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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (47 page)

BOOK: Tirano
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Filocles sonrió a su vez.

—Te clavó bien hondo la lengüeta. Y no es que me extrañe: es más espartana que ninguna otra bárbara que haya conocido.—Recuperó el odre de agua—. ¿Es eros o agape? ¿Te has acostado con ella?

—¡Eres como un amigo de infancia lleno de granos indagando sobre mi primera conquista!

—No: soy un filósofo estudiando a su sujeto.

—La chica de las sandalias de oro me ha golpeado, en efecto, con las grandes uvas del amor —dijo Kineas citando una canción popular de la Atenas de su juventud—. ¿Cuándo, exactamente, pueden dos comandantes de caballería hallar intimidad suficiente para hacer el amor?

Acarició la empuñadura de su nueva espada con la mano izquierda. Filocles sonrió y miró hacia otra parte.

—Los espartanos se las arreglan bastante bien para hacer eso cuando están de campaña. Incluso los espartiatas.

—Bah, vosotros sois todos hombres. Os basta con elegir a un compañero de manto —dijo Kineas, y enarcó una ceja. El espartano le contestó:

—¿Es una mujer tu amazona? Quiero decir, aparte de la anatomía: es tan poco mujer como Kam Baqca poco hombre.

Kineas notó que se le encendía el semblante.

—Creo que lo es.

—¿Vas a instalarla en el piso alto de tu casa para que críe a vuestros hijos? —dijo Filocles—. Por lo que he podido ver de las mujeres sakje, creo entender a Medea mucho mejor. Ha nacido para ser libre; para ella, una vida como la de las mujeres de Tebas sería como la esclavitud. Manos Crueles. ¿Sabes por qué la llaman así?

—Es el nombre de su clan —contestó Kineas.

—En su caso, solía cortar la cabeza a sus víctimas, sin un golpe de gracia. —Filocles se echó al hombro el odre de agua—. No tengo nada contra ella. Sólo quiero que veas que nunca será una esposa, una esposa griega.

—¿Quiero una esposa griega? —cuestionó Kineas.

—Tal vez no —dijo Filocles—. Pero si cambias de parecer, se convertirá en un temible enemigo. La encarnación de Medea.

Kineas se volvió, hizo una seña a Ataelo y se atragantó, a medio camino entre la risa y el llanto.

—Por suerte —dijo por fin—, para entonces ya habré muerto.

En cuanto vio el campamento detuvo el caballo y lo observó con detenimiento. Al otro lado del río, hasta donde alcanzaba la vista, desde la pequeña loma al norte del vado y formando una gran curva hacia el sur, había manadas de caballos. Hizo lo que su tutor le había enseñado. Inhaló profundamente, azuzó al caballo con las rodillas y dividió la vasta extensión en una cuadrícula de sectores manejables. Hizo una estimación del tamaño de cada cuadrado y se puso a contar los animales que contenía hasta obtener un resultado razonable, lo multiplicó por el número aproximado de cuadrados, añadiendo las columnas a medida que avanzaba, hasta que su caballo comenzó a chapotear a través del vado, y se encontró sacudiendo la cabeza ante la imposibilidad de la cifra que había calculado.

Ataelo los condujo hasta el carromato del rey. La casa del rey, su clan personal, tenía su campamento en la cima de la loma que quedaba al norte del vado, con cincuenta carromatos colocados en círculo formando una especie de fuerte de madera. El carromato del rey estaba en el medio. A los pies de la loma había manadas de caballos, rebaños de cabras y decenas de bueyes que pululaban en una promiscua confusión.

Kineas saludó a Marthax, que estaba de pie en medio de un corro de otros nobles.

—¿La incursión? —dijo Kineas en sakje levantando la voz. Marthax caminó hacia él balanceándose con los andares propios de quien evita caminar si puede montar. Habló deprisa, demasiado deprisa para que Kineas le siguiera, aunque para entonces su sakje era lo bastante bueno para entender que la incursión había sido un éxito.

—Transbordador destruido —dijo Ataelo—. Todos los barcos quemados, y ciudad para quemar. Ningún caballo perdido.

Kineas se estremeció. Pese a la mala acogida de su columna en Antifilos el verano anterior, no había esperado que toda la ciudad fuera a pagar las consecuencias de la guerra.

Marthax sonreía de oreja a oreja. Dijo algo, pero lo único que Kineas entendió fue una frase sobre «caca de bebé».

Ataelo dijo:

—El caudillo dice: yo quemaba ciudades cuando tú eras bebé. Kineas frunció el entrecejo al sospechar lo que había dicho en realidad, y Marthax siguió sonriendo.

Detrás de él, Filocles gruñó.

—El tirano asoma la cabeza —dijo.

Kineas desmontó y se volvió hacia él.

—¿El tirano?

El espartano también desmontó y se frotó los muslos.

—¿No lo he dicho una docena de veces? La guerra es el mayor tirano, y cualquier concesión que le hagas sólo conduce a nuevas exigencias. ¿Cuántos murieron en Antifilos?

Kineas suspiró.

—Así es la guerra.

—Sí. Así es —asintió Filocles—. Y esto sólo es el principio.

Kineas hizo reír al rey cuando le preguntó si todos los contingentes estaban presentes.

—Una décima parte de mis fuerzas, como mucho. Yo tam bién tengo a jefes más fuertes y más débiles. Mi Olbia y mi Pantecapaeum, por decirlo así.

Kineas indicó la llanura que se extendía a los pies de la loma.

—He contado diez mil caballos.

Satrax asintió.

—Como mínimo. Éstas son las manadas reales. No soy el rey sakje más grande, pero tampoco el más pequeño. También están las manadas de los clanes del Caballo Rampante, de los Lobos Pacientes y del Hombre Bajo el Árbol. —Echó un vistazo a la planicie—. A mediados de verano nos habremos comido la hierba desde aquí hasta el santuario que hay río arriba, y tendremos que trasladarnos. —Se encogió de hombros—. Pero el grano está comenzando a llegar.

Kineas sacudió la cabeza.

—Son muchos caballos.

—Kineas —dijo el rey—, un sakje pobre, un hombre poco diestro en la caza y sin fama en la batalla, posee cuatro caballos.

Una mujer pobre lo mismo. Un hombre con menos de cuatro caballos no es bienvenido en su clan, porque no puede seguir el ritmo de la cacería y los viajes. Cada hombre y cada mujer tiene al menos cuatro, la mayoría tiene diez. Un guerrero rico tiene cien caballos. Un rey tiene miles de caballos.

Kineas, que poseía cuatro caballos, silbó.

El rey se volvió hacia Ataelo.

—¿Y tú? ¿Cuántos caballos tienes?

Ataelo habló con evidente orgullo.

—Tengo seis caballos aquí y otros dos en los establos de Olbia. Conseguiré más de los macedonios y entonces tomaré esposa.

Kineas sonrió a Ataelo.

—Entiendo tu postura.

—Eres un buen jefe para él —dijo el rey—. Ahora tiene caballos. Los jefes avariciosos se quedan los botines para sí mismos. Los buenos se aseguran de que cada hombre reciba su parte.

Kineas asintió.

—Entre nosotros sucede lo mismo. ¿Conoces la Ilíada?

—He oído hablar de ella. Una historia extraña; nunca he sabido quién debía gustarme. Aquiles me pareció un monstruo. Pero entiendo a qué te refieres: todo el relato es sobre un mal reparto de botines.

Kineas, a quien desde la infancia le habían enseñado a ver en Aquiles la encarnación de todas las virtudes viriles, tuvo que aguantarse las ganas de dar un discurso sobre Aquiles. El rey podía ser muy griego, pese a sus pantalones y sus gorros como capuchas; no obstante, en impecable griego, daría una opinión que demostraría lo ajeno que era al mundo heleno.

El rey percibió su confusión y se echó a reír.

—Ya lo sé, vosotros le adoráis. Pero es que vosotros, los griegos, dedicáis mucho tiempo a estar enfadados, así que tal vez Aquiles sea vuestro modelo. ¿Por qué tanto enojo? Anda, cuéntame lo que va a hacer vuestro arconte.

—Se mostró conforme en todo, mi señor. Los hoplitas marcharán con la luna nueva. Diodoro ya te habrá informado sobre el escuadrón de caballería que se ha quedado en la ciudad.

—Así lo hizo, en efecto. También eligió vuestro campamento. Ve a reunirte con él y ya hablaremos más tarde.

La guerra había vuelto más autocrático al rey. Kineas reparó en que tenía una corte más numerosa, con más hombres y mujeres presentes. Se preguntó qué podía presagiar aquello.

Diodoro le recibió con un abrazo y una copa de vino.

—Espero que te guste nuestro campamento —dijo.

Había ocupado el espolón inmediatamente al sur del campamento del rey, un saliente que se adentraba en las aguas más profundas del norte del vado formando una península rocosa. Las tiendas de los olbianos formaban un cuadrado perfecto, con una línea para los caballos y otra para las hogueras, y más allá de las hogueras, una línea de hoyos: las letrinas. Era igual a los de los manuales, como un ejercicio de matemáticas transformado en realidad tangible. Al norte de la colina, Kineas señaló otro cuadrado, de un estadio de lado, marcado con gruesas estacas y casi vacío de animales de los sakje.

—Para cuando lleguen los hoplitas.

—Buen trabajo —dijo Kineas.

Anduvo entre las fogatas, saludando a hombres que conocía, estrechando manos y regodeándose con su alegría de verle. En medio del campamento había un carromato.

—Un regalo del rey para ti —dijo Diodoro.

El carromato estaba pintado de azul desde las ruedas hasta las firmes tablas de los costados. La tienda de fieltro que cubría el techo también era azul oscuro, igual que los yugos para los cuatro bueyes. Una escalera conducía desde el suelo hasta la portezuela trasera de la cubierta de fieltro.

Kineas le entregó las riendas de su caballo a un esclavo y entró. La caja era pequeña, apenas un poco más ancha que un hombre tendido y el doble de larga. Dentro había una cama, arrimada a un costado del carromato y protegida con colgaduras de fieltro decoradas con dibujos de venados, caballos y grifones, y una mesa baja. El suelo estaba forrado de mullidas alfombras sakje y cojines.

—Me he tomado la libertad de probar la cama unas cuantas noches —dijo Diodoro. Sonrió—. Sólo para asegurarme de que fuese cómoda.

—¿Y?

—Lo es. Te hace tener ganas de quedarte en ella. Por los dioses, Kineas, cuánto me alegra tenerte aquí. Si alguna vez he pensado que sabría hacer tu trabajo, iba bien errado. Mil crisis al día…

Fue interrumpido por Eumenes, que estrechó la mano de Kineas antes de volverse hacia Diodoro.

—Nos dijeron que hoy habría grano para los caballos de batalla. ¿Dónde tenemos que ir a buscarlo?

Diodoro señaló a Kineas con ambas manos.

—Bienvenido al Gran Meandro, hiparco —dijo—. Estás al mando.

Hizo el gesto de quitarse un gran peso de los hombros para ponerlo sobre los de Kineas. Eumenes, Filocles y Ataelo se echaron a reír.

Kineas les sonrió a todos.

— Diodoro, ¿dónde reparten el grano?

—Ni idea —contestó Diodoro.

—Ve a averiguarlo —dijo Kineas sin dejar de sonreír. Diodoro sacudió la cabeza.

—¿Cómo no se me habrá ocurrido antes?

La primera semana de Kineas en el Gran Meandro fue un constante ejercicio de humildad. Sus hombres, entrenados casi a la perfección por un duro invierno y ahora sometidos a cuidadosa instrucción en el campamento, eran tan buenos como cualquier unidad de caballería griega que Kineas hubiese visto hasta entonces. Ahora bien, entre ellos y los sakje había una diferencia de primera magnitud.

Kineas había visto a los sakje en competiciones deportivas, cabalgando en la estepa, haciendo carreras, tirando por placer. Pero nunca había visto a cien guerreros tendidos en la hierba con sus ponis al lado, invisibles en un pliegue del terreno hasta que su jefe tocaba un silbato de asta y, antes de que el estridente sonido dejara de sonar, cada hombre ya había levantado a su poni y estaba montado. Era uno de los cientos de trucos que tenían como fruto de su destreza para montar como dioses, y Kineas entendió perfectamente por qué los poetas antiguos los habían tomado por centauros.

El segundo día, Srayanka y una docena de sus guerreros regresaron de una cacería. Le miró fríamente y le retó a una prueba de lanzamiento de jabalina a caballo.

—He practicado —dijo en griego.

Kineas montó casi tan bien como en el primer encuentro, clavando cinco de seis jabalinas en los escudos; falló la última por un palmo. Srayanka hizo el recorrido entre los escudos más deprisa y no falló ninguno. Sus ojos chispeaban cuando desmontó de su yegua.

—¿Y bien? —dijo.

«He practicado cinco años para lanzar así», pensó Kineas. Pero dominó su decepción y la elogió. Sray anka, sonriente, levantó la vista hacia él.

—Perdedor da vencedor regalo —dijo.

Kineas fue a su carromato y regresó con su primera espada, el botín de Ecbatana, cuya hoja hacía tiempo que estaba arreglada. Se la entregó a Srayanka.

—Das regalo como jefe —dijo ella en griego—. Como rey. Sueño contigo, Kineax.

—Y yo contigo. Llevo tu regalo encima —dijo Kineas, y Srayanka desvió la mirada hacia su fusta.

—¡Bien! —dijo Srayanka. Hizo una seña con la suya a sus compañeros, que montaron y salieron disparados por la hierba ululando y gritando.

—El ama de casa ideal —dijo Filocles.

—¿Por qué nunca se me ocurre regalar espadas a mis novias? —preguntó Nicomedes al aire.

—¿Ninguno de los dos tiene trabajo que hacer? —preguntó Kineas.

El clan del Caballo Negro se instaló en el campamento al cuarto día: mil guerreros y otros ocho mil animales. Llegaron luciendo panoplia completa, dando ocasión a Kineas de ver por primera vez a los nobles sakje vestidos para la guerra.

Los primeros cien jinetes, los compañeros del jefe, llevaban armadura de escamas de los hombros a las rodillas, pesados abrigos de cuero con escamas de bronce y de hierro pegadas como si fuesen de un pescado, o como tejas en un tejado. Los hombres más ricos montaban los caballos más grandes, que a su vez lucían la misma clase de armadura en el pecho, y llevaban cascos griegos que les cubrían toda la cara coronados por grandes cimeras de crin.

Y cada uno de los compañeros del jefe montaba un caballo negro. Formaban una estampa magnífica, e iban tan bien montados y armados como la flor y nata de una hueste persa. Todos portaban arco y gorytos y una lanza pesada, además de una brazada de jabalinas.

Niceas, que observaba al lado de Kineas, dijo con amargura: —Hades, ¿para qué nos necesitan?

Srayanka aguardaba con impaciencia la llegada del resto del clan Manos Crueles desde sus pastos del oeste. Iban con retraso, y ella perdía prestigio cada día que se demoraban. Eso decía su séquito, además de Ataelo.

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