Tirano II. Tormenta de flechas (66 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Los prodromoi seguían detrás de las formaciones enfrentadas. Mientras respiraba jadeante, llegaron Ataelo, Samahe y Temerix, que compitieron por darle agua. Temerix tenía un poco de vino. Se sintió mejor de inmediato. Temerix le dio un trozo de salchichón con ajo, sin duda el botín de alguna escaramuza, dado que los sakje no tenían nada parecido, y lo engulló. Llevaba horas sin comer, de modo que se sentó a un cuarto de estadio del más encarnizado combate de caballería que hubiese visto jamás, compartiendo un salchichón con sus exploradores. Fue recobrando su percepción de la batalla a pesar del polvo.

El sol se ponía, y el aire en contacto con su rostro quemado y sucio parecía más fresco.

—Gracias por el salchichón —dijo a Temerix, que sonrió—. Vamos a ganar esta batalla —vaticinó, cosa que sonó bastante pomposa; pero así era como él lo veía.

La melé lo había dejado atrás. Los Compañeros no rompían filas; simplemente, perdían. Alrededor de Kineas, jinetes escitas de ambos sexos cabalgaban a medio galope; no nobles con armadura, sino simples guerreros de todas las tribus. Unos cuantos lo saludaron con el nombre de Baqca, y todos se abalanzaron a la melé, a menudo gritando a los prodromoi que se habían sumado a ellos. Pero los exploradores aguardaron con la disciplina aprendida durante dos años de campañas.

Comprendió que aquello era lo que Zarina había querido decir. Los escitas llevaban toda la vida cazando coordinadamente en las llanuras. Sabían cuándo una bestia estaba herida, y cabalgaban a la lucha, cada guerrero en el momento que consideraba oportuno. Sus pocos cientos ahora sólo eran la punta de la lanza, y miles de sakje y dahae llegaban detrás de ellos, cabalgando hacia la tormenta bélica para disparar flechas o asestar mandobles con sus espadas. Muchos habían cambiado de caballo tras el momento de pánico inicial, y sus monturas estaban relativamente descansadas. La conmoción estaba superada y olían la victoria.

Kineas también la olía, y olía a sudor de caballo y a polvo, con un matiz de manzanas. Talasa relinchó y dio un paso adelante, cosa extraña que se moviera de motu propio, y Srayanka surgió de entre las tinieblas.

—¡Yiijaaa! —chilló, y se abrazaron. Y luego hizo recular a su yegua—. Estás herido.

Kineas se limitó a sonreírle. Luego alargó el brazo derecho y la atrajo hacia sí, su gorjal chirrió sordamente contra las escamas, y se besaron como dos seres que podrían haberlo perdido todo.

—¡Podríamos marcharnos! —dijo Srayanka cuando se separaron. La mano que había puesto en el costado izquierdo al abrazarlo estaba ensangrentada.

—Demasiado tarde, mi amor —repuso Kineas.

—Le he dado un buen tajo al jodido Hefestión —dijo Srayanka, como si se lo estuviera pasando en grande. Le dio una jabalina—. Un regalo de bodas tardío —agregó. Apretó los labios—. Lot ha caído a la hierba.

—¡Oh, no! —exclamó Kineas, olvidando el dolor por un momento. Las trompetas tocaban retirada—. Yo he dejado a Alejandro fuera de combate. —Lloraría por Lot más tarde. Y entonces pensó: «No tardaré en reunirme con él», y sintió de nuevo el dolor, empapado de sangre como estaba. Pero aun así rió. Su sonrisa era real. El miedo se había esfumado; en realidad, ya estaba muerto y aquel último abrazo era un favor de Atenea. Volvió a erguirse sobre Talasa, todavía con fuerza en las piernas—. Acabemos con esto —dijo.

Los ojos de Srayanka se clavaron en los suyos por última vez.

—¡Llévanos contigo! —suplicó Ataelo a su lado—. ¡Caballos frescos!

Kineas miró alrededor.

—Pues formad una cuña —dijo, y Ataelo y Samahe comenzaron a dar órdenes en varios idiomas y los exploradores formaron. Avanzaron al trote.

Juntos, Kineas y Srayanka cabalgaron hacia la tormenta de Ares. Ahora la melé entera estaba en movimiento, y los guerreros les abrían paso a medida que avanzaban. Todas sus fuerzas estaban entremezcladas, empujando al adversario con la fuerza de la victoria mientras el sol se ponía teñido de rojo como una herida abierta a sus espaldas, cegando al enemigo cuando lograba penetrar en el polvo, y el daimon estaba en todos ellos, y los olbianos gritaban «Apolo» y «Niké» y unos pocos gritaban «Atenea», mientras los sakje y los sármatas gritaban otra cosa, algo que parecía carecer de sentido pero que fue formando una palabra a medida que avanzaban, de modo que todos los gritos inconexos comenzaron a ser esa palabra, repetida una y otra vez, mil voces cansadas sumándose para dar voz al dios de la guerra.

—¡BAQCA! —gritaban.

Y el sonido se llevó a Kineas hacia delante. Tuvo tiempo de pensar: «Esto es como ser un dios», y sintió que Niké, la euforia de la victoria, se adueñaba de él. Y los macedonios rompían filas tras haber cubierto su retirada, exhaustos, profesionales, espléndidos, pero ahora acabados. Filotas quizá los habría hecho resistir más, o Parmenio, pero Hefestión ya había abandonado el campo de batalla a causa de lo que él llamaba heridas, y los mil espíritus veleidosos que doblegan incluso a los mejores los indujeron a huir.

Kineas irrumpió en la primera fila y lanzó la jabalina, un lanzamiento largo y alto que alcanzó la grupa de un caballo a la fuga.

—¡Buen lanzamiento! —exclamó Filocles—. Lo encuentro un poco distinto —dijo, como si prosiguiera una conversación anterior.

El dolor causado por el lanzamiento afectaba a la visión de Kineas, pero éste se las arregló para sonreír al espartano.

—¿Hum? —dijo, como si estuvieran en el porche del megaron de Hircania, hablando de filosofía.

—Una melé de caballería. Es lo mismo. Mucho empujar, pero con un animal haciendo la faena. —Filocles sonrió. Tenía la mano derecha roja, la muñeca roja y el brazo con el que sostenía la lanza manchado de chorretones de sangre, disimulaba su tono de voz—. Creo que me gusta. Una buena manera de librar la última batalla.

Kineas rió, y se le resintió el costado.

—Eres un buen hombre —dijo.

Filocles sonrió.

—No me canso de oírtelo decir.

La bruma se iba disipando porque los escitas estaban demasiado cansados para perseguir a nadie y, además, el agua del Jaxartes ya llegaba a los corvejones de sus caballos. Los falangitas cruzaban a trompicones el vado que habían ganado con tanto esfuerzo. La carga de Alejandro los había salvado, pero no tenían órdenes y daban el día por terminado.

Kineas volvió la cabeza y los reconoció a todos, a cada hombre y mujer, y vio cómo el sueño era verdad y no lo era. Miró al frente y vio un ejército derrotado al que sólo le faltaba el golpe de gracia. Justo a los pies del gran árbol muerto, un jinete solitario aguardaba sentado en un caballo con armadura, el yelmo dorado pintado de rojo por los últimos rayos del sol poniente. Sostenía un arco.

La voz de León, lejana a la izquierda, sonó en la penumbra roja.

—¡Es mío! —gritó, y echó a correr hacia el agua. Diodoro dijo:

—¡Vuelve a la línea, por Ares!

Kam Baqca estaba a su vera. Es hora de cruzar el río, le dijo.

Kineas levantó la espada, y lo inundó una ola de dolor. Por encima del remolino rojo de polvo, vio el último retazo de un cielo azul, y en lo alto un águila volaba en círculos.

—¡A la carga! —dijo. Hizo una seña…

Epílogo

Al día siguiente, a plena luz del sol, Srayanka cruzó el río con treinta jinetes, todas doncellas lanceras con la armadura limpia, los caballos almohazados y el pelo adornado con aros de rosas y hierba. Srayanka llevaba la espada de Ciro cuya empuñadura de jade destellaba emitiendo su propio mensaje bajo el sol.

En la margen enemiga encontraron una escolta de macedonios que no iban muy limpios, y Srayanka asintió para sí misma. La escolta estaba al mando del macedonio por Kineas conocido, Tolomeo, que presentaba una herida. Srayanka lo miró inexpresiva. Cabalgaron a través de un silencioso campamento de macedonios; silencioso salvo por los quejidos de los heridos y el estridente dolor de los caballos. Quienes pudieron se asomaron para verla pasar.

Srayanka condujo su columna más allá de las máquinas de sitio que custodiaba un pelotón de hombres armados, y más allá de las hileras de tiendas y refugios improvisados con mantas, hasta donde había una docena de pabellones armados juntos; y Tolomeo los hizo pasar al patio que formaban esos pabellones.

—El rey te recibirá aquí. Está herido —dijo Tolomeo, levantando mucho la voz, como si hablara con una sorda.

—Mi esposo lo dejó fuera de combate —repuso Srayanka en griego, y su sonrisa fue tan desagradable como el murmullo de los soldados macedonios. No desmontó, pese a que Tolomeo se lo indicara con señas varias veces.

—El rey te aguarda —insistió Tolomeo.

—Dile que venga él aquí. Yo no desmonto en campamento enemigo.

Levantó la barbilla. El corazón le latió con fuerza en el pecho hasta que se dijo a sí misma que no tenía nada que perder. Mantuvo la cabeza bien alta y finalmente la portezuela de la tienda más grande se abrió, y Alejandro salió. Estaba pálido y cojeaba, y en cuanto le llevaron un asiento se sentó.

—Sólo una amazona sería objeto de tanta cortesía, señora. Cualquier otro rey vencido viene y se arrodilla.

Srayanka se encogió de hombros.

—Seré amable, entonces. No te pediré que te arrodilles.

El rostro de Alejandro se convirtió en una máscara de ira al instante.

—Eres tú la derrotada.

Srayanka sostenía una bolsa con la mano izquierda. La abrió y tiró al suelo el objeto que contenía. Era el casco de oro de Alejandro.

—Podría haberlo puesto en lo alto de un trofeo como el que levantan los griegos al otro lado del río —señaló—, y nada podrías haber hecho para impedírmelo. —Ante su silencio, asintió—. Consérvalo con mi agradecimiento por tu cortesía cuando fui tu rehén.

Alejandro tomó aire para hablar, pero Srayanka levantó la mano.

—Escucha. No he venido a burlarme. Has matado a mi esposo, pero no daré mi brazo a torcer. Tú no cruzarás el Oxus ni el Jaxartes, y los sakje no apoyarán más al usurpador Espitamenes, a quien odio. Esta es mi palabra. Cruza los ríos y muere. Ve a otra parte y conquista a tu antojo.

—Conquistaré el mundo —dijo Alejandro. Su ira la habían sofocado su ardiente curiosidad, su interés, su reconocimiento.

—No vuelvas al mar de hierba, Rey —replicó Srayanka. Se encogió de hombros—. Di a tus esclavos que hemos venido a rendirte tributo, si es preciso. Pero no vuelvas al mar de hierba. —Desenvainó la espada de Ciro—. Mi pueblo dice que ésta es la espada que el gran rey Ciro llevó al mar de hierba. La dejó con nosotros. Cruza el río y veremos qué dejas tú. He dicho.

Lo dejó sentado en su trono de marfil, sosteniendo su yelmo. No aguardó a su escolta de macedonios, que habían desmontado esperando una negociación más larga. Reunió a sus doncellas y se marcharon al paso sin que nadie levantara una mano contra ellas.

Al otro lado del río, en lo alto del risco que dominaba el vado del Jaxartes, un hombre corpulento, desnudo bajo el sol, apilaba todos los trozos de armadura macedonia que sus amigos habían quitado a los muertos. Lloraba mientras trabajaba, pero trabajaba duro, y muchas manos lo ayudaban. Construyó el trofeo con cuidado hasta que descolló sobre el risco, y el yelmo que coronó la cima tenía un penacho azul, y el bronce reflejó el sol y ardió como una almenara.

Glosario

Airyanám
(avestano): Noble, heroico.

Aspis
(griego clásico): Escudo redondo y grande que solían llevar los hoplitas griegos; salvo los macedonios.

Baqca
(siberiano): Chamán, mago, hechicero.

Daimon
(griego clásico): Espíritu.

Epilektoi
(griego clásico): Los hombres elegidos de la ciudad o de la falange; soldados de élite.

Estadio
(del griego clásico): Medida de longitud que equivale a 1/8 de milla, la distancia que se recorre en un estadio, 178 m 30 estadios equivalen a una parasanga.

Eudaimonia
(del griego clásico): Bienestar. Literalmente, «con buen espíritu». Véase daimon, arriba.

Falange
(del griego clásico): Formación de infantería utilizada por los hoplitas griegos en la guerra, de ocho a diez columnas en fondo y tan ancha como lo permitieran las circunstancias. Los comandantes griegos probaron formaciones con más y menos columnas, pero la falange era sólida y muy difícil de romper, presentando al enemigo un auténtico muro de puntas de lanza y escudos, tanto en la versión macedonia con picas como en la griega con lanzas. Asimismo, «falange» puede aludir al grueso de los combatientes. La falange macedonia era más profunda, con lanzas más largas llamadas sarissas, las cuales suponemos que eran como las picas que se usaron en tiempos más recientes. Los miembros de una falange, sobre todo de una falange macedonia, a veces se denominan falangitas.

Filarco
(del griego clásico): El comandante de una fila de hoplitas, que podía ser de hasta dieciséis hombres.

Gamella
(griego clásico): Festividad griega.

Gorytos
(griego clásico y posiblemente escita): El carcaj abierto por arriba que llevaban los escitas, a menudo muy ornamentado.

Hiparco
(del griego clásico): El comandante de la caballería.

Hipereta
(del griego clásico): El trompetero del hiparco.

Hippeis
(griego clásico): En el ámbito militar, la caballería de un ejército griego. En sentido general, la clase de la caballería, sinónimo de caballeros. Por lo general, los hombres más ricos de una ciudad.

Hoplita
(griego clásico): Soldado griego de infantería que porta un aspis, el escudo redondo y grande, y combate en la falange. Representa a la clase media de hombres libres en casi todas las ciudades, y si bien a veces parecen caballeros medievales por su aspecto, también son la milicia de la ciudad y en sus filas se cuentan artesanos y pequeños granjeros. A principios de la época clásica, un hombre con tan sólo doce acres de cultivo tenía derecho a portar aspis y servir como hoplita.

kopis
(griego clásico): Especie de puñal de hoja curva parecido al que suelen llevar los gurkas. Aparece en obras de arte de la Grecia antigua, y ciertos cuchillos domésticos tenían su forma.

Machaira
(griego clásico): La pesada espada de la caballería griega, más larga y resistente que la espada corta de la infantería. Su objeto es dar más alcance al jinete y no tiene utilidad en la falange. También es aplicable a cualquier otra arma blanca de puño.

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