—Hay que conseguir agua esta noche —observó Nihmu—. O muchos morirán.
Kineas la miró.
—¿Por qué no buscas agua?
—Ya lo he hecho —repuso—. Esa agua. —Kineas aún tenía el odre en sus manos, y se lo pasó a Srayanka—. Hay un largo camino hasta esa agua, señor. Puedo llevarte allí. Ataelo ayudará. Pero tú debes conducirnos. —Nihmu volvió la cabeza para mirar hacia el horizonte.
—Gracias —dijo Srayanka—. Pero ¿crees que soy capaz de beber cuando toda mi gente está sedienta?
—Cada uno ha tenido su parte, señora —dijo Kineas—. Ahora te toca a ti.
Los ojos de Kineas ardían con lágrimas contenidas y Srayanka dejó caer la cabeza. Pero bebió.
Mientras bebía, moviendo la garganta con cada trago de agua, los ruidos que hacía al tragar y los de los caballos y las conversaciones y la voz aguda de Nihmu se entretejieron como el ribete de una prenda de ropa, de modo que en un instante eran hilos distintos y al siguiente la voz del dios.
—El momento se acerca. Es hora de concluir.
Kineas se puso tenso, el pelo de la nuca se le erizó como el del lomo de un perro y se le encogieron las tripas.
Ninguno de ellos olvidaría aquella tarde que se prolongó lo indecible. El sol ardía como si los dioses apuntaran a la columna con una lente de aumento, y la hierba agostada reflejaba el calor como un espejo de bronce la luz. Los caballos daban zancadas más cortas y el polvo que levantaban a su paso ascendía al cielo como el humo de una pira funeraria.
Al caer la noche, Kineas dio el alto. Los caballos protestaron. Condujo a Talasa a través del gentío hasta Diodoro, la yegua aún tan brava como a mediodía.
—Dos horas —dijo—. Luego montamos otra vez y seguimos. La sed —hizo una pausa para frotar la lengua contra el paladar— no nos hace ningún bien.
Diodoro asintió.
Filocles aguardó a que Kineas desmontara y estacó a su caballo. Luego fue en su busca y le tendió un vaso.
—Bebe, hermano —dijo.
—Ni hablar —repuso Kineas—. No voy a beberme tu agua.
—Tienes que mandar. Y esto es vino aguado; el último que queda de Cratero. Vertamos una libación a los dioses y bebamos.
Kineas cogió la copa del espartano y arrojó una buena parte al polvo.
—Por Zeus que agita los cielos y Poseidón que agita la tierra; Apolo, Señor del Arco de Plata, y Hera, cuyos pechos son tan blancos como la nieve del Olimpo; Atenea, la sabia guerrera; Ares, vestido de bronce; Afrodita, que surgió de las olas, y Hefestión, el herrero cojo; Artemis, la cazadora; Hermes, dios de los viajeros, que quizá nos alivie en esta travesía del desierto, y por todos los dioses —dijo. Y bebió.
Cuando devolvió la copa a Filocles, el vino ya se le subía a la cabeza, de modo que arrojó su clámide sucia al suelo caliente junto a Srayanka y antes de que ésta hubiera dado de mamar a Lita, estaba…
En el fango a los pies del árbol en medio del espeluznante silencio de la bruma de la batalla del sueño, acosado por cien manos lisiadas y huesudas. Un puñado de amigos muertos luchaba codo con codo; Ajax y Nicomedes y Niceas todavía resistían, pero Gracoyano…
Empuñaba la espada y golpeaba las manos que intentaban retenerlo y se echaban sobre él mientras retrocedía hacia el árbol, y el hedor que emanaba de la ensoñación penetraba por su nariz; era como si el aire viciado de todos los osarios del mundo, de todas las matanzas de cada campo de batalla, le saturase el olfato, y en lo alto el cielo estaba oscuro como la más negra tempestad en el mar, y el rayo rasgaba el hierro oscuro de los cielos.
Tenía algo a sus espaldas, algo demasiado horrible para ser contemplado, algo que le buscaba la garganta y la mente con sus zarcillos, manos, garras; y luego desapareció, liberándolo como cuando se levanta un velo de neblina, y giró sobre sí mismo y cayó de rodillas a la inmundicia. Acto seguido, comenzó a hundirse en el suelo nauseabundo.
—¡Levántate! —le dijo una voz conocida—. ¿Acaso di mi vida para que tú fracasaras?
Artemis se erguía ante él, su garganta degollada era la menos espantosa de las heridas que la rodeaban. Había nuevas fuerzas en el campo, y el muro de enemigos muertos que gritaban en silencio había retrocedido varios pasos. La diosa lucía la misma coraza que llevara la noche antes de Arbela, cuando bailó las danzas espartanas como un hombre y dos mil soldados la aclamaron.
Kineas se puso en pie. Ella le dio la espalda, pero volvió la vista atrás cuando le oyó poner el pie en el árbol.
—Yo tenía muchos amigos —dijo la diosa sonriendo.
Y entonces se vio a sí mismo trepando, volando, montado a una bestia de pesadilla que trepaba con él a cuestas como un lagarto o una ardilla deforme, derecha a lo alto y a la barrera de espinos y ramas entretejidas como el seto de un granjero, y entonces fue mortal, ya no volaba, desprovisto de su montura. Metió la cabeza entre las ramas y éstas opusieron resistencia, pero dio un fuerte empujón, tal como habría hecho Filocles contra una pantalla de escudos…
La flecha cayó del cielo, ardiendo como un meteorito en el ocaso, y él cayó…
Solo en el patio, aislado de sus amigos y agotado, recibiendo un golpe tras otro en la cabeza y los brazos, y entonces…
De pie junto al cadáver de Nicomedes, cada mandoble tirando a un enemigo al polvo con un estrépito de bronce, y el grito del ejército, ¡Apolo!, y supo que la victoria…
Con un brazo sujetándole el cuello, ella arremetía con pies y manos, sin que el pánico la privara de astucia; pero la otra mano enemiga empuñaba un hierro que le quemó la garganta, y una caliente humedad le cayó sobre los pechos, y ella gritaba sin que le saliera la voz y cayó en la negrura…
Solo bajo el estandarte, por todas partes caían allegados que lo protegían, lo cubrían, coraza cual llama de oro…
Muerto en combate victorioso, el impacto del frío hierro en sus entrañas, podría haberse echado a reír, pero no había nada…
El llanto de un niño…
Gritando, rojo por doquier y el dolor partiéndole las carnes como un rayo, olas que venían tan seguidas que no daban respiro, y nada más que el rayo y las olas, olas húmedas de dolor que la aproximaban al túnel de hierro; un grito de respuesta desde debajo de sus pies, y la presión aliviada, mas no así el dolor, y toda su vida manando entre sus piernas…
El lamento de un niño, conocido; y todo muerte alrededor, el túnel de hierro aferrándolo con piernas de jinete, el cuerpo preso, los brazos sujetos. El llanto de un niño…
Paralizado de miedo cuando el hombre del yelmo con el penacho rojo tira al suelo al jefe de la fila; el ruido nauseabundo cuando la lanza le aplasta el esternón y lo rompe, sangre a chorros; el escudo pesa demasiado para levantarlo y defenderse; paralizado, el repentino…
El llanto de un niño…
Luz.
Tres viejas brujas al final de un hilo y la diosa de miembros tersos con una lechuza aleteando junto a su hombro, y ella sonrió… Luz…
Se despertó a oscuras. Los niños lloraban. A su lado, Nihmu se puso en cuclillas y el fino cuero de sus calzones, bordados con mil animales que daban vueltas en una maraña geométrica de pezuñas y astas y conos de oro, tintineó en sus espinillas y tobillos.
—Hay que cabalgar, señor —dijo.
—Sí —contestó Kineas. Tenía la impresión de estar hablando desde el fondo de un túnel lleno de sonido y luz y movimiento y vida, demasiada vida—. Se volvió hacia Srayanka con los ojos anegados en lágrimas: —Lo he hecho —dijo. Su voz transmitía asombro y, por primera vez en su vida, Kineas no tuvo miedo.
Srayanka se incorporó, se puso de rodillas y le acarició la cara.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Cuánto te adorará el pueblo!
Kineas la abrazó.
—No digas eso —repuso—. Llevemos a esta gente hasta el agua.
Tenía la boca seca pero podía hablar. Aún notaba el sabor del vino, y rezó en silencio a la diosa, sonriendo en la oscuridad.
Recorrieron penosamente veinte estadios en dos horas, nunca habían ido tan despacio; luego cabalgaron otros diez estadios en cuestión de minutos, porque los caballos olían el agua. Esta vez no hubo manera de retenerlos, ninguna disciplina, ningún intento de detener a las bestias o al gentío. Kineas dio rienda suelta a Talasa y la yegua alargó la zancada, galopando los últimos estadios en un periquete. Incluso Kineas era capaz de oler el agua. Relucía como una mancha líquida a la luz de la luna nueva, un estanque cavado por los prodromoi, que se mantuvieron apartados mientras los caballos se precipitaban en él y bebían, agolpándose en tal cantidad que los primeros en llegar se vieron empujados fuera del agua y los más débiles acabaron siendo derribados. Una yegua relinchaba postrada y su desespero atrajo a otros caballos; su jinete intentaba ponerla en pie, pero los caballos estaban enloquecidos de sed.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Para más agua! —gritaba Ataelo una y otra vez, porque había un segundo abrevadero en la oscuridad, a tan sólo cien pasos del primero. Kineas tuvo que arrastrar a Talasa, por lo general el más obediente de los caballos, tirando del cabestro con ambas manos, escoriándole la boca hasta que le hizo levantar la cabeza, salir del agua y moverse, y entonces por fin entendió el mensaje de que había un segundo manantial y soltó un estridente relincho y corrió, dejando a Kineas con las manos despellejadas, tumbado en la arena. Otra yegua que siguió sus pasos pasó rozándolo y una tercera le pateó las costillas, justo donde las tenía fracturadas. Kineas soltó un alarido, y entonces Ataelo y León lo alejaron de los caballos mientras muchos de los sementales y yeguas salían disparados hacia el segundo abrevadero.
Kineas yacía en la arena.
—¿Está malherido? —preguntó Diodoro asustado.
—Se ha quedado sin aliento —dijo Filocles—. Creo que le han dado una coz.
Ambos estaban muy lejos.
Dejaron atrás la hierba agostada y llegaron al valle del lago del Jaxartes dos días después de que los prodromoi encontraran agua. Habían coronado unas lomas con tan poca pendiente que las habían subido sin siquiera darse cuenta, y al asomarse a la otra vertiente no vieron desierto sino estadios de agua que se extendían hacia las montañas que ahora se alzaban al sur. Habían muerto caballos y aún había más en malas condiciones, en su mayoría debido a la última carrera hacia el agua y la brutal melé subsiguiente; pero ningún hombre, mujer o niño había perecido. Los caballos habían sufrido, y sus agotados jinetes tuvieron que pelear con ellos, hombre y mujer contra caballo, para sacarlos a rastras del agua antes de que se suicidaran bebiendo más de la cuenta.
La gente de Lot ayudó, pues había pasado por lo mismo una semana antes. Habían aguardado en el primer abrevadero, confiando en que Srayanka los alcanzaría. La esposa de Lot se había marchado a las tierras altas con los jóvenes, los ancianos y todas sus yeguadas, y Lot parecía más viejo. La pérdida de sus hijas y el desierto le habían encanecido el pelo, aunque no le habían robado su proverbial cortesía.
—Mis disculpas —dijo a Srayanka, pero ella lo interrumpió con un rápido abrazo y un beso en la mejilla.
—¿Acaso somos griegos? Tú atendiste a tu pueblo, y yo al mío; y aquí estamos.
Lot sonrió, pero la sonrisa se le borró al contemplar a Kineas, que yacía envuelto en una manta, despierto pero mudo.
—Una coz —explicó Filocles.
—Parece que oye todo lo que decimos —dijo Srayanka.
Lot asintió.
—Tuvimos varios casos muy malos; todos entre los que menos agua bebieron.
Su tono dejó entrever que ocultaba algo. Kineas estaba recostado con una copa espartana de agua que no había tocado.
—¿Se recobraron? —preguntó Srayanka, como si la pregunta careciera de importancia.
—Uno sí —contestó Lot.
—¿Uno de cuántos? —preguntó Filocles, y luego repitió la pregunta en sakje.
—Uno de cuatro —contestó Lot. Y se encogió de hombros—. Me disculpo otra vez. De no ser por Upazan, el rey habría tenido a Iskander en el Oxus. Es una pesada carga la que llevo en mis hombros.
—¿Más pesada que la pérdida de una hija? —preguntó Kineas, levantando la cabeza—. La he visto, junto al árbol.
Todos los comandantes, tanto griegos como sakje como sármatas, dejaron de hablar.
Lágrimas surcaban el semblante de Lot.
—No, señor. No más pesada que la pérdida de Mosva.
Los ojos de Kineas se desviaron más allá de la cabeza de Lot, hacia el cielo azul.
—La muerte no es como piensas —dijo. Luego bajó la cabeza, y la luz de sus ojos menguó, y se durmió.
Era consciente del paso del tiempo, aunque dicha conciencia era imperfecta y lo sabía, tal como un hombre con fiebre es consciente de que el tiempo no pasa por igual para él y para la esposa que le refresca la frente y le asea la cama. Oía las voces tranquilizadoras de aquellos a quienes más amaba, amigos y esposa, los balbuceos y el llanto de sus hijos, y sentía tal pasión por ellos que era como un dolor corporal, como una jabalina atravesándole el pecho, directa al corazón.
Sabía que había venido un extranjero que hablaba un extraño dialecto, parecido al sakje, con muchas palabras iguales pero con un tono distinto, más musical. Él escuchaba, pero no abrió los ojos durante mucho tiempo.
Cuando lo hizo, ya se encontraba mejor y podía respirar sin resollar. Intentó incorporarse y dio un grito, acurrucándose en posición fetal, y entonces Srayanka acudió a su lado.
—¡Calla, Kineas!
—Estoy mejor —repuso él con voz ronca—. ¡Oh, qué mala suerte he tenido! Justo donde me alcanzó la lanza.
Srayanka le acariciaba la mano.
—Tengo noticias —anunció.
—He oído a un extranjero —dijo Kineas.
—Un mensajero de la reina de los masagetas, pidiéndonos que acudamos enseguida a la asamblea de tropas. Resulta que mi esposo es un guerrero famoso. Tanto que su fama ha llegado a oídos de la reina de los masagetas.
Kineas sonrió y se durmió.
Durante un día, fue consciente de la comida, consciente del vino, consciente de las caricias de Srayanka en la mejilla. Habría cogido en brazos a sus hijos para sentir la penetrante saeta del amor. Lo veía todo a través del velo de los sueños, y nada tenía la inmediatez de sus pensamientos, que corrían sin cesar como una manada de venados perseguida por una jauría de perros. No era muy distinto de las calenturas que había padecido de niño.
Una noche se despertó y encontró a Srayanka llorando con los niños en brazos. Su esposa lo miró y susurró: