Tirano II. Tormenta de flechas (55 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Ataelo asintió. Avanzaron un breve trecho sin hablar.

—Alejandro no podrá centrarse en su lucha por mucho tiempo —prosiguió Kineas—. No hay bastante comida. Y Zarina tiene todas las praderas al norte del Jaxartes disponibles para alimentar a su ejército. Además, a los sakje se os da mucho mejor vivir de estos llanos que a los macedonios.

Diodoro dijo:

—Ya lo entiendo. No puede dar media vuelta para combatirnos sin desbaratar sus planes.

—Le estamos echando una carrera —dijo Kineas—. Apuesto a que está a menos de cien estadios al sur, avanzando hacia el este tras una pantalla de patrullas. A un día a caballo de aquí.

Srayanka se encogió de hombros.

—¿Y qué? ¿Acaso eso cambia algo de lo que hemos acordado?

—No —respondió Kineas—. En absoluto. Significa que teníais razón. Debemos darnos prisa si queremos alcanzar a Zarina antes de que Alejandro lance su ataque. Sin duda tiene intención de cruzar el Jaxartes y efectuar una campaña contra los masagetas a finales de verano.

Srayanka entrecerró los ojos y agitó las trenzas.

—Pues entonces es idiota. En verano no hay agua en las llanuras.

—Alejandro no es idiota, querida —repuso Kineas—. Es capaz de llevar a sus hombres y bestias al límite. Condujo a su ejército a través de los montes más altos, ¿no? Incluso los sakje hablan de ello. Si quiere que marchen por el altiplano, lo harán. —Miró a su alrededor—. Al fin y al cabo, ¿no es exactamente lo mismo que nos proponemos hacer nosotros?

—Pero nosotros somos unos pocos cientos —rebatió Srayanka—. ¿Te parece bien que nos dirijamos hacia el norte? ¿O vamos a tener que discutir aquí sobre el vuelo de los gansos y los movimientos de los venados en la estepa?

Kineas la miró enarcando una ceja.

—Sí —contestó—. Vayamos al norte.

Cuando el grupo de mandos dio por finalizada la reunión, Kineas se acercó a su esposa.

—Me gustaría que manifestaras tu opinión en los consejos —dijo—. Detesto que te quedes callada, temiendo interrumpirme.

—¿Qué costado te duele más? —preguntó Srayanka, fingiendo darle un puñetazo en el izquierdo.

Tras la siguiente parada, Srayanka envió a los prodromoi hacia el norte y encargó a Parshtaevalt que los cubriera por el sur. Acamparon temprano en un meandro del Polytimeros, donde las ruinas de un pueblo con murallas de adobe narraban la epopeya de los años de guerra que ya había conocido aquella región. Kineas se reunió con el grupo de su rancho y se sentó recostándose contra una roca que el sol había calentado. Srayanka se apoyó en su hombro y le pasó a Lita. La roca anunciaba que el terreno cambiaba iniciando el ascenso hacia el este. Habían llegado a las faldas de los Montes Sogdianos.

Darío se puso en cuclillas con una copa de vino arrebatado al enemigo. Iba vestido como un medo de la cabeza a los pies y parecía avergonzarle la desnudez de los numerosos olbianos que se bañaban en las aguas del Polytimeros.

—¡Bienvenido seas! ¿Encontraste a Espitamenes?

Darío asintió. Kineas le estrechó los hombros.

—Deduzco que Espitamenes ha jurado mantenerse alejado de nosotros —dijo, haciendo caso omiso de la vestimenta de Darío.

—Le mortifica haberse granjeado nuestra enemistad —explicó Darío. Lanzó una mirada a Srayanka y, acto seguido, apartó la vista como si Artemis lo hubiese cegado—. Sostiene que no tenía idea de lo que Alejandro se proponía hacer con las amazonas; fue inducido a creer que el rey simplemente tenía ganas de conocer a alguna. —Se irguió—. Siente que su honor está mancillado por lo sucedido y promete cualquier reparación que tú y tu señora exijáis.

Srayanka lo estaba escuchando todo. Puso a Sátiro en brazos de Kineas.

—Eso, como decís los griegos, es un pestilente cagarro de perro. No obstante —sonrió Srayanka—, a todos conviene que finjamos creerle.

Darío se escandalizó:

—¡Lo juró por su honor!

Kineas se sorprendió ante la ingenuidad del joven.

—¡Te cayó en gracia!

—Será un gran rey —dijo Darío muy serio.

—Acabará con la cabeza clavada en una lanza, o algo peor. —Srayanka acomodó a su hija en su regazo—. Jamás olvidaré que él me entregó a Alejandro; pero mi memoria es larga y el tiempo corto. —A su hija le dijo—: Igual mamarás parte de mi repugnancia por ese persa con mi leche, angelito.

Darío llevaba una hermosa espada, un
xiphos
de hoja recta con adornos de oro como los de una espada sakje. Kineas la señaló.

—¿Un regalo? —preguntó.

—Sí. Le asombró gratamente que alguien de mi linaje siguiera vivo. Tiene en gran estima a los nobles que le quedan. Muchos hombres que conocí hace tiempo sirven en su caballería. —Sonrió a Filocles, quien venía hacia ellos desde la arboleda de tamariscos que coronaba el risco—. ¡Espitamenes envía vino!

Filocles sonrió y gritó algo que se perdió entre el ruido de ochocientos caballos abrevando.

Kineas asintió.

—Darío, puedes irte con él, si eso es lo que deseas. Me has servido bien y no me debes ningún rescate. Maté a tu primo; eso siempre se interpondrá entre nosotros. Pero nunca olvidaré cómo me ayudaste en el castillo de Namastopolis.

Darío guardó silencio. Hasta que por fin preguntó:

—¿Estoy despedido?

—¡Ni hablar! —negó Kineas—, pero comprendo la fuerza de los lazos de sangre y tradición. Espitamenes es un señor de tu pueblo. Si deseas cabalgar con él, ve con mi amistad.

—Y con la mía —agregó Srayanka.

Darío fue incapaz de sostenerle la mirada a Srayanka y desvió los ojos hacia Filocles, que acababa de bajar la cuesta; entonces se sonrojó, hizo una reverencia y tomó la mano de Kineas.

—Creo que por el momento seguiré cabalgando contigo —dijo. Luego, tras una incómoda pausa, señaló las ruinas de la ciudad—: Besos se alzó contra Darío hace cuatro o cinco años. Desde entonces no ha vuelto a haber paz en esta frontera. Sea cual sea el bando que domine la situación, el otro paga a los dahae y a los masagetas para que ataquen. Ahora Espitamenes sigue los pasos de Besos.

—¿Serviste con Besos?

—Yo no, mi padre —contestó Darío—. Yo serví con el Rey de Reyes. —Esbozó una sonrisa que no llegó a iluminarle los ojos—. Es costumbre entre los nobles bactrianos; un hijo para cada ejército, o incluso dos; gane el bando que gane, el clan se mantiene fuerte.

Diodoro llegó con un hombre barbudo que vestía una toga roja muy sucia encima de un peto macedonio, con la estrella de la casa real grabada en el pecho. Tenía la nariz aguileña y la frente despejada. Aparentaba unos cuarenta años, o quizá más, pero era de complexión robusta, los músculos de atleta.

—Mirad a quién han encontrado los perros —dijo Diodoro, sonriendo—. ¿Os acordáis de este bastardo engreído?

Kineas lo miró.

—¡Tolomeo! —exclamó Kineas, acariciando la cabeza de su hija. No se levantó, pero sonrió al prisionero—. ¡El Granjero!

El macedonio inclinó la cabeza.

—Te recuerdo bien, Kineas de Atenas —declaró—. Favorito de los dioses —agregó con una reverencia, exagerando el saludo.

—Antes no creías en los dioses —replicó Diodoro, atizándole.

Tolomeo se rascó el mentón y citó a Aristófanes.

—«Si no hubiera dioses, no podrían haberme abandonado» —citó, y todos rieron.

Filocles le pasó un cuenco de comida.

—¿Cordero? —preguntó Tolomeo.

—Potro —respondió Kineas—. Lamento el enfrentamiento, Tolomeo. No te conocía con ese atuendo.

Tolomeo bajó la vista a la toga de lino que llevaba sobre la coraza. Luego miró detenidamente a los congregados en torno a la fogata.

—Tampoco es que vosotros tengáis mucho aspecto de hippeis atenienses —observó—. ¿Dónde están los mechones rizados de antaño? ¿Las elegantes clámides?

Kineas sonrió.

—«Si volviera la paz y nos viéramos libres del penoso trabajo, no guardéis rencor a nuestros mechones rizados ni a nuestra piel ungida.»

Tolomeo aplaudió.

—Bien citado. Aunque no veo muchos mechones rizados por aquí.

Diodoro volvió a atizarle.

—¡Aquí el espartano tiene rizos de sobra para todos! —exclamó.

—La última vez que te vi, lucías un peto cincelado en plata que habías comprado a un saqueador en Ecbatana —recordó Kineas—. No somos los únicos que han conocido tiempos difíciles.

Tolomeo meneó la cabeza.

—¡Maldita Sogdiana! —dijo—. Es brutal.

—¿Sigues en los hetairoi? —preguntó Kineas.

—Serví con Filipo Kontos antes de que regresara al oeste. —Se encogió de hombros a la luz del fuego—: Después de que matara a Artemis, lo abandoné por la falange.

Kineas se movió como si el costado le doliera.

—Entonces, ¿está muerta?

El macedonio se llevó comida a la boca con los dedos. Cuando la hubo masticado y tragado, levantó la vista.

—Nos traía buena suerte, igual que te la traía a ti —relató—. Kontos la mató cuando decidió quedarse con nosotros, el muy cabrón. Ella no quería irse a Occidente con él Diodoro había conocido a Artemis, lo mismo que Antígono, pero el galo estaba en su fogata. Diodoro soltó un resoplido para disimular su pesar. Artemis había dirigido a los seguidores del campamento mientras estuvieron en el ejército de Alejandro. Había sido la mujer de Kineas desde Issos hasta Ecbatana.

—No —dijo Diodoro, mirando a Kineas—. Claro que no. —Y alzó su copa—: ¡Por su recuerdo!

Tolomeo aceptó la copa y derramó un poco de vino por el espíritu de la fallecida.

—¡Así sea!

Kineas vertió un poco del suyo y bebió.

—Abatí a Kontos —confesó.

Se hizo el silencio en torno al fuego.

—¡Qué pequeño es el mundo! —exclamó al fin el macedonio—. Sin duda, los dioses lo habían dispuesto así; que tú, a quien más amaba ella, la vengaras.

—Dudo que me amara más que a cualquier otro —repuso Kineas, complacido aunque sus palabras lo desmintieran—. Soñé que estaba muerta —agregó—. Podrás marcharte por la mañana. Te daremos un caballo. Filocles te acompañará para que no tengas problemas con nuestros vigías.

Tolomeo estiró las piernas hacia el fuego. Las noches eran sorprendentemente frías, pese al calor infernal que hacía a mediodía.

—Loado sea Ares por haberme hecho preso de griegos —murmuró—. Tal vez tenga sentido rezar a los dioses, después de todo. Ya me veía con los huevos arrancados de cuajo por los bárbaros. ¿No pedirás un rescate?

Kineas miró a Diodoro y a Filocles. Ambos negaron con la cabeza.

—No. Puedes irte en paz. También apresamos a una docena de jinetes. Puedes llevártelos contigo.

Tolomeo asintió. Y miró en derredor.

—Alejandro te perdonaría en el acto, Kineas. Y contrataría a todo tu contingente. ¿Los sakje? ¿Con los griegos? Pon un precio.

—No estoy en venta —replicó Kineas—. Y tampoco he hecho nada que deba ser perdonado, macedonio.

—¿Acaso esto es un mal concebido complot ateniense? ¡No seas idiota! —Tolomeo se acercó más—. Permíteme aprovechar esta oportunidad enviada por los dioses. ¡Escúchame! Sabíamos que alguien estaba atacando a nuestras avanzadillas. Desde el principio del verano nos han llegado informes sobre una unidad de mercenarios griegos en el Oxus. Ahora que te he encontrado, ¡ven conmigo! Sea cuanto sea lo que te paga Espitamenes, ¡el rey te pagará más!

En torno al fuego, los amigos de Kineas rieron.

—Espitamenes no tiene amigos aquí —dijo Srayanka. Su dominio del griego ya era más que notable.

—¡Tú eres la amazona! —se sorprendió Tolomeo. Era típico de un macedonio, Kineas bien lo sabía, que tras haberse cerciorado de que era una mujer, y para colmo lactante, hubiese prescindido de ella otorgándole menos importancia que a la manta sobre la que estaba sentado—. ¿Es tu chica?

—Mi esposa, doña Srayanka, reina de los Asagatje —respondió Kineas, presentándosela.

Srayanka se sonrió al tiempo que acomodaba mejor a su hijo para que alcanzara el pezón y se sostenía la teta.

Tolomeo la miró con más detenimiento. Luego miró a Kineas como si lo viera por primera vez.

—Si mataste a Kontos es porque derrotaste a Zoprionte, ¿no es cierto? —inquirió.

Kineas sonrió lenta y maliciosamente.

—No lo hice yo solo —precisó.

Tolomeo estaba pálido, incluso a la rojiza luz de las llamas.

—Entonces… —comenzó. Todo rastro de amistad se desvaneció de su voz—. ¡Cabrón ingrato! Alejandro te convirtió en quien eres.

Kineas notó que le subía la sangre al rostro. Sin embargo, se esforzó en mantener la calma, aunque sólo fuera para enfurecer más al macedonio.

—Soy ateniense —manifestó.

—Eres un puto heleno que lucha para los bárbaros. —Tolomeo estaba furioso y, como a la mayoría de combatientes, le traían sin cuidado las consecuencias.

Kineas no tuvo inconveniente alguno en sostenerle la mirada, incluso cuando el macedonio se puso de pie, apretando los puños con rabia.

—Tú eres un bárbaro que lucha para los bárbaros —replicó Kineas. Se irguió, dejando de estar recostado—. No le debo nada a Alejandro. Fue él quien me despidió, y luego me vi en el exilio por haberle servido.

—¿Atenas ha enviado un ejército a este desierto embrujado? —preguntó Tolomeo desmoronándose—. ¡No es posible!

—Mi ciudad es Olbia —dijo Kineas con orgullo—. Soy el hiparco de Olbia. Todos los hombres de esta fogata son ciudadanos de Olbia. Las ciudades del Euxino se unieron con los sakje, los asagatje, para destruir a Zoprionte. Habría esclavizado a todos los hombres y mujeres del Euxino, Tolomeo. Lo quería todo para él. —Kineas se levantó, entregó su hija a Darío y escupió al fuego—. Perdimos a cientos de jinetes. Ni un solo niño macedonio vivió para ver a su madre en una granja cerca de Pella. Ni un solo caballo trotó por la hierba hasta su pasto en las colinas.

La voz de Srayanka, que no se levantó, rezumaba enojo y arrogancia.

—Di a tu rey que, si viene a las llanuras, le daremos más de lo mismo. El mar de hierba no es para Macedonia. Mi padre murió enseñando a Filipo esa lección, y a ninguno de nosotros le dará miedo instruir a su hijo.

—¿Olbia? —preguntó Tolomeo. Su ira se había aplacado—. ¿Dónde demonios está Olbia?

Eso hizo que los presentes en torno a la fogata rieran, porque tan sólo dos años antes todos ellos se habrían preguntado lo mismo.

Kineas apuntó una sonrisa.

—Es la ciudad más rica del Euxino. —Mientras lo decía, podía ver la ciudad como si estuviera en lo alto del risco a orillas del Borístenes, contemplando el templo de Apolo y los delfines dorados—. Junto con Pantecapaeum, más rica que todas las ciudades de Grecia juntas.

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