Tirano II. Tormenta de flechas (53 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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El nubio asintió con vehemencia. Se quitó el casco para oír mejor.

—Ve hasta donde está Ataelo —insistió Kineas—. Dile que cruce y hostigue el extremo izquierdo de las líneas enemigas. ¿Entendido? Repítelo.

—Hasta Ataelo. Hostigar el flanco izquierdo enemigo.

—¡Arreando! —gritó Kineas. Buscó otro mensajero. Encontró a Hama, el cacique de los celtas—. Hama, ve hasta Srayanka y dile que avance en alineación de tiro y que comience a disparar contra la caballería macedonia; aquellos de allí. ¿Los ves?

Hama asintió.

—Dile que apoye a Ataelo por su izquierda. ¿Lo entiendes? —preguntó.

Hama asintió y sonrió como quien ha capitaneado varios combates.

—Digo a tu esposa que hostigue a los jinetes de enfrente y que ayude a Ataelo a desviar a su flanco —repitió.

—Perfecto. ¡Adelante! —dijo Kineas. Luego cabalgó hasta la cresta e hizo señas a los sármatas con el brazo hasta que Lot reparó en él. Entonces señaló hacia la orilla oriental. Lot le respondió de modo semejante.

Kineas regresó a la cima de su promontorio, echó otro vistazo a las posiciones macedonias y se bajó la mentonera.

—¿Listos? —preguntó—. Con paso lento y firme mientras pisemos terreno pedregoso. Si mantenéis la formación y os mostráis duros, los sogdianos se esfumarán. Estad preparados para virar a la izquierda por escuadrones. Vamos a subir el ribazo y giraremos al norte hacia el flanco de su caballería real. ¿Está claro? —Volvió la vista atrás por encima del hombro y vio que los sármatas se estaban moviendo; el yelmo de Lot relumbró cuando él y sus hombres comenzaron a bajar por el extremo de la serrezuela a la derecha de Kineas. En la otra orilla, el grupo sogdiano más a la derecha comenzó a bullir confundido.

—¡Toca «avance»! —chilló Kineas.

Las líneas olbianas avanzaron al paso, cuidando donde pisaban, resbalando y patinando en la arena, y una vez llegadas al amplio prado del valle fluvial, recompusieron la formación en perfecto orden. Kineas se situó en la punta del romboide olbiano izquierdo, con Cario y Diodoro a sus espaldas.

En cuanto entraron en el valle verde, Kineas perdió la visión panorámica del campo de batalla. Empuñaba la primera jabalina y se contoneaba amoldándose al vaivén de
Talasa
, que tanteaba el camino por el herbazal evitando las matas de espino. Los olbianos, veteranos en lo que a cabalgar por terreno escabroso atañía, fluyeron en torno al matorral y volvieron a formar automáticamente sin que fuera preciso dar órdenes.

—¿Listos? —preguntó Kineas a voz en cuello. Tenían el valle verde para ellos; los sogdianos no bajaban por la otra ribera.

Llegaron al propio río y
Talasa
lo cruzó salpicando. Los rociones que levantaban sus cascos daban gusto. Kineas cogió las riendas con una mano.

—¡Derechos a lo alto del ribazo! ¡Dispersaos! ¡Subid tan deprisa como podáis! —Gesticuló con los brazos—. ¡Dispersaos! ¡Intervalos de a dos!

No había toque de trompeta para eso, pero fue obedecido y los otros dos grupos siguieron su ejemplo. Una arboleda de tamariscos ocultaba a los sármatas. Demasiado tarde para preocuparse.

—¡Al trote! —Hincó las rodillas en su caballo y enrolló la correa de lanzar a su primera jabalina.

Antígono tocó la llamada e iniciaron el ascenso de la cuesta.
Talasa
estuvo arriba en dos saltos, y Kineas fue recibido por una descarga de flechas; una le dio en el yelmo. Se inclinó hacia delante y la yegua se empinó sobre los cuartos traseros, y Kineas hincó los talones en sus ijares, se alzó cuanto pudo en la silla y rugió:

—¡A la carga!

Lo recibió un único jinete enemigo. Daba la espalda a Kineas y bramaba a los sogdianos que resistieran. Era un oficial con el fajín blanco atado a una prenda bactriana que llevaba encima del peto. Se cubría la cabeza con un pañuelo, pero Kineas lo reconoció: el Granjero.

Kineas sonrió y blandió su pesada jabalina
lonche
como un hacha de dos manos, cogiéndolo desprevenido y derribando al macedonio de su silla. Después gritó a su hipereta, que ya frenaba su montura.

—¡A formar! —gritó Kineas, y la trompeta sonó.

Kineas asintió a Antígono cuando los soldados se reagruparon.

—¡Permaneced juntos! —ordenó—. ¡Adelante!

La trompeta sonó otra vez. En algún lugar de la polvareda, Ataelo la oiría, igual que Lot y Srayanka.

Kineas se dirigió hacia la nube siguiendo al enemigo que huía.

De repente, la nube marrón y gris se llenó de jinetes. Kineas se impresionó al ver a tantos. Bactrianos, pensó, deduciéndolo por las cabezas de los caballos y las vistosas mantas de las sillas. Y cayó sobre ellos.

No plantaron cara; parecían confundidos, ajenos al peligro que corrían hasta el último instante. Kineas no se molestó en lanzar la jabalina, sino que se limitó a derribar hombres con el asta a diestro y siniestro. Detrás de él, la punta cada vez más ancha del romboide atravesó sus líneas desgarrándolas como una tela apolillada. Hombres y caballos huían despavoridos de Kineas y su escolta para desaparecer pisoteados o entre la polvareda.

—¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos! —voceaba Kineas, y la trompeta volvió a sonar.

»¡Cambio de frente! ¡A la izquierda! —gritó Kineas a Antígono. El galo levantó la trompeta y dio el toque correspondiente. Kineas no veía más allá de dos filas, porque ahora el polvo y la arena se movían como una densa niebla llena de fantasmas, pero hizo girar a
Talasa y
pasó de ser la punta a ser el flanco derecho de la formación.

«Confía en tus hombres.» Si la maniobra se había llevado a cabo bien, su romboide ahora estaba encarado directamente al flanco macedonio. Con tanto polvo, no veía nada.

—¡A la carga! —gritó Kineas.

Antígono tocó la trompeta. La formación avanzó y cobró velocidad, y Kineas comenzó a encontrar adversarios: hombres confundidos que hacían girar a sus caballos en la bruma de la batalla. La dirección de la carga y la formación enemiga, o mejor aún la ausencia de ella, dejó a Kineas y a su flanco sin oposición. Cabalgaron despacio, manteniendo contacto con el centro de la formación, cuyos hombres libraban toda la batalla.

Samahe supo dónde encontrarlo exactamente, leyendo su mente con la precisión de un chamán, probablemente guiada por los toques de trompeta.

—¡Eh! ¡Kineas! —gritó al salir de la polvareda.

Kineas respondió a voz en cuello:

—¡Samahe! ¡Aquí!

—¡Por joder como dioses! —La sonrisa de Ataelo era tan ancha que le partía la cara redonda en dos cuando salió de la bruma tras su esposa—. ¡Ja! ¡Son todos míos! —Agitó en alto el brazo sano—. Cabalgo todo el camino alrededor de su flanco. Cratero se retira. ¿Sí?

Kineas tuvo que sonreír.

—Voy al norte —gritó.

Ataelo gritó:

—¡Sí! —Y regresó a la polvareda.

—¡Da el alto! —ordenó Kineas a Antígono. Y aguardó mientras la trompeta sonaba—. ¡Frente a la derecha! —gritó Kineas, y de nuevo la voz estridente de la trompeta sonó a través del polvo. Le costaba oír bien y no veía más allá de diez largos de caballo. Para orientarse, sólo contaba con el último vistazo al campo de batalla y con su instinto.

Volvía a estar en la punta del romboide, suponiendo que aún hubiera formación.

—¡Al trote! —volvió a gritar, sujetándose a
Talasa
con las rodillas. La yegua estaba muy tranquila y lo llevaba con soltura. Kineas apoyó una rodilla en medio de sus lomos y se irguió un momento, pero no pudo ver nada y a punto estuvo de caerse de la silla cuando
Talasa
esquivó un obstáculo.

Cuando consideró que había transcurrido el tiempo suficiente, comenzó a virar hacia el oeste, guiando a la formación si es que aún contaba con ella, trazando un arco a lo largo del río, pero un estadio más al norte, en busca de la caballería macedonia.

El polvo comenzó a dispersarse. Tras un par de zancadas de
Talasa
, Kineas pudo verse las manos, pudo ver una mata de hierba en su camino; acto seguido, había salido y observaba la nube de polvo y el escuadrón de caballería sogdiana aguardando con patente indecisión justo al lado de la ascendente columna de polvo. La bruma de la batalla era tan densa que subía al cielo como si la misma hierba estuviera en llamas.

Kineas se quitó el pañuelo que llevaba anudado al cuello para evitar que la coraza le rozara, se enjugó el sudor que le escocía en torno a los ojos y la boca y se lo volvió a poner.

Siguió desviándose hacia el oeste. Después volvió la vista atrás.

El romboide aún estaba tras él. Cario, Antígono y Diodoro emergieron de la cortina de arena, y luego Hama, Dercorix y Tasda, y cuatro más a la zaga. El espaciado distaba mucho de ser perfecto y le pareció que faltaba un ala entera, quizá diez hombres; sin embargo, tras dos enfrentamientos a ciegas y una carga, aquello era un milagro.

Los otros dos escuadrones no se veían por ninguna parte.

Los sogdianos del frente izquierdo acababan de verlos. Se movían; se trataba de un sutil movimiento de hombres y caballos como el de la hierba alta mecida por el viento que denotaba miedo e indecisión.

Kineas dio media vuelta a
Talasa
, sin perder la sujeción a la silla.

—¡Derechos a través de ellos! —chilló.

Sus hombres respondieron con un grito cansino. Ganaron velocidad.

De la polvareda que tenían a su izquierda, un único jinete a lomos de un caballo negro surgió como un rayo oscuro. Kineas supo que era León en cuanto vio el escudo de piel de toro que le cubría el brazo.

León iba disparado hacia los sogdianos. Su jefe, un hombretón de barba cana, dio la vuelta a su caballo en el último momento, como si no hubiese esperado que el nubio cargara derecho hacia ellos; pero lo hizo tarde. La jabalina lanzada por León se le clavó en el bajo vientre y lo tiró al suelo, y el enorme caballo castrado de León chocó contra su montura y siguió avanzando hacia el frente de la formación sogdiana.

Los lugareños estaban pasmados como si un verdadero rayo hubiese fulminado a su cacique. León desapareció en medio de ellos. Su portaestandarte, otro hombre grandullón a lomos de un caballo gris con un mástil rematado por una cabeza de toro de bronce, gritaba órdenes frenéticas, y los sogdianos comenzaron a cerrar filas. Una descarga de flechas salió despedida de su formación para caer en dirección a Kineas.

A diez zancadas, Kineas levantó su jabalina ligera. Cinco zancadas después la lanzó, y justo cuando la cabeza de su caballo pasaba por encima del cadáver del cacique, bajó la punta de su lanza pesada para desmontar al hombre que llevaba el estandarte con la cabeza de toro.
Talasa
derribó al caballo enemigo, que cayó a la arena sacudiendo las patas, y saltó por encima de él; la jabalina de Kineas se quedó clavada en el cadáver del jinete.

Los fugaces momentos de buena visibilidad se habían terminado, y de nuevo se vieron sumidos en la densa bruma de Ares. Kineas se dispuso a empuñar su preciada espada egipcia, pero ésta se resistió a salir de la vaina. Levantó el guantelete de la mano de las riendas para parar un golpe y lo recibió en el costado. El dolor y la rabia explotaron en su interior.
Talasa
dio media vuelta debajo de él.

Otro golpe contra las escamas de su coselete y de pronto se vio libre en el remolino de arenilla. Le dolía el costado, pero el daimon del combate estaba en él y sujetó la vaina entre el brazo de la brida y la cadera y arrancó la espada, cayendo casi de la silla por el ímpetu del esfuerzo.

Estaba solo. Volvió la cabeza de
Talasa
en la dirección que creyó correcta y la instó a seguir adelante.

Cario salió de la polvareda con su pesada lanza chorreando sangre y vísceras.

—¡Ja! —exclamó a modo de saludo.

Detrás de él, Hama avanzaba sin flaquear.

—¡Por aquí, señor! —le gritó Hama.

Los tres cabalgaron hacia el velo de arena arremolinada.

Un hombre que cubría su yelmo abombado con una banda de tela estrelló su caballo contra
Talasa
, y Kineas se vio de nuevo en la melé. Asestaba y paraba golpes, cada vez más consciente del dolor que tenía en el costado y de la creciente marea de sonidos. Aquello era una lucha enconada, no una derrota aplastante. Los sogdianos ya no cedían terreno.

«Los olbianos no están venciendo.» Oía sus llamadas entre los gritos de los sogdianos.

Condujo a Talasa derecha contra el caballo de su oponente y dio tres tajos, sacrificando la astucia en aras de la fuerza bruta y la velocidad. Uno de sus golpes alcanzó al sogdiano, que se tambaleó llevándose las manos a la cara mientras su caballo sacudía las cuatro patas para no perder el equilibrio. Kineas lo dejó atrás.

—¡Apolo! —gritó.

En torno a él, en la bruma de la batalla, oyó que otras voces repetían el grito:

—¡Apolo!

Entrevió los penachos de crin de algunos de sus hombres a su derecha; tan sólo una imagen fugaz cuando una esporádica racha de brisa barrió el polvo en suspensión. Apretó bien las rodillas contra los lomos de
Talasa
y volvió a gritar a pleno pulmón:

—¡Apolo!

La yegua respondió con renovadas fuerzas, derribando a otro jinete sin que Kineas diera un solo golpe. Luego un hombrecillo que parecía ir cubierto de oro asestó una estocada con su lanza contra el pecho de Kineas. Las escamas de la coraza desviaron el golpe; el hombre había calculado mal la distancia. Kineas dio un tajo al asta sin conseguir partirla, pero apartando bastante la punta, de modo que pudo acercarse. Agarró el asta con la mano de la brida y estampó repetidas veces la cabeza de Medea de la empuñadura contra el rostro de su adversario mientras sus caballos daban vueltas como perros peleando, mordiéndose y dándose coces. Kineas alargó la mano de la brida en torno a la espalda del otro hombre, que llevaba armadura completa. La mano izquierda de Kineas se aferró al cinto de la espada del sogdiano y arrancó la hoja de su propia espada de donde había quedado bloqueada entre los torsos de ambos; arriba y otra vez arriba con cada empujón de los caballos.
Talasa
se empinó sobre los cuartos traseros, mordiendo salvajemente la grupa del otro caballo y golpeándolo con las manos, y Kineas giró la cintura de modo que el filo de la espada egipcia ascendiera hasta la mandíbula del sogdiano…

Un roción de sangre, y el hombre de oro se desplomó; un peso muerto que casi lo hizo caer de
Talasa
, y un golpe contra su yelmo…

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