Kineas le echó un vistazo afectuoso. Filocles era un hombre corpulento, y ahora, una torre de músculo. La grasa que lucía cuando le conoció había desaparecido, consumida por casi un año de ejercicio constante. Era apuesto, barbudo y sonreía con más frecuencia de lo que acostumbraba antaño.
—¿Todo bien en la ciudad? —preguntó cuando alcanzó a Kineas.
—Eso dicen los exploradores —contestó Kineas, que aún sonreía para sí.
—Hoy pareces más contento —observó Filocles.
Kineas enarcó una ceja.
—Has sido un hombre muy taciturno durante seis días, hermano. Estás dejando a tus soldados para el arrastre y Niceas está tan preocupado que me ha empujado a esto. Sueles angustiarte por todo, pero no es propio de ti mostrarte tan reservado. ¿Acaso tu amazona te ha engañado? Confieso que he oído especular mucho sobre su relación con el rey.
Kineas jugueteaba con sus riendas, cosa que molestaba a su caballo. El caballo mostró su enfado respingando ante una abeja para luego cocear con las patas traseras hasta que Kineas apretó con los muslos y dejó de jugar con las riendas.
—Tengo mucho en que pensar —dijo Kineas sin mirar a su amigo a los ojos.
—Sin duda. Eres el hombre del momento, el caudillo de la alianza. —Filocles hizo una pausa antes de agregar—: ¿Puedo decirte una cosa sobre ti?
—Por supuesto.
—Te preocupas constantemente. Te preocupas por muchas cosas; algunas muy profundas, como el bien y el mal, algunas muy prácticas, como dónde acamparemos, y algunas bastante tontas, como las posibilidades de que el arconte te traicione. Es este preocuparte lo que te convierte en un buen comandante.
—No me estás contando nada nuevo, amigo mío —masculló Kineas—. ¿Por qué es una tontería que el arconte pueda traicionarnos?
—Si decide traicionar a la alianza, tomaréis medidas; tú y Menón, junto con Cleito y Nicomedes —dijo Filocles—. Si no lo hace, no será preciso hacer nada. La decisión de traicionarnos depende de la mente del arconte, de modo que no puedes influir en ella. Por consiguiente, tu preocupación es en balde.
—Tonterías —dijo Kineas—. Me preocupa el efectoquesu traición podría tener sobre la confianza de los sakje. Y hago planes para lidiar con cualquier contingencia; ¿qué pasa si hace esto o aquello?
—A veces tu preocupación roza en el orgullo desmedido. Pero ya me he desviado del camino que quería seguir. Te he visto preocupado desde el mismo momento en que te conocí, sentado en tu banco en aquel condenado penteconter, cavilando sobre las intenciones que pudiera tener el timonel. Es tu naturaleza.
—Una vez más, eso no me dice nada nuevo. —Kineas se encogió de hombros—. Estoy familiarizado con lo que ocurre dentro de mi cabeza.
—Seguro. Pero desde que salimos de la ciudad sakje, te has encerrado en ti mismo. No mueves un músculo de la cara y tus ojos rara vez brillan. ¿De qué tienes miedo? —Filocles bajó la voz—. Cuéntam elo, hermano. Una carga compartida siempre es más llevadera.
Kineas hizo una seña a Niceas, que se había ido rezagando, y el hipereta tocó el alto. La columna se detuvo de inmediato y todos los hombres desmontaron. Circularon odres de vino, y ahora que el sol calentaba de pleno en el cielo, los hombres enrollaron sus clámides y las ataron a sus sillas.
Kineas desmontó, bebió vino del odre de Filocles y se plantó junto a la cabeza de su caballo. El caballo metió el morro en la mano de Kineas y éste lo acarició.
—No puedo —dijo el cabo.
El deseo de hablar de su sueño era tan portentoso que no se atrevía a hacerlo. El deseo de hablar de sus sentimientos hacia Srayanka era igual de grande. Filocles habló despacio.
—Hemos compartido nuestros secretos. Me haces temer que… Debo decirlo? Que sabes algo sobre Atenas que supone una amenaza para todos nosotros. O sobre el rey.
—Yerras el tiro por completo —dijo Kineas, irritado—. Si supiera que se cierne un peligro sobre nosotros, ¿crees que no te lo diría?
Filocles estaba de pie junto a su montura. Cogió el odre de vino y negó con la cabeza.
—En un aspecto, tú y el arconte sois como hermanos. No nos lo dirías si considerases que estaríamos mejor sin saberlo. Crees que tu voluntad es superior a la de la mayoría de los hombres.
—Ningún comandante que valga un óbolo comparte todos sus pensamientos con sus hombres —espetó Kineas.
—El tirano vive en cada comandante —corroboró Filocles.
—Sin embargo, aprobaste mi punto de vista sobre la disciplina —dijo Kineas.
—La disciplina no es ningún secreto. Todo hombre de la falange sabe que su supervivencia depende de las acciones de todos. No puede permitirse ninguna desviación. Esa disciplina es algo público. Las reglas están al alcance de todos.
El corazón de Kineas palpitaba con fuerza, y respiraba deprisa. Inhaló profundamente y contó hasta diez en sakje, un ejercicio que cada vez le resultaba más fácil.
—Ningún hombre me provoca con tanta facilidad como tú.
—No eres el primero que me lo dice —contestó Filocles.
—No estoy preparado para comentar lo que me da miedo. Sí, llevas razón, por supuesto. Tengo miedo. Sin embargo, y te pido que confíes en mí en esto, no es un asunto que tenga que preocuparte.
«Tengo miedo de la muerte.» Por algún motivo, la mera admisión de ese miedo le alivió la carga. Filocles se volvió hacia él de repente y le miró a los ojos.
—Cuando estés preparado, deberías hablar de ello. Soy un espía; me entero de cosas. Sé que viste a Kam Baqca. Sospecho que te contó algo. —Miró a Kineas con dureza—. Y me figuro que te dio malas noticias. —El semblante de Kineas debió de dejar traslucir su angustia porque Filocles alzó la mano—. Perdona. Tu rostro me dice que piso terreno peligroso. Amas a la dama. Si te trata mal, lo siento.
Kineas asintió.
—No estoy preparado para comentar lo. —No obstante, la atención de su amigo le conmovió y tuvo que sonreír; enfrentado a la pérdida de una mujer a la que apenas había tocado y a la inminencia de su propia muerte, ¿qué era más importante? Los hombres eran unos idiotas. Sus hermanas se lo habían dicho un sinfín de veces, y Ártemis había coincidido con ellas.
Filocles le pasó el odre de vino.
—Estás sonriendo. ¡Algo he conseguido! ¿Vamos a Olbia, entonces?
Kineas se las arregló para sonreír de nuevo.
—¿Donde lo peor a lo que hay que enfrentarse es el arconte? —Hizo una seña a Niceas para que tocara la orden de montar—. ¿Quién dijo que la guerra simplifica las cosas?
—Alguien que nunca había planeado una —gruñó Filocles.
—Una vez más, confieso que te he subestimado, mi querido hiparco.
El arconte sonreía satisfecho. Kineas se estaba acostumbrando a los bruscos cambios de humor del arconte. En lugar de mostrar su sorpresa, o de darle una respuesta, se limitó a inclinar la cabeza.
—¿Has convencido al rey bandido a hacer todo esto para protegernos y luego, antes que nadie esté comprometido a una política de guerra, estamos autorizados a negociar un acuerdo? ¡Espléndido! Y Zoprionte en las llanuras hostigado por bandas de bárbaros… El arconte, que se había estado frotando el mentón, de pronto dio una palmada—. Negociará, tenlo por seguro. Hiparco, te nombro nuestro comandante. Pongo en tus manos las fuerzas del estado. Por favor, haz lo posible para evitar servirte de ellas.
Kineas encontró que le complacía, pese a todo, ser designado comandante. Había pensado que, a fin de cuentas, obtendría el puesto; Menón, aun siendo mayor, no tenía tanta experiencia en batalla como él, pero esas cosas dependían de la política y eran, por tanto, imprevisibles.
—Así lo haré, arconte.
—Bien.
El arconte hizo una seña a su esclavo nubio para que trajera vino, indicando que quería tres copas.
Kineas miró a Menón, cuyo rostro moreno torcía el gesto.
—¿No estás complacido? —dijo el arconte a Menón.
—Mucho —contestó Menón categóricamente.
El arconte prosiguió con voz meliflua.
—Pues no pareces complacido. ¿Te sientes desairado? ¿Deberías ostentar tú el mando?
Menón miró a Kineas. Se encogió de hombros.
—Tal vez. —Vaciló, pero el enfado le hizo sacar lo mejor de sí mismo—. ¡Quiero clavar mi espada a Macedonia, no esconderme detrás de las murallas y fingir sumisión! ¿Qué clase de plan es ése?
El arconte apoyó el mentón en la mano, con un dedo a lo largo de la sien apuntando hacia el cielo. Llevaba el pelo cortado a la última moda, con un fleco de tirabuzones que hacía resaltar la corona de laurel dorado que lucía.
—El plan de un realista, Menón. La mayor elegancia del plan de Kineas reside en que los macedonios pueden gastarse todo el dinero y morir a montones, de modo que luego, al final, tengamos toda una gama de opciones políticas. Podemos, si así lo queremos, rescatar al pobre Zoprionte con pertrechos y unabase de operaciones, y utilizarlo para librarnos de los bandidos para siempre.
Al pronunciar estas últimas palabras, el arconte miró a Kineas sonriendo con malicia; la clase de sonrisa que adopta un chiquillo cuando sabe que está obrando mal.
Kineas se mantuvo impasible. Estaba descubriendo que el tener conocimiento de su propia muerte le había dado tanta serenidad como miedo. De hecho, el miedo se iba disipando gracias a la aceptación. El deseo del arconte de manipular y desconcertar resultaba poco relevante.
Estas cavilaciones le hicieron permanecer callado demasiado rato, y el arconte le espetó:
—¿Y bien, hiparco? ¿Por qué debería ayudar a Zoprionte? Kineas cerró su mano izquierda en torno al puño de su vieja espada.
—Porque conquistaría tu ciudad en cuanto tuviera un pretexto —dijo con sumo cuidado.
El arconte sufrió un bajón.
—Tiene que haber un modo de utilizarle contra los bandidos.
Kineas no dijo nada. Los deseos del arconte carecían de importancia para él. El arconte se reanimó.
—Hay que celebrar una ceremonia —dijo—. En el templo. Te investiré con el mando en público.
Los dedos de Kineas delataron su impaciencia por el modo de repiquetear contra el pomo de la espada.
—Tenemos que preparar a nuestros ciudadanos. Los hippeis, como mínimo, deben estar listos para trasladarse al campamento —dijo Kineas. Menón gruñó.
—Creo que podremos hacer un hueco para una ceremonia que tendrá importantes repercusiones —dijo el arconte. Hizo una seña a un esclavo que aguardaba detrás de su asiento—. Encárgate de eso. Todos los sacerdotes, quizás un gesto de benevolencia para el pueblo.
El esclavo, otro persa, habló por primera vez:
—Preparar eso llevará unos cuantos días, Arconte.
El arconte endureció su semblante.
—No me has oído. Zoprionte ejecutó a Ciro, mi emisario, con el pretexto de que era un esclavo, alguien indigno de servir como embajador. Éste es Amarayan.
Kineas miró con detenimiento a Amarayan, un hombre de tez bronceada con una abundante barba negra y un rostro que no revelaba nada.
—Necesitaremos la cooperación de Pantecapaeum —dijo Kineas—. Necesitaremos su flota.
El arconte negó con la cabeza.
—En eso debo discrepar. Me temo que cualquier acción de su flota nos comprometerá.
Kineas suspiró.
—Si no ponemos en jaque a la flota macedonia, no tendremos ninguna opción a mediados de verano.
El arconte tamborileó los dedos contra su cara.
—Muy bien, pues les pediré que traigan sus barcos aquí.
Kineas negó con la cabeza.
—Tienen que hacer más que eso, arconte. Deben patrullar la costa hacia el sur, buscar a la escuadra macedonia y destruirla. Además, me gustaría que cerraras el puerto. —Seguía observando a Amarayan—. Sin duda hay espías aquí. No quiero que se comuniquen con Tomis.
El arconte habló lentamente, como si le siguiera la corriente a un niño.
—Cerrar nuestro puerto sería ruinoso para el comercio.
—Con todo el respeto, Arconte, estamos en guerra. —Kineas obligó a su mano a dejar de juguetear con la espada—. Si todo sale bien, el grano podrá enviarse en otoño.
—Atenas no estará nada contenta si retenemos su grano todo el verano.
El arconte miró a Amarayan, que asintió.
—El grano de la cosecha de otoño no bajará por el río como de costumbre —repuso Kineas—. El rey de los sakje retendrá ese grano para aprovisionar a su ejército.
—¿Ejército? —escupió el arconte—. ¡Unas bandas de salvajes de las llanuras no son un ejército!
Kineas guardó silencio. Menón se aguantó la risa.
—Arconte, no puedes fingir que todo es normal. Zoprionte marcha hacia aquí con intención de tomar la ciudad —terció Menón.
—Atenas preferirá perder una cosecha de grano que perder esta ciudad a manos de Macedonia para siempre —agregó Kineas.
Amarayan se inclinó y murmuró algo al oído del arconte. El arconte asintió.
—Meditaré sobre ello —dijo—. Podéis retiraros. E informad a nuestros ciudadanos de que deben prepararse para salir de campaña. Dentro de cinco días —lanzó una mirada a Amarayan, que asintiócelebraremos el festival de primavera nombrándote formalmente jefe del ejército aliado. Después de eso, quizá cierre el puerto.
Cinco días. Para entonces, los tres barcos atracados habrían cargado y zarpado, llevándose consigo los mensajes que fuese preciso.
Kineas saludó y se retiró. En el patio de la ciudadela, bajo la mirada de una docena de los celtas del arconte, Kineas alcanzó a Menón.
—Habrá una batalla —le dijo.
Menón se detuvo. Vestía armadura y sostenía el casco debajo del brazo, llevaba el rizado pelo negro cortado muy corto y su capa negra ondeaba al viento. Sus ojos escrutaron el semblante de Kineas.
—¿Tienes planes de provocarla?
Kineas negó con la cabeza.
—Evitaré librar batalla contra Zoprionte, si puedo. Pero los dioses… —Kineas se interrumpió, sin saber cuánto revelar. Pero necesitaba a Menón, y Menón necesitaba saber. Kineas no soportaría un verano de abierta hostilidad con aquel hombre—. Los dioses me enviaron un sueño. Un sueño muy vívido, Menón. Habrá una batalla. La he visto.
Menón seguía observándole con receló.
—No soy muy dado a creer en dioses y sueños —dijo—. Eres un hombre extrañó. Me desconciertas. —Metió los pulgares en el fajín—. Pero no eres un mentiroso, me parece. ¿Ganamos esa batalla?
Kineas tenía miedo de hablar demasiado, temía que decir algo en voz alta pudiera cambiar el cursó de los acontecimientos.