo como era la mayor potentada entre los asagatje, favorecía a su rey, que la adoraba.

Kineas fue consciente de que el rey había estado un buen rato hablando. Parecía aguardar una respuesta.

Kineas hizo un ademán que abarcó los rediles. Con la excepción de la acrópolis y de un trecho construido a lo largo del río donde los granjeros sindones tenían su ciudad y los mercaderes griegos, sus almacenes, el resto de las murallas estaba vacío.

—¿Quién construyó las murallas? —preguntó Kineas—. Tendrán una longitud de… ¿Cuánto? ¿Cuarenta estadios?

—El doble, si incluyes todos los recintos tribales. —El rey sonrió orgulloso—. La hicieron los sindones. Hace muchos años, tras la amenaza de Darío. Los sakje decidieron que necesitábamos un lugar seguro para todas las hordas en tiempos de guerra, y los sindones estuvieron de acuerdo en construir las mu rallas.

—¿Los sindones son vuestros labriegos? —preguntó Kineas.

Había granjeros sindones en Olbia, pero también aristócratas. Eran oriundos del Euxino, pero muchos de ellos se habían integrado tan bien con los griegos que los únicos rasgos distintivos eran sus ojos oscuros y el pelo lacio y negro. Eumenes tenía el pelo, Kyros, los ojos y el joven Clío, ambas cosas.

El rey negó con la cabeza.

—Los sindones aman la tierra. Los sakje aman el cielo. —Se encogió de hombros—. Cuando llegamos por primera vez, según cuenta nuestra leyenda, desdeñábamos a los sindones. Aniquilamos a su ejército y tomamos a sus mujeres. —Miró a Kineas y enarcó una ceja—. Todo eso suena bastante plausible. Pero ellos contraatacaron a su manera. Disparaban contra nuestros hombres desde detrás de los árboles. Contaminaban los pozos y mataban a los hombres mientras dormían. —El rey encogió los hombros—. Eso dice la leyenda. Yo pienso que los sakje más sensatos enseguida vieron que sin el grano que cultivaban los granjeros sindones no habría oro ni vino griego. ¿Tiene importancia? En realidad ya no somos dos pueblos. Somos un único pueblo con dos caras distintas. —Se asomó a la baranda de madera que coronaba la muralla de la acrópolis y señaló a unos mercaderes que discutían el precio del grano a los pies de la muralla—. A veces en los pueblos hay un niño o una niña. Viven en la tierra, pero desean el cielo, y un día, cuando una banda de sakje pasa por allí, el niño o la niña va a ver al jefe y le dice: «Tómame.» Y de la misma manera, a veces un jinete, joven o viejo, ve la hierba crecer y siente la llamada de la tierra. Entonces va a ver al jefe de un pueblo y le dice: «Tómame.» —Se volvió hacia Kineas y el sol naciente le iluminó el rostro—. Yo soy el rey de todos ellos. De modo que amo la tierra y amo el cielo.

El ambiente era más cálido y la hierba, más verde, peroelviento del norte aún soplaba frío y Kineas se abrigó cubriéndose los hombros con la clámide. Contemplabalas murallas que alcanzaba a ver, siguiéndolas del oeste al este hasta el río. Atenas, el Pireo, Olbia y Tomis cabrían dentro de aquellas murallas y aún quedaría sitio. Pero no había suficiente gente para llenar una ciudad griega pequeña.

—Rediles —dijo. modo de recordatorio.

—Cuando las tribus vienen para el festival, o en tiempos de guerra, hay pastos para su ganado, como mínimo para un mes. Las murallas sirven para mantener a los animales dentro y a los asaltantes fuera. —Sonrió—. De modo que tenemos una población mayor que la de Atenas…, si cuentas las cabras.

—Veo que hay muchos mercaderes. —Kineas veía más lejos de lo habitual en las llanuras—. Y pueblos junto al río. No hemos visto un solo pueblo en dos semanas de viaje.

El rey asintió.

—Los mercaderes no hablan mucho de esto. Es un secreto comercial. Aquí es donde se cultiva el grano. Esos almacenes es donde se guardan las cosechas. Las mandan río abajo en barcazas, en primavera y en otoño. ¿Por qué contarlo a otros hombres? —Se asomó de nuevo a la muralla—. Au nque tampoco es que sea un secreto, en realidad. Sospecho que muchos de tus hombres podrían habértelo dicho.

Kineas sacudió la cabeza.

—Me siento idiota. Pensaba que iba a encontrar un campamento de tiendas.

—Dentro de un mes, así habría sido. No vivimos aquí, excepto los sindones, los mercaderes y un puñado de sacerdotes.

—¿Ni siquiera en invierno?

El rey asintió.

—Ya he invernado aquí. Hace mucho frío. —Miró hacia el norte—. Prefiero pasar el invierno en el norte, junto a los árboles.

El rey comenzó a caminar de regreso a la gran sala de lo alto de la acrópolis, enfrente del templo. La gran sala era una versión construida con troncos de un megaron griego, con una chimenea central. Las llamas eran tan altas como un hombre. El calor se sintió en cuanto los dos hombres apartaron los tapices que cubrían la gran puerta.

Los tapices tenían un colorido impresionante. Eran tan extraños como el cielo infinito y el mar de hierba. Los dos que mantenían el frío a raya estaban hechos con varias capas de fieltro grueso, con figuras de hombres y caballos y bestias fabulosas recortadas en vivos colores y formas geométricas sobre un fondo blanco. En las paredes colgaban paneles aún más grandes de lana gruesa con bordados de grifones y caballos, grandes venados astados y gatos monteses. El suelo lo cubrían mullidas alfombras como las que Kineas había visto en la tienda de Kam Baqca. El color dominante era el rojo y el calor parecía palpable.

El rey saludó con la mano a Marthax, de pie junto al fuego con Kam Baqca, que lucía una toga magnífica, y Filocles.

—¿Qué árboles? ¿Cuán lejos están esos árboles? —preguntó Kineas, buscando a Srayanka.

—A mil estadios o más. Dudo que pueda medirse. Los árboles son otro mundo. Un mundo de bosques. Los sindones dicen que una vez todo el mundo era un único bosque. —Se encogió de hombros—. He visto el mar y he visto los árboles. Cada uno es un mundo aparte.

—¿Por qué invernar allí? —preguntó Kineas.

—Más madera hace mejores fuegos —dijo Satrax con la sorna adolescente que había estado evitando toda la mañana. Sonri ó—. No es complicado.

Kineas pensó en las murallas, los almacenes y el grano.

—No necesitas Olbia como base para alimentar a tu ejército —dijo.

Satrax sonrió de nuevo.

—Tampoco haría ningún daño repartir el coste. No soy dueño de todo el grano. Pero no. He mentido. Los reyes lo hacen cuando tienen que hacerlo. No necesito Olbia.

Kineas correspondió. su sonrisa, pero de pronto entornó los ojos.

—Pero aquí tienes un objetivo para el avance macedonio. Una ciudad que perder. En realidad no podéis ocultaros en la llanura. —Se detuvo como si hubiese recibido un golpe—. Tenéis que luchar por vuestros granjeros.

Se unieron al círculo reunido en torno al fuego. Los sakje eran poco ceremoniosos, el rey iba y venía como cualquier hombre libre, y el respeto que le profesaban no era mayor, ni menor, del que los soldados griegos mostraban a un comandante al que respetaran. El rey tomó una copa de sidra caliente con azúcar y especias que le ofreció la mujer que la preparaba al amor de la lumbre. Luego se sentó sobre un montón de alfombras.

Mientras servían a Kineas su sidra, el rey contestó.

—Sí y no, Kineas. Aún podría desaparecer en la hierba. Aquí apenas hay construcciones de piedra. Es nuestra ley. Zoprionte puede quemarlo todo: lo reconstruiremos en una estación. O nos trasladaremos. —Indicó con un ademán a un grupo de mercaderes que conversaban cerca del fuego—. Y si todos nos pusiéramos de acuerdo, los sindones vendrían con nosotros.

Kineas se sentó, aunque no con la gracia que todos los sakje mostraban al acomodarse en las alfombras.

El rey dirigió la vista al fuego.

—Pero no quiero volver a construirlo. No quiero que se interrumpa el comercio. En realidad, no quiero para nada esta guerra. —Suspiró—. Pero viene hacia aquí y pienso combatir.

Kineas bebió un poco de sidra. Le encantaba el brebaje.

—¿De dónde sacáis esto? —preguntó —. Las manzanas no crecen en dos estaciones.

El rey encogió los hombros.

—El frío tiene sus ventajas. Hacemos sidra en otoño y la congelamos en bloques para el invierno. —Hizo señas para que se acercaran las otras personas que para Kineas constituían el consejo militar. A Kineas le dijo—: Bébetela toda, la primavera ha llegado y la sidra no tardará en echarse a perder.

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